EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD

No siempre la condición de visionario adorna a quienes se dedican a la ciencia y a la tecnología. Una intuición genial se esconde habitualmente tras horas de trabajo, y en muchas ocasiones es la simple casualidad la que orienta una investigación. Tesla era un gran trabajador, qué duda cabe, capaz de vivir literalmente en su laboratorio cuando era necesario, y numerosos testimonios hablan de su poca necesidad de dormir; llegaba a hacer bromas a costa de Edison, que supuestamente también era insomne, aunque Tesla decía haberlo sorprendido en algún momento durmiendo a pierna suelta en su estudio. Pero el trabajo, desde luego necesario para que cualquier invento llegue a buen puerto, era solo la última parte del viaje: antes, en su cabeza ocurrían cosas, y cosas mucho menos ortodoxas que las que les suceden al común de los mortales.

Como ya se ha destacado, resulta sorprendente que un niño que creció en un entorno tan alejado de la vanguardia tecnológica llegara a desarrollar intuiciones tan certeras. En él fue innato: durante su infancia cabe rastrear inventos más o menos exitosos, como una máquina para volar (cuya prueba le costó una aparatosa caída desde el tejado del establo), otra que aprovechaba la fuerza de un grupo de escarabajos volando, pegados a una especie de palas, para conseguir que estas giraran a toda velocidad (experimento tecnológico que fue abortado cuando otro niño se comió el resto de los insectos, que tenía guardados en un tarro), o la invención de una rueda hidráulica que probó en un río cercano.[27]

Sin embargo, otros inventos eran más desconcertantes, porque demostraban una portentosa capacidad para remontarse, para manejar conceptos que tendrían que escapar del entendimiento de un niño. Porque no es nada raro que un niño pruebe su método particular, más o menos rudimentario, de volar; pero resulta más extraño que ese mismo niño idee una especie de cinta que, suspendida a cierta altura sobre el ecuador, permanecería fija mientras la Tierra giraba, permitiendo a la persona que subiera a ella desplazarse a una velocidad de 1.700 kilómetros por hora (o sea, la misma a la que gira el planeta).

Quizá aquel niño no fuera normal, pero en la familia había antecedentes. Tesla era uno de los cinco hijos del matrimonio formado por el sacerdote ortodoxo Milutin Tesla y su esposa, Djuka Mandic. Como era frecuente entre los clérigos de aquella época, el padre de Tesla era un hombre culto, y sus intereses iban más allá de las lecturas imprescindibles para su carrera eclesiástica, por lo que nunca faltaron en la casa libros que permitieron al pequeño Niko satisfacer su curiosidad casi infinita.

Pero si a alguien se parecía Tesla era a su madre. Djuka era analfabeta, pero tenía una memoria portentosa, y era capaz de recitar de memoria largos párrafos de la Biblia. Siempre atenta a las necesidades del hogar, coordinaba a la perfección los trabajos del personal de la casa, se ocupaba de sus hijos y ofrecía a su marido la tranquilidad necesaria para concentrarse en las obligaciones de la parroquia. Y además, cuando el resto de la familia se retiraba a descansar, aún tenía energías para trasnochar, entregándose a una actividad que la llenaba de satisfacción: la invención de artilugios y aparatos que le facilitaban las labores domésticas.

Desde muy joven, Tesla desarrolló una espectacular cualidad que le resultaba muy útil para sus investigaciones, y es que realizaba todo el trabajo en su mente. No necesitaba lápiz ni papel para dar forma a sus diseños, sino que imaginaba sus componentes, los ensamblaba en su cabeza y allí los probaba, de manera que, cuando llegaba el momento de traerlos al mundo real, gran parte del trabajo ya estaba hecho. Una cualidad que, décadas después, no dejó de desconcertar a quienes trabajaban para él, como cuenta O’Neill:

Aunque Tesla disponía de un grupo de delineantes, nunca los usaba en su propio trabajo con las máquinas, y los toleraba solo por los inevitables contactos con otras empresas. Cuando estaba construyendo máquinas para su uso particular, daba instrucciones individuales para cada parte. El trabajador encargado de realizar el trabajo mecánico era llamado a la mesa de Tesla, donde el inventor le hacía un esbozo pequeño, casi microscópico, en el centro de una gran hoja de papel. No importa cuan detallada fuera la pieza, o su tamaño, el boceto medía siempre menos de tres centímetros de ancho. Si Tesla cometía el más mínimo error con el lápiz al dibujarlo, no lo borraba sino que comenzaba de nuevo en otra hoja de papel. Todas las dimensiones se daban de palabra. Cuando el dibujo estaba terminado, al trabajador no se le permitía llevárselo consigo al taller para que le sirviera de guía en su trabajo. Tesla destruía el dibujo y esperaba que el mecánico trabajara de memoria. Dependía totalmente de su memoria para todos los detalles, nunca pasaba sus completos esquemas mentales a papel para que sirvieran de guía en su construcción, y creía que los demás podían adquirir esa habilidad si se esforzaban lo suficiente. Por ello, les obligaba a que lo intentaran haciéndoles trabajar sin esquemas.[28] La joven mente de Tesla ya parecía capaz de cualquier cosa, pero inevitablemente eso tenía su contrapartida. No empezó a descubrirlo hasta la trágica muerte de Daniel, su hermano mayor y el preferido por sus padres, que murió al derribarlo el caballo que montaba. Daniel tenía entonces doce años; Niko, cinco. Aquella pérdida sacudió a toda la familia, y repentinamente el niño Tesla se encontró aislado de todo el mundo, con unos padres que le comparaban constantemente con el hermano fallecido, atrapado por la soledad y el abandono. Por si no fuera suficiente, al poco tiempo la familia se trasladó a Gospic, donde a su padre le había sido concedida una parroquia más grande, y el pequeño Niko se vio arrancado de la vida en la naturaleza que tantas alegrías le había deparado, una vida en la que el regreso, con la caída del sol, de la bandada de gansos que por la mañana había visto partir era todo un acontecimiento que esperaba con ansiedad cada día.

Por el contrario, el niño Tesla tuvo que sumergirse en el ajetreo de una población más urbana, sin apenas contacto con sus queridos animales. La falta de cariño y comunicación que seguía sufriendo por parte de sus padres le hizo encerrarse en sí mismo hasta unos límites inverosímiles: como si toda la prodigiosa capacidad de su mente acudiera al rescate, aplicó el mismo método con el que creaba máquinas en su cabeza a la construcción de un mundo que le acogía y le acompañaba, una realidad que le absorbía totalmente. En esa realidad paralela, se veía saliendo de la casa familiar, caminaba por las calles, e incluso se desplazaba hacia alguna otra localidad en la que nunca había estado. Allí conocía a personas con las que entablaba verdaderas conversaciones, en las que el joven Tesla podía por fin dejar atrás su difuso sentimiento de culpa, y abandonar la jaula de incomunicación en la que yacía en la vida real. Tan potente era esa inmersión en un mundo que hoy llamaríamos virtual, que en más de una ocasión se veía obligado a pedir ayuda a sus hermanas para discernir si alguna persona en concreto pertenecía al mundo real, o al que solo existía en su mente.

Semejante capacidad mental de Tesla, sin embargo, no podía existir sin pagar un precio, y así sufría de accesos de hipersensibilización de los sentidos, en los que decía ser capaz de oír el silbido de un tren a muchos kilómetros de distancia, o en los que el simple sonido de unos pasos sobre un puente podía convertirse en un estruendo ensordecedor.

También sufrían sus ojos, ante los que aparecían líneas fantasmagóricas, trazos y resplandores de luz, que parecían reproducir, tan reales como su habitación o las calles de Gospic, auténticas tormentas que estallaran dentro de su cráneo.

En esos primeros años comenzaron a aflorar, también paulatinamente, las diversas fobias que se convertirían en parte de su carácter: detestaba las perlas y no podía soportar ver pendientes en las orejas de las mujeres, le ponía enfermo ver u oler melocotones, y sobre todo comenzó a desarrollar una especial obsesión por la limpieza y la higiene. Según él, consumir agua sin esterilizar era la mayor atrocidad que podía cometerse, y el contacto físico con los otros seres humanos (apretones de manos, besos, abrazos…), un vehículo seguro de transmisión de gérmenes. Por este motivo, procuraba comer y cenar siempre solo, a menos que tuviera que acudir a algún evento social.

Con el paso del tiempo, estas fobias se combinaron con otras obsesiones particulares por los números: como cantarían muchas décadas después los chicos del grupo Tesla, sentía una particular fijación por el número tres. Cualquier acción debía ser dividida en fases que fueran múltiplo de este número, y la mayor parte de las habitaciones de los hoteles en los que vivió durante toda su vida tenían números igualmente divisibles entre tres. Esa obsesión matemática, además, era capaz de combinarse con otra no menos intensa, su fijación extrema por la limpieza. Exigía a los restaurantes que le dispusieran no menos de dieciocho servilletas (nuevamente el múltiplo de tres) con las que limpiaba, uno por uno, todos los cubiertos (también de tres en tres), dejándolas caer apenas utilizadas. Si lamentablemente una mosca sobrevolaba siquiera la mesa en la que se encontraba, debían retirarle toda la comida y servirle otra nueva. Finalmente, no se llevaba la comida a la boca para masticarla (moviendo su mandíbula un número de veces múltiplo de tres) hasta haber hecho un cálculo mental del volumen exacto que contenía el tenedor o la cuchara. Claro que estas obsesiones, aunque nunca remitieron, fueron evolucionando con el tiempo: si al principio no tenía problema en comer carne e incluso degustar licores y tabaco, fue abandonando esos hábitos hasta que prácticamente llegó a alimentarse de vasos de leche tibia.

Junto al número tres, desarrolló otra especial predilección por el 13, que consideraba un talismán de la buena suerte, una creencia que comparten muchos de los que pretenden poseer su propia fortuna. En muchas ocasiones posponía decisiones importantes, o la escritura de alguna carta especialmente decisiva, a que fuera ese día del mes. Muchas de las misivas de la fascinante, increíble y patética correspondencia que se cruzó con J. P. Morgan fueron escritas en día 13.

No faltan las especulaciones sobre si Tesla sufría, por ejemplo, de autismo o del síndrome de Asperger, enfermedades que se caracterizan por la poca capacidad de sentir empatía o de relacionarse con los demás, pero cualquier diagnóstico, realizado a tantas décadas de distancia y sin que ningún especialista le hubiera observado, no pasa de ser mera conjetura. Eternamente solitario, es cierto que sí fue capaz de mantener relaciones con otras personas, aunque nunca se le conoció ninguna de tipo amoroso, más allá de un compromiso cuando era poco más que un adolescente.

Podía ser muy generoso con personas que sintiera cercanas, en parte por su falta de perspectiva práctica para todo lo económico, pero en su trato nunca abandonaba un tono extremadamente cortés, hasta el punto de que, dejando a un lado a la familia, solo se permitía tutear, y que le tutearan, al matrimonio formado por Robert Underwood y Katherine Johnson, sus amigos más fieles e íntimos, una amistad que se prolongó desde prácticamente su llegada a Estados Unidos hasta la muerte de ellos. Esa amistad le abrió las puertas de la prestigiosa revista Century, de la que Robert era editor, y donde se publicó uno de los textos incluidos en este volumen, El problema de aumentar la energía humana.

Tesla consideraba que ceder a los deseos y las necesidades vitales era una limitación para todo ser humano que pretendiera alzarse sobre su condición animal y buscara un desarrollo mental y espiritual que solo nacería del esfuerzo. Una determinación que le surgió, según su relato, con ocho años de edad, cuando leyó el libro Abafi, de Miklos Josika, y que tuvo su continuación cuando, años más tarde, y mientras convalecía de malaria, afirmó haber devorado las obras de Mark Twain, en una señal premonitoria de la profunda amistad que los uniría, años después, en Estados Unidos.

Todo ello permite afirmar que la mente de Tesla funcionaba de una manera diferente de lo que cabría suponer en un inventor, con una capacidad para hacer surgir algo nuevo de la nada que se convertía en toda una revelación. De hecho, su mente podía trabajar en un problema continuamente, sin rendirse, de una manera obsesiva hasta encontrar la solución. También ayudaba el profundo sentido del orgullo y la autoconciencia de su valía, que crecieron de manera simultánea a su dominio de los deseos y el cultivo de la fuerza de la voluntad. Ese orgullo estuvo entre las causas, por ejemplo, del particular reto que le enfrentó con el profesor Poeschl, que le dio clase en la Universidad Politécnica de Gratz, donde se había matriculado en 1875, cuando hizo una demostración ante sus alumnos de una máquina de corriente alterna que funcionaba con la ayuda de un interruptor. Tesla comprendió que sería mejor prescindir de esa pieza, pero el profesor lo consideraba imposible, y le retó a que encontrara la manera de conseguir la eliminación del interruptor.

Tesla no lo consiguió inmediatamente, pero el desafío se le quedó grabado. Mientras tanto, su vida personal pareció entrar en una especie de deriva: estudiante ejemplar hasta el final del segundo curso (justo en el que tuvo a Poeschl de profesor), sus notas empezaron a bajar, y para cuando terminaron las clases dedicaba más tiempo al juego que a pisar las aulas. En 1878 abandonó los estudios y se trasladó a Maribor, actual Eslovenia, donde por el día se ganaba la vida trabajando como delineante para el despacho de un ingeniero local (lo que no deja de tener su ironía), mientras por la tarde pasaba el tiempo retando a sus compañeros de bar a jugar al ajedrez, las cartas y el billar. No volvió a Gospic hasta un año después, cuando la policía le expulsó por carecer de permiso de residencia, y apenas tuvo tiempo de reconciliarse con su padre, que falleció veinte días después de su vuelta.

Tras abandonar el juego gracias a una hábil estrategia de su madre, volvió a la casa familiar, pero lo cierto era que estaba a punto de comenzar un viaje vertiginoso que, en apenas veinte años, le llevaría a lo más alto. El periodo de formación del Tesla que acabaría asombrando al mundo iba a entrar en su fase definitiva y, por debajo de todos sus pensamientos, del aparente extravío de su carrera académica y su falta de un trabajo estable, seguían latiendo las palabras que motivaban el trabajo en segundo plano de su poderosa mente: el reto lanzado por el profesor Poeschl. Triunfar en ese desafío significaría lo mismo que culminar la labor de construcción de su personalidad, la constatación definitiva de que su fuerza de voluntad podía ser suficiente para derribar cualquier obstáculo. Si lograba resolver el enigma, como en los acertijos mitológicos, todo lo demás le sería revelado.

Poco tiempo pasó Tesla en la casa familiar. Apenas un año después, en 1880, dos tíos suyos se lo llevaron a Praga, donde continuó sus estudios universitarios como oyente, aunque no llegara nunca a obtener ningún título académico. Al año siguiente se trasladó a Budapest, donde tuvo su primer contacto efectivo con las máquinas de la compañía telefónica local, por entonces en plena construcción, de la que fue nombrado jefe eléctrico. Por primera vez, Tesla tenía ante sí unas máquinas que podía manipular y, como hiciera su madre con los artilugios domésticos, pudo dejar su huella en una tecnología por entonces tan nueva que el margen de innovación era prácticamente ilimitado.

Con ese caldo de cultivo, su obsesión por encontrar la solución al problema del interruptor, lejos de disminuir, creció aún más, pero el trabajo en la central telefónica era muy exigente, y su organismo volvió a resentirse. En 1882 sufrió un nuevo colapso nervioso que le mantuvo postrado durante varios meses, y después se encontraba tan débil que tuvo que dedicarse a fortalecer su cuerpo antes de volver al trabajo. El plan de recuperación incluía dar largos paseos por el parque, y en uno de ellos fue cuando lo acumulado durante tanto tiempo terminó encajando, como en una iluminación.

Tesla caminaba junto con Anthony Szigety, uno de sus pocos amigos de verdad, y que poco después se le uniría en su aventura americana hasta su temprana muerte. Atardecía, y los dos amigos se detuvieron a contemplar la puesta de sol. Llevado por el espectáculo, Tesla recitó unos versos del Fausto de Goethe, y entonces, como una epifanía, apareció ante él la solución que estaba buscando: el esquema básico que hacía prescindible el interruptor. La imagen estaba ante él: un ingenioso sistema que, de la forma más sencilla, utilizaba el fenómeno de la inducción magnética para hacer girar el rotor. Los siete años de obsesión cristalizaron en ese preciso momento y Tesla comprendió, deslumbrado, que estaba ante una idea verdaderamente revolucionaria.

A partir de entonces, una obsesión sustituyó a otra: tenía que hacer de ese esquema algo palpable, tenía que ser capaz de construir esa máquina. No sería fácil, pero el objetivo principal estaba logrado: Tesla había terminado de forjar su determinación y su fuerza de voluntad, y de ahí al mito habría solo unos pocos pasos. Y él estaba dispuesto a darlos.