18. EspagBol

Esa noche Tally alcanzó un buen ritmo. La pista pasaba zumbando bajo sus pies, dibujando arcos lentos en torno a las colinas y cruzando ríos sobre puentes medio desmoronados, siempre en dirección al mar. En dos ocasiones pasó por otras ruinas oxidadas, pequeñas ciudades aún más desintegradas. Solo quedaban algunas formas metálicas retorcidas que se alzaban por encima de los árboles como dedos esqueléticos que intentasen aferrar el aire. Por todas partes había vehículos terrestres calcinados que colapsaban las calles de las afueras, retorcidos y unidos en las colisiones del último instante de pánico de los oxidados.

Cerca del centro de una ciudad en ruinas, descubrió para qué servía aquella extraña montaña rusa larga y plana. En un nudo de pistas enmarañadas como un enorme circuito eléctrico, encontró algunos coches de montaña rusa podridos, grandes contenedores móviles llenos de cosas de los oxidados, pilas de óxido y plástico imposibles de identificar. Tally recordó entonces que las ciudades de los oxidados no eran autosuficientes y que siempre estaban comerciando entre sí, cuando no se peleaban por averiguar quién tenía más cosas. Debían de utilizar la montaña rusa plana para el comercio entre ciudades.

Cuando el cielo empezó a aclararse, Tally oyó el rugido apagado del mar a lo lejos, procedente del otro lado del horizonte. Percibió en el aire el olor a sal, lo que le trajo recuerdos de cuando iba de pequeña al océano con sus padres.

«Frío es el mar y ojo con las aberturas», decía la nota de Shay. Tally podría ver pronto las olas rompiendo en la orilla. Tal vez estuviese cerca de la siguiente pista.

Se preguntó cuánto tiempo habría recuperado con su nueva aerotabla. Aumentó la velocidad mientras se arrebujaba con la chaqueta de su residencia para protegerse del frío que precedía al amanecer. La pista subía despacio, atravesando formaciones de roca caliza. Recordó unos acantilados blancos que se elevaban por encima del océano, plagados de aves marinas que anidaban en elevadas cuevas.

Tenía la sensación de que aquellos viajes de acampada con Sol y Ellie se habían producido cien años atrás. Se preguntó si habría alguna operación que pudiese volver a convertirla en una niña pequeña para siempre.

De pronto se abrió un hueco delante de Tally, atravesado por un puente medio derrumbado. Al cabo de un instante, vio que el puente no llegaba a alcanzar el otro lado y que debajo no había ningún río lleno de depósitos metálicos para sujetarla. Solo una caída en picado hasta el mar.

Tally hizo girar la tabla de lado con un derrape. Sus rodillas se doblaron bajo la fuerza del frenazo mientras el calzado antideslizante chirriaba al resbalar sobre la superficie y su cuerpo se situaba casi paralelo al suelo.

Pero el suelo había desaparecido.

Un profundo abismo se abría debajo de ella, una grieta cortada en los acantilados por el mar. Olas hirvientes rompían contra la estrecha ranura; sus crestas resplandecían en la oscuridad y sus voraces rugidos llegaban hasta sus oídos. Las luces del detector de metales de la tabla se apagaron una detrás de otra a medida que Tally se alejaba del extremo astillado del puente de hierro.

Notó que la tabla perdía agarre y se deslizaba hacia abajo.

De pronto se le ocurrió una idea: si saltaba en ese momento, podría tratar de aferrarse al extremo del puente roto. Pero entonces la aerotabla se precipitaría al abismo, dejándola tirada.

La tabla detuvo su avance, pero seguía descendiendo en vertical. Ahora los últimos centímetros del puente medio derrumbado estaban por encima de Tally, fuera de su alcance. La tabla bajó poco a poco mientras las luces del detector de metales se apagaban una a una a medida que los imanes perdían su agarre. Tally pesaba demasiado. Se quitó la mochila, dispuesta a tirarla. Pero ¿cómo podría sobrevivir sin ella? Su única opción sería regresar a la ciudad en busca de más provisiones, lo cual le haría perder dos días más. Un viento frío procedente del océano ascendía por el abismo, helándole los brazos como si fuese el beso helado de la muerte.

Pero la brisa mantuvo a flote la aerotabla, y por un momento Tally no subió ni bajó. Pero al cabo de unos instantes la tabla empezó a deslizarse de nuevo hacia abajo…

Tally se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y abrió los brazos, formando una vela para atrapar el viento. Sopló una ráfaga más fuerte que la levantó un poco y aligeró el peso que soportaba la tabla, y una de las luces del detector de metales parpadeó con más fuerza.

Como un pájaro con las alas extendidas, Tally empezó a subir.

Los elevadores recuperaron poco a poco el agarre a la pista, hasta que la aerotabla la situó a la altura del extremo derruido del puente. Con cuidado, la joven la condujo hasta el borde del acantilado. Un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo cuando la tabla se situó sobre tierra firme. Tally se bajó con las piernas temblorosas.

—«Frío es el mar y ojo con las aberturas» —dijo con voz ronca.

¿Cómo había cometido la estupidez de acelerar justo cuando la nota de Shay decía que había que tener cuidado?

Tally se dejó caer al suelo, sintiéndose de repente mareada y cansada. Su mente volvió a evocar el abismo abierto y las olas al fondo que se estrellaban indiferentes contra las rocas. Ella podría haber ido a parar allí abajo, y haber sido sacudida una y otra vez hasta morir.

Tuvo que recordarse que la naturaleza era así de implacable. Los errores tenían fatales consecuencias.

Antes de que el corazón de Tally dejase de palpitar acelerado, su estómago gruñó.

Sacó de la mochila el depurador de agua, que había llenado en el último río, y vació el filtro. Salió una cucharada de lodo marrón del agua.

—¡Puaj! —exclamó antes de abrir la tapa para mirar el interior. Parecía transparente y olía como el agua.

Bebió un poco para aplacar su sed, pero reservó la mayor parte para la cena, o el desayuno, o lo que fuese. Tenía previsto viajar sobre todo de noche para dejar que la aerotabla se recargase a la luz del sol y no perder tiempo.

De la bolsa impermeable sacó un paquete de comida al azar.

—EspagBol —leyó en la etiqueta, y se encogió de hombros.

Desenvuelto, tenía el aspecto y el tacto de un nudo del tamaño de un dedo. Lo dejó caer dentro del depurador, que emitió unos borboteos mientras alcanzaba la ebullición.

Cuando Tally echó un vistazo al horizonte encendido, sus ojos se abrieron de par en par. Nunca había visto el alba desde fuera de la ciudad. Como la mayoría de los imperfectos, no solía levantarse demasiado temprano, y en cualquier caso el horizonte quedaba siempre oculto tras la silueta de Nueva Belleza. La visión de un auténtico amanecer la dejó asombrada.

Una franja en la que se mezclaban el naranja y el amarillo prendía fuego al cielo, espléndida e inesperada, tan espectacular como los fuegos artificiales, aunque cambiaba a un ritmo majestuoso y apenas perceptible. Tally estaba descubriendo que así era la naturaleza. Peligrosa o bella. O ambas cosas a la vez.

Sonó el reloj del depurador. Tally abrió la tapa y miró dentro. Eran fideos largos con una salsa roja, con trocitos de carne de soja, y desprendían un delicioso aroma. Miró otra vez la etiqueta.

—EspagBol… ¡Espaguetis a la boloñesa!

Encontró un tenedor en la mochila y comió con apetito. Al calor del amanecer y con el estruendo del mar que retumbaba a sus pies, le pareció la mejor comida que había tomado desde hacía siglos.

A la aerotabla aún le quedaba algo de carga, así que, después de desayunar, decidió seguir adelante. Releyó las primeras líneas de la nota de Shay:

Coger la rusa justo después del hueco,

hasta encontrar uno que es largo y plano.

Frío es el mar y ojo con las aberturas.

En la segunda, cometer el peor de los errores.

Si «la segunda» significaba un segundo puente roto, Tally quería encontrarse con él a plena luz del día. Si hubiese descubierto el hueco medio segundo después, habría acabado con un aspecto muy parecido al EspagBol al pie de los acantilados.

Sin embargo, su primer problema era cruzar el abismo. Era mucho más ancho que el hueco de la montaña rusa, sin duda demasiado ancho para saltar. Ir a pie parecía ser la única forma de rodearlo. Caminó tierra adentro a través de la maleza, contenta de poder estirar las piernas después de una larga noche sobre la tabla. Pronto se cerró el abismo, y al cabo de una hora había vuelto a subir por el otro lado.

Tally volaba ahora mucho más despacio, con la mirada fija hacia delante, contemplando solo de vez en cuando la belleza que la rodeaba.

Unas montañas se alzaban a su derecha, tan altas que la nieve ya había cubierto sus cimas con los primeros fríos del otoño. Tally siempre había considerado la ciudad un mundo completo en sí mismo, pero aquí todo era mucho más grandioso. Y tan bonito… Ahora entendía por qué en el pasado la gente vivía en la naturaleza, aunque no hubiese torres de fiesta ni mansiones, ni siquiera residencias.

Sin embargo, al evocar su hogar, Tally pensó que a sus músculos doloridos les iría muy bien un baño caliente. Imaginó una bañera gigante, como las que tenían en Nueva Belleza, con chorros de hidromasaje y un montón de burbujas. Se preguntó si el depurador podría hervir agua suficiente para llenar una bañera, en el improbable caso de que encontrase una. ¿Cómo se bañaban en el Humo? Tally se preguntó cómo olería al llegar, después de pasar tantos días sin darse un baño. ¿Había jabón en el kit de supervivencia? ¿Y champú? Desde luego, no había toallas. Tally nunca se había dado cuenta del montón de cosas que necesitaba.

El segundo corte en la pista llegó al cabo de una hora: un puente medio caído sobre un río que bajaba serpenteando de las montañas.

Tally se detuvo con cuidado y atisbo por encima del borde. La caída no era tan mala como en el primer abismo, pero seguía siendo lo bastante profunda para resultar mortal. Demasiado ancho para saltar. Si lo rodeaba caminando, tardaría una eternidad. El desfiladero del río se extendía a lo lejos, sin ningún camino practicable a la vista.

—«En la segunda, cometer el peor de los errores» —murmuró.

Vaya pista. Cualquier cosa que hiciera en ese momento sería un error. Su cerebro estaba demasiado cansado para afrontar aquello, y de todos modos la tabla estaba ya escasa de energía.

Era media mañana, hora de dormir.

Pero antes tenía que desplegar la aerotabla. El especial que le había dado las instrucciones le explicó que, para recargarse, necesitaba tener al sol tanta superficie como fuese posible. Tiró de las anillas y la tabla emitió un chasquido. Se abrió como un libro entre sus manos, convirtiéndose en dos aerotablas, y cada una de las partes se abrió a su vez, y luego las siguientes, desplegándose como una tira de muñecas de papel. Al final, Tally tenía ocho aerotablas conectadas una a la otra, con una anchura que duplicaba su propia estatura, aunque no más gruesas que una hoja de papel. El conjunto se agitaba con la fuerte brisa del océano como una cometa gigantesca, aunque los imanes de la tabla impedían que saliese volando.

Tally la apoyó plana en el suelo, extendida al sol, y su superficie metálica se volvió negra como el azabache mientras absorbía la energía solar. En pocas horas estaría cargada y lista para volver a funcionar. Tally confiaba en que se recompusiera con tanta facilidad como se había separado.

Extrajo su saco de dormir, lo desenfundó y se metió en él sin quitarse la ropa.

—Pijama —añadió a su lista de cosas que añoraba de la ciudad.

Hizo una almohada con su chaqueta, se quitó la camisa y se tapó la cabeza con ella. Notaba ya un principio de quemadura en la nariz, y se dio cuenta de que había olvidado ponerse un parche de protección solar después del alba. Estupendo. Una piel un poco roja y descamada haría juego con los arañazos en su imperfecta cara.

Pero el sueño no llegaba. Hacía cada vez más calor y le resultaba raro estar allí tumbada al aire libre. Los chillidos de las aves marinas resonaban en su cabeza. Se incorporó con un suspiro. Tal vez si comía un poco más…

Sacó los paquetes de comida de uno en uno. Las etiquetas decían:

EspagBol

EspagBol

EspagBol

EspagBol

EspagBol…

Contó cuarenta y un paquetes, una cantidad suficiente para comer tres EspagBols al día durante dos semanas. Se echó hacia atrás y cerró los ojos, sintiéndose de pronto completamente agotada.

—Gracias, doctora Cable.

Al cabo de unos minutos, estaba dormida.