Salieron al mediodía.
El pueblo entero fue a verlos partir, llevándoles ofrendas para el viaje. La mayoría de los regalos pesaban demasiado, y Tally y Andrew los rechazaron con buenos modales. Lo que sí hizo Andrew fue llenar su macuto con tiras de carne seca que les ofrecieron y que tenían un aspecto que daba miedo. Cuando Tally se dio cuenta de que aquella cosa espeluznante era para comer, intentó disimular su espanto, pero no le salió muy bien. El único obsequio que aceptó fue una honda de madera y cuero que le dio uno de los miembros más mayores de su club de fans infantil. Tally recordaba que de pequeña era bastante hábil con el manejo de la honda.
El cacique les dio públicamente su bendición y añadió una última disculpa —que Andrew se encargó de traducir— por haber estado a punto de romperle la cabeza a una diosa tan joven y bella. Tally le aseguró que sus mayores nunca tendrían conocimiento del malentendido, y el cacique pareció recibir sus palabras con un alivio lleno de cautela. Luego entregó a Andrew un brazalete de cobre batido, como muestra de gratitud hacia el joven sacerdote por ayudar a subsanar el error de los cazadores.
Andrew aceptó el regalo enrojeciendo de orgullo, y la multitud gritó entusiasmada cuando lo levantó en alto. Tally se dio cuenta de que su presencia allí había causado problemas. Su inesperada visita había perturbado el orden natural de las cosas, como habría ocurrido al acudir a una fiesta de disfraces con un vestido semiformal, pero el ofrecimiento de Andrew a ayudarla había servido para que todo el mundo se relajara un poco. Por lo visto, la labor más importante de un sacerdote consistía en aplacar la cólera de los dioses, lo que hizo que Tally se preguntara hasta qué punto abusaban los perfectos de la ciudad de los aldeanos.
Una vez que traspasaron los límites del poblado, y que el séquito de niños dejaran de perseguirles y regresaran a casa a instancias de sus madres, Tally decidió hacer unas cuantas preguntas serias a su acompañante.
—Y dime, Andrew, ¿a cuántos dioses conoces… personalmente?
Andrew acarició su lampiña mandíbula con aire pensativo.
—Desde la muerte de mi padre no han venido más dioses que vos. Nadie sabe que ahora soy yo el sacerdote.
Tally asintió. Tal como había supuesto, era evidente que Andrew tenía la necesidad de sentirse a la altura de su padre.
—Ya. Pero tienes un acento muy bueno. Tu padre no ha sido el único que te ha enseñado a hablar mi idioma, ¿verdad?
Andrew sonrió con malicia, dejando al descubierto sus dientes torcidos.
—En teoría, yo no podía hablar con los dioses, solo escuchar mientras mi padre los atendía. Pero a veces, cuando guiábamos a un dios hasta una ruina o el nido de una nueva ave exótica, yo me ponía a hablar con él.
—Bien hecho. Y… ¿de qué hablabais?
Andrew permaneció callado un momento, como si estuviera eligiendo las palabras con cuidado.
—De animales. De cuándo se aparean y qué comen.
—Eso tiene sentido. —A todo zoólogo de la ciudad le encantaría contar con un ejército privado de preoxidados para que le ayudaran con el trabajo de campo—. ¿Y de algo más?
—Algunos dioses querían saber cosas de las ruinas, como ya os he dicho. Y yo los llevaba hasta allí.
Los arqueólogos, sin duda.
—Claro.
—Y también está el doctor.
—¿Quién? ¿El doctor? —Tally se paró en seco—. Y dime, Andrew, ¿ese doctor tiene un aspecto que da miedo?
Andrew frunció el ceño y luego se echó a reír.
—¿Miedo? No. Es como vos, tan bello que cuesta mirarle a la cara.
Tally se estremeció aliviada; acto seguido sonrió, arqueando una ceja.
—Pues a mí no parece que te cueste tanto mirarme.
Andrew bajó la vista al suelo.
—Lo siento, Young Blood.
—Venga, Andrew, no lo he dicho en serio. —Tally le puso la mano en el hombro—. Solo estaba bromeando. Puedes mirarme todo lo que… en fin, pues eso. Y llámame Tally, ¿vale?
—Tally —repitió Andrew, fijándose en cómo sonaba el nombre en sus labios. Tally le quitó la mano del hombro, y Andrew la miró—. Eres diferente a los otros dioses.
—Eso espero, desde luego —dijo ella—. ¿Así que ese doctor tiene un aspecto normal? Bueno, ¿de perfecto? Quiero decir… ¿de dios?
—Sí. Viene con más frecuencia que los demás. Pero no le interesan los animales ni las ruinas. Solo pregunta por lo que pasa en el poblado. Quién corteja a quién, quién está embarazada. Qué cazador es capaz de retar a duelo al cacique.
—Ya. Un antro… —dijo Tally, tratando de recordar la palabra.
—Antropólogo, le llaman —aclaró Andrew.
Tally arqueó una ceja.
Andrew sonrió.
—Tengo buen oído; eso es lo que siempre decía mi padre. Los otros dioses se burlan a veces del doctor.
—Ajá. —Al parecer los aldeanos sabían más sobre sus visitantes divinos de lo que los dioses pensaban—. ¿Así que nunca has visto ningún dios que diera miedo?
Andrew entrecerró los ojos y comenzó a caminar de nuevo. A veces tardaba un buen rato en contestar a las preguntas que le hacían, como si la prisa fuera otra cosa que los aldeanos no se hubieran molestado en inventar.
—No. Pero el abuelo de mi padre contaba historias de criaturas con armas raras y cara de halcón que cumplían la voluntad de los dioses. Tenían forma humana, pero se movían de manera extraña.
—¿Como si fueran insectos? ¿Con rapidez y dando saltos?
Andrew abrió los ojos de par en par.
—¿Entonces existen de verdad? ¿Los sayshal?
—¿Sayshal? Nosotros los llamamos especiales.
—Acaban con cualquiera que desafíe a los dioses.
Tally asintió.
—Entonces son ellos.
—Y cuando alguien desaparece, se dice a veces que han sido los sayshal los que se lo han llevado.
—¿Llevado? ¿Adónde? —preguntó Tally.
Dicho esto se quedó callada, mirando el sendero que se adentraba en el bosque delante de ella. Si el bisabuelo de Andrew había topado con agentes de Circunstacias Especiales, la ciudad debía de tener conocimiento de la existencia de aquel pueblo desde hacía décadas, o más probablemente. Los científicos que explotaban a aquella gente llevaban mucho tiempo haciéndolo, y eran muy capaces de traer consigo especiales para que reforzaran su autoridad.
Al parecer, desafiar a los dioses era algo peligroso.
Caminaron durante un día entero, atravesando los montes a buen ritmo. Tally comenzaba a distinguir las huellas de los aldeanos sin la ayuda de Andrew, como si su vista estuviera aprendiendo a ver el bosque con más claridad.
Al caer la noche, buscaron una cueva donde acampar. Tally comenzó a recoger leña, pero se detuvo al notar que Andrew la miraba perplejo.
—¿Qué ocurre?
—¿Una hoguera? ¡Los intrusos la verán!
—Es verdad. Perdona. —Dando un suspiro, Tally se frotó las manos para quitarse el frío de los dedos—. Así que para vengarse hay que pasar unas cuantas noches de búsqueda a la intemperie, ¿no?
—Pasar frío es mejor que estar muerto, Tally —respondió Andrew y, encogiéndose de hombros, añadió—: Y es posible que nuestro viaje no se prolongue tanto. Llegaremos al fin del mundo mañana.
—Sí, claro. —Durante aquella primera jornada de trayecto, Andrew no se había quedado muy convencido con la descripción que le había hecho Tally del mundo: un planeta que medía cuarenta mil kilómetros de circunferencia, suspendido en un vacío desprovisto de aire y con la gravedad como fuerza que permitía que los cuerpos no se despegaran de la superficie. Evidentemente, desde la perspectiva de Andrew, debía de parecer una idea de locos. En el colegio explicaban que, en el pasado, a la gente la detenían por creer que el mundo era redondo, y los que realizaban dichas detenciones solían ser sacerdotes.
Tally sacó dos paquetes de AlboNabos.
—Al menos no tenemos que encender un fuego para tener comida caliente.
Andrew se acercó a ella para ver cómo llenaba el depurador. Llevaba todo el día mascando carne seca, y estaba emocionado con la idea de probar «comida de los dioses». Cuando sonó el timbre del depurador y Tally levantó la tapa, Andrew se quedó boquiabierto al ver el vapor que salía de los AlboNabos rehidratados. Tally se los pasó.
—Venga, tú primero.
No tuvo que insistirle. En el poblado los hombres siempre comían primero, y las mujeres y los pequeños se conformaban con las sobras. Tally era un dios, naturalmente, y en ciertos aspectos la habían tratado como a un hombre honorable, pero había costumbres que no se perdían fácilmente. Andrew cogió el depurador y metió la mano en los AlboNabos a modo de cuchara. Un instante después la sacó dando un grito.
—Eh, no te quemes —dijo Tally.
—Pero ¿dónde está el fuego? —preguntó Andrew en voz baja, chupándose los dedos mientras sostenía en alto el depurador en busca de una llama.
—Es electrónico… funciona con un fuego muy pequeño. ¿Seguro que no quieres probar a comer con palillos?
Andrew experimentó un rato con los palillos, lo que permitió que los AlboNabos se enfriaran, pero, al ver que no le servían de nada, volvió a meter las manos. Una leve expresión de decepción ensombreció su rostro mientras masticaba.
—Hummm.
—¿Qué ocurre?
—Pensaba que la comida de los dioses sería… mejor, de algún modo.
—Es que esto es comida de los dioses deshidratada, que conste.
Cuando Andrew acabó de comer le siguió Tally, pero los FideCurry que había preparado no podían compararse con el festín de la noche anterior. Por su experiencia en el Humo, recordaba que la comida sabía mucho mejor en plena naturaleza. Ni siquiera los productos frescos resultaban espectaculares cuando eran de cultivo hidropónico. Y tenía que dar la razón a Andrew: definitivamente, la comida deshidratada no era propia de dioses.
El joven sacerdote se sorprendió ante el rechazo de Tally a dormir acurrucada junto a él… al fin y al cabo, era invierno. Ella le explicó que la privacidad era una cosa de dioses —algo que él no entendía—, pero aun así Andrew la observó alicaído mientras Tally masticaba una píldora limpiadora de dientes y buscaba un rincón en la cueva donde dormir.
En mitad de la noche, Tally se despertó medio helada, arrepintiéndose de su mala educación. Después de autorrecriminarse en silencio durante un largo rato, suspiró y se acercó a rastras a Andrew para acurrucarse en su espalda. No era Zane, pero el calor de otra persona era mejor que yacer en el suelo de piedra temblando de frío, abatida y sola.
Cuando volvió a despertarse al amanecer, un olor a humo llenaba la cueva.