Tally volvió a caerse. La caída no fue tan dolorosa esta vez. Se había relajado en cuanto sus pies resbalaron de la aerotabla, tal como Shay le aconsejaba siempre. Dar trompos no era mucho peor que cuando de pequeña tu padre te agarraba por las muñecas para darte vueltas.
Pero ahora era como si tu padre fuera un monstruo sobrehumano y tratara de dislocarte los brazos.
En todo caso, Shay le había explicado que la fuerza del impulso tenía que ir a parar a alguna parte. Y dar vueltas era bastante mejor que chocar contra un árbol. Y allí, en el parque Cleopatra, había muchos.
Tras unas cuantas rotaciones, Tally se encontró bajando hasta la hierba por las muñecas, mareada pero de una pieza.
Shay se acercó a Tally a bordo de su tabla hasta detenerse con elegancia, como si hubiese nacido con una en los pies.
—Eso ha estado mejor.
—Pues a mí no me lo ha parecido.
Tally se quitó una de las pulseras protectoras y se frotó la muñeca enrojecida. Las manos le temblaban.
La pulsera era pesada y sólida. Las pulseras protectoras tenían que ser metálicas por dentro, porque funcionaban con imanes, igual que las tablas. Siempre que a Tally le resbalaban los pies, las pulseras permanecían inmóviles en el aire y la agarraban para impedir que se cayera, como un gigante simpático que la librase del peligro y la detuviese con un balanceo.
Por las muñecas. Otra vez.
Tally se quitó la otra pulsera y se frotó las muñecas.
—No te rindas. ¡Has estado a punto de conseguirlo!
La tabla de Tally se acercó a ella y se acurrucó junto a sus tobillos como un perro arrepentido. Ella cruzó los brazos y se frotó los hombros.
—Querrás decir que he estado a punto de partirme por la mitad.
—Nunca ocurre. Yo me he caído más veces que un vaso de leche en una montaña rusa.
—¿En una qué?
—Déjalo. Venga, inténtalo una vez más.
Tally suspiró. No solo le dolían las muñecas, sino también las rodillas de tanto detenerse bruscamente, girando tan deprisa que su cuerpo parecía pesar una tonelada. Shay llamaba «alta gravedad» a ese efecto, que se producía cada vez que un objeto en rápido movimiento cambiaba de dirección.
—Ir en aerotabla parece muy divertido, como ser un pájaro, pero conseguir hacerlo bien es arduo.
Shay se encogió de hombros.
—Seguramente, ser un pájaro también sea arduo. Imagina cómo debe de ser pasarse el día agitando las alas.
—Es posible. ¿La cosa mejora más adelante?
—¿Para los pájaros? No lo sabría decir. ¿En una tabla? Desde luego que sí.
—Eso espero.
Tally se puso las pulseras y subió a la aerotabla, que se movió un poco mientras se ajustaba a su peso como si fuese el rebote de un trampolín.
—Comprueba tu sensor ventral.
Tally se tocó la anilla del vientre, donde Shay había sujetado el pequeño sensor que indicaba a la tabla dónde estaba el centro de gravedad de Tally y hacia dónde miraba. El sensor interpretaba incluso el movimiento de los músculos de su estómago, que al parecer los usuarios de aerotablas siempre tensaban antes de un giro. La tabla era lo bastante inteligente para aprender de forma gradual cómo se movía el cuerpo de Tally. Cuanto más la utilizase, más tiempo permanecería la tabla en sus pies.
Por supuesto, Tally tenía que aprender también. Shay no paraba de decir que, si los pies no estaban en el lugar adecuado, ni la tabla más inteligente del mundo podría mantener a alguien a bordo. La superficie era muy rugosa para aumentar la tracción, pero era increíble lo fácil que resultaba caerse.
La tabla era ovalada, con una longitud que equivalía a la mitad de la altura de Tally, y era de color negro con manchas plateadas, con la misma forma que las de un guepardo, el único animal del mundo que corría más que una aerotabla. Era la primera tabla que Shay había tenido y nunca la había reciclado. Hasta la fecha había permanecido colgada en la pared, encima de su cama.
Tally chasqueó los dedos, dobló las rodillas mientras se alzaba en el aire y luego se inclinó hacia delante para tomar velocidad.
Shay se situó justo por encima de ella, siguiéndola por detrás.
Los árboles comenzaron a pasar a toda velocidad, azotando los brazos de Tally con sus afiladas hojas como agujas. La tabla no permitiría que chocase contra algo sólido, pero no se preocupaba mucho de las ramitas.
—¡Estira los brazos! ¡Mantén los pies separados! —chilló Shay por enésima vez.
Nerviosa, Tally deslizó rápidamente el pie izquierdo hacia delante.
Al alcanzar el final del parque se viró hacia la derecha, y la tabla dibujó una curva larga y pronunciada. La chica dobló las rodillas, haciéndose más pesada mientras regresaba hacia el punto de partida.
Ahora Tally se dirigía a toda velocidad hacia los banderines de eslalon, agachándose a medida que se acercaba. Notaba cómo el viento le secaba los labios y le levantaba la cola de caballo.
—¡Vaya! —susurró.
La tabla pasó corriendo junto al primer banderín, y ella se inclinó hacia la derecha, abriendo los brazos para mantener el equilibrio.
—¡Cambia! —gritó Shay.
Tally retorció el cuerpo para atraer la tabla debajo de sí de un lado a otro, rodeando el siguiente banderín. Cuando pasó, volvió a retorcerse.
Pero tenía los pies demasiado juntos. ¡Otra vez no! Su zapatilla resbaló en la superficie de la tabla.
—¡No! —gritó tensando los dedos de los pies y ahuecando las manos en el aire con tal de mantenerse a bordo. La zapatilla derecha se deslizó hacia el borde de la tabla hasta que los dedos de los pies se recortaron contra los árboles.
¡Los árboles! Estaba casi de lado, con el cuerpo en paralelo al suelo.
El banderín de eslalon pasó a toda velocidad, y todo terminó de pronto. La tabla volvió a balancearse debajo de Tally mientras su rumbo se hacía recto de nuevo.
¡Había completado la vuelta!
Tally giró para situarse de cara a Shay.
—¡Lo he conseguido! —gritó.
Y entonces… cayó de nuevo.
Confundida por su giro, la tabla había tratado de ejecutar un viraje y la había dejado caer. Tally se relajó mientras sus brazos sufrían una sacudida y todo daba vueltas a su alrededor. Descendió hasta la hierba colgando de sus pulseras sin dejar de reír.
Shay también se reía.
—Casi lo has conseguido.
—¡No he tocado los banderines! ¿Lo has visto?
—Sí, sí, lo has logrado. —Shay se rió, ya en la hierba—. Pero luego no bailes de esa manera, que no es guay. Bizca.
Tally sacó la lengua. En la última semana, Tally se había dado cuenta de que Shay solo utilizaba su feo apodo cuando quería meterse con ella. El resto del tiempo, Shay insistía en que se llamasen por su verdadero nombre, a lo que Tally se había acostumbrado enseguida. Lo cierto era que le gustaba. Nadie la había llamado nunca «Tally», salvo Sol y Ellie —sus padres— y algunos profesores engreídos.
—Lo que tú digas, Flaca. Ha sido fantástico.
Tally se dejó caer sobre la hierba, el cuerpo entero dolorido y los músculos destrozados.
—Gracias por la lección. No hay nada como volar.
Shay se sentó junto a ella.
—Nunca puedes aburrirte a bordo de una aerotabla.
—No me lo había pasado tan bien desde que estaba con…
Tally no pronunció su nombre y alzó la vista al cielo, de un azul espléndido. Un cielo perfecto. Habían empezado bastante tarde. Sobre su cabeza, algunas nubes altas mostraban ya toques de rosa, aunque aún faltaban horas para la puesta de sol.
—Sí —convino Shay—. A mí me pasa lo mismo. Me estaba hartando de andar sola por ahí.
—Bueno, ¿cuánto te falta?
Shay respondió al instante.
—Dos meses y veintiséis días.
Por un momento, Tally se quedó atónita.
—¿Estás segura?
—Claro que lo estoy.
Tally sintió cómo una gran sonrisa se extendía despacio por su rostro y cayó hacia atrás sobre la hierba, riendo.
—Estás de broma. ¡Cumplimos años el mismo día!
—No puede ser.
—Pues así es. Es genial. ¡Las dos nos volveremos perfectas al mismo tiempo!
Shay se quedó en silencio por un momento.
—Sí, supongo.
—El nueve de septiembre, ¿verdad?
Shay asintió.
—Qué guay. La verdad, no creo que pudiera soportar perder a otra amiga, ¿sabes? No tenemos que preocuparnos de que una de nosotras abandone a la otra ni un solo día.
Shay enderezó la espalda, pero ya no sonreía.
—Yo nunca haría eso.
Tally parpadeó.
—No he dicho que fueras a hacerlo, pero…
—Pero ¿qué?
—Cuando uno se vuelve perfecto, se va a Nueva Belleza.
—¿Y qué? Ya sabes que a los perfectos se les permite volver aquí, o escribir.
Tally soltó un bufido.
—Pero nunca lo hacen.
—Yo lo haría.
Shay miró al otro lado del río, hacia las agujas de las torres de fiesta, mordiéndose con firmeza la uña del pulgar.
—Yo también vendría a verte, Shay.
—¿Estás segura?
—Sí.
Shay se encogió de hombros y se tumbó para contemplar las nubes.
—De acuerdo. Pero no eres la primera persona que hace esa promesa, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé.
Se quedaron en silencio durante unos segundos. Las nubes cubrieron el sol poco a poco y empezó a refrescar. Tally pensó en Peris y trató de recordar el aspecto que tenía cuando era Narizotas. Sin saber por qué, ya no se acordaba de su fea cara. Como si aquellos pocos minutos de verlo perfecto hubiesen borrado toda una vida de recuerdos. Todo lo que veía ahora era al Peris perfecto, sus perfectos ojos, su perfecta sonrisa…
—Me pregunto por qué nunca vuelven —dijo Shay—. Solo vienen de visita.
Tally tragó saliva.
—Por lo feos que somos. Flaca, por eso.