Tesla apenas se llevó a Estados Unidos otra cosa que ese esquema en su cabeza, esa máquina que estaba seguro de que transformaría el mundo. El tiempo que todavía pasó en Europa, incluido el que dedicó a trabajar en una de las empresas de Edison en París, lo consagró a buscar inversores que le ayudaran a hacerla realidad. Pero fue en vano: bien por desconocimiento, porque no le veían potencial, o porque buscaban beneficios más inmediatos, nadie confió entonces en aquel invento.
Por eso, cuando Batchelor le recomendó que se fuera a Estados Unidos para trabajar a las órdenes de Edison, en un país que sería más receptivo a sus nuevas ideas, comprendió que se trataba de su oportunidad. Pero esa aventura, como ya hemos visto, tuvo un mal arranque, y nuevamente se vio abandonado a su suerte, en peores condiciones aún que en la Europa de la que procedía: si allí al menos había logrado trabajos relacionados con sus habilidades, en Nueva York tuvo que resignarse a cualquier empleo alimenticio, hasta cavar zanjas en las vías públicas. Sorprende en cierta forma esta imagen de Tesla, que más tarde, cuando sus innatas maneras afectadamente aristocráticas comenzaron a adueñarse de él, sería ya impensable. Aunque es cierto que nunca rehuyó el trabajo duro, el retroceso que debió de suponer para quien de niño aspiraba a construir una cinta que rodease el mundo verse reducido a las tareas menos cualificadas, en medio de una auténtica babel de idiomas, resultaría para él una de las pruebas más duras de su vida.
Pero la confianza en su fuerza de voluntad, de nuevo, volvió a rescatarle: hacía partícipe de su idea y de sus grandes planes a todo el que se le acercara. Para él, no había ninguna duda: quien apostara por su invento haría un gran negocio; y en aquellos años, cuando los periódicos parecían traer la promesa de una nueva maravilla cada día, no era algo raro. La prensa rebosaba de noticias de inventores que se decían capaces de cambiar el curso de la historia, y no escaseaban los trasuntos modernos de los tradicionales vendedores de crecepelos por los pueblos del Medio Oeste.
El ejemplo paradigmático fue el de la “máquina de Kelly”, que afirmaba extraer energía del éter, esa sustancia misteriosa cuya existencia nadie había demostrado, pero que, en teoría, llenaba todo lo que en el universo no era materia. Un invento que, en definitiva, pretendía ser una nueva incorporación al mito del movimiento perpetuo. Kelly nunca permitió que nadie examinara de cerca su prototipo, pero su capacidad de engatusamiento con las grandes fortunas (especialmente con John Jacob Astor, un pintoresco millonario especialmente crédulo respecto a los avances de apariencia maravillosa) resultó tan eficaz que nunca le faltó financiación y pudo montar una lucrativa empresa. No fue hasta después de su muerte, en 1898, cuando se demostró que no existía tal prodigio, y que en realidad todo se limitaba a un sofisticado truco mecánico. Lógicamente, los periódicos se llenaron luego de especulaciones sobre cómo era posible que las mentes más avanzadas del momento se hubiesen dejado engañar. Tesla, por cierto, nunca estuvo entre ellas: desde el principio negó el supuesto descubrimiento de Kelly.
En cuanto a nuestro hombre, las dudas de los posibles inversores parecen justificadas si tenemos en cuenta que, cuando hablaba encendidamente para defender su sistema, lo que sus oyentes oían y veían era a un inmigrante que se expresaba en un inglés correcto pero con un fuerte acento extranjero, y que afirmaba haber trabajado con Edison (para el que, entre otras cosas, había logrado poner en marcha la instalación del Oregon, el primer buque iluminado exclusivamente mediante electricidad) pero que ahora se veía cavando las zanjas de Nueva York. Sin embargo, Tesla no cejó en su empeño, y logró que sus ideas llegaran hasta los oídos de Alfred S. Brown, director de la Western Union, la empresa que administraba el telégrafo; y del abogado Charles F. Peck. También ellos, en un principio, tenían sus dudas: valoraban las mejoras que Tesla decía poder aplicar a los sistemas ya existentes, pero no veían tan clara su gran innovación, el motor de inducción polifásico de campo magnético rotatorio.
El ingenio de Tesla vino entonces en su ayuda: les contó la historia del huevo de Colón, el que según la leyenda el descubridor de América consiguió sostener en pie ante la atónita mirada de la reina Isabel; habían apostado que, si él lograba que se quedara en pie, significaría que el viaje hacia el continente desconocido era posible. Si fracasaba, todo era una quimera. De la misma forma, Tesla lanzó su propio órdago: si conseguía repetir la hazaña de Colón, sus nuevos socios capitalizarían la empresa que le permitiría poner en marcha sus ideas. Divertidos, y seguramente confiando en ganar la apuesta, Brown y Peck aceptaron el reto y le dieron un plazo para conseguirlo. Y si bien todo parece indicar que el huevo de Colón nunca existió, su moderno equivalente tecnológico sí que fue real: Tesla construyó una máquina en la que un huevo de metal giraba y se sostenía en pie atrapado en un campo magnético rotatorio que se basaba en aquella genial inspiración del parque de Praga. Afortunadamente para él, sus nuevos socios eran personas de palabra, y en 1887 acordaron crear la Tesla Electric Company, en la que ellos pondrían el capital, mientras que Tesla aportaría el 50 por ciento de sus patentes. Con estas bases, el inventor pudo disponer de su primer laboratorio en el número 80 de Liberty Street. Para finales de abril, la primera patente quedaba registrada.
Aparentemente, el primer paso estaba dado, y la empresa comenzó a funcionar bastante bien. No pasó demasiado tiempo hasta que un nuevo personaje entrara en la vida de Tesla, alguien que se dio cuenta de que el balcánico no era uno más de los inventores que estaban dando palos de ciego en aquel campo nuevo de la electricidad, sino alguien tocado por una idea genial. Thomas Commerford Martin ya había tenido oportunidad de conocerle en París, pero retomó el contacto al tener noticia del nacimiento de la empresa con el nombre de Tesla a través de los anuncios publicados en Electric World, por entonces la publicación más importante dedicada a todo lo relacionado con la electricidad, y de la que él era editor.
La palabra “electricidad” era sinónimo de futuro, de progreso, y bastaba añadirla como adjetivo a cualquier sustantivo para que este cobrase una nueva relevancia y actualidad. Como sucedería muchas décadas después con la revolución informática, todo lo que tuviera que ver con la electricidad era atractivo aún antes de empezar a ser rentable; aunque nadie sabía muy bien cómo, parecía existir el consenso de que el futuro pasaba por ella. Por eso, las publicaciones que nacieron al calor de los descubrimientos tuvieron un papel fundamental, porque marcaban tendencias. Y si Edison (con quien había trabajado el mismo T. C. Martin durante un tiempo) había sido, y seguía siendo, la referencia en los primeros tiempos, la actualidad obligaba a encontrar nuevos nombres que impulsaran la industria.
Y si había un caza tendencias, o incluso un creador de ellas, nato, ese era T C. Martin. Como estaba sucediendo en todas las nuevas ramas industriales (el ferrocarril, el telégrafo, la minería y, más tarde, la fabricación de acero y la extracción de petróleo), Martin comprendió que sería mucho más eficaz que existiera una institución que pusiera orden y respaldara los nuevos descubrimientos. Nació así el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos, la AIEE, verdadero lobby y arbitro al que se afiliaron todos los científicos, inventores, académicos e industriales que tuvieran algo que decir sobre la electricidad. Martin se las arregló para ser elegido su primer presidente, justo el año en que Tesla comenzó sus actividades empresariales.
Maestro en las relaciones públicas, Martin tuvo además la paciencia de aleccionar a un Tesla demasiado condicionado por sus manías y costumbres que le apartaban de la vida social, para encontrar la mejor forma de comunicar e impresionar a los miembros de la AIEE: si brillaba ante ellos, lo haría ante los numerosos inversores que pululaban cerca de la electricidad buscando el hallazgo que sobreviviera entre la jungla de invenciones que pugnaban por abrirse hueco.
Con una inteligencia y una habilidad que serían la envidia de cualquier experto en marketing de nuestros días, Martin calentó primero el ambiente encargando a Tesla un artículo destacado para las páginas de Electrical World, a la vez que hacía llegar a las personas adecuadas los prototipos y diseños de sus máquinas, obteniendo una aprobación externa que despejara cualquier duda. Y así, cuando consideró que el aún reciente inmigrante estaba preparado, fijó la fecha de su intervención ante la AIEE: el 15 de mayo de 1888. La Universidad de Columbia acogió el acontecimiento.
Cuando llegó el día, Tesla tuvo ante sí a un auditorio expectante que escuchó con suma atención su buena nueva. No cuesta imaginar que las siguientes palabras, en parte, estaban dirigidas hacia aquel profesor que había lanzado a su alumno un reto que creía imposible:
Tengo el placer de traer ante ustedes un nuevo sistema de distribución y transmisión de energía a través de corrientes alternas […] de cuya superior adaptabilidad estoy seguro de que dejaré constancia […] y les mostraré que muchos resultados hasta ahora inalcanzables pueden conseguirse con su uso […] En nuestras dinamos, como es sabido, generamos corrientes eléctricas que dirigimos a través de un interruptor, un artilugio complicado, y la fuente de la mayor parte de los problemas que experimentamos […] Ahora, las corrientes así dirigidas no pueden ser utilizadas en el motor, porque deben ser reconvertidas a su estado original […] Es más, en realidad, todas las máquinas son máquinas de corriente alterna; la corriente alterna solo parece continua en el circuito externo, durante su desplazamiento desde el generador al motor.[29]
A continuación, comenzó una detallada explicación del nuevo sistema, que cautivó de inmediato a la audiencia. Respondió a todas las preguntas y experimentó una sensación que, a partir de ese momento, buscaría con ansiedad: en aquella sala estaban presentes gran parte de los nombres que quedarían ligados a la electricidad, entre ellos Elihu Thomson, quien llevaba tiempo lidiando, como Tesla, por encontrar un sistema de corriente alterna que funcionara de manera satisfactoria. Cuando comprendió que aquel desconocido lo había conseguido, intervino queriendo compartir el mérito del invento. Pero Tesla le detuvo en seco: el diseño ideado por Thomson no había logrado superar la necesidad del interruptor, y por lo tanto no solucionaba el problema.
Desde ese momento, comenzó una enemistad que terminaría arrojando una sombra demasiado pesada sobre Tesla: Thomson acababa de fundar la Thomson-Houston Electric Company, que en 1892 se fusionaría con la compañía de Edison para crear General Electric, un gigante que aún sigue en pie. Muchos testimonios ponen en duda la originalidad de las patentes utilizadas por Thomson, que tuvo incluso que dar, tiempo después, explicaciones públicas sobre el hecho de que unos planos robados a Tesla apareciesen “casualmente” en su laboratorio. La razón aducida por Thomson fue que necesitaba comprobar los detalles de la invención tesliana para asegurarse de que el sistema que él estaba desarrollando fuera diferente. [30] La superioridad evidente de las patentes de Tesla le granjeó muchos enemigos; su carácter soberbio y a veces poco flexible no ayudaba precisamente a aliviar el problema. La lista de nombres poderosos que terminaron dándole la espalda es demasiado larga, pero destaca el de Michael I. Pupin, un inmigrante serbio que había llegado unos años antes a Estados Unidos, en 1874, y que había logrado, con mucho esfuerzo, abrirse paso en el mundo académico norteamericano, llegando a ser profesor de la Universidad de Columbia y dueño de una serie de patentes en el campo de la electricidad y, posteriormente, la radio. Sin embargo, y como en el caso de Thomson, la excesiva similitud de muchas de ellas con otras registradas previamente por Tesla le cerraron el paso durante años. Esa situación llevó a que la relación entre ellos terminara por ser inexistente: a pesar de ser las dos personalidades más importantes del recién nacido reino yugoslavo en Nueva York, no eran capaces siquiera de coincidir en la misma habitación.
Esta aversión tuvo una consecuencia inmediata: desde su cátedra, una de las más importantes dedicadas a la ingeniería eléctrica en el país, Pupin borró el nombre de Tesla de la materia que impartía a sus alumnos y, así, comenzó a depurar su nombre de la memoria colectiva. Mientras su figura se mantuvo en un primer plano de la actualidad, esa influencia pudo contrarrestarse; pero cuando comenzó su declive, y su presencia en los medios empezó a reducirse a toda velocidad, el eclipse tuvo consecuencias mucho más graves. Si a eso unimos que varios de los textos de referencia de la recién nacida disciplina, los escritos por Charles Steinmetz en 1897 y 1902, no hacen tampoco referencia alguna a Tesla, a pesar de incluir los sistemas patentados por él, se puede entender el daño que esta ausencia de reconocimiento académico terminó ocasionando.
En contrapartida, T C. Martin publicaría, ya en 1894, la obra The Inventions, Researches and Writings of Nikola Tesla., que demuestra hasta qué punto sus trabajos se adelantaron a su tiempo. Pero, a la larga, no fue suficiente: con el desarrollo de la tecnología que permitiría la explotación a escala industrial de la energía eléctrica, la necesidad de poseer las patentes y ser los primeros empezó a movilizar a muchas de las fortunas y los emprendedores del momento. Y la suma de ambición, recursos y la posibilidad de incalculables beneficios provocó una lucha encarnizada en la que los pleitos se prolongaban durante años. En muchas ocasiones, y con una legislación que todavía tardaría un tiempo en poner trabas legales a la creación de monopolios, funcionaba la estrategia de los hechos consumados: hasta que los tribunales decidieran, cualquier avispado podía piratear las patentes y empezar a trabajar con ellas; para cuando hubiera una resolución, aunque fuera desfavorable, podía ocurrir que la empresa creada por el pirata ya hubiese sido comprada, o fusionada con otra, proporcionando suculentos beneficios.
En ese estanque de tiburones, la rapidez y la astucia eran fundamentales, y la visión empresarial no fue nunca el punto fuerte de Tesla. Sus patentes podían ser imbatibles, su sistema inobjetable, pero si no tenía quien le apoyara en una larga y costosa batalla empresarial, tecnológica y legal, podía darse por vencido. Tuvo suerte: entre los asistentes a aquella conferencia fundacional de 1888, hubo alguien que comprendió inmediatamente que no se podía perder tiempo. Ese hombre se llamaba George Westinghouse, y fue quien convirtió en realidad los sueños de Tesla, pero quien le empujó también a cometer el mayor error de su vida.
Con Westinghouse alcanzó el cielo, pero con él también empezó su calvario. Tesla nunca dijo una mala palabra sobre él.