Unas cuantas ventanas vacías las observaban en silencio desde las estructuras de los gigantescos edificios. Los cristales hacía tiempo que se habían hecho añicos, así como se había podrido la madera, quedando solo estructuras metálicas, el cemento y las piedras que se desmoronaban bajo el empuje de la vegetación invasora. Al mirar los negros umbrales desiertos, a Tally se le puso la carne de gallina solo de pensar en descender para echar un vistazo en uno de ellos.
Las dos amigas se deslizaron entre los edificios en ruinas avanzando desde lo alto en silencio, como para no molestar a los fantasmas de la ciudad muerta. A sus pies, las calles estaban llenas de pilas de coches quemados entre los muros. Fuese cual fuese la causa de la destrucción de la ciudad, los habitantes habían tratado de escapar. Tally recordaba de su última excursión escolar a las ruinas que aquellos coches no aeroflotaban, sino que avanzaban sobre ruedas de caucho. Los oxidados tuvieron que permanecer en aquellas calles como una plaga de ratas atrapadas en un laberinto en llamas.
—Shay, estás segura de que nuestras tablas no van a fallar de golpe, ¿verdad? —preguntó sin alzar mucho la voz.
—No te preocupes. A quien construyó esta ciudad le encantaba malgastar el metal. No se llaman Ruinas Oxidadas porque las descubriese un tipo llamado Oxidado.
Tally no pudo menos de admitirlo, al ver que todos los edificios mostraban ramificaciones irregulares de metal insertadas en sus muros destruidos, como huesos que sobresaliesen de un animal muerto tiempo atrás. Recordaba que los oxidados no utilizaban aeropuntales; todos los edificios eran muy bajos, toscos e inmensos, por lo que necesitaban una estructura de acero sólida que impidiese su caída.
Algunos eran enormes. Los oxidados no instalaban sus fábricas bajo tierra, y todos trabajaban juntos como abejas en una colmena en vez de hacerlo en su casa. La ruina más pequeña de allí era mayor que la residencia más grande de Feópolis, mayor incluso que la Mansión Garbo.
Al verlas de noche, las ruinas le parecieron a Tally mucho más reales. En las excursiones de la escuela, los profesores siempre decían que los oxidados eran muy estúpidos. Costaba creer que la gente viviese así, quemando árboles para despejar terreno, quemando petróleo para obtener calor y electricidad, calcinando la atmósfera con sus armas. Pero a la luz de la luna podía imaginar a la gente moviéndose con dificultad por encima de los coches en llamas para escapar de la ciudad que se desmoronaba, aterrorizada en su huida de aquel montón insostenible de metal y piedra.
La voz de Shay sacó a Tally de su ensimismamiento.
—Vamos, quiero enseñarte una cosa.
Shay se dirigió al borde de los edificios, y desde allí hacia los árboles.
—¿Estás segura de que podemos…?
—Mira abajo.
Bajo sus pies, Tally vio destellos de metal a través de los árboles.
—Las ruinas son mucho mayores de lo que dicen —le explicó Shay—. Solo mantienen en pie esa parte de la ciudad para las excursiones de la escuela y todas esas cosas de los museos. Pero no se acaba nunca.
—¿Hay mucho metal?
—Toneladas. No te preocupes, he sobrevolado toda la zona.
Tally tragó saliva, atenta a las ruinas bajo sus pies, contenta de que Shay se moviese a una velocidad lenta y agradable.
Una larga columna vertebral que subía y bajaba como una ola congelada emergió del bosque, alejándose de ellas, hacia la oscuridad.
—Aquí está.
—¿Qué diablos es? —preguntó Tally.
—Se llama montaña rusa. Te dije que te enseñaría una, ¿recuerdas?
—Es bonita, pero ¿para qué sirve?
—Para divertirse.
—No puede ser.
—Pues así es. Al parecer, los oxidados sí se divertían. Es como una pista. Clavaban en ella vehículos terrestres y corrían tanto como podían. Arriba, abajo, en círculos. Como ir en aerotabla, pero sin aeroflotación. Y la hicieron con alguna clase de acero que no se oxidaba, supongo que para más seguridad.
Tally frunció el ceño. La única imagen que tenía de los oxidados para nada era divirtiéndose, sino trabajando en las gigantescas colmenas de piedra y luchando por escapar durante aquel horrible último día.
—Venga —dijo Shay—. Demos una vuelta en la montaña rusa.
—¿Cómo? —preguntó Tally.
—Sobre la tabla —respondió Shay en tono serio—. Pero tienes que ir deprisa. Es peligroso si no corres.
—¿Por qué?
—Ya lo verás.
Shay le dio la espalda y bajó muy rápido por la montaña rusa, volando justo por encima de la pista. Tally suspiró y fue tras ella. Al menos aquella cosa era metálica.
También resultó ser una gran atracción. Era como un sólido circuito para aerotablas, con sus curvas cerradas e inclinadas, sus cuestas empinadas seguidas de largas caídas, e incluso loopings que situaban a Tally cabeza abajo, mientras sus pulseras protectoras se activaban para mantenerla sobre la tabla. Era asombroso el buen estado en que se hallaba. Los oxidados debían de haberla construido con algo especial, como había dicho Shay.
La pista llegaba mucho más alto de lo que una aerotabla podía subir por sí sola. En la montaña rusa, uno se sentía igual que un pájaro.
La pista dibujaba un amplio y lento arco, volviendo en círculo hacia el punto de partida. El tramo final comenzó con una cuesta muy empinada.
—¡Toma rápido esta parte! —gritó Shay por encima de Tally mientras se lanzaba.
Tally la siguió a toda velocidad, subiendo como un cohete por la alta y esbelta pista. Vio las ruinas a lo lejos: agujas rotas y negras recortadas contra los árboles. Y detrás de ellas un tenue brillo a la luz de la luna que podría haber sido el mar. ¡Estaban muy arriba!
Oyó un chillido de placer cuando alcanzaba la cima. Shay había desaparecido. Tally se inclinó hacia delante para acelerar.
De pronto, la tabla se retiró de debajo de su cuerpo. Se separó de sus pies y la abandonó en el aire. La pista había desaparecido.
Tally apretó los puños, esperando a que las pulseras protectoras se pusieran en marcha y la agarrasen por las muñecas. Pero ahora eran tan inútiles como la tabla, solo unas pesadas tiras de acero que la arrastraban hacia el suelo.
—¡Shay! —chilló mientras caía en la oscuridad.
Entonces Tally vio ante sí la estructura de la montaña rusa, a la que le faltaba un breve segmento.
De pronto, las pulseras protectoras tiraron de ella hacia arriba, y la chica notó cómo la sólida superficie de la aerotabla subía hasta sus pies. ¡Su impulso la había llevado al otro lado del hueco! La tabla debía de haber avanzado junto con ella, justo por debajo de sus pies, durante aquellos aterradores segundos de caída libre.
Se encontró bajando por la pista hacia su base, donde la esperaba Shay.
—¡Estás loca! —gritó.
—Qué guay, ¿eh?
—¡No! —gritó Tally—. ¿Por qué no me has dicho que estaba rota?
Shay se encogió de hombros.
—Así es más divertido.
—¿Más divertido, dices?
El corazón le latía deprisa. Su visión resultaba extrañamente lúcida. Se sentía llena de rabia, alivio y… alegría.
—Bueno, más o menos —concedió—. Pero… ¡eres una mala amiga!
Tally se bajó de la tabla y cruzó la hierba con las piernas temblorosas. Encontró una piedra lo bastante grande para sentarse en la que se acomodó, todavía asustada.
Shay saltó de la tabla.
—Oye, lo siento.
—Ha sido horrible, Shay. Me estaba cayendo.
—No ha sido mucho rato. Unos cinco segundos. Creía que habías dicho que saltaste desde un edificio.
Tally miró a Shay con furia.
—Sí, lo hice, pero sabía muy bien que no iba a estrellarme contra el suelo.
—Cierto. Pero ¿sabes una cosa?, la primera vez que me enseñaron la montaña rusa no me hablaron del hueco. Y a mí me pareció genial averiguarlo así. La primera vez es la mejor. Quería que tú también lo sintieras.
—¿De verdad te pareció genial caerte?
—Bueno, es posible que al principio también me enfadase bastante. —Shay exhibió una amplia sonrisa—. Pero con el tiempo lo superé.
—Dame un segundo para respirar, Flaca.
—Tómate tu tiempo.
La respiración de Tally se hizo más lenta, y poco a poco su corazón dejó de intentar salírsele del pecho. Pero su cerebro permanecio tan lúcido como en aquellos segundos de caída libre, y se encontró preguntándose quién habría sido el primero en encontrar la montaña rusa y cuántos imperfectos habrían ido allí desde entonces.
—Shay, ¿quién te enseñó todo esto?
—Unos amigos mayores que yo. Imperfectos como nosotras que tratan de averiguar cómo funcionan las cosas. Y cómo trucarlas.
Tally alzó la mirada para contemplar la antigua y serpenteante forma de la montaña rusa y las parras que trepaban por su estructura.
—Me pregunto cuánto tiempo hace que vienen imperfectos por aquí.
—Seguramente mucho. Estas cosas circulan. Ya sabes, una persona averigua cómo trucar su tabla, la siguiente encuentra los rápidos y la siguiente llega hasta las ruinas.
—Entonces alguien se arma de valor y salta el hueco de la montaña rusa. —Tally tragó saliva—. O lo salta de forma accidental.
Shay asintió.
—Pero todos acaban siendo perfectos…
—Un final feliz —dijo Tally.
Shay se encogió de hombros.
—¿Cómo sabes que se llama «montaña rusa»? ¿Lo has buscado en algún sitio?
—No —dijo Shay—. Me lo dijeron.
—Pero ¿cómo iban a saberlo?
—Conozco a un tipo que sabe muchas cosas y trucos de las ruinas. Es muy guay.
Algo en la voz de Shay hizo que Tally se volviese y le cogiese la mano.
—Pero supongo que ahora es perfecto.
Shay se apartó mordiéndose una uña.
—No. No lo es.
—Pero creía que todos tus amigos…
—Tally, ¿me harás una promesa? Una promesa de verdad.
—¿Qué clase de promesa?
—No puedes contarle nunca a nadie lo que voy a enseñarte.
—No tiene que ver con la caída libre, ¿verdad?
—No.
—Vale. Lo juro. —Tally levantó la mano que tenía la cicatriz que Peris y ella se habían hecho—. Nunca se lo contaré a nadie.
Shay la miró a los ojos por un momento, con atención, y luego asintió.
—De acuerdo. Quiero que conozcas a alguien esta noche.
—¿Esta noche? Pero no volveremos a la ciudad hasta…
—No está en la ciudad —aclaró Shay con una sonrisa—. Está aquí.