Al cabo de unas horas había una pila de chatarra en un extremo del claro. Tardaban una hora en arrancar cada tramo de raíl, que luego transportaban entre todos. Los travesaños se hallaban en otra pila; no toda la madera de los habitantes del Humo procedía de árboles vivos. Tally observó con admiración la vía arrancada del bosque.
Asimismo, le llamó la atención el aspecto de sus manos: rojas e irritadas, doloridas y cubiertas de ampollas.
—Tienen mala pinta —dijo David tras echar un vistazo de soslayo a Tally, que se las miraba asombrada.
—Hasta ahora no me he dado cuenta de que me duelen tanto —dijo ella.
David se echó a reír.
—El trabajo duro es una buena distracción, aunque tal vez deberías tomarte un descanso. Estaba a punto de ir a inspeccionar la vía en busca de otro tramo que recuperar. ¿Quieres venir?
—Claro —contestó ella agradecida.
Solo pensar en volver a coger el gato le producía temblores en las manos.
Dejando a los demás en el claro, volaron con la aerotabla por encima de los árboles de troncos nudosos, siguiendo la vía apenas visible que se extendía a sus pies, entre la espesura. David volaba bajo, a la altura de las copas de los árboles, evitando con elegancia las ramas y las púas como si hiciese eslalon. Tally observó que, al igual que sus zapatos, toda su ropa estaba hecha a mano. En la ropa de ciudad solo se usaban las costuras y pespuntes como adorno; en cambio, la chaqueta de David parecía compuesta por una docena de retales de cuero de varios tonos y formas. Aquellas piezas de cuero le recordaron al monstruo de Frankenstein, y en su mente surgió un terrible pensamiento.
¿Y si la chaqueta estaba hecha de cuero auténtico, como en los viejos tiempos? Pieles.
Se estremeció. David no podía llevar sobre su cuerpo un puñado de animales muertos. Aquellas personas no eran salvajes. Además, tenía que reconocer que la prenda le sentaba bien; el cuero se ajustaba a sus hombros como un guante. Y resistía el azote de las ramas mejor que su chaqueta de microfibra de la residencia.
David aminoró la velocidad al llegar a un claro, y Tally vio que habían alcanzado un muro de roca.
—¡Qué raro! —exclamó.
La vía férrea penetraba en la montaña y desaparecía entre un montón de piedras.
—Los oxidados se tomaban muy en serio las líneas rectas —explicó David—. Cuando construían raíles, no les gustaba rodear las cosas.
—Entonces, ¿las atravesaban?
David asintió.
—Sí. Esto era un túnel que se había abierto en la montaña. Debió de derrumbarse algún tiempo después del estallido de pánico de los oxidados.
—¿Crees que había alguien dentro cuando ocurrió?
—Seguramente no, aunque nunca se sabe. Podría haber un tren lleno de esqueletos de oxidados ahí dentro.
Tally tragó saliva, tratando de imaginar lo que habría allí dentro, aplastado y enterrado durante siglos en la oscuridad.
—El bosque es mucho más claro por aquí —dijo David—, y el trabajo será más fácil. Lo único que me preocupa es que esas piedras se derrumben si empezamos a levantar raíles.
—Parecen bastante sólidas.
—¿Tú crees? Fíjate —replicó David.
Se bajó de la tabla sobre una piedra y escaló hábilmente hasta una zona que el sol del atardecer dejaba en penumbra.
Tally acercó su tabla y saltó hasta una gran roca junto a David. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio que había una abertura entre las piedras. David entró a rastras y sus pies desaparecieron en la oscuridad.
—Ven —le dijo desde dentro.
—Oye, no habrá ahí dentro ningún tren lleno de oxidados muertos, ¿verdad?
—No he encontrado ninguno, pero hoy podría ser nuestro día de suerte.
Tally puso los ojos en blanco y entró a rastras, sintiendo el frío peso de las rocas sobre ella.
Delante de Tally se encendió una luz vacilante. Vio a David sentado en un espacio reducido, con una linterna en la mano. Se acercó y se sentó junto a él en un trozo plano de roca. Formas gigantescas se apilaban sobre sus cabezas.
—Está claro que el túnel no se derrumbó del todo.
—En absoluto. La roca se agrietó y se partió en trozos, unos grandes y otros pequeños.
David dirigió hacia abajo la luz de la linterna, a través de una grieta situada entre los dos. Tally entornó los ojos y vio debajo, en la oscuridad, un espacio abierto mucho más grande. Un destello de metal revelaba un tramo de vía.
—Piénsalo. Si pudiésemos bajar por ahí —dijo David—, no tendríamos que arrancar todas esas vides. Toda esa vía nos está esperando.
—Solo que hay más de cien toneladas de roca en medio.
David asintió.
—Sí, pero valdría la pena. Nadie ha estado ahí abajo desde hace cientos de años —dijo dirigiendo la linterna hacia su propia cara.
—Estupendo.
A Tally se le puso la carne de gallina mientras contemplaba las oscuras grietas que los rodeaban. Tal vez hiciese mucho tiempo que no había allí seres humanos, pero a muchos seres vivos les gustaba vivir en cuevas frías y oscuras.
—Continúo pensando que podríamos abrir todo esto de golpe si pudiésemos mover la piedra correcta… —comentó David.
—Y no la piedra incorrecta… que haría que todo esto nos aplastase.
David se echó a reír y dirigió la linterna hacia el rostro de Tally.
—Sabía que dirías eso.
Tally miró a través de la oscuridad, tratando de distinguir su expresión.
—¿A qué te refieres?
—Me doy cuenta de que estás pasándolo mal.
—¿Pasándolo mal? ¿Con qué?
—Con estar aquí, en el Humo. No estás segura de nada.
A Tally se le volvió a poner la carne de gallina, pero esta vez no por las serpientes, murciélagos u oxidados muertos que pudiera haber, sino por si David había intuido que era una espía.
—No, creo que no estoy segura —dijo con tranquilidad.
Tally percibió que los ojos de David brillaban en la oscuridad.
—Eso es bueno, significa que lo tomas en serio. Muchos niñatos llegan aquí y piensan que todo consiste en pasárselo bien.
—Yo no he pensado eso ni un instante —respondió ella con voz suave.
—Ya lo sé. Para ti no es una correría más, como ocurre con casi todos los fugitivos. Ni siquiera Shay, que está convencida de que la Operación no es algo bueno, se da cuenta de lo serio que es el Humo en realidad.
Tally no dijo nada.
Tras una breve pausa, David prosiguió:
—Esto es peligroso. Las ciudades son como estas piedras. Pueden parecer sólidas, pero si empiezas a escarbar en ellas podría desmoronarse toda la pila.
—Creo que sé a qué te refieres —dijo Tally. Desde el día que salió para someterse a la Operación, había sentido el enorme peso de la ciudad cerniéndose sobre ella y había descubierto de primera mano hasta qué punto los lugares como el Humo amenazaban a las personas como la doctora Cable—. Pero no acabo de entender del todo por qué se preocupan tanto por vosotros.
—Es una larga historia, parte de la cual es…
Tally esperó.
—¿Es qué? —preguntó al cabo de un momento.
—Bueno, es un secreto que no suelo contar a la gente hasta que lleva aquí algún tiempo, mejor dicho, años. Pero tú pareces… lo bastante seria para soportarlo.
—Puedes confiar en mí —dijo Tally, y de inmediato se preguntó por qué. Era una espía, una infiltrada. Era la última persona en la que David debía confiar.
—Espero que sí, Tally —respondió él tendiéndole un brazo—. Toca la palma de mi mano.
Tally pasó los dedos por su piel áspera como la madera de la mesa del comedor; el pulgar estaba tan duro y seco como el cuero agrietado por los años. No era de extrañar que pudiese trabajar durante todo el día sin quejarse.
—¡Vaya! ¿Cuánto se tarda en tener callos como esos?
—Unos dieciocho años.
—¿Cómo?
Tally lo miró incrédula, y luego comparó la encallecida palma con su propia carne, tierna y cubierta de ampollas. Había pasado una tarde agotadora trabajando, pero la palma de David revelaba el trabajo de toda una vida.
—Pero ¿cómo es posible que lleves tanto tiempo en el Humo?
—Yo no soy un fugitivo, Tally.
—No lo entiendo.
—Mis padres fueron los fugitivos, no yo.
—¡Oh!
En ese momento se sintió estúpida, pues aquella posibilidad nunca se le había pasado por la cabeza. Si se podía vivir en el Humo, también se podían criar hijos allí. Pero no había visto niños pequeños. Además, aquel lugar parecía inseguro y temporal. Sería como llevarse a un niño de acampada.
—¿Cómo se las arreglaron sin médicos?
—Mis padres son médicos.
—Ah. Pero… un momento. ¿Médicos? ¿Qué edad tenían cuando huyeron?
—La suficiente. Ya no eran imperfectos. Creo que se les llama «perfectos medianos», ¿no?
—Sí, en efecto.
Los perfectos más jóvenes trabajaban o estudiaban, si querían, pero poca gente se dedicaba en serio a una profesión antes de la madurez.
—Espera. ¿A qué te refieres al decir que no eran imperfectos?
—A que no lo eran, aunque ahora sí lo son.
Tally trató de asimilar aquellas palabras.
—¿Quieres decir que nunca llegaron a someterse a la tercera operación? ¿Siguen pareciendo perfectos medianos, aunque sean viejecitos?
—No, Tally. Ya te lo he dicho: son médicos.
La chica se quedó de piedra. Aquello era más impactante que los árboles derribados o los perfectos crueles; lo más abrumador que había sentido desde que Peris se marchó.
—¿Quieres decir que invirtieron la operación?
—Sí.
—¿Se operaron el uno al otro? ¿Aquí en el bosque? Para hacerse…
De su garganta no salió una palabra, como si fuese a atragantársele.
—No. No utilizaron cirugía.
Tally tuvo la sensación de que la oscura cueva la aplastaba y absorbía el aire de su pecho. Se obligó a respirar,
David apartó la mano, y Tally se dio cuenta de que se la había estado agarrando con fuerza todo el tiempo.
—No debería haberte contado todo esto.
—Lo siento, David. Pero la verdad es que me he quedado paralizada.
—Es culpa mía. Acabas de llegar, y voy yo y te suelto todo esto.
—Pero es que me gustaría que… —no quería decirlo, pero no pudo evitarlo— que confiaras en mí, que me lo contaras todo. Ya sabes que me lo tomo en serio.
Eso era cierto.
—Sí, Tally, pero creo que por ahora es suficiente. Debemos volver.
David se arrastró hacia la luz del sol.
Mientras lo seguía, Tally pensó en lo que David había dicho sobre las piedras. Aunque parecían sólidas, podían venirse abajo de un momento a otro si las empujabas en la dirección equivocada. Podían aplastarte.
Sintió en su cuello el peso de su colgante, ligero pero insistente. La doctora Cable ya debía de estar impaciente, esperando la señal. Pero la revelación de David lo había complicado todo mucho más. Ahora sabía que el Humo no era solo un escondite para fugitivos, sino una auténtica población, una ciudad por derecho propio. Si Tally activaba el rastreador, no solo acabaría con la gran aventura de Shay, también supondría arrebatarle a David su hogar, despojarlo de su vida entera.
Tally sintió el peso de la montaña sobre sus hombros y notó que seguía costándole respirar mientras salía a la luz del sol.