CUANDO EL MAGO DECEPCIONA

En 1884, llegaron a Estados Unidos 518.592 inmigrantes,[14] procedentes sobre todo de Europa, una heterogénea marea humana que buscaba comenzar de nuevo en una tierra de grandes oportunidades. Y el puerto de Nueva York era, y lo sería aún durante mucho tiempo, el principal punto de llegada. Las colas que se formaban en el control de inmigración eran una auténtica babel en cuyas filas, en las que se confundían trabajadores solitarios y familias completas, todos agotados tras pasar muchos días en el mar, el alemán se mezclaba con el italiano, el español, el yiddish, y con casi cualquier otra lengua creada por el hombre. Luego, aquellas filas se rompían, esparciéndose por el país, aunque muchos se quedaron en aquella ciudad que acababan de conocer, una ciudad que estaba convirtiéndose a gran velocidad en una de las metrópolis del mundo. Y empezaban a levantarse las construcciones que se convertirían en emblema de la ciudad: la Grand Central Station, terminal ferroviaria y símbolo del impulso que los trenes habían dado al país, se había inaugurado en 1871; dos años después, muchos de los nombres más influyentes de la ciudad se unieron para dotar a Nueva York de un gran parque que no tuviera nada que envidiar al Hyde Park de Londres ni a los Jardines de Luxemburgo de París; así nació Central Park. En 1879 [se] inauguró el primer Madison Square Garden, en 1880 la Metropolitan Opera House… Las calles eran un hormiguero, y las obras y zanjas se sucedían mientras la ciudad, luchando por adaptarse para acoger a una población que se encaminaba con rapidez hacia los dos millones, estaba sumida en una transformación constante.

Ese fue el paisaje con que se encontró el joven Nikola Tesla, que en ese momento tenía veintisiete años. Aún no lo sabía, pero acababa de llegar al lugar que sería su residencia definitiva, después de un vagabundeo que le había hecho atravesar la vieja Europa desde los Balcanes hasta París, la última ciudad en deslumbrarle. Desde allí se había lanzado a cruzar el Atlántico, apenas uno más de los que buscaban la prosperidad de Occidente, el respaldo y la financiación que le permitieran desarrollar sus revolucionarias ideas. Sin embargo, como él mismo escribió años más tarde, la impresión que le causó la nueva metrópolis no fue precisamente cautivadora:

En Las mil y una noches había leído que los genios transportaban a la gente a una tierra de ensueño para que vivieran aventuras deliciosas. Mi caso fue justo el contrario. El genio me llevó de un mundo de ensueño a otro de realidades. Lo que había dejado atrás era bonito, artístico y fascinante en todos sus aspectos; lo que veía aquí era mecánico, rudo y carente de atractivo. Un fornido policía hacía girar la porra, que me parecía tan grande como un tronco. Me aproximé a él educadamente con la petición de que me guiara. 'Seis manzanas hacia abajo, luego a la izquierda’, me dijo con ojos homicidas. '¿Esto es América?', me pregunté con dolorosa sorpresa. 'Está un siglo por detrás de Europa en cuanto a civilización’. Cuando fui al extranjero en 1889 —habían pasado cinco años desde mi llegada a este país—, me convencí de que lo que estaba era más de cien años por delante de Europa, y nada ha ocurrido hasta hoy que me haya hecho cambiar de opinión.

¿Qué dirección le había preguntado Tesla al policía en su quizá excesivamente correcto inglés, una más de las muchas lenguas que dominaba?[15] ¿Adónde podía dirigirse en aquella ciudad caótica y ajetreada aquel refinado joven de dos metros de altura, voz aguda y modales exquisitos? Seguramente, a la estación de Pearl Street, donde un ejército de ingenieros y trabajadores luchaba denodadamente por llevar la luz eléctrica a los barrios más elegantes de la ciudad. Ese ejército estaba comandado por el hombre a quien Tesla, como casi todo el mundo occidental, admiraba sobre todos los demás: Thomas Alva Edison, el famoso inventor a quien los medios habían bautizado como “el Mago de Menlo Park”. Poco antes, en 1882, Edison había causado sensación al iluminar el domicilio de J. P. Morgan quien, muy sagazmente, había querido ser el primero en abrir las puertas de su casa a lo que, para él, terminaría siendo un verdadero maná, la iluminación eléctrica. Hasta tal punto llegó su interés, que ni siquiera se arredró por las protestas de sus vecinos, que se quejaban del excesivo ruido y los malos olores del generador del jardín, por los gatos callejeros que buscaban el calor del generador para dormir, por la baja calidad de aquella luz o por pequeños contratiempos como el incendio de su biblioteca a causa de un defecto en la instalación.

Como suele ocurrir, el ejemplo de J. P. Morgan fue inmediatamente seguido por otras casas principales, y pronto los nombres más destacados de la ciudad hacían cola para que les instalaran la nueva luz. Pero era más fácil quererlo que conseguirlo: el sistema desarrollado por Edison, basado en la corriente continua, ofrecía serias limitaciones para el transporte de la electricidad, y precisaba que una tupida tela de araña se extendiese sobre las cabezas de los transeúntes, y bajo sus pies. En la prensa aparecían chistes sobre la imposibilidad de que el sol llegase a tocar unas aceras sepultadas bajo grandes haces de cables. Para colmo, había que instalar, cada poca distancia, unas plantas generadoras que insuflaran potencia a una corriente que, de otra manera, apenas cubría unas pocas manzanas.

Con todos estos problemas, en 1884 el nuevo sistema tan solo había logrado llegar a 508 domicilios, con un total de 10.164 lámparas.[16] Y lo que era más importante: aún distaba mucho de ser rentable, sobre lodo si se comparaba con el coste del gas, el principal recurso de iluminación y calefacción del momento. Edison aún no había aceptado que la corriente continua, en la que los electrones se mueven siempre en la misma dirección, despilfarraba mucha energía en forma de calor, y nunca podría servir de verdadera alternativa para cubrir grandes superficies. De la resolución de ese problema dependía el futuro del nuevo sistema.

Tesla conocía perfectamente esas limitaciones pues, no en vano, había trabajado para la mismísima Continental Edison Company en París a las órdenes de Charles Batchelor, mano derecha del célebre inventor. De hecho, al parecer Tesla habría llevado, entre las escasas pertenencias que le acompañaron a América, una nota escrita por Batchelor en la que este le decía a su patrón: “Conozco solo a dos grandes hombres y usted es uno de ellos; el otro es este joven”.[17] Tesla ya había tenido ocasión de conocer a Edison durante uno de los viajes de este a París, pero no empezó a trabajar con él hasta su traslado a Nueva York.

El recién llegado tenía muchas esperanzas de que el mayor inventor del momento comprendiera y aceptara inmediatamente sus propuestas. Conocía cada detalle de la larga lista de logros de Edison, su inteligencia natural que le hacía capaz de enfrentarse a los mayores retos casi sin haber pisado una escuela. Aquel hombre estaba ayudando a hacer realidad lo que pocas décadas antes tan solo era un sueño, ¿qué mejor compañía podría haber para él?

Las esperanzas eran muchas, pero la experiencia resultó breve y catastrófica. Pocos meses después, y tras un trabajo ímprobo por parte de Tesla para perfeccionar los generadores de corriente continua en los que no creía, y sin que Edison se hubiese dignado escuchar siquiera sus propuestas para construir un prototipo de corriente alterna, Tesla se despidió y se bajó de lo que había creído avanzadilla del futuro. El detonante, al parecer, fue el que Edison le ofreciera una recompensa de 50.000 dólares si lograba sacar adelante el trabajo acumulado. Cuando Tesla lo consiguió y fue a solicitar su premio, recibió a cambio una sonora carcajada del inventor, quien le dijo al balcánico que mejor se fuera acostumbrando al sentido del humor estadounidense. Tesla, que por supuesto no recibió ni un centavo de la suma prometida, decidió abandonar la empresa.

Sin embargo, y como en tantas ocasiones en la historia de la tecnología, puede que aquello no fuera realmente un fracaso: si las cosas no hubieran transcurrido así, quizá las ideas de Tesla no hubiesen caído en el campo adecuado para que pudiesen prosperar. Y los oídos capaces de escucharle no pertenecían ni a Edison ni a sus colaboradores; para ellos, las palabras “corriente alterna” no tenían futuro alguno. Hoy sabemos que se equivocaban, pero es porque jugamos con ventaja: nosotros sabemos que lo que Tesla traía consigo, más que el resultado de un trabajo paciente de prueba-error como el de Edison (método que Tesla, despectivamente, comparaba con el de buscar brizna a brizna una aguja en un pajar, en lugar de reflexionar sobre dónde sería más posible encontrarla), era una intuición, una revelación, algo más cercano a los caminos más desconocidos e intrigantes de la mente que a una estricta labor de trabajo científico.