Tally se apartó de la ventana y no vio más que camas vacías. Estaba sola en el barracón.
Medio dormida, hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. La tierra retumbaba bajo sus pies descalzos y el barracón tembló a su alrededor. De pronto, el plástico de una de las ventanas se hizo añicos, y el sordo estrépito del exterior se precipitó dentro para aporrear sus oídos. El edificio entero vibró como si fuese a derrumbarse.
¿Dónde estaban todos? ¿Habían huido del Humo, dejándola allí para que hiciese frente sola a aquella invasión?
Tally corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. Ante ella estaba aterrizando un aerovehículo que la cegó por un momento al cubrirle la cara de polvo. Reconoció las líneas crueles de la máquina porque se parecían a las del vehículo de Circunstancias Especiales que la llevó por primera vez a ver a la doctora Cable. Pero esta iba equipada con cuatro palas —situadas donde se hallarían las ruedas de un vehículo terrestre—, como un cruce entre un aerovehículo normal y el helicóptero de los guardabosques.
Tally se dio cuenta de que aquel artefacto podía viajar por cualquier parte, dentro de una ciudad o en plena naturaleza. Recordó las palabras de la doctora Cable: «Estaremos allí en cuestión de horas». Tally apartó el pensamiento de su cabeza. Aquel ataque no podía tener nada que ver con ella.
El aerovehículo aterrizó sobre el suelo polvoriento con un golpe sordo. No podía quedarse allí parada. Tally se volvió y echó a correr.
El campamento era un caos de humo y gente que corría. Las hogueras de los cocineros habían saltado de sus hoyos, y por todas partes ardían brasas diseminadas. Dos de los edificios más grandes estaban en llamas. Pollos y conejos daban saltitos entre el polvo y las cenizas, que ascendían en volutas incontroladas. Decenas de imperfectos corrían de un lado a otro, unos tratando de apagar los incendios, otros intentando escapar y otros simplemente aterrorizados.
En medio del caos se movían las formas de los perfectos crueles. Sus uniformes grises atravesaban la confusión como sombras fugaces. Elegantes y pausados, como si no fuesen conscientes de la confusión que los rodeaba, empezaron a someter a los aterrados imperfectos. Se movían de forma vaga, sin ningún arma visible, dejando en el suelo, atados y aturdidos, a todos los que hallaban a su paso.
Poseían una rapidez y una fuerza sobrehumanas. La Operación especial les había dotado de algo más que un rostro terrible.
Cerca de la cantina, una veintena de imperfectos resistían al enemigo, manteniendo a raya a un puñado de especiales con hachas y garrotes improvisados. Tally se abrió paso hasta allí, y la mezcla de los olores del desayuno llegaron hasta ella a través de la sofocante nube de humo. Su estómago emitió un gruñido.
Se dio cuenta de que no había oído la llamada del desayuno, pues estaba demasiado agotada para despertarse con todos los demás. Los especiales debían de haber esperado a que la mayoría de ellos estuviesen reunidos en la cantina para iniciar la invasión.
Evidentemente, querían capturar tantos pobladores del Humo como fuese posible en un solo ataque.
Los especiales no atacaron al numeroso grupo de la cantina. Esperaron con paciencia rodeando el edificio mientras iban llegando más aerovehículos. Cuando alguien trataba de cruzar el cordón, reaccionaban con rapidez, desarmando e incapacitando a quien intentase escapar. Pero la mayoría de ellos estaban demasiado conmocionados para resistirse, paralizados por los terribles rostros de sus oponentes. Hasta aquel momento, la mayoría no había visto nunca a un perfecto cruel.
Tally se pegó a un edificio, tratando de ocultarse junto a una pila de leña. Se protegió los ojos de la tormenta de polvo, buscando una vía de escape. No había manera alguna de llegar al centro del Humo; allí estaba su aerotabla, colocada sobre el amplio tejado del puesto de intercambio, cargándose al sol. El bosque era la única salida.
Había una extensión de árboles en el extremo más cercano de la población, solo a veinte segundos de carrera de allí. Pero había una especial entre Tally y los árboles, esperando para interceptar a los que se quedaban aislados. Sus ojos escudriñaban el acceso al bosque y su cabeza se movía de un lado a otro con un movimiento mecánico, como si estuviese presenciando un partido de tenis a cámara lenta sin demasiado interés.
Tally se acercó sigilosamente, sin separarse del edificio. Un aerovehículo pasó por encima de su cabeza, echándole a los ojos una nube de polvo y virutas.
Cuando pudo ver de nuevo, Tally encontró a un imperfecto viejo agachado junto a ella, contra la pared.
—¡Eh! —susurró el recién llegado.
Tally reconoció los rasgos caídos y la expresión amargada del Jefe.
—Señorita, tenemos un problema —dijo dominando el estrépito del ataque con su áspera voz.
Tally miró hacia donde estaba apostada la especial.
—Sí, lo sé.
Otro aerovehículo pasó rugiendo por encima de ellos, y el Jefe tiró de Tally; doblaron la esquina del edificio y bajaron por detrás de un bidón que recogía el agua de lluvia de los canalones.
—¿También usted la ha visto? —preguntó el Jefe luciendo una sonrisa en la que faltaba un diente—. Tal vez si los dos corremos a la vez, uno de nosotros pueda conseguirlo, siempre que el otro ofrezca resistencia.
Tally tragó saliva.
—Supongo —respondió asomándose para mirar a la especial, que estaba tan tranquila como un anciano en espera de un barco de recreo—. Pero son muy rápidos.
—Eso depende —dijo él dejando caer el petate que llevaba al hombro—. Hay dos cosas que siempre tengo a punto por si hay emergencias.
El Jefe abrió la cremallera del petate y sacó un recipiente de plástico del tamaño de un bocadillo.
—Esta es una.
Abrió una esquina de la tapa, y del recipiente se elevó una nube de polvo. Al cabo de un segundo, Tally sintió que la cabeza le ardía y que los ojos se le llenaban de lágrimas; se tapó la cara y empezó a toser, intentando desprenderse de la lengua de fuego que se le había metido en la garganta.
—No está mal, ¿eh? —preguntó el Jefe con una risita—. Es guindilla pura, seca y molida. No va mal para las judías, pero en los ojos es puro fuego.
Tally se restregó las lágrimas y consiguió hablar.
—¿Está chiflado?
—La otra cosa es esta bolsa, que contiene una muestra representativa de doscientos años de cultura visual de la era oxidada. Objetos insustituibles y de un valor incalculable. Bueno, ¿cuál quiere?
—¿Cómo?
—¿Quiere la guindilla o la bolsa de revistas? ¿Quiere que la atrapen mientras distrae a nuestra amiga especial, o salvar de estos bárbaros una valiosa pieza del patrimonio humano?
Tally tosió una vez más.
—Creo… que quiero escapar.
El Jefe sonrió.
—Muy bien. Estoy harto de correr. También estoy harto de perder pelo y de ser corto de vista. He cumplido con mi parte, y usted parece bastante rápida.
Le entregó el petate. Pesaba mucho, pero Tally se había fortalecido desde su llegada al Humo. Las revistas no eran nada en comparación con la chatarra.
Pensó en el día de su llegada allí, cuando vio por primera vez una revista en la biblioteca y se dio cuenta, horrorizada, del aspecto que había tenido en otro tiempo la humanidad. Aquel primer día, las fotos la pusieron enferma, y ahora estaba dispuesta a salvarlas.
—Este es el plan —anunció el Jefe—. Yo iré en primer lugar, y cuando esa especial me agarre le llenaré la cara de guindilla. Usted corra todo lo que pueda en línea recta y no mire atrás. ¿Lo entiende?
—Sí.
—Con un poco de suerte, ambos podríamos conseguirlo, aunque no me vendría mal un lifting. ¿Lista?
Tally se echó la bolsa al hombro.
—Vamos.
—Uno… dos… ¡Madre mía! Hay un problema, señorita.
—¿Qué?
—No lleva zapatos.
Tally bajó la vista. En su confusión, había salido del barracón descalza. Era bastante fácil caminar por la tierra apisonada del recinto del Humo, pero en el bosque…
—No podrá correr ni diez metros, señorita.
El Jefe le quitó el petate y le puso en las manos el recipiente de plástico.
—Márchese ya.
—Pero yo… —dijo Tally—. Yo no quiero volver a la ciudad.
—Sí, señorita, y a mí me vendría bien que me arreglasen los dientes, pero todos tenemos que hacer sacrificios. ¡Salga ya!
Al pronunciar la última palabra la empujó, obligándola a salir de detrás del bidón.
Tally tropezó hacia delante y quedó a la vista, en medio de la calle. El rugido de un aerovehículo pareció pasar justo por encima de su cabeza. Tally se agachó de forma instintiva y echó a correr hacia la protección del bosque.
La especial miró a Tally, cruzó los brazos con calma y frunció el ceño como si fuese una maestra que hubiera descubierto a unos niños jugando en un lugar prohibido.
Tally se preguntó si la guindilla le haría algo a la mujer. Si afectaba a la especial como le había afectado a ella, tal vez aún lograría llegar hasta el bosque. Aunque tuviese que hacer de cebo. Aunque no llevase zapatos.
Aunque ya hubiesen atrapado a David y nunca más volviese a verlo…
Ese pensamiento desató un súbito torrente de rabia en su interior, así que corrió directamente hacia la mujer sujetando el recipiente con ambas manos.
En el rostro cruel de la especial apareció una sonrisa.
Una décima de segundo antes de que chocasen, la especial pareció desaparecer como una moneda en la mano de un mago. Al dar el siguiente paso, Tally notó algo duro que le golpeaba la espinilla, y el dolor le ascendió por la pierna. Cayó hacia delante con las manos extendidas para amortiguar la caída, y el recipiente se le resbaló de las manos.
Chocó con fuerza contra el suelo y patinó sobre las palmas de las manos. Mientras rodaba por el polvo, Tally vio a la especial agachada detrás de ella. La mujer no había hecho más que acuclillarse, tan rápido que no pudo verla, y Tally había tropezado con ella como si fuese una chiquilla torpe en una trifulca.
Mientras sacudía la cabeza y escupía la tierra que le había entrado en la boca, Tally descubrió que el recipiente estaba fuera de su alcance. Intentó llegar hasta él, pero la aplastó un peso asombroso que la lanzó de cara contra el suelo. Notó que le estiraban las muñecas hacia atrás y se las ataban con unas esposas de plástico duro que se le clavaron en la carne.
Forcejeó, pero no pudo moverse.
A continuación desapareció el agobiante peso, y el ligero empujón de una bota la volvió boca arriba sin esfuerzo. La especial se encontraba de pie sobre ella. Tenía una fría sonrisa en los labios, y en las manos el recipiente.
—Bueno, bueno, imperfecta —dijo la perfecta cruel—. Cálmate, por favor. No queremos hacerte daño, pero lo haremos si es necesario.
Tally quiso hablar, pero su mandíbula se tensó de dolor. Al caer, se había estrellado contra el suelo.
—¿Qué tiene de importante esto? —le preguntó la especial mientras agitaba el recipiente y trataba de atisbar a través del plástico traslúcido.
De reojo, Tally vio que el Jefe avanzaba hacia el bosque. Corría despacio y con dificultad, porque el petate resultaba demasiado pesado para él.
—Ábralo y mire —soltó Tally.
—Lo haré —dijo ella sin dejar de sonreír—. Pero lo primero es lo primero.
Centró su atención en el Jefe, y su postura adquirió de pronto un aspecto animal, agazapado y enroscado dispuesto a saltar sobre su presa.
Tally rodó hacia atrás sobre sí misma, pateando descontroladamente con ambos pies. Una de sus patadas alcanzó el recipiente, que se abrió, cubriendo con una nube de polvo verde pardusco a la especial.
Por un instante, el rostro de la mujer expresó incredulidad. Emitió un ruido ahogado y todo su cuerpo se estremeció. Entonces cerró con fuerza los ojos y los puños, y se puso a chillar.
El sonido no era humano. Se clavó en los oídos de Tally como una sierra vibradora al chocar con el metal, y cada músculo de su cuerpo luchó por liberarse de las esposas mientras sus instintos le exigían que se tapase los oídos. Con otra patada descontrolada logró darse la vuelta, se levantó a trompicones y se dirigió hacia el bosque.
A medida que la guindilla molida se dispersaba en el viento, a Tally empezó a picarle la garganta y se puso a toser sin dejar de correr. Apenas veía, porque tenía los ojos llorosos y escocidos. Con las manos atadas a la espalda, Tally entró tambaleándose en el bosque. Sus pies descalzos tropezaron con algo en la densa vegetación y cayó al suelo.
Intentó avanzar a rastras para quitarse de la vista.
Mientras se restregaba las lágrimas, comprobó que el grito inhumano de la especial era una clase de alarma. Tres perfectos crueles más habían respondido. Uno se llevó a la especial cubierta de guindilla, y los demás se acercaron al bosque.
Tally se quedó inmóvil, semioculta en la maleza.
Entonces notó un picor en la garganta, una irritación que crecía poco a poco. Tally contuvo el aliento y cerró los ojos. Pero su pecho empezó a estremecerse mientras su cuerpo se contraía, exigiendo expulsar los restos de guindilla de sus pulmones.
Tenía que toser.
Tally tragó una y otra vez, confiando en que la saliva pudiese apagar el fuego de su garganta. Sus pulmones pedían a gritos oxígeno, pero no se atrevía a respirar. Uno de los especiales estaba muy cerca y escudriñaba el bosque con lentos movimientos oscilantes de cabeza mientras sus ojos implacables examinaban la espesura.
Poco a poco, de forma dolorosa, las llamas empezaron a extinguirse en el pecho de Tally y la tos se apagó en su interior. Se relajó y soltó por fin el aire.
Pese al estruendo de los aerovehículos, el crepitar de los edificios en llamas y el estrépito de la batalla, el especial oyó su suave espiración. Volvió la cabeza rápidamente con los ojos entornados, y en lo que pareció un solo movimiento se situó junto a ella y apoyó una mano en su nuca.
—Eres un elemento de cuidado —dijo.
Tally intentó responder, pero acabó tosiendo con virulencia, y el hombre la obligó a pegar la cara contra el suelo antes de que pudiera respirar de nuevo.