38. Ruinas

No abandonaron la cueva hasta la mañana siguiente. Tally entornó los ojos a la luz del alba, escudriñando el cielo por si una flota de aerovehículos se alzaba de pronto por encima de los árboles. Pero no habían oído ningún sonido de búsqueda en toda la noche. Tal vez, ahora que el Humo estaba destruido, atrapar a los últimos fugitivos no mereciese la pena.

La aerotabla de David había pasado la noche escondida en la cueva y llevaba ya un día entero sin luz solar, pero tenía la carga justa para conducirlos de regreso a la montaña. Volaron hacia el río. A Tally le gruñía el estómago después de estar un día entero sin comer, pero lo que más necesitaba era agua. Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.

David se arrodilló en la orilla y metió la cabeza en el agua helada. Tally se estremeció al verlo. Sin una manta ni zapatos, se había pasado toda la noche muerta de frío en la cueva, pese a estar acurrucada en los brazos de David. Necesitaba comer algo caliente antes de lavarse con aquella agua helada.

—¿Y si el Humo sigue ocupado? —preguntó—. ¿Dónde conseguiremos comida?

—¿Dijiste que metieron a los prisioneros en la conejera? ¿Qué fue de los conejos?

—Se dispersaron.

—Exacto. Ahora estarán por todas partes, y no son difíciles de atrapar.

Ella hizo una mueca.

—Está bien, siempre y cuando los cocinemos.

David se echó a reír.

—Por supuesto.

—La verdad… es que nunca he hecho ningún fuego —reconoció Tally.

—No te preocupes. Tienes un talento natural.

David se subió a la tabla y le tendió la mano.

Tally nunca había volado en pareja, y se alegraba de hacerlo con David y no con otro. Se situó delante de él, en contacto con su cuerpo, con los brazos abiertos y las manos de David en su cintura. Tomaban las curvas sin decir una sola palabra. Tally pasaba el peso de su cuerpo de un lado a otro y esperaba a que David hiciera lo mismo. A medida que iban pillándole el truco, sus cuerpos empezaron a moverse juntos, dirigiendo la tabla por el camino como si fuesen una sola persona.

Podían volar juntos siempre que avanzasen despacio, pero Tally se mantenía atenta por si oía sonidos de persecución. En caso de que apareciese un aerovehículo, una huida a toda velocidad iba a ser complicada.

Olieron el Humo mucho antes de verlo.

Desde la montaña, los edificios tenían el aspecto de una hoguera apagada, humeantes, medio desmoronados, ennegrecidos por completo. Nada se movía en el recinto, salvo unos cuantos papeles agitados por el viento.

—Parece que ha ardido durante toda la noche —dijo Tally.

David asintió en silencio. Tally sujetó su mano, preguntándose cómo debía de sentirse al ver el hogar de su infancia reducido a unas ruinas humeantes.

—Lo siento mucho, David —añadió.

—Tenemos que bajar. Necesito ver si mis padres…

Tally buscó indicios de presencia humana. El Humo parecía desierto del todo, pero tal vez hubiese algunos especiales escondidos, a la espera de que reapareciesen los rezagados.

—Deberíamos esperar.

—No puedo. La casa de mis padres está al otro lado de la cadena montañosa. Puede que los especiales no la viesen.

—Si se les escapó, Az y Maddy seguirán allí.

—Pero ¿y si han huido?

—Entonces los encontraremos. Mientras tanto, no dejemos que nos atrapen a nosotros.

David suspiró.

—De acuerdo.

Tally apretó su mano. Desplegaron la aerotabla y esperaron mientras el sol ascendía, vigilando el Humo por si veían indicios de seres humanos. De vez en cuando, las brasas de las hogueras llameaban de nuevo avivadas por la brisa. Las últimas columnas de madera que quedaban en pie se derrumbaron una detrás de otra entre cenizas.

Algunos animales buscaban comida, y Tally contempló en horrorizado silencio cómo un conejo extraviado era asaltado por un lobo: una lucha breve que dejó solo una mancha de sangre y pelo. Eso era lo que quedaba de la naturaleza en estado puro horas después de que cayese el Humo.

—¿Lista para bajar? —preguntó David al cabo de una hora.

—No —dijo Tally—, nunca lo estaré, así que bajemos.

Se aproximaron despacio, listos para volverse y volar si aparecía algún especial. Pero cuando llegaron al límite de la población, Tally sintió que su ansiedad se convertía en algo peor: la horrible certeza de que allí no quedaba nadie.

Su hogar había desaparecido, sustituido por unos restos carbonizados.

En la conejera, unas pisadas mostraban los puntos en que los miembros del grupo habían sido obligados a entrar y salir por las puertas, como si de un rebaño se tratara. Unos cuantos conejos seguían dando saltos entre el polvo.

—Bueno, al menos no nos moriremos de hambre —dijo David.

—Supongo que no —dijo Tally, aunque la visión del Humo le había quitado el apetito. Se preguntó cómo se las arreglaba David para pensar siempre en cosas prácticas a pesar de los horrores que tenía ante sí—. Eh, ¿qué es eso?

En un rincón de la conejera, justo al otro lado de la verja, había montones de pequeños objetos diseminados por el suelo.

Acercaron más la tabla mientras David entornaba los ojos para ver a través de la columna de humo.

—Parecen… zapatos.

Tally parpadeó. David estaba en lo cierto. La chica descendió con la tabla, se bajó de un salto y echó a correr hacia allí.

Miró asombrada a su alrededor. Había unos veinte pares de zapatos de todos los tamaños. Se arrodilló para mirar más de cerca. Los zapatos tenían los cordones atados, como si se los hubiesen quitado a patadas personas con las manos atadas detrás…

—Croy me reconoció —murmuró.

—¿Cómo?

Tally se volvió hacia David.

—Cuando me escapé, pasé volando por encima de la conejera. Croy debió de ver que era yo. Sabía que yo no llevaba zapatos, y bromeamos sobre eso.

Se imaginó al grupo esperando impotentes su destino y haciendo un último gesto de desafío. Croy se habría quitado los zapatos de una patada y luego les habría susurrado a los demás: «Tally está libre, y descalza». Le habían dejado una veintena de pares para escoger. Era la única forma que tenían de ayudar al único miembro del grupo que había logrado escapar.

—Sabían que volvería —se dijo a sí misma con la voz entrecortada. Lo que no sabían era quién les había traicionado.

Escogió un par que parecían más o menos de su número, con suelas antideslizantes para volar en aerotabla, y se los puso. Le iban bien, mejor incluso que los que le habían dado los guardabosques.

Al saltar de nuevo sobre la tabla, Tally tuvo que ocultar su tristeza. Así serían las cosas en adelante. Cada gesto de amabilidad de sus víctimas solo haría que se sintiese peor.

—Vale, allá vamos.

La aerotabla cruzó haciendo eses el campamento humeante, por encima de las ruinas carbonizadas. Junto a un edificio alargado que ahora era poco más que un montículo de escombros ennegrecidos, David detuvo la aerotabla.

—Me lo temía.

Tally trató de recordar lo que había allí antes. Le costaba orientarse en el Humo, ahora que las calles se habían transformado en montones de ruinas y cenizas.

Entonces vio unas cuantas páginas ennegrecidas que revoloteaban al viento. La biblioteca…

—¡No sacaron los libros antes de…! —exclamó—. Pero ¿por qué?

—No quieren que la gente sepa cómo eran las cosas antes de inventar la operación. Quieren que sigamos odiándonos por ser como somos. De lo contrario, es demasiado fácil acostumbrarse a las caras imperfectas, a las caras normales.

Tally se volvió para mirar a David a los ojos.

—Al menos a algunas de ellas.

David esbozó una triste sonrisa.

Entonces a Tally se le pasó algo por la cabeza.

—El Jefe huyó con algunas revistas viejas. Puede que escapase.

—¿A pie? —preguntó David con una sombra de duda en la voz.

—Eso espero.

Tally se inclinó, y la tabla se deslizó hacia el límite de la población.

Unos restos de guindilla manchaban el suelo en el punto en que se había enfrentado a la especial. Tally saltó de la tabla, tratando de recordar por dónde había escapado el Jefe hacia el bosque.

—Si consiguió huir, debe de hacer mucho que se fue —comentó David.

Tally avanzó entre la maleza en busca de indicios de lucha. El sol de la mañana entraba a raudales por entre las hojas, y en el bosque se abría un rastro de arbustos destrozados. El Jefe no había sido demasiado delicado. Se había abierto camino como un elefante.

Encontró el petate medio escondido debajo de un árbol caído y cubierto de musgo. Tras abrir la cremallera, Tally comprobó que las revistas seguían allí, amorosamente envueltas en sus fundas de plástico. Se echó el petate al hombro, contenta de haber salvado algo de la biblioteca. Era una pequeña victoria sobre la doctora Cable.

Al cabo de un momento, encontró al Jefe.

Yacía boca arriba, con el cuello roto. Tenía los dedos apretados y las uñas ensangrentadas como si hubiera arañado a alguien. Debía de haber luchado para distraerlos, tal vez para impedir que encontrasen el petate. O tal vez por Tally, al ver que también ella había llegado al bosque.

Recordó lo que los especiales le habían dicho más de una vez: «No queremos hacerte daño, pero lo haremos si es necesario».

Hablaban en serio, como siempre.

Salió tambaleándose del bosque, aturdida, con el petate colgado al hombro.

—¿Has encontrado algo? —preguntó David.

Tally no respondió.

David se fijó en su expresión y se bajó de la tabla de un salto.

—¿Qué ha pasado?

—Lo han atrapado y lo han matado.

David la miró boquiabierto, e inspiró despacio.

—Vamos, Tally, tenemos que irnos.

Tally parpadeó. La luz del sol parecía distorsionada, retorcida de forma anómala, igual que el cuello del Jefe. Era como si el mundo se hubiese deformado horriblemente mientras ella estaba entre los árboles.

—¿Adonde vamos? —murmuró.

—Tenemos que ir a casa de mis padres.