John O’Neill fue el primer biógrafo de Nikola Tesla, y su referencial Prodigal Genius apareció en 1944, solo un año después de la muerte del inventor. Merecedor de un gran prestigio como divulgador científico, O’Neill llegó a ganar un premio Pulitzer compartido en 1937 por su cobertura del tricentenario de la Universidad de Harvard para el New York Herald Tribune. Por entonces, contaba que uno de los instantes cruciales de su vida había sucedido en 1907 cuando, con 28 años de edad, se encontró con Nikola Tesla en el andén del metro de Nueva York, y se atrevió a abordarle con timidez:
—Tengo muchas preguntas que hacerle —dijo el joven, mientras Tesla se adelantaba para tomar el tren.
—Bien, entonces, venga —respondió Tesla, incapaz de entender por qué el joven dudaba.
—No tengo bastante dinero para el billete —fue la incómoda respuesta.
—¡Oh, es eso! —dijo el sabio de la electrónica con una sonrisa, mientras alcanzaba al joven la suma requerida—. ¿Cómo se llama usted?
—O’Neill, señor. Jack O’Neill. Estoy buscando trabajo como bedel en la Biblioteca Pública de Nueva York.
—Bien. Podemos encontrarnos allí, y usted puede ayudarme con la historia de algunas patentes que estoy investigando.[18]
Comenzó así una relación que se extendería durante cerca de cuatro décadas, hasta la muerte de Tesla. O’Neill era un apasionado de la ciencia y la técnica y, como ávido lector de todo lo que se publicaba, conocía a la perfección los logros de aquel hombre que, en los últimos veinte años del siglo xix, había alcanzado una extraordinaria popularidad, hasta el punto de que la prensa le dedicaba tanto espacio como a Edison. Sin embargo, con el cambio de siglo y el colapso de su proyecto de Wardenclyffe, y mientras la fama del mago de Menlo Park se mantenía intacta, si no iba a más, para Tesla comenzó un borrado que terminó relegándolo al olvido, un proceso fascinante y muy ilustrativo de cómo se construyen los modelos de referencia colectivos. Pero O’Neill permaneció junto a él con devota fidelidad, presa de ese magnetismo que la personalidad de Tesla era capaz de irradiar sobre quienes le rodeaban.
De los tres grandes biógrafos de Tesla (O’Neill, Margaret Cheney y Marc J. Seifer), solo O’Neill lo conoció personalmente, y ese testimonio de primera mano es lo que hace más valioso su relato, si bien en demasiadas ocasiones la pasión y el ansia por evitar que su nombre se perdiese generan algunas dudas sobre ciertos episodios y datos. Además, mucha de la documentación disponible para comprender lo sucedido en la vida de Tesla no se hizo pública hasta años después de la muerte del propio O’Neill.[19] Y sin embargo, en sus páginas es donde nace el mito Tesla, el personaje con un aura intemporal, reivindicado en nuestros días por toda una corriente cultural muy ligada a los géneros más populares. No está nada mal para alguien que, al fin y al cabo, rechazó de plano la teoría de la relatividad de Einstein, lo que debería haberle convertido en una referencia caduca, un ejemplo de cuando la ciencia era algo propio de investigadores solitarios que se encerraban en laboratorios a lo mad doctor, totalmente alejados de los industriales y asépticos recintos donde se suceden los descubrimientos de hoy.
Quizá influido por el personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster, y que había iniciado sus aventuras en las páginas de la revista Action Comics en 1938, O’Neill no tuvo ningún reparo en tomar prestado el nombre de aquel superhéroe para aplicárselo a su biografiado: para él, Nikola Tesla era un ser superior capaz de transformar el mundo. A pesar de que fue testigo del crecimiento de sus excentricidades, ya de por sí acusadas, de su progresivo empobrecimiento, y de aquellos anuncios en los que cada vez costaba más distinguir lo que había de cierto y lo que era solo una alucinada invención, O’Neill no perdía de vista que aquel hombre flaco, vestido según una etiqueta pasada de moda varias décadas atrás, había sido capaz de ver el futuro, de entrever las enormes posibilidades de la energía eléctrica cuando el resto andaba dando palos de ciego; gracias a sus inventos se había domesticado la portentosa catarata del Niágara, y las ciudades recibían un aluvión de energía transmitida a través de postes de alta tensión, que surcaban el mapa cosiendo toda una nación que caminaba vertiginosa hacia el liderazgo mundial. Y no solo eso: para O’Neill y muchos de los miembros de la reducida pero entusiasta cofradía de seguidores de Tesla, que en los últimos tiempos todavía parece encarar una discreta prosperidad, si sus proyectos no hubieran sido saboteados por una oligarquía a la que no convenía que fructificasen, la transformación hubiera sido aún más profunda, llevando a la humanidad a un nuevo nivel en el que la guerra sería algo del pasado. Un mundo regado por un flujo constante y gratuito de energía, que envolvería la Tierra como un manto caliente y vería la culminación del ser humano como especie.
Eso prometía Tesla cuando, en las últimas décadas de su vida, recibía de manera ritual en la habitación de su hotel, el día de su cumpleaños, a un grupo de reporteros que habían hecho de aquella cita casi nunca cancelada un pequeño remedo de las grandes demostraciones y celebraciones del pasado, cuando su nombre era capaz de congregar a su alrededor, en los salones del Waldorf Astoria o el restaurante Delmonico’s, a lo más granado de la vida social del momento.
Para O’Neill, Nikola Tesla era un verdadero Superman, pero en realidad en su figura parecían convivir y contradecirse los poderes benefactores del hijo de Krypton con los proyectos megalómanos y ultrarracionales de su némesis, Lex Luthor.
Como su referente en la ficción, Tesla también pasó su infancia en un ambiente rural, una anomalía en un entorno que no parecía el más indicado para la inventiva tecnológica. Como si hubiese caído dentro de un meteorito, las granjas y casas de la pequeña aldea de Smiljan fueron testigos de los primeros prodigios de un pequeño solitario a quien su familia llamaba Niko. Además, no se puede decir que en su nacimiento faltasen ciertos signos: en la medianoche del 10 de julio de 1856, una gran tormenta, acompañada por un espectacular aparato eléctrico, descargó toda su potencia sobre Smiljan, dentro de lo que hoy es Croacia, entonces parte del imperio austrohúngaro; allí vino al mundo el bebé Nikola Tesla, dentro de una familia serbia, hijo de un sacerdote ortodoxo al que le había sido concedida una parroquia allí.[20] Desde entonces, su pasión por los rayos fue una constante: en su adolescencia, aprovechaba sus caminatas por las montañas cercanas para observar las tormentas, y décadas después ordenaba a sus empleados abrir todas las cortinas de su despacho para contemplar el espectáculo de los relámpagos recortados contra la silueta de los grandes rascacielos que comenzaban a erigirse en Nueva York.
Sin embargo, Tesla no asociaba su primera experiencia de la electricidad con esas potentes demostraciones de la naturaleza, sino con una mucho más cercana, que le habría sucedido cuando solo contaba con tres años de edad. Por entonces, la aldea entera había quedado cubierta por una gran nevada, y el pequeño Niko permanecía en casa junto a sus padres. Se acercó entonces a Macak, el gato de la familia, con el que pasaba la mayor parte del tiempo, y acarició con fuerza su lomo. Para su sorpresa, del pelaje del animal comenzaron a salir destellos, y el pequeño observó, sin habla, cómo al roce con su mano, del pelo del gato surgía una cascada de chispas perfectamente audibles.
Probablemente, muchos niños se asustarían, pero el pequeño Niko simplemente miró a su padre esperando una respuesta al extraño fenómeno que estaba observando:
—No es nada, es solo electricidad, lo mismo que ves sobre los árboles en una tormenta.
Mi madre parecía encantada.
—Deja de jugar con ese gato —dijo—, puede provocar un incendio.
Yo pensaba de manera abstracta: ¿es la naturaleza un gato gigante? Y si es así, ¿quién le acaricia el lomo? Solo puede ser Dios, concluí.
No exagero al referir el efecto de esa noche maravillosa en mi imaginación infantil. Día tras día me preguntaba qué era la electricidad y no encontraba respuesta. Ochenta años han pasado desde entonces y todavía me pregunto lo mismo, y sigo siendo incapaz de responder.[21]
El pequeño Nikola pasó unos primeros años de infancia felices. Amante de los animales y de la naturaleza, no se separaba de su gato y se detenía a observar a los pájaros, que le fascinarían durante toda su vida por su capacidad de desplazarse por el aire. Tan solo parecía capaz de amargarle la existencia uno de los animales de la familia, la oca. En cierta ocasión, su madre lo dejó secándose al sol tras un baño, y el animal la emprendió con él. Para el pequeño Nikola aquello fue una experiencia traumática:
Mi infancia […] habría pasado como una bendición si no hubiera tenido un poderoso enemigo… nuestra oca, una bestia fea y monstruosa, con el cuello de avestruz, boca de cocodrilo y un par de ojos astutos que irradiaban inteligencia y entendimiento similares a los de las personas […][22]
El pequeño Niko hubiera podido adquirir entonces un miedo irracional hacia los animales con pico y plumas, pero nada de eso ocurrió: en la segunda mitad de su vida, su profundo amor por los animales acabó concentrándose en los que quizá sean los más accesibles en una gran ciudad como Nueva York: las palomas. Casi coincidiendo con el colapso, en todos los sentidos, que supuso la quiebra del gran proyecto de su vida, comenzó a desarrollar una fijación por esos animales, y sus paseos por la ciudad para darles de comer casi pueden equipararse a los famosos de Immanuel Kant, esos que aprovechaban sus conciudadanos para poner en hora los relojes.
El cariño de Tesla por las palomas llegaba hasta el extremo de acoger en las habitaciones de sus sucesivos hoteles (cada vez más humildes, según su economía iba deteriorándose) a un gran número de aves, a las que no solo alimentaba, sino que curaba y consideraba sus iguales, como si en el tramo final de su vida necesitara tender un lazo hacia otra forma de vida, o buscar una nueva encarnación de su gato Macak. Incapaz en muchas ocasiones de transmitir a los demás seres humanos las ideas que se atropellaban en su hiperactiva cabeza, parecía encontrar en su relación con esos seres irracionales, y que por tanto no preguntan, no inquieren y aceptan de buen grado cualquier novedad, un consuelo frente a la soledad extrema.
O’Neill reproduce el relato de cómo en una ocasión una paloma en particular, una blanca con las puntas de las alas grises, a la que Tesla decía amar, penetró en su habitación:
Una noche en la que estaba tumbado en mi cama, a oscuras, resolviendo problemas como siempre, entró por la ventana abierta y se posó sobre mi escritorio. Sabía lo que quería; quería decirme algo importante, y me levanté para ir hacia ella.
En cuanto la miré supe lo que quería decirme: estaba muñéndose. Y entonces, a la vez que comprendí su mensaje, vi una luz surgir de sus ojos, dos poderosos haces de luz.
Sí […], fue una luz real, una luz poderosa, deslumbrante, cegadora, una luz más intensa que cualquiera que yo hubiera conseguido producir mediante las más potentes lámparas de mi laboratorio.
Cuando esa paloma murió, algo se apagó en mi vida. Hasta ese momento había sabido con certeza que completaría mi obra, por muy ambiciosa que fuera. Pero, cuando eso ocurrió, supe que el trabajo de mi vida había acabado.
Sí, he dado de comer a las palomas durante años; continúo dándoles de comer, a miles de ellas, quizá, quién puede decirlo.[23]
En otra ocasión, Tesla sufrió una indisposición en su oficina que le dejó postrado y le impidió acudir a su cita con los pájaros. Sin poder levantarse, y con un hilo de voz, llamó a su secretaria para darle instrucciones, pero quiso asegurarse de que la muchacha había entendido todas sus palabras y se las hizo repetir. El dictado, que relata O’Neill en su libro, parece tomar la forma de una extraña canción:
—Señorita —susurró—, llame al hotel St. Regis.
—Sí, señor —respondió ella—, llame al hotel St. Regis.
—Pida que se ponga la encargada de la planta catorce.
—Dígale que vaya a la habitación del señor Tesla.
—Y que dé de comer hoy a la paloma.
—La hembra blanca con toques de gris claro en las alas.
—Y que continúe haciéndolo.
—Hasta que reciba otras instrucciones.
—Hay mucha comida en la habitación del señor Tesla.
—Señorita —suplicó—, esto es muy importante. Repita todo el mensaje para que pueda asegurarme de que lo ha entendido.
—Llame al hotel St. Regis. Pida que se ponga la encargada de la planta catorce. Dígale que vaya a la habitación del señor Tesla y que dé de comer hoy a la paloma, la hembra blanca con toques de gris claro en las alas, y que continúe haciéndolo hasta que reciba otras instrucciones. Hay mucha comida en la habitación del señor Tesla.
—Ah, sí —dijo Tesla, con un brillo en los ojos—, la blanca con toques de gris claro en las alas. Y si no estoy aquí mañana, usted repetirá este mensaje ese y todos los días, hasta que le indique otra cosa. Hágalo ahora, señorita; es muy importante.[24]
Este amor por los animales de Tesla, aún más sorprendente si tenemos en cuenta su profunda obsesión por la higiene, que le llevaba a rechazar los apretones de manos y cualquier clase de contacto físico, y que probablemente contribuyó a su decisión de ser célibe de por vida, añadió un aspecto especialmente tenebroso a la llamada Guerra de las Corrientes. Después de abandonar a Edison, y tras unos meses en los que tuvo que cavar zanjas para sobrevivir, Tesla logró interesar a algunos inversores en su sistema de corriente alterna y, gracias a una memorable conferencia que pronunció ante el Instituto Americano de Ingenieros Eléctricos (AIEE en sus siglas inglesas) en 1888, se ganó al mismísimo George Westinghouse, que puso a trabajar a todo su personal en el desarrollo y concreción de sus ideas. Esto, inevitablemente, chocaba con los intereses de Edison, quien decidió acabar de raíz con el intento de implantar un sistema que, en caso de prosperar, podía arruinarle a él.
Si algo caracterizaba a Edison era su comprensión del poder de la prensa y los golpes de imagen; también en eso fue un verdadero adelantado a su tiempo. Al contrario de lo que ocurrió con Tesla, cuyo nombre prácticamente desapareció del imaginario colectivo, Edison supo insertarse en él cultivando las buenas relaciones con los medios, sabiendo modular los tiempos y los anuncios, y regalando titulares contundentes, aunque cayera a veces en la demagogia y la manipulación.
La corriente alterna era segura y permitía el transporte de grandes cantidades de electricidad a largas distancias, algo imposible para la corriente continua que defendía Edison, mucho más cara por la necesidad de instalar generadores cada pocas calles. Por ello, el único camino que le quedó a Edison fue llamar la atención exclusivamente en el hecho de que, para ser transmitida, la corriente alterna debía ser elevada a muchos miles de voltios, lo que, hábilmente manipulado, le sirvió para lanzar este impactante mensaje: la corriente alterna era peligrosa, y permitir que sus tendidos se desplegaran por las ciudades, una locura irresponsable que las autoridades no debían cometer. Las noticias de accidentes aislados ocurridos a obreros que trabajaban con alta tensión (trágicos pero inevitables cuando se trata de una tecnología incipiente, y en todo caso no superiores a los que provocaba el entonces hegemónico gas), hábilmente potenciadas por una prensa rendida a Edison, no ayudaron precisamente a la posición que defendían Westinghouse y Tesla.
La postura de Edison descansaba, más que en una mentira, en medias verdades, por lo que era más difícil de rebatir. Ciertamente, había que aumentar el voltaje para poder transportar la energía eléctrica a largas distancias minimizando la pérdida de energía por disipación del calor, pero se rebajaba de nuevo al llegar a las casas mediante transformadores: en ningún caso la destinada al consumo doméstico podía matar a nadie, pero ese pequeño punto, curiosamente, no obtenía la misma atención en los medios de la época.
Una circunstancia aparentemente ajena vino a cruzarse en el camino de esta polémica: el caso de Roxie Druse, acusada de haber matado y desmembrado a su marido, con la ayuda de su hija, en el condado de Herkimer (Nueva York). Tanto las circunstancias especialmente morbosas del crimen, como el hecho de que una mujer pudiera ser condenada a muerte, algo verdaderamente inusual por aquel entonces, concitaron un enorme interés por parte de la prensa y, por extensión, del público. El veredicto fue condenatorio, y el 28 de febrero de 1887 Roxie Druse fue ahorcada en la prisión local. Las crónicas hablaron de un espectáculo escandaloso y obsceno: la rea había tardado quince minutos en morir porque el impacto no le rompió el cuello, como tenía que haber sucedido. El fallo en sí no era raro, pero en este caso la gran expectación ante el ajusticiamiento, y el hecho de que la persona que pataleaba y se sacudía al extremo de la cuerda, en medio de sonidos gorgoteantes bajo la capucha, fuera una dama, levantó las protestas de los sectores más puritanos.
Así surgió un clamor entre gran parte de las opiniones más influyentes del estado de Nueva York: si el país estaba viviendo una auténtica vorágine modernizadora, si los ideales de la revolución americana demostraban cada vez más que el Nuevo Mundo estaba a años luz de las barbaridades de la vieja Europa, Estados Unidos tendría que ser capaz de encontrar un método de ejecución rápido, humanitario y, a poder ser, demostrativo de la excelencia técnica que se había alcanzado en un país que estaba a punto de tomar el liderazgo. Poco tiempo después, y a instancias del gobernador del estado, se formó una comisión de notables encargada de “investigar e informar en un breve plazo sobre el más humano método conocido por la ciencia moderna para llevar a cabo una sentencia de muerte en casos capitales”.[25] Dicho y hecho, la comisión elevó sus conclusiones a la Asamblea de Nueva York el 17 de enero de 1888, con la propuesta de seis métodos diferentes de ejecución que más bien parecían elegidos para asegurarse la alternativa que todos tenían en mente, porque cinco de ellos se daban por descartados: la guillotina, introducida en Francia como un presunto adelanto humanitario e igualitario en tiempos de su Revolución, pero que no se consideraba conveniente por lo excitante de tanta efusión de sangre; el garrote, una aportación española que tenía la ventaja de que, bien ejecutado, producía la muerte instantánea, pero que recordaba demasiado a la Inquisición; el fusilamiento, 110 recomendado por sus connotaciones militares, quizá porque el recuerdo de la Guerra de Secesión aún estaba demasiado vivo; la decapitación, método al que podía aplicarse lo dicho sobre la guillotina; y el ahorcamiento, el que más espacio ocupaba en el informe, pero que era también el más fácil de excluir porque, al fin y al cabo, por culpa de sus fallos había surgido la necesidad de modernizar el método de castigo definitivo.
Todas estas propuestas, pues, no eran más que los prolegómenos que preparaban la gran aportación de la comisión, en realidad lo que la mayor parte de los legisladores quería oír: el recurso a la nueva y fascinante electricidad. De esta manera, el círculo quedaba cerrado: si, tras las experiencias de Galvani, la electricidad aún evocaba para muchos la “fuerza vital” que otorgaba movimiento a la materia inerte, justo parecía que también trajese a los hombres el don de una muerte rápida, indolora y acorde con el nuevo salto de civilización que conllevaban los avances tecnológicos. Las conclusiones de la comisión no podían ser más explícitas al hablar de la “corriente galvánica”:
Primero. Que la muerte producida por una corriente eléctrica lo suficientemente potente es la más rápida y humana que pueda producir cualquier otro agente a nuestro servicio.
Segundo. Que la resurrección, tras el paso de la suficiente cantidad de corriente a través del cuerpo y los centros funcionales del cerebro, es imposible.
Tercero. Que los aparatos que se utilicen deberán ser acondicionados para permitir el paso de la corriente a través de los centros de función e inteligencia del cerebro.
No podía pedirse más: el 4 de junio de ese año, el gobernador David Hill firmaba la ley que introducía la ejecución por electricidad, que empezaría a regir desde el 1 de enero del año siguiente. Surgió entonces la necesidad de pensar en las características del aparato en cuestión, y casi inmediatamente todas las miradas se dirigieron hacia Edison, para muchos en aquel momento el verdadero inventor de la electricidad. Aunque él no estaba especialmente convencido de que la nueva energía fuera la idónea, pronto vio que la situación le ofrecía un arma de un valor incalculable en la polémica que ya estaba empezando a enfrentarle con Westinghouse y Tesla, y que iba a poder demostrar, de una vez por todas, los peligros de la corriente alterna.
Por ello, no tuvo inconveniente en ceder su personal y sus instalaciones para que los defensores de la inmediata implantación de la pena eléctrica (una cosa era aprobar la ley, y otra superar los escollos técnicos para un propósito tan específico y sin precedentes) hicieran demostración pública de las “bondades” de la corriente defendida por Tesla. Numerosos perros (los gatos, que se habían probado antes, demostraron una incómoda resistencia a la electricidad), recogidos en la calle por chavales que recibían una recompensa de veinticinco centavos por ejemplar (es de suponer que más de una anciana que viviera cerca de Edison echaría en falta a su mascota), fueron electrocutados ante audiencias compuestas por periodistas, políticos, curiosos y, en general, quien quisiera asistir a lo que se estaba convirtiendo en una batalla en toda regla, y que el bando de la corriente alterna iba perdiendo. Las demostraciones fueron manipuladas de tal manera que primero se descargaba sobre los pobres animales corriente continua, que no les mataba (aunque no se puede decir que no les afectara), para a continuación aplicarles corriente alterna de gran voltaje que acababa con su vida, aunque en muchas ocasiones, y según se utilizaban animales de mayor tamaño (terneros y caballos), no con la rapidez que habría sido deseable. Resulta imposible saber cuántos animales fueron sacrificados de esta manera, aunque según los cálculos manejados por Th. Metzger oscilan entre varias decenas y algunos centenares.[26]
Resulta pavoroso imaginarse las escenas que se veían al penetrar en el laboratorio de West Orange, con todos sus añadidos de desagradables sonidos y olores. Sobre todo, si se tiene en cuenta que todo se hacía bajo una aparente capa de racionalidad y que entre los más fervientes defensores de la aplicación de la electricidad se encontraban nombres conocidos por su labor humanitaria, que creían prestar un servicio al abanderar un método que consideraban rápido e incruento.
Y sin embargo, la escena parece más propia de unos sacrificios rituales, como si la devoción por la ciencia hubiese sustituido, en el Nuevo Mundo, el culto a los dioses. Todo ello, en lo que por entonces era el mayor templo de la invención y la ciencia, el laboratorio del semidiós Edison, el hombre que en la imaginación colectiva (también en la del joven Tesla, que mientras estudiaba en Gospic, Karlovac, Gratz y Praga, devoraba cualquier noticia llegada del que entonces era su ídolo y modelo) era capaz de inventar lo que quisiera: cuando un periódico publicó, con motivo del día de los inocentes, que el mago de Menlo Park había creado una máquina que fabricaba alimentos de la nada, la noticia fue reproducida totalmente en serio por muchos otros medios. Buscando siempre desprestigiar a sus oponentes, Edison llegó a proponer la adopción del nuevo verbo “westingizar” para definir el proceso de ejecución mediante silla eléctrica, lo que cínicamente pretendía hacer pasar como un elogio: si el doctor Guillotin había prestado su nombre a la nueva máquina de los orgullosos franceses, ¿cómo negar el mismo honor a quien había conseguido que la mortífera corriente alterna pudiese servir a un fin tan elevado? La propuesta, obvio es decirlo, no prosperó.
Sin embargo, cuando finalmente se llevó a cabo la primera ejecución, a Edison la jugada no le salió del todo como esperaba. El 6 de agosto de 1890, William Kemmler, condenado a la pena capital por el asesinato de su amante, estrenó la silla eléctrica. Mientras la legión de periodistas y curiosos acampada en el exterior de la prisión estatal de Auburn aguardaba expectante, Kemmler sufrió una horrorosa agonía en la que le fueron aplicadas sucesivas descargas que literalmente le achicharraron vivo. Todos los cálculos sobre la cantidad de energía precisa para matar a un ser humano se quedaron cortos, y fueron necesarios varios intentos hasta que el pobre diablo finalmente expiró, con el cuerpo parcialmente carbonizado y después de unos sufrimientos inimaginables. La prensa no ahorró a los lectores ni los detalles más escabrosos, y muchos de los que habían abrazado la nueva era de las ejecuciones humanitarias empezaron a rechazarlas con vehemencia. De repente, el público no quería saber nada de la electricidad y eso, aunque perjudicó notablemente a Westinghouse (quien había pedido públicamente, sin que nadie le hiciera mucho caso, que no se aplicara el castigo eléctrico por la falta de garantías de que fuera efectivamente rápido e indoloro) y, por extensión, a Tesla, también afectó a todos los que pretendían extender la nueva fuente de energía como sustitutiva del gas y el carbón, empezando por Edison.
Indirectamente, el fracaso de esta ejecución (aunque poco tiempo después, ante la aparición de nuevos y horrorosos crímenes, la silla eléctrica volvió a utilizarse, hasta convertirse en un método habitual) influyó en lo que, aún hoy en día, sigue siendo uno de los momentos cruciales de la vida de Tesla, y que nadie ha logrado explicar totalmente: una decisión que salvó definitivamente para la posteridad el sistema creado por el joven inventor, pero que hipotecó de manera no menos definitiva su futuro personal. De hecho, y como suele ocurrir en estos casos, es fácil quedarse con la duda de si Tesla fue un sacrificado filántropo o el mayor de los ingenuos. Quizá la verdad, como en tantas ocasiones, es que fue ambas cosas.