HACIA LA CIUDAD BLANCA

Un ejercicio interesante sería plantearse qué habría sido de Nikola Tesla si su relación con George Westinghouse hubiese funcionado de otro modo. De todas las personas con las que trató, el serio y responsable industrial fue de los pocos que comprendieron de inmediato el profundo alcance de la visión tesliana. En parte, porque no era un recién llegado a ese campo; aunque ya había hecho una gran fortuna con una serie de innovaciones, especialmente en el campo del ferrocarril (suya es la patente del freno neumático, que incrementó la seguridad de los trenes e impulsó decisivamente su expansión), en lo más hondo de su personalidad se escondía, ante todo, un inventor lleno de curiosidad. Sin el carácter visionario de Tesla, que ofrecía en su manera de actuar una disposición y unos métodos más cercanos a los de un artista, pero también sin la querencia y el dominio mediáticos de Edison, Westinghouse había fundado, en 1886, la Westinghouse Electric & Manufacturing Company, y llevaba ya tiempo explorando las posibilidades de la corriente alterna monofásica, convirtiéndose en el principal rival de Edison. Ese mismo año, su compañía puso en funcionamiento la primera planta de producción de energía eléctrica de tipo alterno en la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York, y en 1890 eran trescientas las que funcionaban en todo el país.

Para entonces, ya no se trataba solo de iluminar: la demanda de grandes generadores para otros aparatos y servicios de las ciudades, como los incipientes tranvías eléctricos, obligaba a encontrar una manera mucho más eficiente de producir la potencia necesaria para electrificar la vida urbana por completo. Y el 15 de mayo de 1888, al oír a aquel joven de acento exótico, Westinghouse comprendió que su sistema era la piedra filosofal que él estaba buscando.

Tras enviar emisarios que se reunieron primero con los socios de Tesla, y visitar más tarde al inventor en su laboratorio, Westinghouse consiguió que el croata se desplazara hasta su fábrica en Pittsburgh, con el fin de cerrar un acuerdo. Años después, y con motivo de la muerte de Westinghouse, Tesla recordaría así al inventor e industrial:

Aunque por entonces rebasaba los cuarenta, [Westinghouse] tenía todavía el entusiasmo de la juventud. Siempre sonriente, afable y educado, ofrecía un marcado contraste con la mayoría de los hombres toscos pero prácticos a los que he conocido. Ni una palabra que él dijera habría sido objetable, ni un gesto que hiciera podría ofender; uno le podía imaginar perfectamente moviéndose en el ambiente de un tribunal, tan exquisito era su porte en maneras y forma de hablar. Y sin embargo, no podría haber adversario más fiero que Westinghouse cuando se despertaba. Un atleta en la vida cotidiana, se transformaba en un gigante cuando se enfrentaba a dificultades que parecían insuperables. Disfrutó de la lucha y nunca perdió la fe. Donde otros cayeron en la desesperación, él triunfó.[31]

Tras pasar todo el día conociendo las instalaciones y al personal de Westinghouse, los dos hombres sellaron el acuerdo, que estipulaba la venta al industrial de todas las patentes referidas a la corriente alterna y el motor de inducción por un importe que nunca ha podido establecerse con total seguridad, pero que muy probablemente se compondría de 25.000 dólares en efectivo, 50.000 en acciones y 2,5 dólares por cada caballo de vapor que produjera cada motor construido. Además, Tesla se trasladó a Pittsburgh para asesorar y ayudar en la construcción y desarrollo de los motores, junto al equipo de ingenieros de Westinghouse.

A diferencia de otros como Edison, George Westinghouse mimaba a la gente que trabajaba para él y, quizá por tener la visión del inventor, procuraba contratar a la gente más brillante, y les facilitaba los medios y el entorno para que disfrutaran de las mejores condiciones posibles. Pero eso implicaba trabajar en equipo, y no era esa la situación más cómoda para Tesla:

La incapacidad para trabajar con otros, la incapacidad para compartir sus planes, fue el mayor hándicap que sufrió Tesla. Le aisló completamente del resto de la estructura intelectual de su tiempo, y causó al mundo la pérdida de una vasta cantidad de pensamiento creativo que fue incapaz de convertir en inventos terminados. Es deber de un maestro entrenar a discípulos que continúen su trabajo, pero Tesla rechazó esa posibilidad. Si Tesla, en su periodo más activo, hubiese involucrado a media docena de científicos jóvenes y brillantes, estos le habrían proporcionado un vínculo con los mundos de la ingeniería y la ciencia de los que, a pesar de su eminencia y sus destacados logros, estaba en gran medida aislado a causa de sus inusuales características personales. Su fama estaba tan asegurada que el éxito de sus ayudantes no le habría restado mérito; al contrario, el maestro habría brillado mucho más a través de los grandes logros de sus alumnos.[32]

Pero Tesla no estaba preparado para el trabajo en equipo. Ciertamente, aún era posible para un científico trabajar en la soledad de su laboratorio, actualizando el viejo mito del alquimista en busca de la piedra filosofal, pero la complejidad de los retos, la necesidad de grandes infraestructuras y de profesionales cada vez más especializados implicaban la creación de equipos grandes capaces de repartir tareas y optimizar las aportaciones. Y Tesla no estaba dispuesto a permitir que otros se inmiscuyeran en su visión; además, el que los ingenieros de Westinghouse insistieran en que el motor trabajara en unas condiciones que él consideraba incorrectas (y con razón, como más tarde se demostró), no ayudó precisamente a mejorar la relación.

Como consecuencia, al cabo de un año Tesla volvió a Nueva York, si bien continuó desplazándose periódicamente para asesorar en los trabajos. Pero pronto se vio que la tarea iba a ser mucho más ingente de lo que se había creído: el trabajo con los motores de inducción no terminaba de dar el rendimiento deseado, y los costes crecían tan rápido que llegaron a amenazar la subsistencia de la compañía. Si a eso se le añade el coste de imagen que, para la corriente alterna, tuvo la “Guerra de las Corrientes”, no extraña que llegara un momento en el que, para desesperación de Tesla, Westinghouse decidiera aparcar la nueva tecnología. Y así, en 1890, el sueño volvió a alejarse.

Sin embargo, a pesar de las dudas que le transmitían sus hombres, Westinghouse seguía teniendo fe en las patentes de Tesla, aunque fuera consciente de que el reto desbordaba las posibilidades de su empresa; además, los costes en los que estaba incurriendo eran tan elevados, que ni siquiera poniendo en marcha la nueva tecnología podría asegurarse la rentabilidad. Y uno de los mayores lastres eran las condiciones pactadas por Tesla: aunque en un primer momento 2,5 dólares por caballo de vapor parecían aceptables, pronto se vio que el volumen de potencia que el nuevo sistema podría llegar a generar sería tal que haría a Tesla inmensamente rico. Paradójicamente, el mayor sostén de la Westinghouse Electric & Manufacturing Company era también la mayor amenaza para su independencia.

Urgía renegociar las condiciones del contrato, así que Westinghouse se reunió con Tesla. Se desconoce cómo transcurrió exactamente el encuentro, pero sí que tuvo un final sorprendente: según el relato de O’Neill (imaginamos que recibido del propio Tesla), recuperado por Margaret Cheney, cuando el industrial le expuso que el sistema polifásico, en una situación tan adversa como la de aquel momento, y con la amenaza de la bancarrota cada vez más presente, era poco menos que imposible de poner en marcha si Tesla no modificaba las condiciones del contrato, este le preguntó:

—Si renuncio al contrato, ¿conservará la empresa y mantendrá el control del negocio? ¿Seguirá adelante con su proyecto de dar salida al sistema polifásico que he inventado?

—Creo que su invento polifásico es el hallazgo más importante que se ha realizado en el campo de la electricidad —repuso Westinghouse—. Mi propósito de hacerlo asequible a todo el mundo es lo que me ha llevado a esta situación. Pase lo que pase, no voy a renunciar a ese sueño. Seguiré adelante con los proyectos que tenía pensados para que este país adopte el sistema de corriente alterna.

La cosa estaba clara. Muy probablemente, lo que Westinghouse tenía en mente era eso, disminuir el porcentaje, o incluso retrasar el pago a su inventor hasta que la viabilidad del nuevo sistema estuviera garantizada. Pero la respuesta de Tesla superó todas sus expectativas:

—Señor Westinghouse, […] usted se ha portado conmigo como un amigo: creyó en mí cuando nadie más lo hacía y ha tenido el coraje de seguir adelante…, valor que otros no tuvieron. Me apoyó incluso cuando sus propios ingenieros no eran capaces de ver las maravillas que usted y yo soñábamos […] siempre estuvo de mi parte, como un amigo. Déme su contrato; aquí está el mío. Los haré pedazos. Ya puede olvidarse del problema que planteaban mis derechos. ¿Le parece bien?[33]

Fuera o no tan teatral la escena, lo cierto es que Tesla renunció a todos los derechos sobre sus propios inventos a cambio de un único pago de 216.000 dólares, desde luego una cantidad muy elevada, pero a años luz de lo que podría haber sido el rendimiento real. No es demasiado aventurado señalar que Tesla cometió el mayor error de su vida o, por lo menos, el que más contribuyó a ponerle en situaciones difíciles. Si las cosas hubieran sucedido de otra forma, habría tenido capital más que suficiente para financiar muchas de sus investigaciones posteriores, sin depender continuamente de las decisiones de unos financieros que, normalmente, no veían la rentabilidad de unas propuestas demasiado ambiciosas. Aunque hubiese firmado un acuerdo más modesto, visto el desarrollo explosivo que en pocos años tuvo el sistema polifásico, se habría asegurado un caudal ininterrumpido de fondos que hubiera cubierto cualquier pérdida, le habría permitido mantener el elevado tren de vida que tanto comenzaba a disfrutar, y ayudado a superar calamidades como el incendio de su laboratorio en 1895.

Por otro lado, cabe decir que Westinghouse cumplió con su parte del trato, y que en ningún momento escatimó el reconocimiento a Tesla. Lo hizo cuando, contra todo pronóstico, consiguió la contrata para la electrificación e iluminación de la Ciudad Blanca, el imponente recinto de la Feria Colombina de Chicago de 1893 que inspiraría a uno de sus visitantes, Frank L. Baum, la Ciudad Esmeralda de El mago de Oz,[34] y que sirvió para dar a conocer públicamente, de una manera espectacular, el nuevo motor de inducción de Tesla. Abierta al público el 9 de mayo de 1893, su inauguración coincidió con la noticia del colapso del Chemical National Bank, la primera de una serie de grandes quiebras que golpearon brutalmente la economía estadounidense, interrumpiendo de golpe unos años de crecimiento desbocado.

Sin embargo, en el interior de la Ciudad Blanca todo era diferente: mientras el pánico se extendía destruyendo primero a numerosos bancos, y después a empresas enteras que arrojaban a miles de trabajadores a la calle, Estados Unidos mostraba una tarjeta de visita que pretendía dejar pequeña la Exposición Universal de París de 1889. Y desde luego las dimensiones eran colosales para revelar el avance de lo que se consideraba el mundo por venir, un grandioso espectáculo que, sin embargo, volvía a poner de manifiesto las contradicciones entre la modernidad y los prejuicios y formas de pensamiento aún vigentes. Entre los grandes canales de la ciudad fastuosamente iluminada por decenas de miles de bombillas, el mayor despliegue que se hubiera visto nunca, entre las góndolas mecánicas que recorrían los canales que hacían las veces de calles, la enorme cinta automática que desplazaba a los visitantes y los grandes edificios diseñados por los mejores arquitectos del momento, podía contemplarse una muestra de las razas humanas que daba preponderancia, en una especie de zoológico humano, a la occidental, civilizada e industrializada, frente a otras inferiores, como la de los esquimales o la de los indios nativos de Norteamérica (que además aparecían en el espectáculo estrella ofrecido por Buffalo Bill y su troupe).

Pero si había un edificio que centraba el interés del público, además de la gran noria de George Ferris, de 76 metros de diámetro, era el Machinery Hall, donde el nombre de Tesla destacaba sobre los grandes generadores construidos a partir de sus patentes, y que producían una corriente alterna de 2.000 voltios distribuidos por todo el complejo, manteniendo encendidas las 180.000 bombillas y todas las atracciones, incluidos los pabellones donde las grandes firmas y personajes mostraban sus innovaciones: Tesla, por ejemplo, incluyó en la exposición de Westinghouse su huevo de Colón, así como una serie de grandes neones que dibujaban palabras.

Y aunque todo estaba presidido por una gigantesca reproducción de una bombilla de Edison, el vencedor moral fue la corriente alterna, poco antes denostada por peligrosa y asesina, y que demostró de la mejor manera posible, a los 27,5 millones de visitantes que pasaron por la feria, que podía alimentar las necesidades de la vida moderna de una manera inocua y sencilla:

Quizá lo que más asombró a los visitantes fue ver que este elaborado mecanismo era manejado por un solo hombre, que constantemente estaba en contacto, a través del teléfono o de mensajeros, con cada rincón del complejo, y respondía a todo tipo de peticiones simplemente girando un mando.[35]

El éxito de la feria y sus maravillas fue tal que borró cualquier reserva sobre la corriente alterna, y ya nada pudo evitar que Westinghouse recibiera el encargo de la mayor obra de ingeniería del momento: la construcción de una planta hidroeléctrica que aprovechase la fuerza del río Niágara en sus famosas cataratas; que respetase el entorno natural a la vez que fuese capaz de transmitir la electricidad a un quinto de la población norteamericana; un esfuerzo de construcción y distribución sin precedentes. Hacía ya algunos años que se había constituido una comisión internacional que ofrecía un premio a quien fuese capaz de ofrecer un sistema convincente, y hasta el momento todas las propuestas se habían revelado impracticables. Además, habían tenido que enfrentarse a la firme oposición de lord Kelvin, el prestigioso físico británico que presidía la comisión, a la corriente alterna. Una opinión que cambió radicalmente cuando visitó la Feria de Chicago y cayó rendido ante el prodigioso espectáculo que ofrecía la radiante Ciudad Blanca.

Comenzó entonces una labor que pondría a prueba todas las posibilidades de la ingeniería de la época, y que necesitó congregar a los pesos pesados de la economía norteamericana y europea: J. P. Morgan John Jacob Astor, lord Rotschild, W. K. Vanderbilt… todos respaldaron financieramente una iniciativa que, en el fondo, solo era posible porque Tesla había renunciado a sus derechos sobre las patentes. Aun así, el proyecto estuvo a punto de fracasar porque, si bien Westinghouse poseía las patentes de Tesla para construir los grandes generadores y transmitir la energía, la General Electric, que había hecho desaparecer en 1892 el nombre de Edison de su cabecera, tenía otras no menos necesarias. Al final, J. P. Morgan, el hombre detrás de la inmensa mayoría de los grandes movimientos empresariales del momento, movió sus piezas y consiguió que ambas partes llegaran a un acuerdo: todos tendrían su trozo del pastel.

Por fin, el 15 de abril de 1895 se puso en marcha el primer generador, que como los otros nueve que se le añadirían en los años sucesivos, ostentaba una placa dando testimonio de las patentes de Tesla empleadas en su construcción, y se consiguió que funcionase a 250 revoluciones por minuto, todo un logro para la época. En la medianoche del 16 de noviembre de 1886 llegó a Buffalo la primera acometida de electricidad, el equivalente a mil caballos de vapor que se destinarían a la red de tranvías, y a los que posteriormente se añadirían otros cinco mil para iluminación y consumo en los hogares y negocios. Pocos años después, la electricidad surgida del Niágara alcanzó Nueva York, y así nació el Broadway iluminado que deslumbraría a Maiakovski cuando visitara Estados Unidos. La fuerza de la industrialización comenzaba a recorrer ya sin límite el territorio norteamericano, y por fin el sueño infantil de Tesla, que de niño había expresado su deseo de domeñar el Niágara cuando vio una foto de las cataratas, se vio cumplido.

En 1897, el inventor visitó las obras del Niágara, y fue recibido con honores como máximo responsable de la existencia de aquella maravilla. Debía haber sido un momento de gloria y así fue organizado, pero su viaje se había retrasado por una recaída en una extraña enfermedad, quizá una de las tantas crisis nerviosas que le asaltaron a lo largo de su vida. Y cuando finalmente se dirigió a los notables allí presentes, no fue para hacer grandes elogios de lo conseguido, sino para hablar de algo totalmente nuevo: No nos debemos dar por satisfechos simplemente con lo conseguido.

Tenemos por delante una tarea mayor que cumplir para evolucionar hacia medios de explotación de la energía que sean inagotables, para perfeccionar métodos que no impliquen el consumo y despilfarro de cualquier clase de material… [He] examinado por largo tiempo las posibilidades de operar ingenios situados en cualquier parte de la Tierra a través de la energía del medio [y] me satisface poder decirles que he concebido medios que me han dado la firme esperanza de que veré el cumplimiento de uno de mis sueños más anhelados: literalmente, la transmisión de energía de una estación a otra sin el empleo de cable alguno que las conecte.[36]

Definitivamente, la mente de Tesla ya estaba centrada en otra cosa. Algo que sería aún más revolucionario que lo que acababa de nacer, y que para él ya era historia. Su mente llevaba ya tiempo creando nuevas máquinas y sistemas, y su misión era hacerlas realidad. Tenía ya una nueva visión.