Tally nunca había volado descalza en una aerotabla. Los jóvenes del Humo organizaban toda clase de competiciones consistentes en llevar pesos o volar en pareja, pero nadie era tan estúpido para volar sin el calzado adecuado.
Estuvo a punto de caerse en la primera curva al bajar zumbando por un camino nuevo que habían cubierto de chatarra hacía solo unos días. Tan pronto como la tabla se ladeó, los pies sucios de Tally resbalaron por su superficie, y su cuerpo dio media vuelta. Agitó los brazos descontroladamente, pero consiguió mantener el equilibrio, cruzando el recinto como una exhalación por encima de la conejera.
Una ovación irregular se alzó del suelo cuando los prisioneros la vieron pasar volando y se dieron cuenta de que alguien escapaba. Pero Tally estaba demasiado ocupada intentando mantenerse en pie sobre la tabla para mirar hacia abajo.
Mientras recuperaba el equilibrio, se dio cuenta de que no llevaba pulseras protectoras. Cualquier caída sería definitiva. Los dedos de sus pies se agarraron a la tabla, y se propuso tomar la siguiente curva más despacio. Si esa mañana el cielo hubiese estado nublado, el sol aún no habría secado el rocío de la tabla de Croy. Ella yacería desplomada y hecha un guiñapo en la conejera, seguramente con el cuello roto. Era una suerte que, como la mayoría de los jóvenes del Humo, durmiese con el sensor ventral puesto.
En ese momento oyó el chirrido de los aerovehículos que despegaban tras de sí.
Tally solo conocía dos formas de salir del Humo en aerotabla. Siguiendo su instinto, se dirigió hacia las vías férreas en las que trabajaba a diario. El valle quedó detrás de ella, y consiguió tomar sin caerse la cerrada curva hacia el arroyo de aguas embravecidas. Sin mochila y sin sus pesadas pulseras protectoras, Tally se sentía prácticamente desnuda.
La tabla de Croy no era tan rápida como la suya y, además, no conocía sus peculiaridades. Volar en ella era como correr con unos zapatos nuevos para salvar tu vida.
El agua le salpicaba el rostro, las manos y los pies. Se arrodilló y se agarró al borde de la tabla con las manos mojadas, volando lo más bajo posible. Allí abajo, las salpicaduras podían dificultar el vuelo aún más, pero la barrera de los árboles la hacía invisible. Se aventuró a mirar hacia atrás: aún no había rastro de aerovehículos.
Mientras bajaba como una exhalación por el arroyo zigzagueante, regateando entre las curvas cerradas que tan bien conocía, Tally pensó en todas las veces que David, Shay y ella habían hecho carreras por aquel camino. Se preguntó dónde estaría David en ese momento. ¿En el campamento, atado y a punto de ser llevado a una ciudad que jamás había visto? ¿Le limarían la cara y se la sustituirían por una máscara perfecta? ¿Convertirían su cerebro en el puré que a las autoridades les pareciese adecuado para un antiguo renegado que se había criado en el bosque?
Sacudió la cabeza para expulsar aquellos pensamientos de su mente. David no estaba entre los prisioneros que habían opuesto resistencia. De haber sido capturado, sin duda habría resistido al enemigo. Debía de haberse escapado.
El rugido de un aerovehículo pasó por encima de su cabeza, y la onda expansiva que dejaba a su paso estuvo a punto de tirar a Tally de la tabla. Al cabo de unos segundos supo que la habían descubierto, porque el giro chirriante del aerovehículo resonó a través del bosque mientras regresaba hacia el río.
Pasaron unas sombras por encima de Tally, y al mirar hacia arriba vio que la seguían dos aerovehículos, con las palas brillantes como cuchillos al sol de media mañana. Los aerovehículos podían ir a cualquier parte, pero Tally estaba limitada por sus alzas magnéticas. Estaba atrapada en la ruta hacia el ferrocarril.
Recordó su primer viaje hasta el despacho de la doctora Cable y la violenta agilidad del aerovehículo con su conductor perfecto cruel. En línea recta, eran mucho más rápidos que cualquier tabla. Su única ventaja era que ella conocía muy bien el camino.
Por fortuna, no era una línea recta.
Tally se agarró a la tabla con ambas manos y saltó del río a la colina. Los vehículos desaparecieron a lo lejos, pasando de largo mientras ella rozaba el filón de hierro. Pero ahora Tally estaba a la vista, y las llanuras se extendían a sus pies tan amplias como siempre.
Se fijó fugazmente en que hacía un día estupendo, sin una sola nube.
Adoptó una posición casi horizontal para reducir la resistencia del viento, extrayendo de la tabla de Croy hasta el último gramo de velocidad. No parecía que pudiese protegerse antes de que los dos vehículos diesen media vuelta.
Se preguntó cómo pensaban capturarla. ¿Utilizarían un inmovilizador? ¿Arrojarían una red? ¿La derribarían sencillamente con sus ondas expansivas? A aquella velocidad y sin pulseras protectoras, cualquier cosa que tirase a Tally de la tabla la mataría.
Probablemente a los especiales esa posibilidad no les preocupaba mucho.
El chirrido de sus palas procedía de su derecha, cada vez más fuerte.
Cuando el sonido estaba a punto de alcanzarla, Tally se arrastró en un aeroderrapaje completo, y su impulso la aplastó contra la tabla. Los dos aerovehículos pasaron como una exhalación, fallando por un kilómetro, pero el viento desatado por su paso la hizo girar en círculos. La tabla volcó y luego volvió a enderezarse. Tally se agarró con ambos brazos mientras el mundo daba vueltas descontroladamente a su alrededor.
Recuperó el control y volvió a impulsar la tabla hacia delante, imprimiéndole de nuevo toda la velocidad antes de que los aerovehículos pudiesen dar la vuelta. Tal vez los especiales fuesen más rápidos, pero su aerotabla era más manejable.
Mientras se acercaba a la siguiente curva, los aerovehículos se dirigieron directamente hacia ella. Ahora avanzaban más despacio, pues los pilotos habían comprendido que a la máxima velocidad no podrían evitar pasar de largo.
Ahora iban a tener que volar por debajo de los árboles.
Volando de rodillas, agarrada a la tabla con ambas manos, Tally giró en la siguiente curva y descendió hasta pasar rozando la tierra agrietada del lecho seco del riachuelo. Oyó que el chirrido de los aerovehículos aumentaba sin parar.
Le seguían la pista con demasiada facilidad, seguramente utilizando su calor corporal para identificarla entre los árboles, como hacían los guardianes en la ciudad. Tally recordó la pequeña estufa portátil que había utilizado tantas veces para salir a hurtadillas de la residencia. Ojalá la tuviese en ese momento.
Entonces Tally se acordó de las cuevas que David le había enseñado el primer día. Bajo las frías piedras de la montaña, su calor corporal desaparecería.
Hizo caso omiso del ruido de sus perseguidores, bajando como una exhalación por el lecho del riachuelo y cruzando una estribación antes de situarse sobre el río que llevaba al ferrocarril. Voló a toda velocidad por encima del agua, y los aerovehículos se mantuvieron por encima de los árboles, aguardando con paciencia a que saliese al descubierto.
A medida que se aproximaba el desvío hacia la vía, Tally aumentó su velocidad, rozando el agua lo más rápido posible. Tomó la curva con un derrapaje completo y bajó por la vía a toda marcha.
Los vehículos descendieron apresuradamente por el río. Tal vez los especiales esperaban que se desviase hacia otro río, pero la repentina aparición de una vieja vía férrea los había sorprendido. Si podía llegar a la montaña antes de que los aerovehículos completasen sus lentos giros, estaría a salvo.
Tally recordó a tiempo el punto donde habían arrancado la vía para sacar chatarra. Inclinó la tabla durante un angustioso instante de caída libre y remontó el vuelo sobre el hueco en una elevada parábola. Las alzas volvieron a hallar metal, y treinta segundos después se detuvo derrapando al final de la línea.
Tally saltó de la aerotabla, le dio la vuelta y la empujó de nuevo hacia el río. En ausencia de las pulseras protectoras, que la habrían retenido, la tabla se deslizaría por la línea recta del ferrocarril hasta llegar al hueco, donde caería al suelo.
Con un poco de suerte, los especiales creerían que Tally se había caído e iniciarían su búsqueda allí.
Trepó por las rocas y entró en la cueva. A oscuras, avanzó a toda prisa, confiando en que las toneladas de piedra que se hallaban sobre su cabeza fuesen suficientes para esconderla de los especiales. Cuando la pequeña abertura de luz situada en la boca de la cueva se encogió hasta alcanzar el tamaño de un ojo, Tally se dejó caer sobre la piedra, jadeante y con las manos aún temblorosas por el vuelo, repitiéndose una y otra vez que lo había conseguido.
Pero ¿qué había conseguido? No tenía zapatos, ni aerotabla, ni amigos, ni siquiera un depurador de agua o un paquete de EspagBol. Ningún hogar al que regresar.
Tally estaba completamente sola.
—Estoy muerta… —dijo en voz alta.
Una voz surgió de la oscuridad:
—¿Tally? ¿Eres tú?