24. La modelo

El Humo, valga la redundancia, estaba lleno de humo. Había hogueras aquí y allá, rodeadas de pequeños grupos de personas. El olor a leña y guisos llegó hasta Tally, que evocó las acampadas y las fiestas al aire libre de antaño. Además del humo, una neblina matinal empañaba el aire, un dedo blanco que bajaba poco a poco hasta el valle desde un banco de nubes enclavado en las montañas, en las alturas. Unas cuantas placas solares brillaban tenuemente, recogiendo el escaso sol reflejado por la neblina. Había huertos plantados entre los edificios, unas veinte estructuras de una planta hechas de largos tablones de madera. Había madera por todas partes: en vallas, como asadores, colocada en el suelo para pasar por zonas fangosas y en grandes pilas junto a las hogueras. Tally se preguntó de dónde habrían sacado tanta madera.

Entonces vio los tocones en los límites del asentamiento y lanzó un grito ahogado.

—Árboles —susurró horrorizada—. Taláis árboles.

Shay le apretó la mano.

—Solamente en este valle. Al principio parece raro, pero así vivían también los preoxidados, ¿sabes? Además, estamos plantando más árboles al otro lado de la montaña, ganando terreno a las orquídeas.

—Está bien —dijo Tally en tono de duda. Vio a un grupo de imperfectos que movían un árbol derribado, empujándolo sobre un par de aerotablas—. ¿Hay hierro?

Shay asintió complacida.

—En algunos sitios. Arrancamos un montón de metal de una vía férrea, como la pista sobre la que bordeaste la costa. Hemos colocado unas cuantas aerovías a través del Humo, y con el tiempo haremos todo el valle. He estado trabajando en ese proyecto. Enterramos un trozo de vía cada pocos pasos. Es una tarea mucho más dura de lo que te puedas imaginar. No quieras saber cuánto pesa una mochila llena de acero.

David y los demás se dirigían ya hacia abajo, planeando en fila india entre dos hileras de rocas pintadas de un naranja brillante.

—¿Es esa la aerovía? —preguntó Tally.

—Sí. Vamos, te llevaré a la biblioteca. Tienes que conocer al Jefe.

Shay le explicó que en realidad el Jefe no mandaba allí, sino solo actuaba como si lo hiciese, sobre todo ante los novatos. Estaba al cuidado de la biblioteca, el más grande de los edificios de la plaza central del asentamiento.

El familiar olor de libros polvorientos asaltó a Tally en la puerta de la biblioteca, y al mirar a su alrededor se dio cuenta de que todo lo que había allí eran libros. No había ninguna aeropantalla grande, ni siquiera pantallas de trabajo privadas. Solo mesas y sillas desparejadas y filas y más filas de estanterías.

Shay la condujo al centro del edificio, donde había un quiosco redondo ocupado por una pequeña figura que estaba hablando por un anticuado teléfono manual. Mientras se acercaban, Tally sintió que su corazón empezaba a palpitar con fuerza. Se estremecía con solo imaginarse lo que estaba a punto de ver.

El Jefe era un imperfecto mayor de edad. Desde su entrada en el edificio, Tally había divisado a otros como él a lo lejos, aunque se las había arreglado para apartar la vista. Pero allí, delante de sus ojos, estaba aquella verdad arrugada, venosa, descolorida y horrible que arrastraba los pies. Sus ojos lechosos las miraron con furia mientras reñía con voz chirriante a quien estaba al teléfono y agitaba una garra hacia ellas para indicarles que se marchasen.

Shay se rió y tiró de ella hacia los estantes.

—Ya vendrá él. Antes, hay algo que quiero enseñarte.

—Ese pobre hombre…

—¿El Jefe? Tiene mal genio, ¿eh? ¡Es que tiene cuarenta años! Espera a hablar con él.

Tally tragó saliva, intentando borrar de su mente la imagen de aquellos rasgos caídos. Esa gente estaba loca si toleraba y deseaba aquello.

—Pero su cara… —dijo Tally.

—Eso no es nada comparado con estas.

Shay la obligó a sentarse a una mesa, se volvió hacia un estante y sacó un puñado de volúmenes con cubiertas protectoras, que dejó delante de Tally.

—¿Libros de papel? ¿Qué tienen de especial?

—Libros no. Se llaman «revistas» —dijo Shay.

Abrió una al azar. Sus páginas extrañamente brillantes estaban cubiertas de fotos de personas.

Imperfectos.

Tally observó con atención mientras Shay pasaba las páginas señalando entre risas. Nunca había visto tantas caras distintas. Bocas, ojos y narices de todas las formas imaginables, todo combinado de forma disparatada en personas de todas las edades. ¡Y los cuerpos! Algunos eran grotescamente gordos, o demasiado musculosos, o resultaban muy delgados, y casi todos tenían proporciones incorrectas e imperfectas. Pero en lugar de avergonzarse de sus deformidades, la gente se reía, se besaba y posaba alegremente, como si todas las fotos se hubiesen hecho en una gran fiesta.

—¿Quiénes son esos monstruos?

—No son monstruos —dijo Shay—. Y lo más curioso es que son gente famosa.

—¿Famosos por qué? ¿Por ser horrorosos?

—No. Son estrellas del deporte, actores y artistas. Creo que los hombres con el pelo lacio son músicos. Los más imperfectos son políticos, y me han dicho que los gorditos son casi todos cómicos.

—¡Qué curioso! —dijo Tally—. Entonces, ¿ese es el aspecto que tenía la gente antes del primer perfecto? ¿Cómo soportaban abrir los ojos?

—Sí. Al principio es espantoso. Pero lo raro es que, si los miras un buen rato, en cierto modo te acostumbras.

Shay volvió la página y apareció una gran foto de una mujer vestida solo con una ajustada ropa interior, como un bañador de encaje.

—Pero ¿qué…? —dijo Tally.

—Sí.

La mujer parecía medio muerta de hambre, con las costillas salientes y las piernas tan delgadas que Tally se preguntó cómo no se partían bajo su peso. Sus codos y huesos pélvicos parecían agujas. Pero allí estaba, sonriendo y mostrando orgullosa su cuerpo, como si la acabasen de operar y no se diese cuenta de que le habían absorbido demasiada grasa. Lo curioso era que su rostro estaba más cerca de ser perfecto que todos los demás. Tenía los ojos grandes, la piel lisa y la nariz pequeña, pero sus pómulos se veían demasiado tensos y el cráneo prácticamente se transparentaba bajo su carne.

—¿Qué demonios es?

—Una modelo.

—¿Y qué es eso?

—Una especie de perfecta profesional. Me parece que cuando todos los demás son imperfectos, ser perfecto viene a ser un trabajo.

—¿Y está en ropa interior porque…? —empezó Tally, y entonces surgió en su mente un recuerdo—. ¡Tiene esa enfermedad! Esa de la que siempre nos hablaban los profesores.

—Eso creo. Siempre creí que se lo inventaban para asustarnos.

Tally recordó que, en la época de antes de la operación, muchas personas, sobre todo las chicas jóvenes, se avergonzaban tanto de estar gordas que dejaban de comer. Perdían peso demasiado deprisa, y algunas se obsesionaban y seguían perdiendo peso hasta acabar como aquella «modelo». Decían en la escuela que algunas llegaban incluso a morir. Esa era una de las razones por las que habían inventado la operación. Ya nadie contraía la enfermedad, ya que todo el mundo sabía que a los dieciséis años se volvería guapo.

En realidad, la mayoría de las personas se ponían las botas comiendo justo antes de operarse, sabiendo que se lo absorberían todo.

Tally se quedó mirando la foto y se estremeció. ¿Por qué volver a eso?

—Espeluznante, ¿verdad? —Shay se levantó—. Veré si el Jefe ya está listo.

Antes de que desapareciese entre las estanterías, Tally se fijó en lo flaca que estaba Shay. No flaca de enferma, sino flaca de imperfecta. Nunca había sido de comer mucho. Tally se preguntó si, allí en el Humo, esa tendencia iría en aumento hasta que Shay acabase muriéndose de hambre.

Tally tocó el colgante. Aquella era su oportunidad. Cuanto antes lo hiciera, mejor.

Aquella gente había olvidado cómo era de verdad el viejo mundo. De acuerdo, lo pasaban muy bien acampando al aire libre y jugando al escondite, y vivir allí suponía toda una victoria frente a las ciudades. Pero de algún modo habían olvidado que los oxidados estaban locos de remate y que habían estado a punto de destruir el mundo de un millón de formas distintas. Aquella casi perfecta hambrienta era tan solo una de las muchas formas de destrucción. ¿Por qué volver a aquello?

Ya habían empezado a talar árboles…

Tally abrió el colgante en forma de corazón y bajó la vista hasta la pequeña abertura brillante en la que el láser estaba preparado para leer su huella ocular. Se lo acercó más con mano temblorosa. Esperar resultaba imprudente. Solo serviría para hacerlo todo más difícil.

¿Y qué otra opción tenía?

—¿Tally? Ya casi…

Tally cerró el colgante con un «clac» y se lo colocó por dentro de la camisa.

Shay sonrió con malicia.

—Ya me he fijado en eso. ¿Qué pasa?

—¿A qué te refieres?

—Oh, vamos. Nunca has llevado nada así. ¿Te dejo sola dos semanas y te pones romántica?

Tally tragó saliva mientras palpaba el corazón de plata.

—La verdad, es un collar muy bonito. Precioso. ¿Quién te lo ha dado, Tally?

Tally comprendió que no podía mentir.

—Alguien. Alguien y ya está.

Shay puso ojos de incrédula.

—Una aventura de última hora, ¿eh? Siempre pensé que te reservabas para Peris.

—No es eso. Es que…

¿Por qué no decírselo?, se preguntó Tally. De todos modos, lo descubriría cuando irrumpiesen los especiales. Si lo sabía, Shay podría al menos prepararse antes de que aquel mundo de fantasía se derrumbase.

—Tengo que decirte una cosa.

—Claro.

—En cierto sentido, venir aquí ha sido… La cuestión es que, cuando fui a hacerme…

—¿Qué estáis haciendo?

Tally dio un brinco al oír la fuerte voz. Era como una versión vieja y estropeada de la voz de la doctora Cable, la hoja oxidada de una navaja clavada en sus nervios.

—¡Esas revistas tienen más de tres siglos de antigüedad, y no lleváis guantes!

El Jefe se acercó arrastrando los pies hasta donde Tally estaba sentada mientras sacaba unos guantes blancos de algodón y se los ponía. Alargó la mano para cerrar la revista que estaba mirando.

—Sus dedos están cubiertos de ácidos muy peligrosos, señorita. Si no va con cuidado destruirá esas revistas. ¡Antes de meter las narices en la colección, venga a hablar conmigo!

—Lo siento, Jefe —dijo Shay—. Ha sido culpa mía.

—No lo dudo —le espetó el Jefe mientras devolvía las revistas al estante con movimientos elegantes y cuidadosos que no se correspondían con el tono de su voz—. Bueno, señorita, supongo que está aquí para que se le asigne un trabajo.

—¿Trabajo? —repitió Tally.

Ambos observaron su expresión de asombro, y Shay se echó a reír.