20. El lado que desprecias

Un trueno llegó del cielo, como un tambor gigante tocado con furia y rapidez, abriéndose paso hasta la cabeza y el pecho de Tally. Pareció sacudir todo el horizonte e hizo temblar la superficie del río con cada golpe sordo.

Tally se agachó dentro del agua, hundiéndose hasta el cuello justo antes de que apareciese la máquina.

Venía de las montañas, volando bajo y levantando vendavales polvorientos a su paso. Era mucho más grande que un aerovehículo y hacía cien veces más ruido. Al parecer, funcionaba sin imanes, y cortaba el aire con un disco casi invisible que brillaba al sol.

Al llegar al río, la máquina se ladeó. Su avance agitó el agua, formando olas circulares como si una piedra enorme rozase la superficie. Tally pudo ver en su interior a unas personas que parecían mirar hacia su campamento. La aerotabla desplegada se tambaleó en el vendaval mientras sus imanes luchaban por mantenerla en el suelo. La mochila desapareció en el polvo, y Tally vio que su ropa, el saco de dormir y los paquetes de EspagBol se esparcían al paso de la máquina.

Se hundió todavía más en el agua, asustada ante la perspectiva de quedarse allí, desnuda y sola, sin nada. Y por si fuera poco, estaba medio congelada.

Pero la máquina siguió adelante, igual que una aerotabla. Se dirigió hacia el mar y se desvaneció tan deprisa como había aparecido, dejando los oídos de Tally a punto de estallar y la superficie del río hirviendo.

Tally salió a rastras tiritando. Tenía el cuerpo helado y apenas podía cerrar los puños. Regresó al campamento, recogió su ropa y se la puso, aunque todavía estaba mojada. Se sentó y se envolvió el cuerpo con los brazos, echando miradas atemorizadas al rojo horizonte cada pocos segundos.

Los daños eran menores de lo que se temía. La luz de funcionamiento de la aerotabla estaba verde, y la mochila estaba cubierta de polvo pero intacta. Después de buscar y contar los paquetes que quedaban de EspagBol, Tally comprobó que solamente había perdido dos. Pero el saco de dormir había quedado hecho trizas.

Tally tragó saliva. Del saco solo quedaba un pedazo no más grande que un pañuelo. ¿Y si ella hubiese estado dentro cuando llegó la máquina?

Plegó rápidamente la aerotabla y lo guardó todo. Al instante la tabla estaba lista para partir. Al menos, el vendaval provocado por la extraña máquina la había secado.

—Muchas gracias —dijo Tally mientras subía a la tabla y se inclinaba hacia delante.

El sol empezaba a ponerse. Estaba deseando abandonar el campamento lo antes posible, por si volvían.

Pero ¿quiénes eran? La máquina voladora era justo lo que Tally imaginaba cuando sus profesores describían los artilugios de los oxidados: un estruendoso tornado portátil que lo destruía todo a su paso. Tally había leído cosas sobre aeronaves que hacían añicos las ventanas al pasar volando y vehículos de guerra blindados que podían atravesar una casa.

Sin embargo, los oxidados habían desaparecido hacía tiempo. ¿Quién iba a cometer la estupidez de reconstruir sus demenciales máquinas?

Tally avanzó en la creciente oscuridad con los ojos bien abiertos por si veía algún indicio de la siguiente pista —«Cuatro días después, tomar el lado que desprecias»— o cualquier otra sorpresa que le deparase la noche.

Una cosa era segura: no estaba sola.

Aquella noche llegó a una zona donde el río se bifurcaba.

Tally se detuvo y contempló la bifurcación. Una de las divisiones era mucho más caudalosa, mientras que la otra parecía un arroyo ancho. Recordó que un «afluente» era un río pequeño que alimentaba a uno más grande.

Probablemente debía seguir el río principal. Pero ya llevaba tres días viajando, y su aerotabla era mucho más rápida que la mayoría. Tal vez había llegado el momento de la tercera pista.

—«Cuatro días después, tomar el lado que desprecias» —murmuró Tally.

Observó los dos ríos a la luz de la luna casi llena. ¿Qué río había que despreciar? ¿O cuál debió de creer Shay que ella despreciaría? Ambos parecían muy corrientes. Entornó los ojos mirando a lo lejos. Tal vez uno conducía hacia algo despreciable que fuese visible a la luz del día.

Pero esperar hasta el amanecer supondría perder una noche de viaje y dormir rodeada de frío y oscuridad sin saco de dormir.

Tally se dijo a sí misma que la pista podía no referirse a aquella bifurcación. Tal vez solo debía seguir el río grande hasta que apareciese algo más evidente. De todos modos, ¿por qué iba Shay a llamar a los dos ríos «lados»? Si se refería a aquella bifurcación, ¿no sería «tomar la dirección que desprecias»?

—«El lado que desprecias…» —masculló Tally cuando de pronto recordó algo.

Se llevó las manos a la cara mientras recordaba que cuando le enseñó a Shay sus morfos perfectos, Tally había mencionado que siempre empezaba duplicando su lado izquierdo, porque siempre había detestado el lado derecho de su cara. Ese tipo de detalles eran seguramente los que tendría en cuenta Shay.

¿Era esa la forma que tenía Shay de decirle que fuese a la derecha?

El que se dirigía hacia la derecha era el río más pequeño, el afluente. Las montañas estaban más cerca en aquella dirección. Tal vez se estuviese acercando al Humo.

Se quedó mirando los dos ríos en la oscuridad, uno grande y uno pequeño, y recordó que Shay decía que la simetría perfecta era una tontería y que ella prefería tener una cara con dos lados diferentes.

Tally no le había prestado atención, pero aquella conversación había sido importante para Shay, pues era la primera vez que habían hablado de la posibilidad de seguir siendo imperfectas. Si Tally se hubiese fijado entonces, tal vez habría podido disuadir a Shay. Y ahora ambas estarían en una torre de fiesta, juntas y perfectas.

—A la derecha entonces —dijo Tally con un suspiro, y situó su tabla hacia el río más pequeño.

Cuando salió el sol, Tally ya sabía que había tomado la decisión acertada.

A medida que el afluente ascendía entre las montañas, vio cómo los campos se llenaban de flores. Pronto las brillantes capuchas blancas fueron tan abundantes como la hierba y eliminaron cualquier otro color del paisaje. A la luz del alba, parecía que la tierra resplandecía a su alrededor.

—«Y buscar en las flores ojos de pirómano» —se dijo Tally, preguntándose si debía bajarse de la tabla. Tal vez tenía que buscar alguna clase de bicho de ojos extraños.

Se dirigió a la orilla y se bajó de la tabla.

Las flores llegaban hasta la orilla del agua. Tally se arrodilló para inspeccionar una de cerca. Los cinco largos pétalos blancos se curvaban con delicadeza desde el tallo y en torno a la corola, que contenía solo una pizca de amarillo en lo más hondo. Uno de los pétalos situados debajo de la corola era más largo y se arqueaba hacia abajo, casi hasta el suelo. Un movimiento atrajo su mirada, y descubrió un pajarito que revoloteaba entre las flores, saltando de una a otra para posarse sobre el pétalo más largo y metiendo el pico en todas.

—¡Qué bonitas son! —exclamó.

Había muchísimas. Le entraron ganas de echarse a dormir entre las flores.

Pero no descubrió nada que pudiese tener «ojos de pirómano». Tally se levantó y escudriñó el horizonte. No vio más que las colinas cubiertas de flores de un blanco deslumbrante y el río reluciente que ascendía entre las montañas. Todo parecía muy tranquilo, un mundo muy distinto del que la máquina voladora había destruido la noche anterior.

Volvió a subirse a la tabla y continuó la marcha, esta vez más despacio, mientras buscaba atentamente algo que pudiese encajar con la pista de Shay, sin olvidar ponerse un parche de protección solar cuando el sol se alzó en el cielo.

El río seguía ascendiendo entre las colinas. Desde allí arriba, Tally vio franjas desnudas entre las flores, extensiones de tierra seca y arenosa. El paisaje irregular era una visión extraña, como un bonito cuadro por el que alguien hubiese pasado papel de lija.

Se bajó de la tabla varias veces para inspeccionar las flores, en busca de insectos o cualquier otra cosa que pudiese corresponder a las palabras «ojos de pirómano». Pero al cabo de unas horas seguía sin encontrar ningún indicio.

Cerca del mediodía, el afluente fue haciéndose cada vez más pequeño. Tarde o temprano, Tally llegaría a su lugar de nacimiento, un manantial de montaña o ventisquero a medio derretir, y entonces tendría que caminar. Cansada tras la larga noche, decidió acampar.

Escudriñó el cielo, preguntándose si habría más máquinas voladoras de los oxidados. Le aterraba la idea de que otra máquina cayese sobre ella mientras dormía. ¿Quién sabía lo que podía esperarse de la gente que iba dentro de aquel artefacto? Si no hubiese estado escondida en el agua la noche anterior, ¿qué habrían hecho con ella?

Una cosa era segura: las brillantes pilas solares de la aerotabla serían muy visibles desde el aire. Tally comprobó la carga; quedaba más de la mitad gracias a que había ido a poca velocidad y al sol que ahora brillaba sobre su cabeza. Desplegó la aerotabla, aunque solo a medias, y la escondió entre las flores más altas que pudo encontrar. A continuación, subió a pie hasta la cima de una colina cercana. Desde allí arriba podía vigilar la aerotabla y también oír y ver cualquier cosa que se aproximase desde el aire. Decidió meter todas las cosas en la mochila antes de acostarse para poder salir huyendo en el acto.

Era lo mejor que podía hacer.

Después de comerse una ración de EspagBol ligeramente repugnante, se acurrucó en una zona en la que las flores blancas eran lo bastante altas para ocultarla. La brisa agitaba sus largos tallos, y las sombras danzaban sobre los párpados cerrados de Tally.

Se sentía extrañamente desprotegida sin su saco de dormir, allí tumbada y con la ropa puesta, pero el cálido sol y el largo viaje nocturno hicieron que se durmiese enseguida.

Cuando despertó, el mundo estaba en llamas.