En cierta manera, tenemos la sensación de que el futuro que nos prometieron nunca llegó. ¿Cuántos crecimos convencidos de que en el año 2000 los coches volarían, que viajar a la Luna o Marte sería algo cotidiano, y que la teletransportación nos ahorraría las molestias del extravío de maletas, las huelgas de controladores, los volcanes desatados, las amenazas de potenciales atentados terroristas o cualquiera de los cientos de combinaciones que acaban con nuestro avión varado?
Para nuestra decepción, basta con darnos un paseo para comprobar que hay demasiadas cosas que siguen igual que hace cincuenta o setenta y cinco años. El traje y la corbata continúan siendo el uniforme de los negocios y los actos sociales, el pelo convenientemente cortado la manera más conveniente de no llamar la atención y los discos de The Beatles y The Rolling Stones siguen en los primeros puestos de las listas de éxitos. La nostalgia se ha convertido en un estado permanente.
¿Dónde se quedaron entonces las promesas? La carrera espacial languidece, y ninguna noticia científica es capaz de transmitir una ilusión siquiera parecida a las de las décadas prodigiosas de 1960 y 1970. Sí, seguimos progresando, qué duda cabe, pero no sentimos que los cambios alteren demasiado lo que ya conocemos. Las fechas más optimistas para una posible expedición a Marte la demoran aún varias décadas, y solo en el terreno de la informática y la extensión de las redes sociales puede percibirse una cierta transformación de hábitos y costumbres. Pero, eso sí, el coche volador sigue siendo una quimera; seguimos anclados en la vieja, venerable y prodigiosa rueda.
Y sin embargo, hubo un tiempo en el que cualquier prodigio parecía posible, en que abrir las páginas de los diarios era asomarse a una nueva maravilla: la construcción de máquinas capaces de volar de Nueva York a Londres en pocas horas, algo tan inimaginable en su momento como para nosotros sería el desplazarse a otro planeta del Sistema Solar; comunicarse con los extraterrestres, pisar cada lugar de la Tierra, por inhóspito que fuera; vivir cien años, encontrar energías inagotables… Todos esos avances no parecían predicciones a largo plazo, sino realizaciones a punto de lograrse, que se podían ir celebrando.
Soltada a bocajarro la pregunta de en qué época la ciencia y la tecnología humana progresaron más rápidamente, lo más fácil sería responder que en el siglo xx, quizá en nuestros días. Sin embargo, Jonathan Huebner, físico del Naval Air Warface Center, dice que no. Este científico estableció un criterio objetivo para medir diversas épocas mediante un método que dividía la cantidad total de innovaciones de cada momento entre el número de habitantes que el planeta tenía en ese instante. El resultado no dejó lugar a dudas: el máximo de innovación se alcanzó en el periodo que va de 1873 a 1916, sobre todo en Estados Unidos,[12] y por encima de lo que ocurre en nuestros días.
¿Por qué? Se han escrito innumerables ensayos que describen y analizan el proceso de transformación política y social que afecta al mundo de manera continua, y en cambio escasean las páginas que tienen en cuenta la profunda revolución que supuso la irrupción de la ciencia y la tecnología como herramientas principales del progreso. Si en el siglo xviii James Watt había introducido la máquina de vapor, cien años después se produjo un cambio aún más radical con la comprensión y domesticación de una fuerza hasta entonces sin parangón: la electricidad. Conocida desde antiguo como una extraña manifestación divina capaz de sacudir el cielo en forma de relámpagos, y bautizada a partir de la barra de ámbar (elektron) que utilizaba Tales de Mileto frotándola con un trapo para atraer objetos pequeños, parecía algo impresionante pero poco útil para el ser humano. Como toda fuerza divina, no podía ser contenida ni almacenada, y ni siquiera se sabía muy bien para qué servía, hasta que una serie de nombres fueron relevándose en la labor de desentrañar su naturaleza. Desde Benjamín Franklin y su descubrimiento del pararrayos, el primer paso para su domesticación, hasta científicos como Ampere, Ohm, Coulomb, que van poco a poco descubriendo las peculiaridades de un fenómeno que iba revelando sus leyes internas. Y claro, también está Galvani, quien accidentalmente observó las sacudidas de un anca de rana muerta cuando entraba en contacto con una pieza de metal electrificada, un descubrimiento que disparó las mentes por su enorme potencial simbólico. Así, no es raro que empezasen a abundar los convencidos de que lo que se había hallado era, ni más ni menos, la fuerza que definía la vida, el aliento que distinguía a los seres animados de los inanimados… de ahí al Victor Frankenstein de Mary Shelley no había más que un paso.
Y sin embargo, el gran salto adelante no vendría hasta que se comprendió que dos fenómenos aparentemente diferentes como la electricidad y el magnetismo eran, en realidad, caras de la misma moneda. Como tantas veces, volvió a ser cuestión de casualidad: en 1819, un oscuro profesor danés, Hans Christian Oersted, observó sorprendido cómo la aguja de una brújula giraba para señalar un cable por el que en ese momento pasaba la corriente, y volvía luego a su posición habitual, señalando el norte magnético de la Tierra, cuando se cortaba el flujo. La noticia de ese descubrimiento saltó rápidamente las fronteras porque demostraba que la electricidad, al pasar por un circuito, creaba un campo magnético. Quedaba por demostrar si también ocurría al contrario.
Poco más de diez años después, en 1831, uno de los mayores genios de la ciencia del siglo xix, el inglés Michael Faraday, realizó una serie de experimentos que establecieron por fin la naturaleza inseparable del magnetismo y la electricidad. Hizo, además, un descubrimiento crucial: el fenómeno de la inducción, que fue un paso más allá al demostrar que la combinación de electricidad y magnetismo podía crear movimiento, lo que permitió la construcción del primer y primitivo motor eléctrico, y abrió las puertas a las primeras aplicaciones prácticas de lo que, hasta entonces, no pasaban de experimentos de salón. James Clerk Maxwell, en la década de 1860, terminaría de definir el escenario al fijar en una serie de ecuaciones la relación entre ambos conceptos, el único aspecto en el que Faraday, que no era buen matemático, había fracasado.
A partir de aquí, el vértigo. La electricidad irrumpió en la vida cotidiana cuando unos avispados emprendedores comprendieron que aquella fuerza, objeto de tanta controversia científica (¿qué es, qué la produce y qué puede hacer?) podía generar beneficios económicos muy reales. I) lo que es lo mismo, lo que había sucedido con el vapor, solo que en un grado e intensidad mucho mayores. Pero, curiosamente, no fue en la generación de potencia ni en el desarrollo de motores donde se produjo la primera innovación significativa, sino en otro ámbito aparentemente más modesto, pero que propició un cambio de mentalidad irrevocable: el telégrafo.
En un principio, la electricidad y el vapor unieron sus fuerzas para poner patas arriba un mundo que había permanecido básicamente inmutable, en lo tecnológico, durante siglos. Porque los primeros cables que se tendieron sobre campos y ciudades siguieron otras líneas previamente trazadas, e igualmente en expansión, y que recorrían a diario esos grandes monstruos que representaban el progreso: las locomotoras. Con su potencia cada vez mayor, surcaban una red cada vez más tupida que iba acortando las distancias y obligando a revisar conceptos que hasta entonces no habían merecido excesivo interés; de repente, se hacía imprescindible un método exacto de medición del tiempo, para coordinar cientos de convoyes que surcaban las nuevas líneas.[13] En cierta forma, el vapor trajo consigo una obsesión Inédita por la exactitud, algo que la electricidad no hizo más que multiplicar.
La expansión del telégrafo, gracias a personajes como Samuel Morse, se hizo cuestión de estado en un gigante que iba ensamblando sus partes mientras se desperezaba y se extendía hacia el oeste, apoyándose en guerras —contra las fuerzas colonizadoras primero, los nativos después y finalmente el vecino mexicano—, la presión constante de una inmigración que aportaba miles de personas cada mes, y los grandes recursos naturales de una tierra que era casi un continente. Un inmenso territorio que, sobre todo, alimentaba la convicción de ser una verdadera tierra de promisión, el Nuevo Mundo, que recogería el testigo de la herencia europea, superando sus limitaciones y llevándola a un nuevo grado de civilización.
El traspiés que más amenazó tan alto proyecto fue la Guerra de Secesión, un conflicto que abrió enormes heridas que, aún hoy, se perciben en la vida política y social norteamericana. Pero en 1865, cuando termina el conflicto y el económicamente retrasado sur queda bajo la ya total y sin condicionantes influencia del Norte, la economía estadounidense entra en un periodo de esplendor nunca visto. En las décadas siguientes, comienzan a forjarse las grandes fortunas que darían carta de existencia al capitalismo norteamericano, marcadas por apellidos que dibujaron un nuevo mapa, potente, feroz y dispuesto a extenderse por el mundo: Carnegie, Morgan, Rockefeller, Guggenheim, Vanderbilt, Astor… Unas fortunas que, en mayor o menor medida, tienen relación con los negocios surgidos al calor de las demandas de las nuevas tecnologías: el petróleo, el acero, o la prodigiosa extensión del ferrocarril y su posibilidad de trasladar grandes cantidades de mercancías y personas a toda velocidad. A su desarrollo contribuyó poderosamente el invento, debido a George Westinghouse, del freno neumático, que aún hoy va instalado en los trenes y que sentó las bases de su fortuna. Solo faltaba la electricidad.
En 1876, Filadelfia acogió la Exposición del Centenario, en la que el joven país exhibió orgulloso sus logros, encarnados en la monumental máquina Corliss, un gigantesco ingenio de vapor que era el orgullo de su ingeniería. A partir de ahí vinieron unos tiempos convulsos pero vertiginosos, una auténtica montaña rusa en la que las quiebras y los pánicos bursátiles se alternaban con intervalos de pocos años, pero de los que la economía norteamericana, cada vez que parecía al borde del colapso, resurgía una y otra vez con fuerzas renovadas. De hecho, solo diecisiete años después de la muestra de Filadelfia, la Exposición Colombina de Chicago proclamó al mundo entero el surgimiento de una nueva época y consagró el potencial de la electricidad, enmarcando la culminación de los sueños de un, hasta entonces, oscuro personaje que poco antes había deambulado por Europa Central, lleno de manías y sin saber que estaba destinado a convertirse en un símbolo de los sueños y anhelos de toda una época sospechosamente parecida a la nuestra.