La mayoría de los otros rebeldes iban de leñadores, vestidos con cuadros escoceses y almohadillas que les hacían unos músculos grotescos, y con grandes motosierras falsas y copas de champán en las manos. También había carniceros, unos cuantos fumadores que se habían hecho sus propios cigarrillos de mentira y una ahorcada con una larga soga sobre el hombro. Zane, que sabía mucho de historia, iba de un ayudante de dictador que aún conservaba cierto gusto por la moda, enfundado en un ceñido atuendo negro con un chispeante brazalete rojo. Se había operado expresamente con motivo de la fiesta de disfraces para que le quedaran los labios finos y las mejillas hundidas, lo que le confería cierta apariencia de especial.
Todos rieron al ver el disfraz de Peris e intentaron volver a encender a Fausto, pero lo único que lograron fue prenderle fuego a unos cuantos mechones de pelo, que desprendieron un olor de lo más falso. Se produjo un momento de inquietud mientras el resto de los rebeldes se preguntaban de qué irían disfrazadas Tally y Shay, pero no tardaron en formar un corrillo a su alrededor para tocar las bastas fibras del jersey tejido a mano y preguntar si picaba. (Así era, pero Tally negó con la cabeza).
Shay se puso cerca de Zane para que este se fijara en sus nuevos implantes oculares.
—¿Te parece que son de perfecto? —preguntó Shay.
—Les doy cincuenta milihelens —respondió Zane.
Todo el mundo puso cara de perdido ante aquel comentario.
—Un milihelen implica la belleza necesaria para botar exactamente un barco —explicó Zane, haciendo reír a los rebeldes más veteranos—. Cincuenta está bastante bien.
Shay sonrió ante el elogio de Zane, y su rostro se iluminó como el champán.
Tally trató de mostrarse chispeante, pero la idea de aquella figura disfrazada de especial persiguiéndola no dejaba de resultarle mareante. Al cabo de unos minutos, se escapó al balcón de la aguja de la torre de fiesta para llenarse los pulmones de aire fresco.
Amarrados a la aguja, había varios globos de aire caliente que se cernían en el firmamento cual enormes lunas negras. Los airecalientes iban montados en una barquilla, disparando velas romanas a los demás y riendo mientras las llamas de seguridad rugían en la oscuridad. En aquel momento, uno de los globos comenzó a elevarse, haciéndose audible el estruendo de su quemador por encima del bullicio de la fiesta, mientras la cadena que lo sujetaba se soltaba para ir a dar contra la aguja. Con apenas un dedo de llama, comenzó a ascender hasta perderse finalmente en el horizonte. Si Shay no le hubiera presentado a los rebeldes, Tally suponía que se habría sumado a los airecalientes. Éstos siempre salían a volar en globo por la noche para aterrizar en lugares elegidos al azar, y luego llamaban a un aerovehículo desde un barrio lejano o incluso desde más allá de los límites de la ciudad para que fuera a recogerlos.
Enfocar la vista en el río hacia la oscuridad de Feópolis sirvió a Tally para que la cabeza dejara de darle tantas vueltas. Era extraño. El tiempo que había pasado en plena naturaleza le resultaba de lo más confuso, pero en cambio recordaba perfectamente sus días de joven imperfecta, cuando miraba las luces de la ciudad de Nueva Belleza desde la ventana de su residencia, muriéndose de ganas por cumplir los dieciséis. Siempre se había imaginado allí, al otro lado, en alguna torre alta, con fuegos artificiales estallando a su alrededor, rodeada de perfectos entre los que se incluía ella misma.
Naturalmente, la Tally de aquellas fantasías solía ir con un vestido de fiesta, no con un jersey de lana, unos pantalones de trabajo y la cara cubierta de mugre. Mientras toqueteaba un hilo que estaba saliéndose del tejido, lamentó que Shay hubiera encontrado aquel jersey. Tally quería dejar atrás el Humo y escapar de la maraña de recuerdos en los que se veía a sí misma huyendo, escondiéndose y sintiéndose como una traidora. No soportaba tener que mirar a cada minuto hacia la puerta del ascensor, preguntándose si el especial disfrazado la habría seguido hasta allí. Quería sentir que pertenecía por completo a un lugar, sin tener que esperar a que se produjera otra catástrofe.
Quizá Shay tuviera razón en lo que decía y el voto de aquella noche lo arreglara todo. Los rebeldes eran una de las camarillas más cerradas y unidas de la ciudad de Nueva Belleza. La admisión de un nuevo miembro estaba sujeta a votación, y una vez que uno pasaba a ser un rebelde siempre podía contar con amigos, fiestas y chispeantes conversaciones. Ya no tendría que huir nunca más.
La única pega era que no admitían a nadie que no hubiera cometido mil y una travesuras en su época de imperfecto y que no tuviera buenas historias que contar sobre escapadas furtivas, salidas nocturnas en aerotabla o huidas a lo grande. Los rebeldes eran perfectos que no habían olvidado su pasado imperfecto; aún les gustaban las bromas con una finalidad práctica y los ardides delictivos que hacía que Feópolis resultara chispeante, a su manera.
—¿Qué le darías a la vista? —Era Zane, que de repente estaba a su lado, con sus dos metros de altura (la estatura máxima que podía tener un perfecto) enfundados en aquel antiguo uniforme negro.
—¿Darle?
—¿Cien milihelens? ¿Quinientos? ¿Un helen entero tal vez?
Tally respiró hondo para tranquilizarse mientras miraba el oscuro río que se extendía a lo lejos.
—No le daría nada. Al fin y al cabo, se trata de Feópolis.
Zane se rio.
—Vamos, Tally-wa, no hay motivo para ser desagradable con nuestros hermanitos y hermanitas imperfectos. No tienen la culpa de no ser tan perfectos como tú —le dijo Zane, poniéndole un mechón de pelo suelto detrás de la oreja.
—No es por ellos, sino por el lugar. Feópolis es una cárcel. —Las palabras sonaron mal en su boca, demasiado serias para una fiesta.
Sin embargo, a Zane pareció no importarle.
—Tú escapaste, ¿no es así? —Zane acarició las extrañas fibras del jersey, como seguían haciendo el resto de los rebeldes—. ¿Acaso el Humo era mejor?
Tally se preguntó si su interlocutor querría una respuesta de verdad. Tenía miedo de decir algo falso. Si Zane pensaba que Tally estaba perdida, le lloverían los vetos por mucho que Shay y Peris le hubieran prometido lo contrario.
Tally alzó la vista para mirar a Zane a los ojos. Sus relucientes pupilas de un color oro metálico reflejaban los fuegos artificiales cual espejos diminutos, y algo en ellos parecía ejercer una atracción irresistible sobre Tally. No era el encanto habitual propio de los perfectos, sino algo que parecía serio, como si la fiesta que los rodeaba hubiera desaparecido. Zane siempre escuchaba absorto sus historias sobre el Humo. A aquellas alturas, ya las había oído todas, pero quizá hubiera algo más que quisiera saber.
—Me fui la noche antes de cumplir los dieciséis —respondió Tally—. Así que no se puede decir que escapara exactamente de Feópolis.
—Eso es cierto. —Zane la liberó de su mirada para desviar la vista hacia el río—. Huías de la operación.
—Iba tras Shay. Tenía que seguir siendo imperfecta para encontrarla.
—Para rescatarla —dijo Zane antes de volver a poner sus ojos dorados en Tally—. ¿Realmente fue así?
Tally asintió lentamente, notando que la cabeza le daba vueltas por los efectos del champán de la noche anterior. O quizá de aquella. Mirando el interior de la copa vacía que sostenía en la mano, se preguntó cuántas se habría tomado.
—Era algo que tenía que hacer. —Mientras respondía se dio cuenta de que sus palabras sonaban falsas.
—¿Una circunstancia especial? —preguntó Zane con una sonrisa irónica.
Tally levantó las cejas. Se preguntó qué bromas habría gastado Zane siendo un imperfecto. No solía contar muchas historias sobre sí mismo. Aunque no era mucho mayor que ella, Zane no parecía haber tenido la necesidad de demostrar que era un verdadero rebelde; lo era sin más.
Incluso con los labios operados para que le quedaran más finos, Zane era guapísimo. Le habían esculpido el rostro con unas formas más marcadas que en la mayoría de los casos, como si los médicos hubieran querido poner a prueba las especificaciones del Comité de Perfectos. Sus pómulos se veían tan angulosos como puntas de flecha bajo la carne, y sus cejas se arqueaban de manera asombrosa cuando algo le hacía gracia. Tally vio de repente con claridad que, si alguna de sus facciones se modificaba apenas unos milímetros, quedaría fatal, aunque al mismo tiempo resultaba imposible imaginar que Zane hubiera sido imperfecto en algún momento de su vida.
—¿Has ido alguna vez a las Ruinas Oxidadas? —le preguntó Tally—. ¿Antes, cuando eras… joven?
—Casi cada noche, el invierno pasado.
—¿En invierno?
—Me encantan las ruinas cubiertas de nieve —le respondió Zane—. La nieve suaviza los contornos, añadiendo megahelens a la vista.
—Ah. —Tally se vio a sí misma andando en plena naturaleza a principios de otoño, y recordó el frío que había pasado—. Debe de ser para… morirse de frío.
—Nunca conseguí que nadie más viniera conmigo. —Zane entrecerró los ojos—. Cuando hablas de las ruinas, nunca mencionas que quedaras allí con nadie.
—¿Quedar con alguien? —Tally cerró los ojos, invadida por una súbita sensación de pérdida de equilibrio, y respiró hondo apoyándose en la barandilla del balcón.
—Sí —respondió Zane—. ¿Has quedado alguna vez allí con alguien?
La copa de champán vacía resbaló de la mano de Tally y cayó en la oscuridad.
—Cuidado ahí abajo —murmuró Zane con una sonrisa en los labios.
Un estrépito tintineante ascendió desde la oscuridad, provocando una ola de risas de sorpresa que se propagó como las ondas que se forman al lanzar una piedra al agua. El sonido pareció producirse a mil kilómetros de distancia.
Tally aspiró varias veces más el aire fresco de la noche para tratar de recobrar la compostura. Tenía el estómago vuelto del revés. Le daba vergüenza estar así, a punto de vomitar el desayuno tras unas malditas copas de champán.
—No pasa nada, Tally —susurró Zane—. Tú déjate ser chispeante.
Tally se dio cuenta de lo falso que era que tuvieran que decirle que se mantuviera chispeante. Pero, incluso con los retoques que se había hecho para la fiesta de disfraces, la mirada de Zane se había suavizado, como si realmente quisiera verla relajada.
Tally le dio la espalda para evitar caer al vacío, agarrándose a la barandilla con ambas manos por detrás de la espalda. Shay y Peris también habían salido al balcón; Tally se veía ahora rodeada de todos sus nuevos amigos rebeldes, protegida e integrada en el grupo. Pero al mismo tiempo la observaban con atención. Puede que todo el mundo esperara algo especial de ella aquella noche.
—Nunca vi a nadie allí fuera —dijo Tally—. Se suponía que tenía que venir alguien, pero nunca lo hizo.
No oyó la respuesta de Zane.
El acechador había aparecido de nuevo; lo vio al otro lado de la abarrotada aguja, inmóvil y con la mirada fija sobre ella. Los brillantes ojos de la máscara parecieron reconocer por un momento la mirada de Tally; luego la silueta se volvió y se escabulló entre las batas del grupo que iba disfrazado de Comité de Perfectos, desapareciendo detrás de las enormes caretas que llevaban sus integrantes con el rostro de los principales tipos de perfectos. Y aunque Tally era consciente de que su reacción resultaría falsa, se apartó de Zane para abrirse paso entre la multitud, pues no podría tranquilizarse en toda la noche hasta no averiguar quién se escondía tras aquella máscara; si un rebelde, un especial o un nuevo perfecto errático. Tenía que saber el motivo por el que aquella persona se empeñaba en traerle a la memoria Circunstancias Especiales.
Tally fue esquivando batas blancas y rebotando como en una máquina del millón entre un grupo de gente vestida con trajes de gordo, cuyas mullidas panzas artificiales le hicieron dar vueltas de un lado a otro. Tiró al suelo a la mayoría de los integrantes de un equipo de hockey, que se movían tambaleantes sobre sus resbaladizos aeropatines como si fueran niños pequeños. Mientras corría hacia delante alcanzó a ver destellos de seda gris que se burlaban de ella, pero el lugar estaba abarrotado y la gente se movía con frenesí, y cuando llegó a la columna central de la aguja la figura había desaparecido.
Al mirar las luces situadas sobre la puerta del ascensor, vio que este estaba subiendo. El falso especial andaba aún por allí, en algún rincón de la aguja.
Tally reparó entonces en la puerta que daba a las escaleras de emergencia, de un rojo vivo y cubierta de letreros que advertían de que si se abría sonaría una alarma. Tally volvió a mirar a su alrededor, pero no vio ni rastro de la figura gris. Quienquiera que fuera tenía que haber escapado por las escaleras. Las alarmas podían apagarse; ella misma había recurrido a aquel ardid millones de veces en su época de imperfecta.
Tally se acercó a la puerta para abrirla con mano temblorosa. Si comenzaba a atronar una sirena, todo el mundo la miraría y cuchichearían entre ellos mientras los guardianes acudían a evacuar la torre. Sería un final realmente chispeante para su carrera como rebelde.
Una rebelde, pensó. Sería una rebelde muy falsa si no pudiera hacer sonar una alarma de vez en cuando.
Empujó la puerta y esta se abrió sin hacer ruido.
Tally entró en las escaleras de emergencia. La puerta se cerró tras ella, amortiguando el tumulto de la fiesta. En el silencio repentino, sintió que el corazón le latía con fuerza en el pecho y oyó su propia respiración, irregular aún tras la persecución. El ritmo de la música parecía colarse bajo la puerta, haciendo vibrar el suelo de hormigón.
La figura estaba sentada en las escaleras, unos escalones más arriba.
—Has llegado. —A través de la máscara se oyó una voz de chico poco definida.
—¿Llegar adónde? ¿A esta fiesta?
—No, Tally. A este lado de la puerta.
—No estaba exactamente cerrada. —Tally trató de mantener la mirada fija en los ojos que brillaban cual piedras preciosas tras la máscara—. ¿Quién eres?
—¿No me reconoces? —El joven pareció sorprenderse de verdad, como si fuera un viejo amigo, alguien que siempre iba con máscara—. ¿Qué parezco?
Tally tragó saliva.
—Circunstancias Especiales —respondió en voz baja.
—Bien. Veo que te acuerdas.
Tally percibió la sonrisa en la voz de su interlocutor, que le hablaba despacio y con cuidado, como si ella fuera idiota.
—Pues claro que me acuerdo. ¿Eres uno de ellos? ¿Te conozco? —Tally no recordaba a ningún especial en particular; en su memoria los rostros de todos ellos se agolpaban en una única imagen cruel y bastante borrosa.
—¿Por qué no echas un vistazo? —La figura no se movió para quitarse la máscara—. Vamos, Tally.
De repente, Tally se dio cuenta de lo que ocurría. El reconocimiento de lo que significaba el disfraz, la persecución de aquel individuo por toda la fiesta, la valentía de traspasar la puerta con alarma… todo aquello había sido una prueba. Una especie de reclutamiento. Y allí estaba su reclutador, preguntándose si Tally se atrevería a quitarle la máscara.
Tally estaba harta de pruebas.
—No te acerques a mí —le advirtió.
—Tally…
—No quiero trabajar para Circunstancias Especiales. Lo que quiero es vivir aquí, en la ciudad de Nueva Belleza.
—Yo no…
—¡Déjame en paz! —exclamó Tally, apretando los puños. Su grito resonó en las paredes de hormigón, dando pie a un momento de silencio, como si aquello les hubiera sorprendido a ambos. La música de la fiesta se coló por las escaleras, tímida y amortiguada.
Finalmente se oyó un suspiro a través de la máscara, y el joven sostuvo en alto una bolsa de piel rudimentaria.
—Tengo una cosa para ti. Si estás preparada para ello. ¿Lo quieres, Tally?
—No quiero nada de… —La voz de Tally se fue apagando al oír un suave sonido de pies arrastrándose debajo de ellos. No procedía de la fiesta. Era alguien que subía por las escaleras.
Ambos reaccionaron al mismo tiempo, asomándose al estrecho hueco de la escalera por la barandilla. Mucho más abajo, Tally alcanzó a ver formas enfundadas en seda gris y manos aferradas a la barandilla, mientras media docena de individuos subían por las escaleras a una velocidad increíble, sin que sus pasos se oyeran apenas por encima de la música que sonaba de fondo.
—Hasta luego —dijo la figura, poniéndose de pie.
Tally pestañeó. El chico la apartó de un empujón, asustado ante la imagen de especiales de verdad. ¿Y quién sería entonces? Antes de que los dedos del joven llegaran a tocar el pomo de la puerta, Tally le quitó la máscara de la cara.
Se trataba de un imperfecto. Un imperfecto de verdad.
Su rostro no tenía nada que ver con los gordos disfrazados que había en la fiesta, con sus narices enormes y sus ojos bizcos. No eran unos rasgos exagerados lo que le hacían diferente; era todo, como si estuviera hecho de un material totalmente distinto. En aquellos segundos, la vista de perfecta de Tally se quedó con los poros abiertos de la tez del muchacho, con los enredos que tenía su pelo aquí y allá y con el burdo desequilibrio de sus facciones inconexas. A Tally se le arrugó la piel al ver sus imperfecciones, los mechones de su barba pubescente, sus dientes sin operar, los sarpullidos de su frente que proclamaban una enfermedad a los cuatro vientos. Sintió el impulso de retirarse de su lado, de poner distancia entre ella y la imperfección desafortunada, impura y malsana del joven.
Pero por alguna razón sabía su nombre…
—¿Croy? —preguntó Tally.