35. En caso de daño

La llevaron a la biblioteca, transformada en cuartel general para la invasión. Las largas mesas estaban llenas de pantallas de trabajo portátiles manejadas por especiales. Su habitual silencio se había visto sustituido por un rumor de conversaciones y órdenes. Las voces afiladas de los perfectos crueles pusieron enferma a Tally.

La doctora Cable aguardaba ante una de las largas mesas. Estaba leyendo una vieja revista y parecía casi relajada, aislada de la actividad que se desarrollaba a su alrededor.

—¡Ah, Tally! —exclamó enseñando los dientes en un intento de sonreír—. Me alegro de verte. Siéntate.

Tally se preguntó qué escondía el saludo de la doctora. Las especiales habían considerado a Tally como una cómplice de la invasión. ¿Había llegado hasta ellos alguna señal procedente del colgante antes de que se decidiera a destruirlo?

En cualquier caso, su única posibilidad de escapar era seguirles la corriente. Cogió una silla y se sentó.

—¡Madre mía, qué aspecto tienes! —dijo la doctora Cable—. Querrás ser perfecta, pero siempre tienes una pinta horrible.

—He tenido una mañana movidita.

—Parece que te has metido en un buen lío.

Tally se encogió de hombros.

—Solo intentaba apartarme de en medio.

—¿De verdad? —dijo la doctora Cable mientras colocaba la revista boca abajo sobre la mesa—. No parece que eso se te dé demasiado bien.

Tally tosió dos veces y el último resto de guindilla salió de sus pulmones.

—Supongo que no.

La doctora Cable miró su pantalla de trabajo.

—Veo que te teníamos entre los que han opuesto resistencia.

—Algunos ya sospechaban de mí. Por eso, cuando les oí llegar traté de salir de la población. No quería estar por aquí cuando todo el mundo advirtiera lo que estaba ocurriendo, por si se enfadaban conmigo.

—Eso es instinto de conservación. Bueno, al menos hay algo que se te da bien.

—Yo no pedí venir aquí.

—No, y además te tomaste tu tiempo —replicó la doctora Cable, arrellanándose en su asiento y tamborileando con sus dedos largos y finos—. ¿Cuántos días llevas aquí exactamente?

Tally se forzó a toser de nuevo, mientras pensaba si le convenía mentir. No era probable que la delatase su voz, aún áspera e irregular a causa de la guindilla. Y aunque en el despacho de la doctora Cable en la ciudad hubiese un gran detector de mentiras, aquella mesa y aquella silla eran de madera maciza, sin trucos dentro.

Al fin respondió con una evasiva.

—Tampoco llevo tanto tiempo.

—La verdad es que no llegaste aquí tan deprisa como yo esperaba.

—Estuve a punto de no conseguirlo. Y cuando llegué, ya había pasado una eternidad desde mi cumpleaños. Por eso sospecharon de mí.

La doctora Cable sacudió la cabeza.

—Supongo que debería haberme preocupado por haberte dejado sola en el bosque. Pobre Tally.

—Gracias por su interés.

—Estoy segura de que habrías utilizado el colgante si te hubieses metido en algún problema serio, dado que el instinto de conservación es tu única habilidad.

—Salvo que me hubiese caído desde un acantilado —dijo Tally con desprecio—, cosa que estuvo a punto de pasarme.

—De todos modos, habríamos ido a buscarte. Si el colgante se hubiese dañado, habría enviado una señal de forma automática.

Tally asimiló las palabras despacio: «Si el colgante se hubiese dañado…». Se agarró con fuerza al borde de la mesa, tratando de mostrarse impasible.

La doctora Cable entornó los ojos. Tal vez no disponía de máquinas que interpretasen la voz, el ritmo cardíaco y el sudor, pero sus propias percepciones estaban alerta. Había escogido aquellas palabras para provocar una reacción.

—Hablando del colgante, ¿dónde está?

Tally se llevó las manos al cuello. Por supuesto, la doctora Cable se había fijado enseguida en la ausencia del colgante. Trató de pensar deprisa en una respuesta. Le habían quitado las esposas.

Tenía que salir de allí y llegar al puesto de intercambio. Con un poco de suerte, su aerotabla seguiría en el tejado, cargándose al sol de la mañana.

—Lo escondí —dijo—. Estaba asustada.

—¿Asustada de qué?

—Anoche, cuando estuve segura de que esto era realmente el Humo, activé el colgante. Pero esta gente tiene un artefacto que detecta los rastreadores, y encontraron uno en mi tabla, el que me pusieron allí sin decírmelo.

La doctora Cable sonrió abriendo las manos en un gesto de impotencia.

—Eso estuvo a punto de echarlo todo a perder —continuó Tally—. Así que, después de activar el colgante, tuve miedo de que supiesen que se había enviado una transmisión. Lo escondí por si venían a buscarlo.

—Entiendo. A veces, cierto grado de inteligencia acompaña a un fuerte instinto de conservación. Me alegro de que decidieses ayudarnos.

—No tenía otra opción.

—Siempre la tuviste, Tally, pero tomaste la decisión correcta. Decidiste venir aquí y buscar a tu amiga para salvarla de una vida de imperfección. Deberías alegrarte por ello.

—Estoy encantada.

—Vosotros, los imperfectos, siempre tan obstinados. Bueno, pronto madurarás.

Al oír aquellas palabras, un escalofrío le recorrió la columna. Para la doctora Cable, «madurar» significaba dejar que te cambiasen el cerebro.

—Solo hay una cosa más que tienes que hacer por mí, Tally. ¿Te importa sacar el colgante del lugar en el que lo escondiste? No me gusta dejar cabos sueltos.

Tally sonrió.

—Lo haré con mucho gusto.

—Este agente te acompañará —dijo la doctora Cable mientras levantaba un dedo y aparecía un especial a su lado—. Y para protegerte de tus amigos, haremos que parezca que has opuesto una valiente resistencia.

El especial le puso de nuevo las esposas y Tally volvió a notar que el plástico se le clavaba en las muñecas.

Inspiró profundamente mientras la cabeza le palpitaba.

—Lo que usted diga —se obligó a decir.

—Por aquí.

Tally acompañó al especial al puesto de intercambio mientras se hacía cargo de la situación.

El Humo había sido derrotado y reducido al silencio. Las hogueras ardían. Algunas estaban ya apagadas, pero unas nubes de humo seguían elevándose de la madera ennegrecida y arremolinándose por todo el campamento.

Unos cuantos del grupo miraron a Tally con suspicacia. Era la única que seguía caminando por ahí, cuando todos los demás estaban en el suelo, esposados y bajo custodia, la mayoría junto a la conejera.

Tally esbozó una triste sonrisa, con la esperanza de que se fijasen en que iba esposada igual que ellos.

Cuando llegaron al puesto de intercambio, Tally miró hacia arriba.

—Lo escondí en el tejado.

El especial observó el edificio con un gesto de desconfianza.

—De acuerdo —dijo—. Espera aquí. Siéntate y no te levantes.

Tally se encogió de hombros y se arrodilló con cuidado.

Se estremeció al ver la facilidad con que el especial trepaba al tejado. ¿Cómo iba a vencer a aquel perfecto cruel? Aunque consiguiese desatarse las manos, él era más corpulento, más fuerte y más rápido.

Al cabo de un momento, el hombre asomó la cabeza por el borde.

—¿Dónde está?

—Debajo del rapchuco.

—¿El qué?

—¡El rapchuco! Ya sabe, esa cosa donde el perfil del tejado se une con el abersenacho.

—¿De qué demonios hablas?

—Supongo que es jerga del Humo. Deje que se lo enseñe.

Una expresión fugaz cruzó el rostro impasible del especial, mezcla de fastidio y suspicacia. Pero bajó de un salto y apiló un par de cajones. Se encaramó sobre ellos, tiró de Tally y la levantó hasta el borde del tejado como si no pesara nada.

—Si tocas una de esas aerotablas, te sacudo el polvo —la amenazó de pasada.

—¿Es que hay aerotablas aquí arriba?

El especial dio otro salto y la puso de pie sobre el tejado.

—Búscalo.

—Claro.

Tally subió por el tejado con mucho cuidado, exagerando la dificultad de mantener el equilibrio con las manos atadas. Las pilas solares de las aerotablas brillaban deslumbrantes al sol. La tabla de Tally se hallaba demasiado lejos, al otro lado del tejado, y estaba desplegada en ocho secciones. Para doblarla necesitaría un minuto largo. Pero Tally vio otra en las proximidades, tal vez la de Croy, que solo se había desplegado una vez. Tenía la luz verde. Si la cerraba de una patada, la tabla estaría lista para volar.

Pero Tally no podía volar con las manos atadas. A la primera curva se caería.

Inspiró profundamente, ignorando la parte de su cerebro que solo veía la distancia hasta el suelo. Mientras el especial fuese tan rápido y fuerte como parecía…

—Llevo un chaleco de salto —se dijo a sí misma—. No puede pasarme nada.

Tally dejó que sus pies descalzos resbalasen y cayó por el tejado.

Las ásperas tejas le golpearon en las rodillas y los codos mientras rodaba, y Tally soltó un grito de dolor. Luchó por no caer desde el tejado, agitando los pies contra la madera para frenar su caída.

Justo cuando llegaba al borde, una mano de hierro se cerró sobre su hombro. Tally cayó rodando al vacío mientras el suelo se acercaba amenazadoramente, pero se detuvo con una fuerte sacudida del brazo y oyó que el especial maldecía con su voz afilada.

Osciló por un momento, con su caída interrumpida, y luego ambos empezaron a deslizarse hacia abajo.

Oyó que los dedos y los pies del especial buscaban con desesperación un punto al que agarrarse. Por muy fuerte que pudiera ser, no tenía ningún asidero. Tally iba a caer.

Pero al menos se lo llevaría consigo.

Entonces el especial dio un gruñido y Tally sintió que tiraban de ella con fuerza. Se vio arrojada de nuevo sobre el tejado, y una sombra pasó sobre ella.

Algo golpeó el suelo. ¡El especial se había arrojado desde el tejado para salvarla!

Se agachó, se puso en pie y levantó la mitad de la aerotabla de Croy con un pie para cerrarla. Oyó un ruido procedente del borde del tejado y se apartó de la tabla.

Aparecieron los dedos del especial y luego su cuerpo. Estaba del todo ileso.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Tally—. Vaya, son ustedes muy fuertes. Gracias por salvarme.

Él le dedicó una mirada fría.

—Coge lo que hemos venido a buscar y procura no matarte.

—De acuerdo.

Tally se volvió, consiguió meter el pie en una teja y se tambaleó de nuevo. El especial la atrapó en el acto. Por fin, percibió verdadera rabia en su voz:

—Vosotros los imperfectos sois tan… ¡incompetentes!

—Bueno, tal vez si usted pudiera…

Antes incluso de que las palabras saliesen de su boca, notó que desaparecía la presión en sus muñecas. Se llevó las manos hacia delante y se frotó los hombros.

—Uf. Gracias.

—Escucha —dijo el especial con las navajas de su voz más afiladas que nunca—, no quiero hacerte daño, pero…

—Lo hará si es necesario.

Tally sonrió. El hombre se hallaba exactamente en el lugar adecuado.

—Coge lo que te ha pedido la doctora Cable. Y no te atrevas a tocar una de esas aerotablas.

—No se preocupe, no tengo que hacerlo —dijo ella, y chasqueó los dedos de ambas manos con todas sus fuerzas.

La aerotabla de Croy dio un bote en el aire y derribó al especial. El hombre volvió a caer del tejado, y Tally saltó sobre la tabla.