No es fácil dar fe hoy en día del poder y la importancia de alguien como John Pierpont Morgan en la configuración del capitalismo norteamericano. Más que cualquier otro de los nombres de oro de esa época, el de J. P. Morgan es inseparable de las grandes transformaciones industriales que hicieron de Estados Unidos la potencia que entró en el siglo xx con un ímpetu arrollador. Miembro de una estirpe de financieros, Morgan llevó durante un tiempo la sucursal londinense de la empresa antes de trasladarse, en 1858, a Nueva York. Aprovechó la Guerra de Secesión, como tantos otros, para hacer sus propios negocios al calor de la necesidad de suministros del gobierno, y para el final de la contienda había desarrollado el suficiente músculo financiero como para atreverse con la ordenación del negocio del ferrocarril.
La llegada de la paz había despertado una verdadera “burbuja ferroviaria” que impulsó la construcción de miles de kilómetros de vías, pero atomizados en una miríada de empresas de explotación que, en muchos casos, eran inviables económicamente. Como sucede con cualquier nuevo campo del que se esperan grandes ganancias, el ferrocarril atrajo a multitud de especuladores, más interesados en el beneficio inmediato que en asegurarse el mantenimiento y expansión del negocio.
Morgan fue haciéndose hábilmente con diversas líneas y creando grandes grupos de explotación que fueron introduciendo racionalidad en una red que amenazaba con seguir creciendo de manera caótica hasta su colapso, víctima de los frecuentes hundimientos de los mercados y la falta de legislación.
Morgan tuvo la perspicacia de ver el potencial de la incipiente industria eléctrica. Como se ha dicho, su casa fue la primera en iluminarse con el nuevo sistema, y todos sus esfuerzos se encaminaron a aglutinar las distintas facciones enfrentadas por la Guerra de las Corrientes en un único conglomerado capaz de responder a las necesidades de generación, fabricación, distribución e investigación del nuevo sector. Por su despacho pasaron todos los nombres implicados en él, y tanto Morgan como sus lugartenientes ejercieron de mediadores para la creación de la General Electric Company (GE), mediante la fusión de la Edison General Electric y la Thomson-Houston Electric Company, en 1891. Tanto era por entonces su poder, que consiguió lo que parecía fuera del alcance de cualquiera: hacer desaparecer el nombre de Edison de la denominación de la empresa, reduciéndole a un mero papel honorífico. Así, la némesis de Tesla, en realidad, sufrió un destino parecido cuando terminó perdiendo el control sobre su propia criatura pero, al contrario que el croata, el mago de Menlo Park logró asegurarse unos réditos que le protegieron incluso en los momentos de mayor turbulencia económica.
De todas maneras, Morgan comprendió que el negocio eléctrico seguiría siendo inviable mientras ciertas patentes imprescindibles para el sector estuviesen en manos de Westinghouse, situación que también perjudicaba a este. La creación del consorcio del Niágara fue la ocasión propicia para que el financiero lograse una entente entre las dos empresas antes irreconciliables, que llegaron a un acuerdo para repartirse las distintas áreas de explotación. A partir de ese momento, ya nada pudo detener la expansión de la electricidad por todo el país.
Para entonces, Morgan se había convertido en un semidiós, el hombre detrás de todo lo que verdaderamente importaba en Wall Street, que era como decir en todo el país. No había nadie más informado que él, y quien pretendiera manejarse en ese mundo tenía que contar, como mínimo, con su neutralidad. Su influencia no escapaba ni siquiera a la política: en 1895, Estados Unidos se asomaba a la bancarrota y, en un momento en el que aún no existía la Reserva Federal, la única salida del gobierno era acudir a los inversores privados. Los mayores recursos estaban en esos momentos en manos de los banqueros europeos, pero esa opción no era factible para el presidente George Cleveland, consciente de que el coste de depender de un préstamo extranjero difícilmente sería comprendido por el electorado, teniendo en cuenta además que la mayor parte de esos banqueros eran judíos.
Para Cleveland, la cabeza que debía figurar al frente de ese préstamo sindicado que reuniese la cantidad suficiente para rellenar las arcas del Tesoro estadounidense debía ser estadounidense. Morgan aceptó de buen grado representar el papel de hombre providencial, y se encargó de salvar al país, encabezando una operación multimillonaria en la que, a pesar de que una parte importante del capital procedía de Europa, el orgullo nacional quedó intacto.
A finales del siglo xix, pues, nada parecía oponerse al inmenso poder de J. P. Morgan. En cierta medida, si el superhéroe Tesla tenía que toparse con un supervillano que estuviese a su altura, no había ninguno más idóneo. Su figura lo tiene todo para asumir, en el relato del fracaso del inventor, el papel de malvado, empezando por un físico poco agraciado, con una gran nariz deforme y graves problemas de piel que despertaban un violento rechazo en las personas que le veían por primera vez y que tenían de él la imagen de las fotografías retocadas que aparecían en los periódicos; lejos de intentar disimular, Morgan aprovechaba el sobresalto de su interlocutor como ventaja a la hora de negociar. A pesar de su entrega total a los negocios, tenía tiempo para otros placeres: uno de ellos, el más público, era su apasionado amor por el arte, que le llevó en numerosas ocasiones a Europa para hacerse con una inmensa colección de piezas únicas, que le procuraban proveedores repartidos por todo el mundo, y que en su mayoría pasó a formar parte de la colección del Metropolitan Museum. Y otro, nunca expresado de manera pública pero vivo en los rumores, era su afición a las amantes jóvenes, aunque nadie habría osado escribir una sola línea en las columnas de chismorreos comentando la vida extramarital del honorable J. P. Morgan.
Si hay una imagen capaz de representar a Morgan es la de un hombre que, desde su despacho, percibe los cambios que vienen, olfatea las oportunidades y obra en consecuencia. Como una araña en el centro de su tela, siente las vibraciones de cualquier ocasión apetecible que cae en su radio de influencia. Al contrario de muchos nombres que pululaban por Wall Street, Morgan no era un especulador: era un experto en hacerse con empresas con problemas, pero que con una adecuada gestión podían volver a la rentabilidad. De sus operaciones habían surgido los grandes conglomerados industriales que definieron la industria americana, aunque los abusos de un régimen que llevaba camino de convertirse en monopolístico implicaban métodos, como las astronómicas retribuciones de los consejeros, que ya por entonces empezaban a ser criticados. Por eso, cuando Tesla volvió de Colorado, Morgan supo ver más allá del carácter excéntrico del inventor, de sus polémicas o de sus afirmaciones sobre su contacto con los extraterrestres. El financiero comprendió que había algo real, algo potencialmente importante, tras esas investigaciones, y tendió sus redes para atraer a Tesla, quien, mientras tanto, procuraba darle largas a Astor, que quería saber cuándo podría disponer de modelos comercializables de lámparas y osciladores para empezar a recuperar su inversión.
Impresiona imaginar una conversación entre dos personalidades tan dispares como Tesla y Morgan. El financiero podía amar el arte del Renacimiento y ser capaz de valorar la belleza de un fresco medieval, pero cuando se trataba de negocios, la prosa recargada del croata debía de sonarle poco menos que a ruido. Sin embargo, había leído el artículo publicado en Century, y comprendido que la transmisión inalámbrica representaba una oportunidad sin precedentes. Como con Astor, Tesla jugó a ocultarle cuáles eran en realidad sus objetivos finales: podía ser un utópico, pero era consciente de que Morgan no querría financiar un método de transmisión que no solo permitiese el envío de fotografías, texto, sonidos e incluso imágenes en movimiento al otro lado del océano sin necesidad de cable alguno, sino que también sería capaz de distribuir energía eléctrica a cualquier parte del globo, haciendo innecesaria la mayor parte de la red que tanto les había costado levantar a los magnates de Wall Street, y cuyos beneficios aún estaban empezando a llegarles.
Tesla quería cerrar un acuerdo que le favoreciese, pero Morgan había librado batallas más duras, y con negociadores mucho más sólidos, como para aceptar sin más las condiciones del inventor. Finalmente, solo se terminó de convencer cuando Tesla, en un nuevo arranque de ese entusiasmo que terminaba volviéndose en su contra, mejoró la última oferta de Morgan (participación de un 50-50% en cualquier rendimiento de las patentes) ofreciéndole un 51%. Morgan aceptó de inmediato, y seguramente su instinto cazador no pudo por menos de regocijarse ante el mejor de los tratos posibles: en la práctica, pasaba a tener control sobre todo el trabajo de Tesla, quien acababa de poner en manos del magnate la decisión de llevarlo a buen término o clausurarlo en cuanto los resultados no fueran de su agrado. Para terminar de cerrar la soga alrededor del cuello del científico, Morgan exigió el cumplimiento de otra cláusula: no debía haber ninguna mención pública de su participación en la empresa. A cambio, se comprometió a invertir 150.000 dólares, sin que quedara fijado de manera clara si a esa cantidad le seguirían otras. Tesla daba por supuesto que así sería, ¿cómo no, si los resultados serían inmediatos y Morgan vería los beneficios millonarios que comenzarían a llover?
Deslumbrado por aquella cantidad tan considerable, aunque, como se vería, insuficiente para completar la construcción de su primera torre experimental, Tesla no vio, o no quiso ver, que la obligación de mantener en secreto que Morgan estaba detrás del proyecto le impediría, en caso necesario, conseguir más inversores. Era tal la influencia del magnate, que el solo rumor de que hubiese puesto la vista en cualquier negocio atraía a otros inversores: si para Morgan era interesante, sería por algo. De la misma manera, haberle dado a Morgan el 51% era un acto empresarialmente tan irresponsable como el de romper el contrato con Westinghouse: era entregarle su sueño a cambio, prácticamente, de nada. Sin poder buscar otras fuentes de financiación, y habiendo cedido el dominio absoluto del fruto que diesen las investigaciones, Tesla ya no era la cabeza de su empresa más que nominalmente. Si a eso añadimos que, en sentido estricto, las patentes de los osciladores, imprescindibles para el proyecto, pertenecían a Astor merced al acuerdo firmado tres años antes, las condiciones eran del todo desaconsejables. Sin embargo, Tesla carecía de un asesor fiable; en realidad, carecía de un lugarteniente de cualquier tipo; su sueño era suyo, su visión le pertenecía absolutamente. Pero paradójicamente, en su afán de no querer compartirlo, acababa de venderlo por apenas unas migajas.
Tesla adquirió unos terrenos en Long Island, propiedad de un financiero llamado James S. Warden, en cuyo honor el complejo fue llamado Wardenclyffe. En un principio, los habitantes de la zona recibieron con alborozo la llegada del famoso científico, sobre todo por sus promesas de que la torre no sería más que la punta de lanza de un gran complejo industrial que pondría a la localidad en el mapa del futuro, con varios edificios para albergar fábricas y alojamiento para los numerosos trabajadores que pondrían en marcha el Centro Telegráfico Mundial. Tesla no reparó en gastos: encargó a Stanford White el diseño de este primer edificio (de hecho, fue la última gran construcción firmada por el arquitecto, que moriría tiroteado cinco años después), y envió a un agente a buscar en la orilla atlántica de Inglaterra un emplazamiento donde construir la terminal que recibiría los mensajes al otro lado del océano.
Tesla estaba eufórico: veía su sueño al alcance de la mano, y el 11 de diciembre de 1901 comenzaron oficialmente las obras. Pero no podía imaginar que se trataba de un proyecto condenado antes siquiera de que se removiese la primera paletada de tierra. Cinco días antes, el 6 de diciembre, una noticia empezó a recorrer como la pólvora, al principio entre un mar de incredulidad, los telégrafos de todo el mundo: Guglielmo Marconi había anunciado que había logrado transmitir la señal “S” en código morse, sin hilos, entre Poldhu en Cornualles, Inglaterra, y Newfoundland, Canadá. Más de 3.200 kilómetros: a los boquiabiertos espectadores, les pareció tan inconcebible como si hubiese llegado desde el espacio exterior. Tesla, en su tozudez, quitaba importancia al logro de Marconi. Para él, aunque no se hubiese preocupado de demostrarlo en los tribunales, estaba más que claro que aquel chico utilizaba sus patentes, y así lo vería todo el mundo. En todo caso, pronto ese raquítico logro quedaría ensombrecido por la maravilla que estaba empezando a nacer en Wardenclyffe, un sistema mundial que no solo enviaría una riada de información por todo el planeta aprovechando las posibilidades de la resonancia de la tierra y la ionosfera, sino que sería capaz de distribuir energía sin límites a cualquier lugar, por lejano que fuera, con unos costes mínimos una vez hecha la inversión inicial. En pocas palabras: estaba sentando las bases de un nuevo orden mundial en el que la escasez de la energía dejaría de ser un problema. Con el acceso a fuentes de energía baratas, abundantes y, hoy añadiríamos, ecológicas, era todo un nuevo mundo el que estaba empezando a nacer. En sus sueños, Tesla llegaba a ver dirigibles y naves voladoras que no necesitarían fuente propulsora alguna, sino que serían impulsados por los flujos que irían de una torre a otra de la gran red mundial. Sí, Tesla no le había confiado a Morgan ni siquiera una mínima parte de lo que aspiraba a lograr en Wardenclyffe.
El problema es que para hacer realidad esa visión necesitaba de una cantidad muchísimo mayor que los 150.000 dólares concedidos inicialmente por Morgan. Pronto se vio en la necesidad de solicitar más dinero, pero las respuestas del financiero fueron, como poco, ambiguas. Por un lado, el sistema de Marconi, que finalmente había sido reconocido incluso por los más escépticos, reveló su capacidad para enviar mensajes de un continente a otro con una inversión y unos requerimientos tecnológicos muchísimo más modestos que los de Tesla. Por otro, Morgan estaba metido de lleno en la que sería su operación industrial y financiera más ambiciosa, el nacimiento del mayor conglomerado de la historia de Estados Unidos hasta ese momento, el gigante U. S. Steele, que derrotaba por la mano al que entonces era el gran magnate del acero, Andrew Carnegie.
El intercambio de cartas entre Tesla y Morgan, compuesto sobre todo por misivas del inventor al financiero, podría llenar por sí mismo un volumen capaz de generar todo tipo de emociones. En un principio, Tesla se dirige a Morgan como a alguien superior, recurriendo sin pudor a la adulación extrema, aunque quizá no exenta de cierta ironía:
Desde su partida, señor Morgan [el financiero había pasado un tiempo fuera de Estados Unidos], he tenido tiempo de reflexionar [sobre] la importancia y alcance de su trabajo, y ahora veo que ya no es solo un hombre, sino un principio y que cada chispa de su vitalidad debe ser preservada por el bien del prójimo. Por tanto, ya he abandonado la esperanza de que pueda ayudarme a establecer una fábrica que me permita recoger el fruto de mi trabajo de muchos años. Pero algunas ideas que no solo he concebido, sino además puesto en marcha, son de tan gran trascendencia que sinceramente creo que merecen su atención…
No tengo mayor deseo que demostrarme a mí mismo que soy merecedor de su confianza, y que haber tenido relación, aunque sea distante, con hombre tan grande y noble como usted será para mí una de las experiencias más gratificantes, y de los recuerdos más preciosos, de mi vida. Devotamente suyo,
Nikola Tesla[69]
Sin embargo, las sucesivas cartas apenas obtienen más respuesta que alguna que otra nota del secretario de Morgan. Cuando finalmente el financiero contesta, no puede ser más lacónico y tajante:
Querido señor,
En respuesta a su nota lamento decir que no es mi intención adelantar cantidad alguna más de las que ya le he dicho. Por supuesto, le deseo toda la suerte en su empresa.
Sinceramente suyo,
J. Pierpont Morgan[70]
La respuesta no podía sino despertar la cólera de Tesla:
Querido señor Morgan,
¡Que me desea éxito! Está en sus manos, ¿cómo puede deseármelo?
Comenzamos con una propuesta, todo calculado como es debido; es financieramente frágil. Usted me arrastra a operaciones imposibles, me hace pagar doble, sí, me hace esperar diez meses por la maquinaria. En medio de todo produce un pánico [entre 1901 y 1903, coincidiendo con el asesinato del presidente William McKinley, un crash financiero hundió Wall Street, que muchos achacaron a las maquinaciones de Morgan]. Cuando, después de asumir todo lo que nos podría haber dañado a los dos, fui a mostrarle que lo había hecho lo mejor posible, me echó como a un botones y rugió de tal manera que se le pudo oír a seis manzanas de distancia: ¡ni un centavo! Toda la ciudad lo sabe, estoy desacreditado, soy el hazmerreír de mis enemigos.[71]
Días después, continuaba su indignación, pero comenzaba a infiltrarse en ella la angustia ante la catástrofe que se le venía encima:
Señor Morgan, ¿¿¿va a dejarme en este agujero???
Me he hecho un millar de poderosos enemigos a su costa, porque les he dicho que valoro uno solo de sus pequeños donativos más que el dinero de todos ellos…[72] Finalmente, apela al sentimentalismo:
Desde hace un año, señor Morgan, rara es la noche en la que mi almohada no se ha empapado de lágrimas, pero no por eso debe pensar que soy un hombre débil. Estoy absolutamente decidido a terminar mi tarea, pase lo que pase. Solo lamento que después de afrontar todas las dificultades que parecían insuperables, y de adquirir los conocimientos y habilidades que solo yo poseo, y que, si se aplican de manera correcta, harían avanzar al mundo un siglo, deba ver mi trabajo retrasado. En la esperanza de tener una respuesta favorable, le saluda,
Nikola Tesla[73]
Paralelamente a este intercambio epistolar cada vez más desesperado, los problemas se iban acumulando en las obras de Wardenclyffe. Stanford White advirtió a Tesla de que los cálculos iniciales eran simplemente impracticables: la altura que el inventor estimaba que debía tener la torre para que la señal alcanzara Europa era imposible de alcanzar. Tesla tuvo que rehacer todos los cálculos, con el consiguiente retraso en los trabajos. El dinero para pagar a los trabajadores empezó a escasear, y la construcción se tuvo que detener mientras Tesla buscaba financiación desesperadamente en Nueva York. Mientras tanto, seguía alojado en el Waldorf Astoria, y eso suponía que, de cara al público y en las pocas ocasiones en que aún acudía a actos sociales, nada en su aspecto exterior ni comportamiento mostraba que su soporte financiero se iba desintegrando a gran velocidad.
El 15 de julio de 1903, quizá a la desesperada, puso en funcionamiento el mecanismo de Wardenclyffe, a pesar de que la torre todavía no estaba terminada (de hecho, nunca llegó a completarse). Los periódicos hablaron del pánico que invadió a la población de la zona, que allí era más numerosa que en Colorado, y los vecinos dieron profusión de detalles a la prensa del sobrecogedor espectáculo que ofrecía la torre lanzando rayos continuos que rompían la oscuridad de la noche de un modo apocalíptico. Quizá como contrapeso a su ánimo cada vez más abatido, Tesla se concedió una bravuconada ante los periodistas:
Si la gente se mantiene despierta en vez de irse a dormir, ocasiones no faltarán de que vean cosas aún más sorprendentes. Algún día, no en este momento, estaré en condiciones de anunciar algo que ni siquiera había imaginado.[74]
Pero ya no hubo más espectáculos. La obra pasaba más tiempo detenida que en funcionamiento y, para terminar de complicar las cosas, la Westinghouse Company empezó a solicitar el pago del alquiler, o en su caso devolución, de los aparatos cedidos. Acorralado, Tesla terminó por revelarle a Morgan el verdadero propósito de Wardenclyffe. La idea que de ello debió de dibujarse Morgan, que en aquella época estaba más preocupado por sus otras grandes inversiones y por su maltrecha imagen tras el pánico bursátil, es de imaginar: un mundo bañado de energía de la que los consumidores podrían disponer poco menos que gratuitamente. Ya no debió de quedarle duda, si es que aún albergaba alguna, sobre la necesidad de asfixiar a Tesla hasta obligarle a abandonar el proyecto. Su silencio epistolar se volvió casi completo, y ni siquiera respondió cuando, en un espectacular reportaje, el inventor hizo pública la participación del financiero en el proyecto.
Aun así, y con una constancia notable, como si no sospechara siquiera que para Morgan él y sus proyectos ya eran cosa del pasado, Tesla continuó pidiéndole dinero, pero las cantidades eran cada vez menores: si en un primer momento se atrevió a exigirle 250.000 dólares, pronto esa cantidad fue bajando hasta los 75.000, y todavía en un cálculo posterior rebajó su petición a 50.000. A la vez, sondeó a otros millonarios, pero Morgan boicoteó esas otras posibles vías comunicándole a Tesla que, antes de llegar a acuerdo alguno, debía comprarle a él su 51%, es decir, devolverle la aportación inicial.
Todo parece indicar que Morgan no solo no quería financiar un proyecto que podía dar al traste con una de las joyas de su corona, la General Electric, sino también impedir que el inventor pudiera sacarlo adelante con ayuda de otros. Esta explicación es la que ha permitido conjeturar que, en suma, Morgan impidió el nacimiento de una tecnología que habría acabado con la dependencia energética de la humanidad, y el pingüe negocio que representa, poniéndole trabas hasta que la extensión del sistema que hoy conocemos ya se había hecho irreversible. Quizá sea mucho calcular incluso para un individuo tan sagaz como Morgan, pero lo cierto es que no ha quedado anotación alguna por parte del banquero, o de sus sucesores, sobre su relación con Tesla; en muchas de sus biografías ni siquiera se menciona al inventor, o bien ocupa una nota al pie, como una más de las inversiones fallidas que inevitablemente tenía que hacer quien quería estar presente en los negocios de vanguardia.
Pynchon va más allá en su libro: Morgan no solo impidió cualquier posibilidad de éxito de Tesla, sino que aprovechó su asociación con él para tener acceso a todas sus patentes. Sea como fuere, el caso es que el inventor se vio cada vez más atrapado en un círculo vicioso. Un año antes había creado una patente para un generador de ozono, uno de los pocos inventos a los que logró dar salida comercial. El generador fue bien recibido por médicos y naturópatas, pero todos los beneficios que le produjo durante años se los fue tragando una deuda que no hacía más que crecer.
Mientras tanto, en junio de 1904, la Compañía Eléctrica de Colorado, que con tanto orgullo había recibido a Tesla cinco años antes para sus experimentos preliminares, consiguió que un juez embargara las instalaciones como compensación a la deuda que el inventor había dejado por la enorme cantidad de energía utilizada para sus experimentos. El edificio fue derribado, y su madera vendida para leña, mientras que los aparatos quedaron almacenados en un depósito. En 1906, finalmente, Tesla tiró la toalla, aunque en los años siguientes haría tímidos intentos por retomar los trabajos, idea que continuaría acariciando durante décadas. Pero nada de ello se concretó. Para entonces, prácticamente todos los que le habían apoyado, salvo los más fieles —los Johnson, Hobson o Twain— le habían dado la espalda. El nuevo mago traía otro exótico acento europeo, en este caso italiano, y ya el 13 de enero de 1902 el Waldorf Astoria había abierto sus puertas para que Marconi recibiese un homenaje orquestado por T. C. Martin, el mismo que organizara la lectura fundacional de Tesla ante la AIEE catorce vertiginosos años atrás. Siete años después, la academia sueca le confirmaría como padre de la radio al concederle el premio Nobel de Física.
Años después, Tesla recordaba el único encuentro que, recién llegado de Colorado, y eufórico aún ante la cercanía de su sueño, mantuvo con Marconi en el New York Science Club:
Recuerdo que vino a mí para pedirme que le explicara la función de mi transformador para la transmisión de energía a grandes distancias […] El señor Marconi dijo, tras todas mis explicaciones sobre la aplicación de mi principio, que eso era imposible. —El tiempo dirá, señor Marconi [contestó Tesla].[75]