En los nueve años transcurridos entre la lectura ante la AIEE de 1888 y sus palabras en el homenaje de Buffalo, Tesla se había convertido en un personaje popular. Su amistad con el matrimonio Johnson se había intensificado, ya era un invitado asiduo en la casa, con cuyos dueños compartía cenas y veladas, rodeados de todas las personalidades de Nueva York. Tanta era su confianza que fueron prácticamente los únicos, fuera de su familia, con los que se permitiría el tuteo, e incluso les rebautizó como los Filipov, un nombre que tomó del poema “Luka Filipov”, del escritor serbio Zmaj Jovanovich, que contaba la historia de un héroe de la batalla de Montenegro contra los turcos de 1874, y que el propio Tesla tradujo al inglés para que Johnson lo publicara en la revista que dirigía, Century.
En esas veladas, Tesla tuvo la oportunidad de conocer a algunos de los nombres de referencia de la élite cultural neoyorquina. Por el salón de los Johnson pasaron Rudyard Kipling en alguno de sus viajes al nuevo continente, el futuro presidente Theodore Roosevelt, el escultor Augustus Saint-Gaudens, el naturalista John Muir o el compositor Ignace Paderewski.
También trabó amistad con Stanford White, el arquitecto más importante de Nueva York, autor de las viviendas de las grandes fortunas de la ciudad, y diseñador de hitos como el arco de triunfo de Washington Square o la reforma del Madison Square Garden de 1890, además del complejo que acogía la planta hidroeléctrica del Niágara. La relación entre ambos personajes no puede ser más curiosa, dado lo dispar de sus personalidades. White, casado y con hijos, disfrutaba de una agitada vida sentimental, y tenía relaciones con chicas jóvenes a las que mantenía en lujosos pisos (precisamente, su relación con una de ellas, una corista que posteriormente contrajo matrimonio con un millonario, fue la causa de que muriera tiroteado, en 1906, a manos del celoso marido, en la terraza de “su” Madison Square Garden). Famosas eran sus fiestas privadas, en muchas ocasiones organizadas alrededor de algún eje temático, atendidas por chicas vestidas de forma picara, que se prolongaban hasta altas horas de la noche y sobre las que corrían todo tipo de rumores. Ser incluido en la lista de invitados era un privilegio ansiado por el Who’s Who neoyorquino, y conseguirlo ofrecía una inmejorable ocasión para entrar en contacto, fuera de la rigidez habitual, con lo más influyente del sector masculino de la sociedad.
Resulta bastante curioso que, durante un tiempo, Tesla fuera uno de los asistentes fijos, teniendo en cuenta su encendida defensa no solo de la soltería, sino incluso de la abstinencia sexual, como única vía para que el hombre de voluntad alcanzara sus objetivos:
He planeado dedicar toda mi vida a mi trabajo, y por esa razón me he negado a buscar el amor y la compañía de una buena mujer. Es más: creo que un escritor o un músico deberían casarse. Obtendrían una inspiración que les llevaría a conseguir los más bellos logros. Pero ser inventor exige una naturaleza tan intensa, tan salvaje, tan apasionada, que si fuera destinada a una mujer sería para darle todo, y tomar también todo de su elegida. Es una pena, sí; a veces podemos sentirnos tan solos…
Y continuaba haciendo esta curiosa asociación entre la pasión sexual y la derivada del juego y la de la invención:
En mis días de estudiante llegué a saber lo que era pasar cuarenta y ocho horas delante de una mesa de juego sintiendo una intensa emoción, que mucha gente cree que es la mayor que puede llegar a conocerse; pero resulta insulsa comparada con ese momento sublime cuando ves la labor de semanas fructificar en un experimento exitoso que prueba tus teorías…[37]
Nunca se le conoció a Tesla relación amorosa alguna, excepto la que le unió a una chica llamada Anna durante sus años de estudiante, que fue la única persona de la que dijo haberse enamorado. Probablemente, en el transcurso de sus conversaciones intercambiaron sus objetivos en la vida: él tenía claro que quería ser un inventor, mientras que ella tenía la determinación de formar una familia. Cuando el padre de Tesla murió y él volvió a Gospic, continuaron escribiéndose durante un tiempo. Pero al final, sin que se sepan muy bien las causas, la historia terminó; ella se casó con otro poco tiempo después.
La historia, sin embargo, tuvo un epílogo triste, uno de esos pocos momentos en los que la figura de Tesla deja traslucir una humanidad que, en demasiadas ocasiones, y por su propia autoexigencia, parece quedar disimulada tras su máscara de superhombre. Poco antes de sumirse en el sueño-pesadilla de Wardenclyffe, cuando regresaba de una velada de boxeo, se encontró con un joven que le esperaba en el hotel. Era el hijo de Anna, quien acababa de llegar a Estados Unidos persiguiendo su propio sueño: quería ser boxeador. Tesla acogió al muchacho con el mismo entusiasmo que habría demostrado hacia un hijo suyo y, con la complicidad de Stanford White, le buscó un buen gimnasio y el mejor entrenador para que preparara su combate de presentación. Con los contactos de uno y otro, el chico pronto se vio listo para el debut, pero el contrincante escogido resultó demasiado duro: el joven murió poco después del combate a consecuencia de los golpes recibidos, y Tesla quedó destrozado. Resulta difícil calibrar hasta qué punto esta desgracia pudo influir en el colapso posterior, cuando la presión sufrida en todos los órdenes terminó resultando insoportable.
Uno de los rumores que acompañaron a Tesla durante toda su vida fue el de su probable homosexualidad. Aunque tampoco existe ninguna evidencia al respecto, sí es cierto que gustaba de mantener amistad con hombres especialmente agraciados, como era el caso de Richmond Fearson Hobson, el héroe estadounidense de la Guerra de Cuba, que fue capturado por las tropas españolas del almirante Pascual Cervera junto a sus hombres tras participar en una misión suicida con el fin de hundir su buque, el Merrimac, en la bahía de Santiago, para impedir el reabastecimiento de las tropas españolas. Su retrato ocupó las páginas de los periódicos día tras día, y fue elevado a categoría de símbolo durante su largo cautiverio (en el que, por cierto, fue tratado de manera exquisita por sus captores). Cuando fue liberado por fin, gracias a un intercambio de prisioneros, y después de que numerosas colectas se hicieran en su país para obtener su libertad, tuvo una bienvenida apoteósica, cenó con el presidente McKinley y recorrió el país recibiendo homenajes y aplausos.
En la primera guerra mediática, aquel militar apuesto, extremadamente caballeroso y refinado, que incluso vivió un pequeño escándalo cuando una mujer del público se arrojó enloquecida a sus brazos, era el símbolo perfecto de la nueva América enfrentada a la pérfida y decrépita España, la potencia esclavizadora. Tesla le conoció en casa de los Johnson, y surgió entre ellos una amistad duradera, en la que compartieron horas “deliciosas” (Tesla llegaría a definir al militar como “un gran tipo”). Pasadas varias décadas, y después también de que Hobson hubiera formado una familia, continuaron viéndose con cierta regularidad, e incluso iban juntos al cine. Aunque lo más habitual era que pasaran largas horas sentados en un banco de la calle, mientras el inventor daba de comer a sus palomas.
En la década de 1920, Tesla conoció al joven periodista científico Kenneth Swezey, por el que sintió una especial atracción desde que fue a entrevistarle por primera vez. Su relación acabó siendo tan estrecha que el propio Swezey contó que el inventor llegaba a abrir la puerta de su habitación totalmente desnudo, que podían pasar horas en la habitación hablando sobre los más diversos temas, y que luego el inventor se vestía para acompañarle hasta la misma boca de metro. Además, no era raro que Tesla le llamase por teléfono a horas intempestivas, haciéndole partícipe de la tormenta creativa que en ese momento estuviese desencadenándose en su mente:
¡Cómo trabajaba ese hombre! Le contaré una pequeña anécdota… Estaba yo en mi habitación, durmiendo como un tronco. Eran las tres de la madrugada. De repente, el timbre del teléfono me despertó. Al terminar de espabilarme oí su voz: 'Swezey, ¿cómo está? ¿Qué está haciendo?'. Esta fue solo una de tantas conversaciones en las que me fue imposible participar. Él hablaba con animación, con pausas, mientras daba vueltas a algún problema, comparando una teoría con otra, comentándolas; y cuando sintió que había llegado a una solución, de repente colgó el teléfono.[38]
Fue Swezey el que describió a Tesla como “un célibe absoluto” y, junto con O’Neill, es una de las pocas personas que aportan algo de información sobre las oscuras últimas décadas de vida de Tesla. Con un talento innato también para la ingeniería y la comprensión de los problemas científicos, Swezey fue uno de los principales responsables del gran homenaje que se le tributó a Tesla con motivo de su setenta y cinco cumpleaños, ocasión en la que se dedicó a escribir a las mentes más importantes del momento (entre ellos, Einstein, quien había alabado de Swezey su capacidad para comprender y explicar el principio de Arquímedes) pidiéndoles que redactaran mensajes felicitando y homenajeando al sabio.
Nunca hubo constancia de que estas amistades fueran más que platónicas pero, tratándose de un hombre con tantos enemigos como Tesla, el campo abierto para la rumorología resultaba demasiado apetitoso. Durante un tiempo se contó que mantenía alquiladas dos habitaciones en hoteles diferentes, una de ellas dedicada a recibir a sus amigos “especiales”, y no faltaban quienes destacaban con malicia el hecho de que la zona donde iba a dar de comer a las palomas a medianoche era la misma por la que deambulaban los jóvenes dedicados a la prostitución. El que nunca dejara que nadie le acompañara hasta allí ofrecía la coartada perfecta; O’Neill relata cómo acompañó en muchas ocasiones a Tesla en esos largos paseos, durante los que prefería recorrer calles totalmente desiertas por la noche, y cómo el inventor, repentinamente, se despedía y seguía su ruta sin dar explicaciones. Pero es justo reconocer que esa puede ser tan solo una de las probables explicaciones en una mente, como la de Tesla, que en ese momento ya estaba totalmente entregada a la excentricidad. Puede que, más allá de una explicación que era escandalosa en su momento, nos sorprendiéramos todavía más si llegáramos a saber qué era lo que efectivamente hacía en esas horas sin testigos.
Lo cierto es que Tesla poseía un gran magnetismo capaz de atraer a personas de todos los sexos y edades: conectaba muy bien con los niños, y era extremadamente coqueto con las mujeres, con las que gustaba de mantener un juego lleno de ambigüedades. Katherine Johnson, la mujer de su querido “Luka Filipov”, fue una de las que más sufrió por su atracción nunca consumada por Tesla, que le llevaba incluso a mostrar mayor desesperación y apasionamiento en sus cartas al inventor de lo que la rígida moral de la época recomendaba. Claro que podía consolarse pensando que Tesla fue capaz de desairar a la mismísima actriz Sarah Bernhard, la mujer más deseada del momento, famosa por estar siempre rodeada de las mentes más brillantes (su visita al laboratorio de Edison en Menlo Park, adonde llegó en un tren especial y fue recibida como la mismísima reina de Inglaterra, ocupó páginas y páginas en la prensa). Sin embargo, Tesla no se contó entre ellas, por más que la actriz engrosara la lista de celebridades que pasaron por su laboratorio: es famoso cómo, durante una estancia de Tesla en París, coincidió con la diva y ella dejó caer un pañuelo a su paso para que el inventor lo recogiera. Eso hizo él, sí, pero la sorpresa de la Bernhard lúe que se lo devolvió prácticamente sin mirarla, y siguió su camino. No era algo a lo que estuviese muy acostumbrada la gran diva de finales del siglo xix.
Tesla podía plantear su juego seductor en cualquier momento. O’Neill cuenta una anécdota muy significativa sobre ello:
[Tesla] estaba impresionado por la alta, graciosa y encantadora miss Marguerite Merington, una talentosa pianista y autora de escritos sobre música, que era una invitada frecuente en las cenas de los Johnson.
—¿Por qué no luce usted diamantes o joyería como las otras mujeres? —le preguntó Tesla una noche, con escaso tacto.
—No es algo que esté a mi alcance —replicó ella—, pero si tuviera dinero suficiente para permitirme diamantes, se me ocurrirían formas mejores de gastarlo.
—Y ¿qué haría con el dinero si lo tuviese? —continuó el inventor.
—Preferiría comprarme una casa en el campo, aunque no me gustaría tener que desplazarme todos los días desde las afueras para tener que ir a trabajar —contestó miss Merington.
—¡Ah! Señorita Merington, cuando yo empiece a ganar mis millones resolveré su problema. Compraré una manzana entera en Nueva York, construiré una villa para usted en el centro y la llenaré de árboles. Entonces tendrá su casa de campo sin salir de la ciudad.[39]
También sostuvo una gran amistad con Anne Morgan, una de las hijas del todopoderoso J. R, que fue durante un tiempo una de las solteras más codiciadas por la inmensa fortuna y poder de su padre, pero que nunca llegó a casarse. Filántropa y sufragista (fue cofundadora del primer club de Nueva York solo para mujeres), hubo un tiempo en que se rumoreaba que existía una relación entre ella y Tesla. No fue así, pero no es difícil sentir su influencia en el cambio de opinión del científico sobre el género femenino, que de una visión negativa pasó a la exaltación de la superioridad de la hembra frente al varón… todo ello llevado a un extremo, digamos, “tesliano”:
La lucha de las mujeres humanas hacia la igualdad de sexo desembocará en un nuevo orden sexual, con las mujeres por encima. La mujer moderna, que anticipa solo de manera superficial el avance de su género, es sin embargo síntoma de algo más profundo y potente que está sucediendo en el seno de la raza.
No es en la mera imitación física de los hombres donde las mujeres afirmarán primero su igualdad, y más tarde su superioridad, sino en el despertar de su intelecto.
La mente femenina ha demostrado estar capacitada para conseguir los mismos logros que los hombres, y durante generaciones esa capacidad seguirá expandiéndose; la mujer media estará tan bien educada como el hombre medio, e incluso mejor, porque las dormidas facultades de su cerebro se verán estimuladas y entrarán en una actividad que será más intensa tras siglos de reposo. Las mujeres ignorarán lo precedente y asustarán a la civilización con su progreso.
La adquisición de nuevos retos por las mujeres, su gradual usurpación del liderazgo, apagará primero, para disipar finalmente, la sensibilidad femenina, asfixiará hasta tal punto el instinto maternal que el matrimonio y la maternidad se volverán aberrantes y la civilización humana se asemejará cada vez más a la perfecta civilización de las abejas.
La importancia de esto radica en el principio que domina la economía de las abejas —el más altamente organizado e inteligentemente coordinado sistema de cualquier forma de vida no racional—: la todopoderosa supremacía de la búsqueda de la inmortalidad que se esconde bajo la maternidad.
Toda la vida de la abeja gira alrededor de la reina. Ella domina la colmena, no solo a través del derecho hereditario, ya que cualquier huevo puede convertirse en una reina, sino porque ella misma es la matriz de la raza entera de insectos.
Existen vastos ejércitos de trabajadores desexualizados cuya única meta y tarea en la vida es el trabajo duro. Es el comunismo perfecto: una vida socializada, cooperativa, donde todas las cosas, incluidas las jóvenes, les pertenecen a todos.
Están también las abejas vírgenes, las abejas princesas, las hembras que son seleccionadas entre los huevos de la reina cuando son empollados, para el caso de que alguna reina estéril pueda decepcionar a la colmena. Y están también las abejas macho, pocas en número, de hábitos sucios, toleradas solo porque son necesarias para copular con la reina…
La reina vuelve a la colmena preñada, trayendo consigo decenas de miles de huevos, una futura ciudad de abejas, y entonces comienza el ciclo de la reproducción, la concentración de toda la fecunda vida de la colmena en el incesante trabajo del nacimiento de una nueva generación.
La imaginación flaquea cuando se trata de encontrar una analogía humana a esta misteriosa y soberbiamente dedicada civilización de la abeja; pero cuando consideramos cómo el instinto humano por la perpetuación de la raza domina la vida en todas sus normales, pero exageradas y perversas, manifestaciones, hay una justicia irónica en la posibilidad de que ese instinto, con el avance intelectual de las mujeres, pueda ser finalmente expresado a la manera de las abejas, aunque llevará siglos derribar los hábitos y costumbres que bloquean el camino hacia una tan simple como científicamente ordenada civilización.[40]
Esta extensa cita permite entender parte de las contradicciones de un pensamiento tan complejo como el de Nikola Tesla, teñido en gran parte por su tendencia hacia un utopismo racional que podía terminar llevándole a destinos bastante incómodos de explicar. En la década de 1930, y seguramente influido por su amistad con algunos simpatizantes del régimen nazi, como el poeta George Sylvester Viereck o Titus de Bobula —un curioso personaje que se casó con la hija de un rico industrial del acero para así financiar sus proyectos anarquistas, a quien el Gobierno americano investigaba por tráfico de armas y posible terrorismo, y que acabó derivando en un entusiasta seguidor de Hitler (además de, según algunos investigadores, financiero de una serie de experimentos de Tesla para convertir Wardenclyffe en un arma)—, Tesla llegó a afirmar que la eugenesia se convertiría en algo habitual como medio para mejorar a la humanidad.[41] Sin embargo, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo tras la invasión de Yugoslavia, no vaciló en situarse junto a sus dos patrias y en contra del régimen nazi. Aunque quizá haya que entender que puede que nos encontremos más cerca de un anciano en busca del reconocimiento perdido, viniera de donde viniera, leyendo un informe del FBI que da cuenta de su participación, unos años antes, en un mitin para recaudar fondos destinados a la Unión Soviética, que entonces estaba sufriendo una devastadora hambruna.[42]
Hay que tener en cuenta que la situación en Estados Unidos en los años treinta no estaba nada clara, y la prueba puede encontrarse en que muchas figuras destacadas de la sociedad americana no eran ajenas al antisemitismo. El mismo Edison, por ejemplo, culpaba en gran parte a los banqueros de Wall Street de sus dificultades para conseguir financiación. No es extraño que entablara una profunda y duradera amistad con Henry Ford, quien se consideraba su discípulo, y que le enviara recortes de prensa supuestamente divertidos en los que se denigraba a los judíos;[43] el hecho, además, de que Ford tuviera menos reparos en hacer públicas sus opiniones, de manera mucho más vehemente, demuestra hasta qué punto una figura poderosa y notoria podía hacer declaraciones de ese tipo sin que pasara nada. De esto da fe Philip Roth en su novela La conjura contra América, donde plantea un Estados Unidos ucrónico en el que Charles Lindbergh derrota a Franklin D. Roosevelt y alcanza la presidencia (aupado, entre otros, por la fortuna e influencias de Ford) para alinearse con la Alemania nazi; hubo un tiempo en el que las simpatías de las élites norteamericanas estaban divididas. Y cuando Edison fallece, en 1931, hacer comentarios antisemitas públicamente no despertaba escándalo alguno. En comparación, la posición pública de Tesla era mucho más neutra, y las menciones a los judíos en su correspondencia son raras, si bien muy probablemente no escapara a un prejuicio tan extendido.[44]
Durante casi dos décadas prodigiosas, Nikola Tesla fue una de las referencias de la vida social de aquella ciudad que se estaba convirtiendo en la capital del mundo, Nueva York. Los éxitos de la feria de Chicago, la construcción de la magna obra del Niágara, su presencia siempre llamativa y elegante en Delmonico’s, el más afamado restaurante de la ciudad primero, y en los salones del majestuoso hotel Waldorf Astoria después, despertaban la atracción y curiosidad hacia un genio cargado de excentricidades y con unas maneras que llamaban inevitablemente la atención. Sus declaraciones a los periodistas, sus promesas de las grandes maravillas en las que estaba trabajando, o su facilidad para participar en debates “científicos” que agitaban las páginas de la prensa, ansiosa de anunciar un gran hallazgo casi cada semana, contribuían a ello.
Un caso paradigmático fue el de la fiebre marciana que recorrió Occidente, especialmente Gran Bretaña y Estados Unidos, en los años finales del xix y principios del xx. Una época en la que ya no se discutía si existía vida fuera de la Tierra, sino solo la manera de contactar con ella. El anuncio, en 1877, de que el prestigioso astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli había observado que la superficie de Marte se encontraba recorrida por una serie de líneas de aspecto regular, que él llamó “canali”, sirvió de pistoletazo para una carrera por anunciar descubrimientos astronómicos cada vez más nuevos y espectaculares. Pero nada parecido al efecto que provocó en 1895 el norteamericano Percival Lowell, miembro de una prestigiosa familia de Boston (su hermano llegó a rector de Harvard, y su hermana fue una famosa poeta y crítica literaria), cuando informó de que efectivamente las líneas sugeridas por Schiaparelli eran una vasta red de canales construidos para llevar el agua de los polos marcianos a toda la superficie del planeta, permitiendo la vida y el sustento de una poderosa civilización.
Lowell siguió ampliando su teoría, que culminó en 1908 haciendo una descripción completa de esa civilización marciana que fijó en gran medida la imagen futura de los marcianos en la ciencia ficción y en la iconografía popular. Obviamente, no fue sino el inevitable resultado de conjugar unos medios de observación limitados con las consecuencias de confundir deseo con realidad; en pocas palabras, Lowell vio lo que quería ver. Y si nos atenemos a los resultados, no solo él. Rápidamente se dispararon las especulaciones sobre los recién descubiertos “vecinos”; la más famosa de ellas fue La guerra de los mundos de H. G. Wells (1898), en la que el escritor inglés aprovechaba la crónica de una invasión por los marcianos para denunciar, entre líneas, los abusos del colonialismo del Imperio (esta obra tuvo una curiosa continuación: el New York Journal de William Randolph Hearst publicó Edison’s Conquest of Mars, escrito por Garret P. Serviss, en el que el mago de Menlo Park, tras analizar los artefactos dejados en la Tierra por los invasores derrotados, construía sus propias máquinas para, encabezando un ejército terrestre, devolverles la jugada a los marcianos).
Todo el mundo tenía una opinión sobre los marcianos, y no se hablaba de otra cosa más que de su existencia, de sus costumbres, de si podían ser hostiles, o de cómo sería la mejor manera de contactar con ellos; no podía faltar la voz de uno de los genios del momento, Nikola Tesla, quien por entonces ya se encontraba inmerso en sus investigaciones sobre la transmisión y comunicación inalámbricas, y que opinaba que resultaba necesario llamar de alguna manera la atención de los marcianos, o de cualquier otra forma de existencia extraterrestre posible.
En realidad, Tesla no estaba solo a la hora de defender su posición; la compartía, entre otros muchos, con alguien especialmente influyente: el multimillonario John Jacob Astor IV, con el que por entonces mantenía una gran amistad, y que ofrecía un perfil un tanto especial dentro del panorama de las grandes fortunas norteamericanas. No en vano escribió una obra que fue, en gran parte, antecedente de lo que luego conoceríamos como ciencia-ficción: A Journey in Other Worlds, publicada en 1895, planteaba cómo sería la vida en el año 2000 que, entre otras maravillas (coches eléctricos, aparatos que funcionaban por energía solar, aviones trasatlánticos que hacían el viaje en un solo día, viajes interestelares con naves antigravitatorias, micrófonos ocultos que la policía utilizaría para grabar conversaciones…), presentaba planetas como Júpiter y Saturno habitados y con proyectos de terra-formación en marcha, la instauración de sistemas de control medioambiental y del clima, así como de resituación del eje terrestre (el protagonista, de hecho, trabaja para la Terrestrial Axis Straightening Company). Además, ofrece una muy lúcida visión de cómo podría realizarse un viaje interplanetario a lo largo del sistema solar, aprovechando las órbitas de los planetas y sus campos gravitatorios, para ir corrigiendo y “lanzando”, en una especie de efecto honda, las naves. Hoy en día, es el sistema utilizado por las sondas que han alcanzado los límites de la galaxia.
Astor pertenecía a una familia ya rica de por sí (John Jacob Astor I había sido el primer multimillonario surgido de los entonces recién nacidos Estados Unidos), y había acrecentado su fortuna, sobre todo, por sus muy rentables negocios inmobiliarios, entre los que destacó la creación del Waldorf Astoria, que desde la inauguración se convirtió en el hotel de referencia de la ciudad, por lujoso y moderno. Sus salones se convirtieron inmediatamente en el marco donde todo sucedía, y el propio Tesla se alojó en él durante cerca de dos décadas, aunque no siempre estuviera en disposición de pagar las cuentas; en esos casos, la amistad de Astor resultaba determinante para solucionar el problema.
Hablar de Astor, en realidad, es hacer mención a otra oportunidad perdida para Tesla. Como Westinghouse, Astor no carecía de talento para la invención, y había patentado entre otras cosas un freno de bicicleta, un “desintegrador vibratorio” para fabricar fertilizante, y participado en el diseño de una turbina; así pues, estimó en mucho la amistad con el padre del motor de inducción, y fueron numerosas las veladas que Tesla pasó en su compañía. Astor estaba dispuesto a financiar el desarrollo de las lámparas fluorescentes y los osciladores que el inventor había empezado a desarrollar en la década de 1890, pero Tesla prefería que apoyara otros proyectos más ambiciosos, de cuya rentabilidad Astor no estaba sin embargo tan seguro: podía ser un soñador, pero también era un hábil inversor capaz de reconocer las oportunidades (aunque, como hemos visto y para desesperación de Tesla, se hubiera dejado timar por la máquina de Kelly). Tampoco tuvo demasiado éxito cuando intentó convencer a Tesla de que desarrollara su proyecto de un torpedo teledirigido, que Estados Unidos pudiese utilizar en la Guerra de Cuba (donde el propio Astor sirvió, tras donar su propio barco, como coronel). Y mirando retrospectivamente, fue de nuevo un error de Tesla no haber dado ese pequeño rodeo: si hubiese dedicado el dinero de Astor a desarrollar lo que este le pedía, en vez de destinarlo a otros fines, es posible que hubiera tenido éxito y hubiese conseguido fabricar lámparas y osciladores eficientes que pudieran ser comercializados. Seguramente no serían unos beneficios comparables a los que hubiera rendido el compromiso con Westinghouse, pero sí suficientes para otorgarle a Tesla un colchón para llevar a cabo sus proyectos más queridos, los más costosos y poco rentables.
Astor, en todo caso, desapareció también pronto de la vida de Tesla, y su muerte marcó el fin de una época, la misma que había permitido la aparición de personajes como él, condenada a perecer tras el baño de cruel realidad en que estaba a punto de desembocar el mundo: tras el escándalo de un divorcio y un segundo matrimonio con una mujer mucho más joven que él, el millonario decidió pasar una larga temporada en Europa, huyendo del escándalo. Cuando su joven esposa quedó embarazada, quiso que su hijo naciera en Estados Unidos, lo que le permitiría además conocer de primera mano el nuevo orgullo del ingenio humano, un inmenso trasatlántico insumergible, dotado de todos los lujos de la época, y que partió en su viaje inaugural entre Southampton y Nueva York el 10 de abril de 1912. Cuatro días más tarde, el Titanic chocaba contra un iceberg y protagonizaba el naufragio más célebre de la historia, no solo por su coste en vidas, sino porque simbolizó la mayor de las derrotas para el ingenio humano, expresado en una tecnología que había encadenado hasta entonces victoria tras victoria, y que prometía el dominio total de los recursos y las posibilidades del planeta. Astor, que logró colocar a su mujer embarazada en uno de los botes salvavidas, fue una de las 1.517 víctimas del desastre. Su cuerpo se recuperó días después, y algunos testigos afirmaron que ayudó hasta el último momento a otras personas que embarcaban en los botes salvavidas. Su papel fue interpretado por Eric Braeden en la película de James Cameron de 1997.
Dos años antes había fallecido otro hombre que ya había sido importante en la vida de Tesla antes incluso de conocerse en persona. Samuel L. Clemens, o Mark Twain para sus millones de lectores, estaba siempre atento para invertir en inventos o negocios. Mientras él mismo trabajaba en su propia invención, una linotipia (que fue la causa de su ruina, entre otras razones por coincidir con el colapso económico de 1893), había entrado en contacto con J. W. Paige, un inventor que decía haber desarrollado un motor electromagnético que supondría una revolución, y a quien Twain financió durante un breve lapso. En noviembre de 1888, y después de que el nombre de Tesla empezara a estar en boca de todos tras su lectura ante la MEE, escribió lo siguiente:
Acabo de ver los diseños y la descripción de una máquina eléctrica que ha sido recientemente patentada por el señor Tesla y vendida a la Westinghouse Company, que revolucionará por completo el negocio eléctrico mundial. Es la patente más valiosa desde la del teléfono. Los planos y la descripción muestran que esta es la máquina, en todos los detalles similar a la que Paige inventó hace casi cuatro años.
Y, en otra anotación:
[Tesla] intentó todo lo que nosotros intentamos, como demuestran los dibujos y las explicaciones; y algo más (que nosotros habíamos sopesado): la corriente alterna. Eso superó la dificultad y trajo consigo el éxito.[45]
Más tarde, ambos coincidirían en The Player’s Club, del que Twain era cofundador, un club privado y exclusivo que pretendía la convivencia social “entre miembros de la profesión dramática y las gemelas profesiones de la literatura, la pintura, la arquitectura, la escultura y la música, el derecho y la medicina, y los mecenas de las artes…”. En ese ambiente, tan genuinamente propio de una época en la que el concepto de hombre culto descansaba en el interés por las más variadas disciplinas, se producía una fértil relación entre artistas, científicos, políticos, industriales y banqueros, y era un escenario inmejorable para que finalmente se vieran las caras el escritor de Las aventuras de Tom Sawyer y el científico que un día, durante una larga convalecencia infantil, había descubierto las obras tempranas de un escritor que se convirtió para él en modelo de voluntad.
Mark Twain escuchó, seguramente entre halagado y divertido, el relato de aquel inventor, a quien admiraba ya por su máquina revolucionaria, y el hecho de que quizá Tesla hubiese exagerado en algo su historia (ya que no está nada claro que en el momento de su enfermedad las obras de Twain hubiesen podido llegar a un lugar tan lejano como los Balcanes),[46] no pareció restarle un ápice de atractivo a los ojos de Twain. No resulta extraño que se hicieran amigos íntimos desde el primer momento: por entonces, el escritor era ya una gloria nacional, pero su siempre afilado humor y su extremo interés por todo lo que pudiese resultar una innovación le convertían en un conversador ideal para Tesla. En cierta forma, y sin llegar a los extremos del científico, Twain era también un tanto excéntrico, y además tenía un olfato empresarial que en Europa podría casar mal con una gloria de las letras; mientras en Francia a los grandes nombres les esperaban los honores académicos o institucionales, Twain prefería aplicar su fama a conseguir beneficios más inmediatos: mientras preparaba una gira por Europa dando conferencias, con las que esperaba ganar lo suficiente para aliviar su difícil situación financiera, le pidió permiso a Tesla para vender sus aparatos de electroterapia a las viudas ricas del continente. Tesla no puso ninguna objeción, y de hecho le ofreció extender la oferta a sus plataformas vibratorias, que por entonces se suponían extremadamente beneficiosas para la salud (y, a juzgar por muchas de las teletiendas que le asaltan a uno de madrugada, esa suposición sigue vigente).
El propio Mark Twain tuvo oportunidad de conocer personalmente los efectos de esos aparatos durante una de sus visitas al laboratorio de Tesla. Según una famosa anécdota narrada por O’Neill, fue tal su entusiasmo al subirse a una de las plataformas, que hizo oídos sordos a las advertencias del inventor de que abusar de su efecto vibratorio podía tener efectos poco recomendables para la imagen de un caballero. Ajeno a estas recomendaciones, Twain le insistía en que subiera la potencia, hasta que tuvo que bajarse de golpe, preguntándole con evidente apuro al inventor por el camino hacia el cuarto de baño: como sabe cualquier usuario actual, estas plataformas pueden producir molestos efectos laxantes. Obvio es decir que el aparato no fue incluido entre las ofertas para viudas ricas que se llevó a Europa, no fuera que su presentación desembocara en alguna situación embarazosa.
Con el paso de los años, sin embargo, Twain buscó la manera de compatibilizar su olfato para los negocios con objetivos más elevados. Pacifista convencido, asistió con angustia a la carrera armamentística que se desató entre las potencias mundiales coincidiendo con el cambio del siglo: mucho antes de que la Primera Guerra Mundial terminara convirtiéndose en una catastrófica realidad, muchos intelectuales expresaron su preocupación por el desarrollo de unos medios destructivos que amenazaban con dejar pequeños los conflictos del pasado. Y el hecho de que el avance científico y tecnológico hubiese desembocado en la creación de máquinas dotadas de una capacidad asesina cada vez más sofisticada y efectiva les quitaba el sueño a las mentes más concienciadas del momento. Alfred Nobel, por ejemplo, había estipulado en su testamento que su fortuna se utilizara en la creación de sus famosos premios (que se entregaron por primera vez en 1901), en parte debido al cargo de conciencia que le causaba el haber inventado la dinamita, descubrimiento que le enriqueció y que inicialmente estaba pensado para la minería, aunque inevitablemente acabó por extenderse a la guerra.
El complejo sistema de alianzas entre las potencias europeas hacía inevitable que la más mínima chispa desembocara en un conflicto global. Hubo muchas voces en favor del desarme pero, a pesar de todas las conferencias internacionales y las iniciativas diplomáticas, parecía utópico creer que alguno de los imperios daría el primer paso para reducir su material bélico; de hecho, sucedía lo contrario.
Eso provocó un cambio de estrategia: si todas las naciones se dotaran de medios de ataque y defensa prácticamente indestructibles, se anularía la posibilidad de un conflicto. En un adelanto de la doctrina de destrucción mutua asegurada que en la segunda mitad del siglo XX sembró el planeta de artefactos nucleares capaces de arrasarlo varias veces, y que se adoptó como único método para evitar un conflicto a gran escala entre Estados Unidos y la URSS, Twain creía que la venta de los aparatos bélicos desarrollados por Tesla, los autómatas, tendría el efecto inmediato de cortar de raíz la carrera armamentística:
Querido Sr. Tesla:
¿Tiene usted patentes para Austria e Inglaterra de ese terror destructivo que ha inventado? Si es así, ¿podría ponerles un precio y fijarme una comisión para venderlas? Conozco a miembros de los gabinetes de ambos países (y de Alemania también, así como al mismo Guillermo II).
Aún estaré un año en Europa.
Aquí en el hotel, la otra noche, cuando algunos hombres interesados en el tema estuvieron discutiendo los medios para persuadir a las naciones de que se unieran al zar y al desarme, les aconsejé buscar algo más seguro que el desarme establecido por un precario contrato firmado en papel. 'Inviten a los grandes inventores a que desarrollen algo contra lo que las flotas y los ejércitos sean inútiles, y entonces haremos que la guerra sea imposible’. No sospechaba que usted ya estuviera trabajando en ello, preparándose para traer la paz permanente y el desarme de una manera práctica y obligatoria.
Sé que usted es un hombre ocupado, pero ¿podría robar tiempo para hacerme llegar unas líneas? Sinceramente suyo,
Mark Twain[47]
Finalmente, la intermediación de Twain no tuvo mayor éxito, aunque resulta difícil saber en qué quedaron exactamente las conversaciones de Tesla con varios gobiernos europeos, si finalmente hubo venta de patentes o no. Eso sí, los negocios del inventor (al que en 1891 se le había concedido la nacionalidad estadounidense) con países extranjeros no dejaron de causarle problemas. Durante la Primera Guerra Mundial, el pago de royalties por el uso de sus patentes, por parte de la compañía alemana Telefunken, quedó congelado hasta el fin del conflicto, cuando se reanudaron con el abono de los intereses correspondientes, en una clara muestra de la exquisita legalidad germánica. La publicidad de esas relaciones con países que terminaron convirtiéndose en enemigos de Estados Unidos no fue tampoco la mejor para su imagen pública. Mark Twain participó también en uno de los momentos más importantes de la vida pública de Tesla, cuando, a instancias de T. C. Martin y de Robert Johnson, un grupo de personajes famosos posó en 1894 para un reportaje fotográfico en el interior de su laboratorio, iluminados exclusivamente por las lámparas fluorescentes del inventor. Johnson describía así la experiencia:
Con frecuencia se nos invitaba a presenciar sus experimentos, que incluían […] la producción de vibraciones eléctricas de una intensidad nunca antes alcanzada. Destellos como los de un relámpago de una longitud de quince pies [4,5 metros] eran algo habitual, y sus tubos de luz eléctrica fueron usados para hacer fotografías de muchos de sus amigos como recuerdo de sus visitas. Fue la primera persona en utilizar luz fosforescente para propósitos fotográficos (lo que en sí mismo no era poca invención). Yo fui parte de un grupo que incluía a Mark Twain, Joseph Jefferson, Marión Crawford, y otros que pasaron por la experiencia única de ser fotografiados de ese modo.[48]
Contemplar esas fotos hoy impresiona, sobre todo por su efecto estético. Es especialmente famosa la de Twain, iluminado en un primer plano con la luz de la lámpara de Tesla, que refulge con un brillo que parece el de una bola de energía que descansara en las manos de un mago. Tal es su potencia que, por contraste, el resto del laboratorio parece sumido en la oscuridad. Muchas reproducciones de esta imagen cortan el encuadre centrándose en la figura del escritor pero, si se observa en su formato original, se ve una figura a la izquierda, levemente iluminada y contemplando la escena: es el propio Tesla, casi como un espíritu, el vigilante padre de la maravilla de la técnica que inspira el reportaje. La imagen parece adelantar lo que ocurriría con su propio nombre, desdibujado por el brillo de sus creaciones: una presencia fantasmagórica de la que se dicen muchas cosas pero de la que no termina de lograrse un retrato completo.
Pocos días antes de morir, Tesla llamó a su mensajero preferido, un chico llamado Kerrigan, a la habitación de su hotel y le entregó una carta. El sobre decía: “Mr. Samuel Clemens, 35 South Fifth Ave., New York City”.
Kerrigan volvió al poco tiempo diciendo que no había podido entregar el mensaje porque la dirección era incorrecta.
—No existe ninguna calle que se llame South Street Ave —le informó el chico—, y en el vecindario de ese número de la Quinta Avenida no hay nadie con el nombre de Clemens.
Tesla se enfadó. Le dijo a Kerrigan:
—Mr. Clemens es un autor muy famoso que escribe con el nombre de Mark Twain, y usted no tendría que tener problemas en localizarle en la dirección que le he dado. Él vive ahí.
El pobre chico recurrió a su jefe, quien le tranquilizó diciéndole que por supuesto que no había podido entregar el mensaje: primero, porque hacía tiempo que esa calle se llamaba West Broadway; y segundo, porque Mark Twain, por entonces, llevaba veinticinco años muerto. Además, la dirección que Tesla había dado coincidía con el lugar donde había estado uno de sus laboratorios, pero eso su jefe no tenía por qué saberlo. El mensajero volvió donde Tesla, y allí la reacción del inventor le dejó boquiabierto:
—¡No se atreva a decirme que Mark Twain está muerto! Estuvo aquí, en mi habitación, anoche. Se sentó en esa silla y hablamos durante una hora. Está atravesando por dificultades financieras y necesita mi ayuda. Así que vuelva a esa dirección y entregue el sobre. Y no regrese hasta que lo haya hecho.
O’Neill relata así el final de la historia:
Kerrigan volvió a su oficina. El sobre, no demasiado bien cerrado, fue abierto con la esperanza de que pudiera dar alguna pista sobre cómo poder entregar el mensaje. El sobre contenía una tira de papel blanco atada alrededor de ¡veinte billetes de cinco dólares! Cuando Kerrigan intentó devolverle el dinero, Tesla le dijo con gran enfado que, si no lo entregaba, podía quedárselo.[49]
En sus últimos días de vida, Tesla parecía agarrarse a una época en la que estuvo a punto de conseguirlo todo, una época que compartió con nombres como los de Mark Twain, los Johnson, Astor o Hobson, los que más cercanos estuvieron para él de la verdadera amistad. Los mismos nombres que fueron testigos de su búsqueda más importante, y que en su mayoría murieron antes de presenciar su declive; las personas que supieron de su increíble viaje a Colorado Springs, de su naufragio en Wardenclyffe, del amargo despertar de sus sueños de salvador el mundo.