12. La operación

Cuando llegó el día, Tally esperó sola el coche.

Al día siguiente, cuando la operación hubiese terminado, sus padres estarían esperándola en la puerta del hospital, junto a Peris y sus otros amigos mayores. Esa era la tradición. Era extraño que no hubiese nadie para despedirla. No había nadie para decirle adiós, solo unos cuantos imperfectos que pasaban por allí. Ahora le parecían muy jóvenes, sobre todo los recién llegados de la nueva promoción, que la miraban boquiabiertos como si fuese un viejo dinosaurio.

Siempre le había gustado mucho ser independiente, pero ahora Tally se sentía como la última pequeña que venían a buscar a la escuela, abandonada y sola. Septiembre era un mal mes para nacer.

—Eres Tally, ¿verdad?

Ella levantó la mirada. Era un nuevo imperfecto que se adaptaba con torpeza a la estatura poco familiar y que daba tirones al uniforme de su residencia como si ya le quedase demasiado ajustado.

—Sí.

—¿No eres tú la que va a convertirse hoy?

—Soy yo, Pequeñajo.

—¿Y cómo es que pareces tan triste?

Tally se encogió de hombros. De todos modos, ¿qué podía entender aquel medio pequeño, aquel medio imperfecto? Pensó en lo que Shay había dicho de la operación.

El día anterior le habían tomado las últimas medidas, dándole vueltas a través de un tubo catódico. ¿Debía contarle a aquel nuevo imperfecto que, esa misma tarde, iban a abrirle el cuerpo, a limarle los huesos para darles la forma adecuada, a estirar o rellenar algunos, a quitarle el cartílago nasal y los pómulos y a sustituirlos por plástico programable, a lijarle la piel y volver a sembrarla como a un campo de fútbol en primavera? ¿Que le tallarían los ojos con láser para toda una vida de visión perfecta, que le colocarían implantes reflectantes bajo el iris para añadir motas doradas a su mediocre castaño? ¿Que le arreglarían todos los músculos con una noche de electrócisis y le succionarían toda la grasa infantil para siempre? ¿Que le sustituirían los dientes por cerámicas fuertes como el ala de una aeronave suborbital y blancas como la porcelana buena de la residencia?

Decían que no dolía, salvo la piel nueva, que durante un par de semanas producía la misma sensación que una quemadura solar.

Mientras los detalles de la operación zumbaban en su cabeza, pudo imaginar por qué se había escapado Shay. Sí, parecía que había que sufrir demasiado solo para tener un aspecto determinado. Ojalá la gente fuese más lista, lo bastante evolucionada para tratar a todas las personas igual aunque tuviesen un aspecto diferente. Un aspecto imperfecto.

Ojalá a Tally se le hubiese ocurrido el argumento adecuado para hacer que se quedase.

Las conversaciones imaginarias habían vuelto, pero mucho peores que cuando se marchó Peris. Mil veces se había peleado con Shay mentalmente, tras largas discusiones inconexas sobre la perfección, la biología y el significado de crecer. Las veces que habían estado en las ruinas, Shay había hecho observaciones sobre los imperfectos y los perfectos, la ciudad y el exterior, lo falso y lo real. Pero Tally no se había dado cuenta ni una sola vez de que su amiga podía escaparse de verdad, renunciando a una vida de belleza, sofisticación y elegancia. Ojalá hubiese dicho lo apropiado. Lo que fuese.

Allí sentada, le parecía que ni siquiera lo había intentado.

Tally miró a los ojos al nuevo imperfecto.

—Porque todo se reduce a esto: toda una vida de perfección bien vale dos semanas de quemadura solar.

El chaval se rascó la cabeza.

—¿Cómo?

—Nada. Solo algo que debería haber dicho y no dije. Eso es todo.

El aerovehículo del hospital llegó por fin y se posó en los terrenos de la escuela, con tanta ligereza que apenas agitó el césped recién segado.

El conductor era un perfecto mediano que irradiaba confianza y autoridad. Se parecía tanto a Sol, que Tally estuvo a punto de pronunciar el nombre de su padre.

—¿Tally Youngblood? —dijo él.

—Sí, soy yo —respondió Tally, aunque ya había visto el destello de luz que había leído su huella ocular.

El perfecto mediano tenía algo que impedía la frivolidad. Era la sensatez personificada. Sus modales eran tan serios y formales que Tally deseó haberse arreglado un poco más.

—¿Estás preparada? No llevas gran cosa.

Llevaba el petate de lona medio lleno. De todos modos, todo el mundo sabía que los nuevos perfectos acababan reciclando la mayoría de las cosas que llevaban al otro lado del río. Le darían toda la ropa nueva, por supuesto, y todos los juguetes para nuevos perfectos que quisiera. Lo que sí había conservado era la nota manuscrita de Shay, oculta entre unas cuantas fruslerías cogidas al azar.

—Ya tengo bastante.

—Muy bien, Tally. Eso es muy maduro.

—Yo soy así, señor.

Se cerró la puerta, y el vehículo despegó.

El gran hospital estaba al otro extremo de Nueva Belleza. Era allí donde iba todo el mundo para las operaciones graves: pequeños, imperfectos e incluso perfectos mayores desde Ancianópolis que acudían para tratamientos de prolongación vital.

El río brillaba bajo un cielo sin nubes, y Tally se dejó arrastrar por la perfección de Nueva Belleza. Incluso sin las luces y los fuegos artificiales que se encendían por la noche, el vidrio y el metal hacían brillar las superficies de la ciudad; las inverosímiles agujas de las torres de fiesta proyectaban delgadas sombras a través de la isla. Tally vio de pronto que resultaba mucho más vibrante que las Ruinas Oxidadas. Tal vez no era tan oscura ni resultaba tan misteriosa, pero allí había más vida.

Había llegado el momento de dejar de preocuparse por Shay. En adelante, la vida iba a ser una gran fiesta llena de gente guapa. Como Tally Youngblood.

El aerovehículo descendió hasta una de las X rojas de la azotea del hospital, y el conductor de Tally la acompañó hasta una sala de espera del interior. Un celador consultó el nombre de Tally, volvió a comprobar su ojo con un destello y le dijo que esperase.

—¿Te las arreglarás bien? —preguntó el conductor.

Ella levantó la vista hasta sus ojos claros y apacibles, deseando que se quedase. Pero pedirle que esperase con ella no parecía muy maduro.

—Sí, estoy bien, gracias.

Él sonrió y se marchó.

No había nadie más en la sala de espera. Tally se arrellanó en su asiento y contó las losas del techo. Mientras esperaba, volvieron de nuevo a su mente las conversaciones con Shay, pero allí no resultaban tan perturbadoras. Era demasiado tarde para arrepentirse.

Tally deseó que hubiese una ventana para contemplar Nueva Belleza. Estaba ya tan cerca… Se imaginó al día siguiente por la noche, su primera noche de perfecta, vestida con ropa nueva y maravillosa (con todos sus uniformes de la residencia metidos en el reciclador), mirando desde la cima de la torre de fiesta más alta que pudiese encontrar. Vería apagarse las luces al otro lado del río, la hora de acostarse en Feópolis, y tendría toda la noche por delante con Peris y sus nuevos amigos, toda la gente guapa que conocería.

Suspiró.

Dieciséis años. Por fin.

Durante una hora larga no ocurrió nada. Tally tamborileaba con los dedos sobre la silla, preguntándose si siempre harían esperar tanto tiempo a los imperfectos.

Entonces llegó el hombre.

Tenía un aspecto extraño, distinto del de cualquier perfecto que Tally hubiese visto jamás. Desde luego, era mediano, pero su operación era una chapuza. Aunque sin duda era guapo, su perfección resultaba sobrecogedora.

En lugar de sensato y seguro de sí mismo, el hombre tenía un aspecto frío, autoritario y avasallador, como un regio animal de presa. Cuando se acercó, Tally empezó a preguntar qué ocurría, pero una mirada suya le impuso silencio.

Nunca había conocido a un adulto que la desconcertase de aquella manera. Siempre sentía respeto cuando se hallaba cara a cara con un perfecto mediano o mayor. Pero en presencia de aquel hombre cruelmente guapo, el respeto aparecía saturado de miedo.

—Hay un problema con tu operación —dijo el hombre—. Ven conmigo.