Llegaron al límite del desierto a la noche siguiente, tal como estaba previsto, y a continuación siguieron un río durante tres días en dirección al mar. El río los llevó aún más al norte, donde el fresco de octubre superaba con creces al frío del invierno en la ciudad. David sacó ropa polar fabricada en la ciudad con un material fuerte, flexible y duradero, y de color plateado, que Tally se puso encima de su jersey hecho a mano, la única posesión que le quedaba del Humo. Se alegraba de haberse quedado dormida con el jersey puesto la noche anterior a la invasión de los especiales, así no se había destruido como todo lo demás.
A Tally las noches transcurridas encima de la tabla se le hacían muy llevaderas. En aquel viaje, no había ninguna pista misteriosa de Shay a la que darle vueltas, ni incendios de maleza de los que escapar, ni tampoco antiguas máquinas de los oxidados a punto de matarla de un susto. El mundo parecía vacío, a excepción de las ruinas ocasionales, como si Tally y David fuesen los últimos supervivientes en él.
Complementaban su dieta con pescado del río, y en una ocasión Tally asó un conejo en una hoguera que había encendido ella misma. También observó cómo David reparaba sus prendas de cuero y pensó que nunca sería capaz de manejar aguja e hilo. David le enseñó a observar las estrellas para distinguir la hora y la dirección que debían seguir, y por su parte Tally le explicó cómo manipular el software de las tablas a fin de optimizarlas para viajar de noche.
Al llegar al mar viraron hacia el sur, bajando por los tramos septentrionales del mismo ferrocarril costero que Tally había seguido de camino hacia el Humo. David le explicó que antiguamente los raíles se extendían sin interrupción hasta la ciudad natal de Tally e incluso más allá. Sin embargo, ahora había grandes huecos en la vía y nuevas ciudades construidas sobre el mar, por lo que tuvieron que viajar tierra adentro en más de una ocasión. Pero David conocía los ríos, los ramales del ferrocarril y el resto de los caminos metálicos que los oxidados habían dejado tras de sí, por lo que se dirigían a buen ritmo hacia su objetivo.
Solo les detuvo el mal tiempo. Después de viajar durante unos días por la costa, apareció sobre el océano una oscura y amenazadora masa de nubes. Al principio, la tormenta parecía reacia a llegar hasta la orilla, y fue conteniendo su virulencia a lo largo de veinticuatro horas, durante las cuales los cambios de la presión atmosférica dificultaron el manejo de las aerotablas. La tormenta dio muchos avisos antes de llegar, pero cuando por fin se materializó, fue mucho peor de lo que Tally se hubiera podido imaginar.
Nunca había afrontado la fuerza de un huracán, salvo desde el interior de las sólidas construcciones de su ciudad. Era otra lección sobre el salvaje poder en estado puro de la naturaleza.
Durante tres días, Tally y David se acurrucaron en una tienda de plástico, en el refugio que les ofrecía un afloramiento rocoso, quemando barras fluorescentes para obtener calor y luz, confiando en que los imanes de las aerotablas no atrajesen los rayos. A lo largo de las primeras horas, la fuerza de la tormenta los mantuvo fascinados; estaban asombrados ante su poder y solo pensaban en cuándo sacudiría los acantilados el siguiente trueno. Luego, la lluvia torrencial se hizo simplemente monótona, y pasaron un día entero hablando de todo, en especial de su infancia, hasta que Tally tuvo la convicción de que comprendía a David mejor que a ningún otro. El tercer día que pasaron atrapados en la tienda tuvieron una fuerte discusión —Tally nunca recordaría el motivo— que acabó cuando David salió furioso y permaneció solo en medio de la ventisca helada durante una larga hora. Cuando por fin regresó, tardó horas en dejar de tiritar, pese a hallarse entre los brazos de Tally.
—Estamos tardando demasiado —dijo David por fin.
Tally lo estrechó con más fuerza aún. Preparar a los pacientes para la operación requería tiempo, sobre todo si eran mayores de dieciséis años. Aun así, la doctora Cable no esperaría toda la vida para operar a los padres de David. Cada día que se retrasaban por la tormenta, mayores posibilidades había de que Az y Maddy hubiesen pasado ya por el quirófano. En el caso de Shay, que tenía la edad perfecta para operarse, las perspectivas eran menos halagüeñas.
—Llegaremos, no te preocupes. A mí me midieron todas las semanas durante un año antes de la fecha prevista para operarme. Se requiere tiempo para hacerlo bien.
David se estremeció.
—Tally, ¿y si no se molestan en hacerlo bien?
La tormenta acabó a la mañana siguiente, y al salir de la tienda descubrieron que los colores del mundo se habían transformado. Las nubes eran de un rosa vivo, la hierba de un verde increíble, y el océano estaba más oscuro que nunca, hasta el punto de que solo se distinguía por las crestas de espuma de las olas y unos trozos de madera flotante que habían sido arrastrados mar adentro por el viento. Volaron durante todo el día para recuperar el tiempo perdido, prácticamente en estado de shock, asombrados de que el mundo pudiese existir tras la tormenta.
A continuación, la vía del ferrocarril giró hacia el interior, y unas cuantas noches después llegaron a las Ruinas Oxidadas.
Las ruinas parecían más pequeñas, como si las agujas se hubiesen encogido desde que Tally las sobrevoló un mes atrás para dirigirse al Humo con la nota de Shay y una mochila llena de EspagBol. Ahora, mientras pasaba por las calles oscuras en compañía de David, Tally ya no sentía que los fantasmas de los oxidados la amenazaban desde las ventanas.
—La primera vez que vine aquí de noche, este lugar me dio mucho miedo —dijo.
David asintió.
—Está todo tan bien conservado que resulta espeluznante. De todas las ruinas que he visto, estas parecen las más recientes.
—Las rociaron con algo para mantenerlas y organizar excursiones.
Tally se dio cuenta de que, en cierto modo, lo mismo ocurría con su ciudad. Nada se dejaba al azar. Todo se convertía en un soborno, una advertencia, una lección.
Guardaron casi todo el equipo en un edificio derrumbado que estaba lejos del centro, una construcción desmoronada que seguramente evitarían hasta los imperfectos que hacían novillos. Se llevaron solo los depuradores de agua, una linterna y unos cuantos paquetes de comida. Las ruinas eran el lugar más cercano a la ciudad en el que había estado David, así que, por una vez, fue Tally quien tomó la iniciativa, siguiendo el filón de hierro que Shay le había mostrado meses atrás.
—¿Crees que volveremos a ser amigas? —preguntó Tally mientras caminaban hacia el río, cargando con las tablas por primera vez en todo el viaje.
—¿Shay y tú? Por supuesto.
—Pero cuando sepa que tú y yo…
—Cuando la hayamos rescatado de los especiales, supongo que te lo perdonará todo.
Tally se quedó en silencio. Shay ya había adivinado que Tally había traicionado al Humo. Dudaba que nada compensase eso jamás.
Al llegar al río, bajaron por las aguas embravecidas a toda velocidad, contentos de haberse librado por fin de las pesadas bolsas. Con las salpicaduras en la cara y el rugido del agua a su alrededor, Tally casi podía imaginarse que estaba en una de sus expediciones, cuando era una despreocupada cría de ciudad y no una…
¿Qué era ahora? Ya no era una espía y tampoco se podía considerar una habitante del Humo. No era una perfecta, pero tampoco se sentía imperfecta. No era nada en particular, pero al menos tenía un objetivo.
Apareció la ciudad.
—Ahí está —le gritó a David por encima del agua agitada—. Pero ya has visto ciudades antes, ¿verdad?
—He estado igual de cerca de algunas, pero no mucho más.
Tally contempló el perfil harto familiar, la estela de los fuegos artificiales que dibujaban las torres de fiesta y las mansiones. Sintió una punzada de algo parecido a la añoranza, pero mucho peor. La visión de Nueva Belleza siempre la había seducido, pero ahora parecía vacía de todas sus promesas. Como David, ella había perdido su hogar. Sin embargo, a diferencia del Humo, su ciudad aún existía, justo delante de sus ojos, aunque había perdido todo su significado.
—Aún nos quedan unas cuantas horas antes del alba —dijo—. ¿Quieres echar un vistazo a Circunstancias Especiales?
—Cuanto antes, mejor —dijo David.
Tally asintió mientras sus ojos reseguían las zonas de luz y oscuridad que rodeaban la ciudad. Tenían tiempo de llegar hasta allí y regresar antes del amanecer.
—Vamos, pues.
Siguieron el río hasta llegar al círculo de árboles y matorrales que separaba Feópolis de los suburbios. El cinturón verde era el mejor lugar para viajar sin ser visto, y además era agradable volar por él.
—¡No corras tanto! —murmuró David desde atrás, mientras ella pasaba entre los árboles como una flecha.
Tally aminoró la velocidad.
—No hace falta que susurres. Nadie viene aquí de noche. Es territorio imperfecto, y todos están en la cama, salvo que estén haciendo de las suyas.
—De acuerdo —dijo él—. Pero ¿no deberíamos tener más cuidado con las aerovías?
—¿Aerovías? David, las aerotablas funcionan por toda la ciudad. Hay rejas metálicas por todas partes.
—Ah, está bien.
Tally sonrió. Se había acostumbrado tanto a vivir en el mundo de David que resultaba reconfortante explicarle las cosas a él por una vez.
—¿Qué pasa? —se burló—. ¿Te quedas atrás?
David sonrió.
—Ponme a prueba.
Tally se volvió y se lanzó hacia delante como una exhalación, dibujando un zigzag entre los altos álamos mientras dejaba que su instinto la guiase.
Recordó sus dos viajes en aerovehículo hasta Circunstancias Especiales. Habían volado por el cinturón verde hacia el extremo de la ciudad y luego hacia el anillo de transporte, la zona industrial situada entre los suburbios de los perfectos medianos y Ancianopolis, más al exterior. Lo difícil sería cruzar los barrios del extrarradio, una zona en la que era arriesgado tener una cara imperfecta. Por fortuna, los perfectos medianos se acostaban temprano, al menos la mayoría.
Hizo una carrera con David en torno al cinturón verde, hasta que las luces del gran hospital aparecieron al otro lado del río, justo delante de ellos. Tally recordó aquella mañana terrible, cuando se vio privada de la operación prometida y fue trasladada en aerovehículo para ser interrogada. Le habían arrebatado el futuro. Adoptó una expresión sombría al darse cuenta de que esta vez era ella quien iba en busca de Circunstancias Especiales.
Tally se estremeció mientras salían del cinturón verde. Una parte minúscula de ella aún esperaba que su anillo de comunicación le advirtiese que estaba saliendo de Feópolis. ¿Cómo había soportado aquella estupidez durante dieciséis años? Entonces le parecía natural, pero ahora la idea de que le siguieran la pista, la controlasen y la sermoneasen constantemente le parecía repulsiva.
—Acércate más —le dijo a David—. Aquí tenemos que hablar en voz muy baja.
De pequeña, Tally había vivido con Sol y Ellie en los barrios de los perfectos medianos. Pero entonces su mundo era patéticamente diminuto: unos cuantos parques, el camino a la escuela, un rincón del cinturón verde por el que se colaba para espiar a los imperfectos… Como las Ruinas Oxidadas, ahora las casas y jardines bien alineados le parecían mucho más pequeños, un pueblo interminable de casas de muñecas.
Volaron agachados, rozando los tejados. Si alguien estaba despierto y salía a correr o a pasear al perro, con un poco de suerte no miraría hacia arriba. Sus tablas pasaban apenas a un palmo de las casas, y el dibujo de las tejas los hipnotizaba. Solo se encontraron con pájaros en sus nidos y gatos que salían despavoridos o se apartaban sorprendidos.
El extrarradio se acabó de pronto. Una última franja de parques se desvaneció en el anillo de transporte, donde las fábricas subterráneas asomaban sus cabezas sobre el suelo y los camiones de carga recorrían carreteras de hormigón las veinticuatro horas del día. Tally elevó su tabla y ganó velocidad.
—¡Tally! —susurró David—. ¡Nos verán!
—Relájate. Esos camiones son automáticos. Nadie viene por aquí, y menos aún de noche.
Nervioso, David se quedó mirando los pesados vehículos.
—Mira, ni siquiera tienen faros.
Tally señaló un gigantesco tren de carretera. La única luz que emitía era un tenue parpadeo rojo que indicaba que el láser de navegación estaba leyendo los códigos de barras pintados en la carretera.
Continuaron adelante, aunque David seguía mirando con suspicacia los vehículos que se movían bajo sus pies.
Pronto, un punto de referencia conocido se alzó por encima del polígono industrial.
—¿Ves esa colina? Circunstancias Especiales está justo debajo. Subiremos a la cima y echaremos un vistazo.
La colina era demasiado empinada para instalar una fábrica, y al parecer demasiado grande y sólida para aplanarla con explosivos y bulldozers, así que destacaba en la llanura como una pirámide torcida, empinada por un lado e inclinada por el otro, cubierta de maleza y hierba seca. Subieron rozando la ladera inclinada, esquivando rocas y árboles fuertemente arraigados a la tierra, hasta llegar a la cima.
Desde aquella altura, Tally pudo ver todo el camino que llevaba a Nueva Belleza. La periferia de la ciudad estaba a oscuras, y los edificios bajos y marrones de Circunstancias Especiales solo estaban iluminados por la luz cegadora de los focos de seguridad.
—Ahí abajo —dijo ella en un susurro.
—No parece gran cosa.
—La mayor parte está bajo tierra. No sé hasta dónde llega.
Se quedaron en silencio, mirando el grupo de edificios. Desde allí arriba, Tally veía con claridad la alambrada, que se extendía alrededor de los edificios en un cuadrado casi perfecto. Eso significaba que se tomaban la seguridad muy en serio. No había muchas barreras en la ciudad, al menos visibles. Si se suponía que no debías estar en algún sitio, tu anillo de comunicación te advertía con toda cortesía que debías marcharte.
—Esa alambrada parece lo bastante baja para volar por encima.
Tally negó con la cabeza.
—No es una alambrada normal; tiene unos sensores instalados. Si te acercas a veinte metros, los especiales saben que estás ahí. Lo mismo ocurre si tocas el suelo a esa distancia.
—¿Veinte metros? Demasiada altura para salvarla con las tablas. ¿Qué hacemos entonces?, ¿llamar a la puerta?
—No veo ninguna puerta. Yo entré y salí en aerovehículo.
David tamborileó con los dedos sobre la tabla.
—¿Y si robamos uno?
—¿Un aerovehículo? —Tally emitió un silbido—. Eso sí que estaría bien. Sé de imperfectos que robaban aerovehículos para pasar un rato divertido, pero nunca he oído que nadie se atreviera a robar un aerovehículo de Circunstancias Especiales.
—Entonces es una pena que no podamos saltar.
Tally entornó los ojos.
—¿Saltar?
—Desde aquí. Bajar con las aerotablas hasta el pie de la colina, subir a toda velocidad y luego saltar más o menos desde este punto. Seguramente alcanzaríamos el corazón del edificio.
—Nos estrellaríamos.
—Sí, supongo. Incluso con pulseras protectoras, seguramente se nos dislocarían los brazos después de una caída como esa. Necesitaríamos paracaídas.
Tally miró hacia abajo, trazando mentalmente la trayectoria desde la cima de la colina. Cuando David empezó a hablar otra vez, le hizo callar. Los engranajes de su cerebro giraban a toda velocidad. Recordó la fiesta en la Mansión Garbo. Parecía que hubiesen transcurrido años desde entonces.
Por fin esbozó una sonrisa.
—Paracaídas no, David. Arneses de salto.