40. La plaga del petróleo

Tally y David partieron al atardecer. Cada uno volaba con dos aerotablas. Unidas entre sí como un sandwich, las tablas emparejadas podían cargar con el doble de peso, la mayor parte en bolsas colgadas de la cara inferior. Se llevaron un montón de cosas útiles, junto con las revistas que el Jefe había logrado salvar. Sucediera lo que sucediese, la vida en el Humo se había terminado.

Tally tomó con cuidado el río que bajaba de la montaña. El peso adicional se balanceaba debajo de ella como una bola de preso alrededor de ambos tobillos. Al menos volvía a llevar pulseras protectoras.

Su trayecto iba a seguir un camino muy distinto del que Tally había tomado para llegar hasta allí. Aquella ruta había sido pensada para que fuese fácil de seguir e incluía un viaje en helicóptero con los guardabosques. Esta no sería tan directa. Sobrecargados como iban, Tally y David no podían recorrer a pie ni siquiera breves distancias. Cada centímetro del viaje debía desarrollarse sobre zonas que pudiesen sobrevolarse con aerotablas, por mucho que tuviesen que desviarse. Y después de la invasión, tenían que evitar todas las ciudades.

Por fortuna, David había hecho decenas de veces el viaje entre el Humo y la ciudad de Tally, en solitario y con imperfectos inexpertos a remolque. Conocía los ríos y raíles, las ruinas y los filones naturales, así como decenas de rutas de escape que había previsto por si alguna vez se veía perseguido por las autoridades de la ciudad.

—Diez días —anunció cuando salieron—. Si volamos toda la noche y permanecemos en tierra durante el día.

—Suena bien —dijo Tally, aunque en su fuero interno se preguntaba si llegarían a tiempo para salvar a alguien de la Operación.

En la primera noche de viaje abandonaron el riachuelo que llevaba hasta la colina que parecía una cabeza calva y siguieron el lecho de un arroyo seco a través de las flores blancas, que los llevó hasta el límite de un vasto desierto.

—¿Cómo vamos a cruzarlo?

David señaló una hilera de siluetas oscuras que se alzaban en la arena hasta perderse en la distancia.

—Antes eran torres conectadas mediante cables de acero.

—¿Para qué servían?

—Transportaban electricidad desde un parque eólico hasta una de las viejas ciudades.

Tally frunció el ceño.

—No sabía que los oxidados utilizasen energía eólica.

—No todos estaban locos, aunque sí la mayoría —explicó David encogiéndose de hombros—. Tienes que recordar que descendemos de los oxidados y que seguimos utilizando su tecnología básica. Algunos de ellos actuaron con cordura.

Los cables aún yacían enterrados en el desierto, protegidos por las arenas cambiantes y una escasez casi total de lluvias. En algunos puntos se habían roto u oxidado, por lo que Tally y David tenían que volar con cuidado, con los ojos clavados en los detectores de metal de las tablas. Cuando llegaban a un hueco que no podían saltar, desenrollaban un largo trozo de cable que llevaba David y a continuación acompañaban las tablas por encima de él, guiándolas como si fuesen burros reticentes cruzando un puente peatonal antes de enrollarlo otra vez.

Tally nunca había visto un desierto de verdad. Le habían enseñado en la escuela que estaban llenos de vida, pero este era como los desiertos que imaginaba de pequeña, monótonas dunas que se extendían en la distancia, una tras otra. Nada se movía, salvo lentas serpientes de arena arrastradas por el viento.

Tally solo conocía el nombre de un gran desierto del continente.

—¿Es el Mojave?

David negó con la cabeza.

—Este no es tan grande y, además, no es natural. Estamos donde empezaron a crecer las flores blancas.

Tally emitió un silbido. La arena parecía interminable.

—¡Qué desastre!

—Una vez que desapareció la maleza, sustituida por las orquídeas, no quedaba nada que sujetase la tierra. Se la llevó el viento, y todo lo que queda es arena.

—¿Alguna vez dejará de ser un desierto?

—Claro, dentro de mil años tal vez. Puede que entonces alguien haya encontrado una forma de impedir que sigan proliferando las flores. De lo contrario, el desierto seguirá avanzando.

En torno al alba llegaron a una ciudad oxidada, un grupo de edificios corrientes varados en el mar de arena.

El desierto la había ido invadiendo a lo largo de los siglos. Las dunas atravesaban las calles, pero los edificios se hallaban en mejor estado que otras ruinas que Tally había visto. La arena desgastaba los contornos de las cosas, pero no las derribaba con tanta avidez como la lluvia y la vegetación.

Ninguno de ellos estaba cansado todavía, pero no era conveniente viajar durante el día; el desierto no podía protegerlos ni del sol ni del aire. Acamparon en el segundo piso de una nave industrial que conservaba la mayor parte del tejado. Antiguas máquinas, grandes como aerovehículos, permanecían inertes a su alrededor.

—¿Qué era este sitio? —preguntó Tally.

—Creo que aquí hacían periódicos —dijo David—. Eran como libros, pero la gente los tiraba y adquiría uno nuevo cada día.

—Estás de broma.

—En absoluto. ¡Y a ti te parecía que malgastábamos los árboles en el Humo!

Tally encontró una zona iluminada por el sol, que brillaba a través de un trozo de techo derrumbado, y desplegó las aerotablas para que se recargasen. David sacó dos paquetes de EnsaHuevo.

—¿Saldremos del desierto esta noche? —preguntó ella, observando a David, que dejaba caer las últimas gotas de agua embotellada en los depuradores.

—Sin duda. Llegaremos al próximo río antes de medianoche.

A Tally le volvió a la memoria un comentario que había hecho Shay tiempo atrás, la primera vez que le enseñó su kit de supervivencia.

—¿De verdad es posible hacer pis en un depurador y luego bebérselo?

—Sí, yo lo he hecho.

Tally hizo un gesto de asco y se asomó a la ventana.

—No debería haberlo preguntado.

David se situó detrás de ella, riéndose por lo bajito y apoyándole las manos en los hombros.

—Es increíble lo que es capaz de hacer la gente para sobrevivir —dijo.

Ella suspiró.

—Lo sé.

La ventana daba a, una bocacalle protegida en parte del desierto invasor. Había unos cuantos vehículos terrestres quemados y medio enterrados, cuyas estructuras ennegrecidas destacaban contra la arena blanca.

Tally frotó las pulseras de las esposas que seguían rodeando sus muñecas.

—Desde luego, los oxidados querían sobrevivir. En todas las ruinas que he visto, esos coches están por todas partes, como si la gente hubiera intentado salir de la ciudad. Pero da la sensación de que no lo lograron.

—Algunos consiguieron escapar, pero no en coches.

Tally se recostó sobre David, reconfortada por la calidez de su cuerpo. Era temprano todavía, y el sol era demasiado débil para eliminar con su fuego el frío del desierto.

—Es curioso. En la escuela nunca nos han explicado en profundidad cómo se produjo el último estallido de pánico colectivo, cuando el mundo de los oxidados se vino abajo. Se encogen de hombros y dicen que sus errores se fueron acumulando hasta que todo se derrumbó como un castillo de naipes.

—Eso es cierto solo en parte. El Jefe tenía algunos libros viejos sobre el tema.

—¿Y qué decían?

—Bueno, los oxidados vivían realmente en un castillo de naipes, pero alguien le dio un buen empujón. Nadie averiguó nunca quién fue. Tal vez fuese un arma de los oxidados que se les escapó de las manos. Tal vez fuese gente de algún país pobre a la que no le gustaba cómo llevaban las cosas los oxidados. Tal vez fuese solo un accidente, como las flores, o algún científico solitario que quiso fastidiar las cosas.

—Pero ¿qué ocurrió?

—Un germen quedó suelto, pero no infectó a la gente, sino al petróleo.

—¿El petróleo?

David asintió.

—El petróleo es orgánico y está compuesto de viejas plantas, fósiles y demás. Alguien creó una bacteria que se lo comía. Las esporas se difundían por el aire, y cuando caían sobre el petróleo, procesado o crudo, germinaban, como una especie de moho o algo así. Cambiaban la composición química del petróleo. ¿Alguna vez has visto fósforo?

—Es un elemento químico, ¿no?

—Sí, y se prende en contacto con el aire.

Tally asintió. Recordaba haber jugado con fósforo en clase de química, protegida por unas gafas y bromeando acerca de todas las correrías que se podían hacer. Pero a nadie se le había ocurrido nunca un juego que pudiera ser letal.

—El petróleo infectado por esa bacteria era tan inestable como el fósforo. Explotaba en contacto con el oxígeno. Y al arder desprendía las esporas, que se propagaban a través del aire. Hasta que las esporas llegaban al siguiente coche, avión o pozo de petróleo y empezaban a crecer otra vez.

—¡Madre mía! Y utilizaban petróleo para todo, ¿verdad?

David asintió.

—Como esos coches de ahí abajo. Debieron de infectarse mientras trataban de salir de la ciudad.

—¿Por qué no escaparon andando?

—Supongo que por estupidez.

Tally volvió a estremecerse, aunque no por el frío. Era difícil pensar en los oxidados como personas reales, y no como una simple civilización de la historia, a veces idiota, peligrosa y hasta cómica. Pero allí abajo había seres humanos, o lo que quedase de ellos tras cientos de años, sentados aún en sus coches ennegrecidos, como si aún tratasen de escapar de su destino.

—Me pregunto por qué no nos cuentan todo eso en clase de historia. Me sorprende, porque siempre nos explican anécdotas en las que los oxidados resultan patéticos.

—Tal vez no querían que os dieseis cuenta de que cada civilización tiene su punto débil —respondió David en voz baja—. Siempre dependemos de algo. Si alguien nos lo quita, todo lo que queda de nosotros es alguna anécdota contada en una clase de historia.

—Nosotros no —dijo ella—. Energía renovable, recursos sostenibles, una población fija…

Sonó el timbre de los dos depuradores, y David la dejó para ir a buscarlos.

—El punto débil no tiene por qué estar relacionado con la economía —dijo mientras traía la comida—. Podría tratarse de una simple idea.

Tally se volvió para coger su EnsaHuevo. Puso las manos encima del recipiente para aprovechar su calor, y solo entonces advirtió que David estaba muy serio.

—Entonces, David, ¿en esas cosas pensabas todos estos años cuando imaginabas la invasión del Humo? ¿Alguna vez te preguntaste qué convertiría a las ciudades en historia?

David sonrió y dio un buen bocado.

—Está cada vez más claro.