2. Amigos para siempre

La Mansión Garbo era voluminosa, brillante y ruidosa. Estaba situada entre un par de torres de fiesta, como una tetera muy baja entre dos esbeltas copas de champán. Cada una de las torres descansaba sobre una sola columna no superior de ancho a un ascensor. Más arriba, se ampliaban con cinco pisos de terrazas circulares, llenas de nuevos perfectos. Tally subió por la colina hacia el recinto, tratando de abarcar la escena a través de los ojos de su máscara.

Alguien saltó o fue lanzado desde una torre, gritando y agitando los brazos. Tally tragó saliva, y se obligó a seguir la caída, hasta que el tipo fue sujetado por su arnés de salto unos segundos antes de chocar contra el suelo. Rebotó unas cuantas veces sin parar de reír, antes de verse depositado con suavidad en el pavimento, lo bastante cerca de Tally como para que esta oyera los hipidos nerviosos que ponían fin a sus risas. Él se había asustado tanto como Tally.

Ella se estremeció, aunque saltar no era más peligroso que quedarse allí, debajo de las imponentes torres. El arnés de salto utilizaba las mismas alzas que los aeropuntales que sostenían las estructuras. Si todos los juguetes perfectos de Nueva Belleza dejasen de funcionar por algún motivo, casi todo se desmoronaría.

La mansión estaba llena de nuevos perfectos; los cuales, según Peris, eran los peores. Vivían como imperfectos, un centenar más o menos, en una gran residencia. Pero dicha residencia no tenía reglas, salvo que estas fuesen «Haz el tonto», «Diviértete» y «Haz ruido».

En la azotea había un grupo de chicas vestidas con trajes de baile que hacían equilibrios en el borde gritando con todas sus fuerzas y lanzaban fuegos artificiales a la gente de abajo. Una llama esférica de color naranja, fría como la brisa de otoño, rebotó junto a Tally, disipando la oscuridad que la rodeaba.

—¡Eh, ahí abajo hay un cerdo! —chilló alguien desde arriba.

Todas se rieron, y Tally apretó el paso hacia la puerta de la mansión, abierta de par en par, y se coló dentro, haciendo caso omiso de la mirada de sorpresa de dos perfectos que salían.

Era una gran fiesta, como siempre prometían. Esa noche la gente iba de etiqueta, con vestidos y fracs negros. Todos parecían encontrar muy graciosa su máscara de cerdito. La señalaban y reían, y Tally no dejaba de avanzar, sin darles tiempo a nada más. Por supuesto, allí todos siempre se reían. A diferencia de lo que ocurría en una fiesta de imperfectos, nunca había peleas, ni siquiera discusiones.

Pasó de una habitación a otra, tratando de distinguir las caras sin dejarse distraer por sus grandes ojos bellos ni sentirse abrumada por la sensación de estar fuera de lugar. Cada segundo que pasaba allí, Tally se sentía más imperfecta todavía. Tampoco ayudaba mucho que todo el mundo que la veía se riese de ella. Pero eso era preferible a que hubieran visto su verdadera cara.

Tally se preguntó si reconocería a Peris. Solo le había visto una vez desde la operación cuando salía del hospital, antes de que la inflamación remitiese. Pero conocía muy bien su cara. A pesar de lo que Peris decía, no todos los perfectos tenían exactamente el mismo aspecto. A veces, en sus expediciones, ella y Peris habían localizado a perfectos que les resultaban familiares, como si fuesen imperfectos a los que antes hubieran conocido: una especie de hermano o hermana mayor, más seguro de sí mismo, mucho más perfecto, de quien tendrías celos toda tu vida si hubieses nacido cien años antes.

Peris no podía haber cambiado tanto.

—¿Has visto al cerdito?

—¿Qué?

—¡Hay un cerdito suelto!

Las voces y las risitas procedían del piso inferior. Tally se detuvo a escuchar. Estaba sola en las escaleras. Al parecer, los perfectos preferían los ascensores.

—¡Cómo se atreve a venir a nuestra fiesta vestida de cerdito! ¡Hay que venir de etiqueta!

—Se ha equivocado de fiesta.

—¡No tiene modales! ¡Menuda pinta!

Tally tragó saliva. La máscara no era mucho mejor que su cara. La broma había dejado de tener gracia.

Subió las escaleras dando saltos, dejando tras de sí las voces. Tal vez se olvidarían de ella si no se quedaba quieta. Solo faltaban dos pisos más de la Mansión Garbo, y luego la azotea. Peris tenía que estar en alguna parte.

A no ser que estuviese en el césped detrás del edificio, a bordo de un globo o en una torre de fiesta. O en algún jardín del placer… con alguien. Tally sacudió la cabeza para descartar esa última imagen y echó a correr por el pasillo, sin hacer caso de las mismas bromas sobre su máscara y arriesgándose a echar miradas al interior de las habitaciones una por una.

Pero solo halló miradas de sorpresa, dedos señalándola y rostros perfectos. Sin embargo, ninguno de ellos le sonaba. Peris no estaba en ninguna parte.

—¡Aquí, cerdito, aquí! ¡Eh, está aquí!

Tally salió disparada hacia el ático, subiendo los escalones de dos en dos. Su respiración acelerada había calentado el interior de la máscara. Le sudaba la frente, y notaba cómo el adhesivo se dilataba para mantenerse pegado. Un grupo de perfectos la seguía escaleras arriba, riendo y tropezando entre sí.

No tenía tiempo para registrar ese piso. Aun así, Tally miró a ambos lados del pasillo y vio que allí no había nadie. Todas las puertas estaban cerradas. Tal vez más de un perfecto estuviese disfrutando de su sueño reparador de belleza.

Si subía a la azotea en busca de Peris, estaría atrapada.

—¡Aquí, cerdito, aquí!

Era hora de escapar. Tally echó a correr y entró patinando en el ascensor.

—¡Planta baja! —ordenó.

Esperó ansiosa, asomada al pasillo sin dejar de jadear a causa del recalentamiento de su máscara de plástico.

—¡Planta baja! —repitió—. ¡Cerrar la puerta!

Pero no sucedió nada.

Suspiró con los ojos cerrados. Sin anillo de comunicación, no era nadie. El ascensor no la escucharía.

Tally sabía trucar un ascensor, pero hacía falta tiempo y un cortaplumas, y no tenía ni una cosa ni la otra. El primero de sus perseguidores apareció por la escalera y entró tropezando en el pasillo.

Ella se echó atrás, poniéndose de puntillas y tratando de arrimarse todo lo posible contra la pared para que no la viesen. Llegaron más perfectos, resoplando como típicos perfectos en mala forma física. Tally pudo contemplarlos en el espejo del fondo del ascensor, lo cual significaba que ellos también podían verla a ella si se les ocurría mirar hacia allí.

—¿Adonde habrá ido el cerdito?

—¡Aquí, cerdito, aquí!

—¿Habrá ido a la azotea?

Alguien entró en silencio en el ascensor, no sin antes mirar desconcertado al equipo de búsqueda. Cuando la vio, dio un salto.

—¡Madre mía, qué susto me has dado! —exclamó. Agitó sus largas pestañas, observó el rostro enmascarado de ella y luego miró su frac—. ¡Vaya! ¿No era una fiesta de etiqueta?

A Tally se le entrecortó la respiración y se le secó la boca.

—¿Peris? —murmuró.

Él la miró con atención.

—¿Es que…?

La chica empezó a extender el brazo cuando se acordó de apretarse contra la pared. Los músculos le dolían de estar tanto rato de puntillas.

—Soy yo, Peris.

—¡Aquí, cerdito, aquí!

Él se volvió hacia la voz del pasillo, enarcó las cejas y la miró de nuevo.

—Cerrar puerta. Retener —dijo enseguida.

La puerta se cerró, y Tally tropezó hacia delante. Se quitó la máscara para verlo mejor. Era Peris: su voz, sus ojos castaños, su característica forma de arrugar la frente cuando se sentía confuso.

Pero ahora era tan perfecto…

En la escuela explicaban cómo te afectaba el proceso. No importaba cuánto supieras o no acerca de él. Funcionaba siempre en todo el mundo.

Había un tipo de belleza que todo el mundo veía. Ojos grandes y labios gruesos como los de un niño, piel suave y clara, rasgos simétricos y mil pequeños detalles más. En algún punto del fondo de su mente, la gente siempre buscaba esas características. Nadie podía evitar verlas, fuese cual fuese su educación. Un millón de años de evolución habían pasado a formar parte del cerebro humano.

Unos ojos y labios grandes sugerían: soy joven y vulnerable, no puedo hacerte daño, y tú solo deseas protegerme. En cuanto al resto, sugería: estoy sano, no te haré enfermar. E, independientemente de lo que te pareciese un perfecto, había una parte de ti que pensaba: «Si tuviésemos hijos, ellos también estarían sanos. Quiero a esta persona bella…».

Era pura biología, según decían en la escuela. Como el latido de tu corazón, no podías evitar creer todas esas cosas al ver una cara bella como aquella.

Una cara como la de Peris.

—Soy yo —dijo Tally.

Peris dio un paso atrás con las cejas enarcadas, y miró cómo iba vestida.

Tally se dio cuenta de que llevaba la ropa negra de expedición manchada de barro de trepar por las cuerdas, arrastrarse por los jardines y caer entre las parras. El traje de Peris era de terciopelo negro; la camisa, el chaleco y la corbata, de un blanco impoluto.

Ella se apartó.

—Oh, lo siento. No quiero mancharte de barro.

—¿Qué estás haciendo aquí, Tally?

—Es que… —Ahora que estaba ante él, no sabía qué decir. Todas las conversaciones imaginadas se habían esfumado al ver sus grandes y dulces ojos—. Tenía que saber si aún éramos…

Tally levantó la mano derecha con la cicatriz visible y las líneas marcadas por una mezcla de sudor y polvo.

Peris suspiró, sin dirigirle la mirada a la mano ni a los ojos, unos ojos bizcos, entrecerrados y de un color castaño mediocre. Los ojos de nadie.

—Sí, claro —dijo él—. Pero, en fin… ¿No podías haber esperado, Bizca?

Su feo apodo sonaba extraño de labios de un perfecto. Por supuesto, habría sido aún más raro llamarle a él Narizotas, como hacía ella unas cien veces al día. La chica tragó saliva.

—¿Por qué no me has escrito?

—Lo he intentado, pero me sentía falso. Ahora soy tan distinto…

—Pero somos… —empezó ella señalando su cicatriz.

—Echa un vistazo, Tally.

Él levantó la mano.

La piel de su palma era suave y sin defectos. Era una mano que sugería: «No tengo que trabajar mucho y soy demasiado listo para sufrir accidentes».

La cicatriz que se habían hecho había desaparecido.

—Te la han quitado.

—Por supuesto, Bizca. Toda mi piel es nueva.

Tally parpadeó. No había pensado en eso.

Él hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

—Qué cría eres todavía…

—Ascensor solicitado —dijo el ascensor—. ¿Arriba o abajo?

Tally dio un bote al oír la voz de la máquina.

—Retener, por favor —dijo Peris tranquilamente.

Tally tragó saliva y cerró el puño.

—Pero no te han cambiado la sangre. Sea como sea, compartimos eso.

Por fin, Peris la miró directamente a la cara, sin dar un respingo como ella temía, y le dedicó una hermosa sonrisa.

—No, no me la han cambiado. Una piel nueva no es nada del otro mundo. Y dentro de tres meses podremos reírnos de esto. A no ser que…

—¿Qué?

La chica le miró a sus grandes ojos castaños, sumidos en la inquietud.

—Prométeme que no harás más tonterías como venir aquí —dijo Peris—. Nada que te cause problemas. Quiero verte perfecta.

—Por supuesto.

—Prométemelo.

Peris solo tenía tres meses más que Tally, pero al bajar la mirada al suelo, ella volvió a sentirse muy pequeña.

—De acuerdo, lo prometo. Nada de tonterías. No me atraparán esta noche.

—Vale, ponte la máscara y…

Ella la buscó con la mirada. Tras tirarla, la máscara de plástico se había convertido en una especie de polvillo rosado que se estaba filtrando entre la moqueta del ascensor.

Los dos se miraron en silencio.

—Ascensor solicitado —insistió la máquina—. ¿Arriba o abajo?

—Peris, prometo que no me atraparán. Ningún perfecto puede correr tanto como yo. Llévame abajo, hasta la…

Peris negó con la cabeza.

—Arriba, por favor. Azotea.

El ascensor se puso en marcha.

—¿Arriba? Peris, ¿cómo voy a…?

—Nada más salir por la puerta, en un gran perchero, encontrarás arneses. Verás que hay muchos, por si se declara un incendio.

—¿Pretendes que salte? —Tally tragó saliva. El estómago le dio un vuelco cuando se paró el ascensor.

Peris se encogió de hombros.

—Yo lo hago constantemente. Bizca. Te encantará —le dijo con un guiño.

Su expresión hizo que su cara perfecta resplandeciese aún más, y Tally saltó hacia delante para estrecharlo entre sus brazos. Al menos, al tacto seguía siendo el mismo, tal vez un poco más alto y delgado, pero era cálido y robusto. Seguía siendo el Peris de siempre.

—¡Tally!

Ella retrocedió tropezando cuando se abrieron las puertas. Le había manchado de barro todo el chaleco blanco.

—¡Oh, no! Lo…

—¡Vete ya!

La angustia de él hizo que Tally quisiera volver a abrazarlo. Quería quedarse y limpiar a Peris, asegurarse de que tuviese un aspecto perfecto para la fiesta. Extendió una mano.

—Yo…

—¡Vete!

—Pero somos amigos, ¿verdad?

Él suspiró, tratando de limpiarse una mancha.

—Claro, para siempre. Dentro de tres meses…

Ella se volvió y echó a correr mientras las puertas se cerraban tras de sí.

En la azotea, al principio nadie se fijó en ella. Todos estaban mirando hacia abajo. Todo estaba oscuro, aparte de alguna llamarada esporádica de una bengala de seguridad.

Tally encontró el perchero de arneses de salto y tiró de uno de ellos. Estaba sujeto al perchero. Sus dedos buscaron un cierre. Le habría gustado llevar su anillo de comunicación para que le diese instrucciones.

Entonces vio el botón: PULSAR EN CASO DE INCENDIO.

—¡Oh, mierda! —exclamó.

Su sombra saltó removiéndose. Dos perfectos venían hacia ella, con bengalas en la mano.

—¿Quién es? ¿Qué lleva puesto?

—¡Eh, tú! ¡Esta fiesta es de etiqueta!

—Mírale la cara…

—¡Oh, mierda! —repitió Tally.

Y pulsó el botón.

Una sirena ensordecedora llenó el aire, y el arnés de salto pareció saltar del perchero a su mano. Se lo puso y se volvió hacia los dos perfectos, que dieron un salto hacia atrás como si ella se hubiese transformado en un hombre lobo. Uno dejó caer la bengala, que se apagó al instante.

—Simulacro de incendio —dijo Tally antes de echar a correr hacia el borde de la azotea.

Cuando tuvo el arnés alrededor de los hombros, la correa y las cremalleras parecieron envolverla como serpientes hasta que el plástico estuvo ceñido a su cintura y sus muslos. Una luz verde destelló en el cuello de la prenda, donde pudiera verla.

—Buen arnés —dijo.

Al parecer, no era lo bastante inteligente para responder.

Todos los perfectos que antes jugaban en la azotea pululaban ahora en silencio, preguntándose si de verdad se había declarado un incendio. La señalaban, y Tally oyó la palabra «imperfecta» en sus labios.

Se preguntó qué sería peor en Nueva Belleza: que tu mansión ardiese en llamas o que un imperfecto arruinase tu fiesta.

Tally llegó al borde de la azotea, subió de un salto a la barandilla y se tambaleó por un momento. Los perfectos empezaban a salir de la Mansión Garbo en tropel, invadiendo el césped y la colina. Miraban hacia arriba en busca de humo o llamas, pero solo la veían a ella.

Había una gran altura, y el estómago de Tally pareció precipitarse ya en caída libre. Pero también se sentía emocionada. La sirena estridente, la multitud que no dejaba de mirarla desde abajo, todas las luces de Nueva Belleza extendidas a sus pies como un millón de velas.

Tally inspiró profundamente y dobló las rodillas, preparándose para saltar.

Durante una décima de segundo, se preguntó si funcionaría el arnés aunque no llevase el anillo de comunicación. ¿Rebotaría para nadie o simplemente dejaría que chocase contra el suelo?

Pero le había prometido a Peris que no la atraparían. Y el arnés era para emergencias, y había una luz verde encendida…

—¡Allá voy! —gritó Tally.

Y saltó.