En 2006, Christopher Nolan estrenó su película El truco final-El prestigio, adaptación de la novela de Christopher Priest The Prestige. Tras el enorme éxito de Batman Begins, la cinta que devolvió a primera línea al personaje del hombre murciélago, el director británico se atrevió con una historia ambientada a finales del siglo xix, y que enfrentaba a dos magos ingleses en una loca carrera por el truco perfecto, el indetectable, el que superase todas las barreras de la física y de lo posible.
En un momento fascinante de la película, uno de los magos, interpretado por Hugh Jackman, viaja hasta un lugar remoto llamado Colorado Springs para visitar a un científico que proclamaba haber inventado artefactos increíbles, cuyas demostraciones técnicas eran prohibidas por la policía por su aparente inseguridad, y que se veía obligado a trabajar oculto del mundo, especialmente de unos agentes misteriosos enviados por Thomas Alva Edison (otra vez) para espiar, robar y destruir sus inventos.
El personaje tarda en aparecer en escena y durante bastante metraje le conocemos tan solo de oídas. Pero su obra le antecede: lo primero que ve Robert Angier, el aristócrata metido a mago que busca el artilugio para el truco definitivo, aquel que haga realidad lo que Arthur C. Clarke definía como el punto en el que la ciencia se confunde con la magia, es un escenario que no puede ser más espectacular: una gran pradera a los pies de las Montañas Rocosas, en la que apenas un lejano racimo de luces nos indica que la electricidad está extendiéndose por el inmenso y aún no suficientemente poblado territorio.
Esa lejana referencia de luz, de repente, empieza a apagarse; el acompañante de Angier, un ayudante de Tesla llamado Alley, le informa de que los habitantes de Colorado Springs permiten al inventor utilizar toda la potencia del generador local para sus experimentos. Algo que, en realidad, no tiene nada de extraño; si ha sido Tesla el que ha otorgado a aquella tierra la bendición de la luz, ¿quién si no él podría tomarla prestada para sus experimentos, para ahondar más en su búsqueda y traer nuevas bendiciones, al pueblo norteamericano primero y al mundo entero después? Algo parecido ocurre en la actualidad con la ciudad de Ginebra y el gran colisionador de ladrones, el LHC, una de las más apasionantes creaciones del intelecto humano, salvo por un detalle: en nuestros días, cuando se aproxima la Navidad, el LHC cesa sus actividades para no perjudicar la actividad comercial.
El contraste es evidente: hoy, ninguna búsqueda, por esencial que sea, debe alterar nuestra rutina, nuestros móviles cargándose por la noche, nuestra nevera en continuo funcionamiento, nuestros relojes eléctricos, las luces que hacen de nuestras calles sitios seguros por los que pasear… Sin embargo, en 1899 la luz eléctrica era aún un don frágil del que la gente podía prescindir durante un tiempo al día, de la misma manera que los judíos del Éxodo no esperaban que el maná estuviese cayendo continuamente. Más de un siglo después, la electricidad nos rodea como el aire, y de la misma manera que no nos podemos permitir dejar de respirar ni por un segundo, la perspectiva de que se pueda interrumpir el fluido nos resulta simplemente insoportable. Hace tiempo que hemos expulsado la oscuridad, y rodeados de electricidad nos sentimos cómodos. Lo que antes era un prodigio se ha convertido en algo cotidiano, imprescindible, descontado y, por ello, poco valorado.
Probablemente Tesla, que veía en las posibilidades de la electricidad la oportunidad para que el hombre ascendiera a un nuevo nivel en su búsqueda de la perfección, experimentaría hoy una extraña mezcla de frustración y contento. Se sentiría satisfecho por la profunda huella que sus ideas han dejado en un mundo que poco se parece al de hace ciento cincuenta años, y que se encuentra inmerso en una ola transformadora continua e imparable; y frustrado porque, en realidad, ese salto que creía inseparable de las nuevas tecnologías aún no se ha producido: nos estamos convirtiendo en otra cosa, pero no parece que lo que somos ahora sea ni mejor ni peor de lo que éramos antes.
Quizá en la mente de Tesla lo que habría tenido que ocurrir es lo que la película muestra como una certera metáfora: cuando las lejanas luces de la ciudad de Colorado Springs se han terminado de apagar, un resplandor repentino parece surgir de la misma tierra, a partir de innumerables bombillas clavadas directamente en el suelo. Sin cables, sin un aparente generador, una luz milagrosa parece nacer del suelo, como de unas plantas extrañas que hubiesen crecido a partir de alguna siembra extraterrestre.
Y es en ese carácter envolvente, casi mágico, de lo que no es más que la domesticación de unas leyes naturales férreas cuya definición había permanecido oculta durante miles de años para los hombres, que se manifestaban tan solo a través de la demoledora exhibición de los rayos de los dioses, y que solo un puñado de sabios del siglo xix acertó a comenzar a desentrañar, donde reside el punto diferencial de Tesla. Porque, no contento con ello, pretendió convertirla en la más poderosa herramienta de industrialización y civilización que el ser humano haya tenido en sus manos. Intuyó que tras esos fenómenos se escondía el secreto del universo, un gigantesco mecanismo en el que el hombre solo podría crecer si era capaz de formar parte de él, vibrar con él, sentir que las más mínimas y lejanas variaciones de lo que nos rodea nos condicionan y nos convierten en lo que somos. Porque, para Tesla, la fuerza de voluntad era el mayor regalo al que podía aspirar el ser humano, y esta solo desplegaba su verdadero potencial cuando se fundía con el cosmos.
El tiempo, en realidad, le ha dado la razón. Todo el progreso de la ciencia no ha hecho más que demostrarnos hasta qué punto nuestra existencia como especie, y como individuos, está ligada a una red tan tupida de influencias que la frontera entre la existencia y la extinción es tan fina como compleja en su definición. Y mientras esa nueva conciencia va abriéndose paso, vivimos sumergidos en nuestro propio líquido amniótico, un océano de electricidad que no solo nos deja estar vivos, sino que nos mueve, nos da de comer, nos permite trabajar, nos cura. Si se suprimiera de un plumazo la obra de Tesla, nos veríamos de nuevo arrojados a la oscuridad casi completa en la que la humanidad permaneció durante milenios… solo para descubrir que ya no sabemos vivir así, y tener que aprender de nuevo lo que supimos durante la mayor parte del tiempo que llevamos sobre el planeta, y que ahora hemos olvidado.
A pesar de ello, Nikola Tesla es el gran desconocido. Promociones enteras de ingenieros salen de las escuelas sin saber de su existencia, mientras se dedican a construir centrales hidroeléctricas, grandes y pequeños motores, sistemas de distribución de alta tensión, redes inalámbricas, estaciones de radio y mil artilugios en cuyo nacimiento la sobrexcitada mente del croata, en mayor o menor medida, tuvo que ver. Como si el hombre se hubiera transformado en su obra, como si hubiera disuelto completamente su identidad en ella. Y en cierta forma, quizá sea ese el mayor homenaje que pueda recibir quien aspira a cambiar el mundo: que lo que ha creado pase a formar parte tan inseparable de la vida de la gente que ni siquiera sea capaz de reparar en su existencia.
De ahí que su nombre lleve camino de abandonar la carnalidad para convertirse en algo intangible e indefinible. Apoyada, sobre todo, en el aura de misterio que envolvió su figura en sus últimas décadas de vida, y en el culebrón conspiranoico que se formó en torno a sus papeles perdidos, supuestamente ocultados por el Gobierno americano (hasta el FBI, en su página web, ha tenido que incluir esa incautación como uno de los diez mitos más difundidos sobre la actividad de la agencia), la figura de Tesla se ha convertido en un molde que puede rellenarse a voluntad del consumidor. Si pocos años después de su muerte hubo quien proclamó que en realidad no era de este mundo (sino, más concretamente, de Venus), hoy vemos cómo se le relaciona con los grupos más heterogéneos: los que denuncian la existencia de tecnologías misteriosas utilizadas por los gobiernos para manipular el clima y hasta los terremotos, defensores del vegetarianismo extremo, budistas, creyentes en la parapsicología… El rastro borrado del paso de Tesla por el mundo deja un hueco en el que los perfiles posibles se multiplican, hasta el punto de convertirle en el mayor filántropo o el más peligroso de los villanos.
Tesla ha terminado encarnando todos los símbolos que atribuimos a la ciencia: la capacidad del ser humano para transformar la realidad, aparentemente inamovible, con el único recurso a nuestras mejores capacidades intelectuales y lógicas. No es casualidad que el monstruo de la película Frankenstein, de James Whale, nazca bajo los rayos lanzados por unas monumentales bobinas Tesla, porque la electricidad fue, desde el principio, la clave con la que el hombre pudo empezar a pisar por fuera del estrecho terreno que tenía reservado.
De hecho, si existió alguien sobre la tierra capaz de ser en la vida real lo que Víctor Frankenstein representa en la ficción, ese fue Tesla. Y con todas las ambivalencias posibles; como el creador del monstruo que encarnara Boris Karloff, era un hombre entregado a liberar a la humanidad, creador de unas tecnologías que erradicarían el hambre y la ignorancia. Era también el científico que proclamaba la necesidad de que las naciones se dotasen de ejércitos de autómatas y rayos de la muerte instantáneos. Era amigo de poetas, escritores, artistas y músicos, amante de la belleza y la perfección. Era quien hablaba de la posibilidad de comunicarse con otros planetas, y que incluso afirmaba haber recibido una señal del espacio exterior. Era el precursor de un sistema que aseguraría el transporte de energía sin cables, terminando con el monopolio de las grandes empresas y facilitando energía libre para toda la población. Era la persona que mantuvo, en sus años finales, relaciones con oscuros personajes surgidos de la efervescencia siniestra de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX. El visionario que alertaba sobre el peligro de la sobreexplotación de los recursos naturales y la necesidad de conservar el equilibrio ecológico. Era el anciano que hacía del cuidado y la alimentación de las palomas su ocupación principal…
Era todo eso. Y al serlo, encarnaba muchos de los impulsos ocultos que, en un modo u otro, configuran nuestra relación con el mundo, los logros y los peligros de la revolución científica y tecnológica, las contradicciones llenas de posibilidades y riesgos ante las que la humanidad entera se juega su supervivencia. Y de la suma de tantos aspectos, ninguno falso pero cada uno, por separado, incapaz de explicar la totalidad de su figura, surge un retrato fascinante, el hombre que comienza a definirse bajo el contorno del mito.
Por todo ello, y antes de desperdigar nuestro interés por una biografía que contiene elementos de sobra para terminar extraviados en los puntos más pintorescos, conviene establecer unas referencias nítidas que el lector debe tener en cuenta, para enfrentarse luego a los aspectos más increíbles o literarios. Y esto es, que si Nikola Tesla merece ser recordado es por sus logros verdaderos, objetivos y medibles, los únicos que fijarán su lugar en el mundo. A saber:
1. Que Nikola Tesla es el descubridor de la aplicación más importante derivada de la corriente alterna, el motor de inducción polifásico, el verdadero responsable de que la electricidad pasara de ser un fenómeno más o menos llamativo y apasionante a ser una verdadera fuerza que transformó los medios de transporte y la vida cotidiana. Tanto es así, que su diseño original apenas ha cambiado en la mayor parte de los motores eléctricos existentes.
2. Que la tecnología creada por Nikola Tesla fue la única capaz de iluminar grandes ciudades y enviar la electricidad a miles de kilómetros de distancia; gracias a ella, los tímidos balbuceos puestos en marcha por Edison tuvieron un impulso definitivo cuando la compañía de George Westinghouse, utilizando las patentes de Tesla, ganó el concurso para iluminar y electrificar la Exposición Colombina de Chicago de 1893, la aún hoy impresionante Ciudad Blanca.
3. Que gracias a Nikola Tesla fue posible construir la primera gran central hidroeléctrica del mundo, situada en las cataratas del Niágara, y capaz de suministrar energía a un quinto de la población estadounidense al poco tiempo de su inauguración, en 1896.
4. Que Nikola Tesla exploró las posibilidades de la “luz fría”, y que sus investigaciones fueron cruciales para el desarrollo de lo que más tarde hemos conocido como fluorescentes.
5. Que Nikola Tesla fue uno de los primeros en alertar sobre la escasez de los recursos energéticos. Que cuando la industria derivada del petróleo apenas empezaba a extenderse y prácticamente no existía lo que hoy conocemos como conciencia ecológica, ya advirtió de la necesidad de explorar otras fuentes de energía en principio inagotables, como la solar, la eólica o la geotérmica.
6. Que Nikola Tesla comprendió, con mentalidad visionaria, las posibilidades que ofrece la transmisión inalámbrica de electricidad. Que, fruto de sus descubrimientos, en 1898 hizo la primera demostración pública de un barquito dirigido por radiocontrol (que, por cierto, no interesó a nadie), e hizo innumerables demostraciones a visitantes ilustres en su laboratorio de lámparas y bombillas que se encendían en ausencia de cable alguno, respondiendo a la energía con la que llenaba el ambiente de la sala.
7. Que, a partir de sus investigaciones, vio clara la posibilidad de una telegrafía sin hilos que, en última instancia, no es otra cosa que lo que hoy conocemos como radio. Que registró una serie de patentes que se revelaron cruciales para que Marconi pudiera transmitir, en 1901, la primera señal radiofónica trasatlántica, que fue la letra “S”. Que en 1943, y como consecuencia de la controversia que rodeó la paternidad del invento de la radio, el Tribunal Supremo de Estados Unidos reconoció que Marconi había pirateado las patentes de Tesla para crear su prototipo, y le negó todo derecho sobre el invento para otorgárselo a Tesla (algo que no pudo disfrutar porque, para entonces, llevaba varios meses muerto).
8. Que, como un proyecto de mucho mayor calado que el creado por Marconi, Tesla inició tímidamente la construcción de una red que cubriría todo el planeta enviando grandes cantidades de energía a cualquier parte del globo, a un coste verdaderamente reducido. Un sistema que, además, permitiría la transmisión de mensajes, imágenes y sonido, en una cobertura general que adelantaba el concepto de aldea global que McLuhan estableció varios decenios más tarde. Que el primer escalón en esta magna obra tendría que haber sido la torre de Wardenclyffe, cuya construcción inició en Long Island en 1901 con financiación del poderoso John Pierpont Morgan, y que nunca se culminó porque el propio Morgan, sin dar nunca una explicación satisfactoria, dejó de sufragarlo a la mitad.
9. Que el número de inventos e ideas, patentadas o no, por Tesla a lo largo de su vida (unas setecientas) le convierten en uno de los cerebros más visionarios y capaces de la historia. Porque, más allá de que algunas de sus propuestas resultaran descabelladas, las intuiciones que le hicieron entrever líneas de investigación, artefactos y conceptos que solo con el paso del tiempo han empezado a explorarse ofrecen un sorprendente grado de acierto, como si el futuro se esforzara en parecerse al que él imaginaba: de las diversas aplicaciones de la transmisión inalámbrica de que disfrutamos hoy en día (de la radio a la telefonía móvil, del wi-fi a la aún incipiente “witricidad”,[11] la electricidad sin cables), a los aparatos de despegue vertical, las bobinas Tesla, la turbina sin aspas, las elucubraciones sobre comunicación interplanetaria, las tecnologías capaces de alterar el tiempo atmosférico o provocar terremotos, etc.
Estos son los hechos incontrovertibles. Pero a partir de aquí nos aden-11 unos en otro terreno: el del Nikola Tesla personaje. En El truco final-Elprestigio, el aristócrata termina por conocer al misterioso individuo que parece hacer magia con la electricidad. Y el escenario y su aparición no pueden ser más teatrales: sale de detrás de una de sus inmensas bobinas, que llena el aire de rayos y chisporroteos, Con un sonido estremecedor, como de una tormenta encerrada en un Almacén. De esa cortina que parece sumida en una especie de electrificación permanente surge una figura alta, elegante, que camina erguida, con decisión y gesto solemne. Lleva bigote, el pelo perfectamente peinado, cada detalle de su vestimenta en su sitio. Llega hasta |] aristócrata y, con un inglés marcado por un acento que sugiere la lejana y vieja Europa, le pone una bombilla en una mano. Luego, le loma la otra y, milagrosamente, la bombilla se enciende, recogiendo la electricidad con la que ese prodigioso aparataje ha sembrado el aire y sus cuerpos. ¿Es este Nikola Tesla? No, y es una pena: solo es David Bowie interpretándole. El caso es que, en realidad, no existe demasiado parecido físico entre ellos, más allá de los detalles que el vestuario, el maquillaje, la elegancia de la voz y el porte del que fuera “el hombre que cayó a la Tierra” logran incorporar al retrato. Pero basta ver una foto de Nikola Tesla para darse cuenta de que ahí se terminan las semejanzas.
Sabemos que Nikola Tesla medía cerca de dos metros, que su presencia nunca pasaba inadvertida, y que era capaz de destilar un enorme magnetismo que le hacía centro de todas las miradas, tanto masculinas como femeninas. Y sin embargo, no podemos ir más allá de las fotografías existentes: a pesar de que murió ya bien avanzado el siglo XX, en 1943, no se conserva ninguna película en la que podamos verle moverse, ni grabación alguna de su voz. Aun así, los testimonios de la época nos dicen que, en realidad, debía de sonar más aguda que la de Bowie, aflautada incluso, y eso nos ayuda mucho a imaginarnos cómo podían transcurrir sus conversaciones con personajes como Edison, capaz de estallar en bramidos de furia; J. P. Morgan, que sembraba sus conversaciones con las cautelas y el retorcimiento expresivo de todo negociante, o un industrial e inventor como George Westinghouse, amigo de llamar a las cosas por su nombre, alérgico a hablar en público y enemigo de la retórica.
En ese entorno, ¿qué pintaba un hombre como Nikola Tesla, amante de la poesía y el ballet (y el boxeo, todavía por entonces un deporte de caballeros), con un espíritu marcado por una debilidad nerviosa que arrastraba desde la infancia, entre aquellos titanes que hacían negocios nunca vistos mientras construían el mundo del mañana? En cierta manera, parecía tener la partida perdida de antemano: cuando emigró a Estados Unidos, se llevó con él la forma de pensar de un mundo que ya agonizaba, y que quedaría definitivamente barrido de la historia treinta y cinco años después, con el estallido de la Gran Guerra. Un mundo en el que los técnicos se formaban también en la literatura, en el que los científicos podían discutir con los filósofos sobre los misterios de la vida.
Pero a su llegada a Estados Unidos tuvo que enfrentarse a un panorama totalmente distinto, de preocupaciones mucho más inmediatas. Y sin embargo, el que sobre el papel parecía destinado a sofocar su genio, fue en realidad el lugar perfecto para que este estallara, casi el único escenario que en aquel momento podía servir de catalizador para la profunda transformación que comenzaba: el Nueva York de finales del xix y principios del xx.