22. Los límites de la ciudad

—¡Somos nosotros! —gritó Fausto, dando un respingo hacia atrás y soltando la cadena del quemador, con los ojos clavados en el suelo de la barquilla.

Tally olió entonces a mimbre quemado, un olor similar al de la leña echada a una hoguera. En algún punto bajo sus pies la pulsera incandescente había prendido fuego a la barquilla.

Tally miró hacia Zane, que seguía subido a la barandilla, tirando con fuerza de la pulsera al rojo vivo, sin hacer caso de los gritos de pánico de los demás. Peris y Fausto iban dando botes de un lado a otro, tratando de localizar la fuente del olor a quemado.

—¡Tranquilos! —dijo ella—. ¡Siempre podemos saltar!

—¡Yo no puedo! ¡Todavía no! —gritó Zane, forcejeando aún con la pulsera. Peris parecía tener toda la intención de saltar del globo sin molestarse en coger su aerotabla.

Ya sin lucecitas en los ojos, Tally bajó la vista al suelo de la barquilla, donde vio una botella que habían dejado allí tirada los airecalientes. Se agachó a cogerla con las manos enguantadas; estaba llena.

—Un momento, chicos —dijo, y con un gesto estudiado desenrolló el papel de plata, colocó ambos pulgares bajo el corcho y lo hizo saltar por los aires. Tally siguió la trayectoria del corcho mientras este se precipitaba al oscuro vacío—. Todo está controlado.

La espuma comenzó a salir a borbotones de la botella; Tally tapó la boca con el pulgar y agitó la botella para rociar después con champán el suelo de la barquilla. Las llamas medio apagadas crepitaron con fiereza.

—¡Lo he conseguido! —gritó Zane en aquel momento. La pulsera cayó al suelo y rodó bajo los pies de Tally, que sin perder la calma vertió encima el resto de la botella. A su alrededor comenzó a manar un olor a metal fundido, mezclado con un aroma tan agradable como extraño a champán hervido.

Tras contemplar con asombro su mano izquierda liberada ya de la pulsera, Zane se quitó los guantes ignífugos y los tiró por la borda.

—¡Ha funcionado! —exclamó, y estrechó a Tally entre sus brazos.

Tally se echó a reír y, dejando caer la botella al suelo, se quitó los guantes.

—Ya habrá tiempo para eso después. Salgamos de aquí.

—Muy bien. —Zane buscó el equilibrio de la tabla sobre la baranda de la barquilla y miró hacia abajo—. ¡Caray, menuda caída!

Fausto tiró de una cuerda que pendía.

—Dejaré salir un poco de aire caliente… tal vez así podamos bajar un poco.

—No hay tiempo —gritó Tally—. Estamos casi al final de la ciudad. Si nos separamos, nos veremos en el edificio más alto de las ruinas. Y recordad: ¡no os despeguéis de la tabla hasta que no lleguéis abajo!

Los cuatro se cargaron con esfuerzo las mochilas a la espalda, chocando entre ellos en el reducido espacio que compartían; a Zane y Tally les costó aún más, pues tuvieron que ponerse de nuevo los abrigos y las pulseras protectoras. Tras quitarse el anillo de comunicación y tirarlo al suelo de la barquilla, Fausto agarró su tabla y saltó al vacío con un grito alegre. La falta de su peso hizo que el globo se fuera hacia arriba de golpe.

Cuando Zane estuvo preparado, se volvió hacia Tally y la besó.

—Lo hemos conseguido, Tally. ¡Somos libres!

Ella lo miró a los ojos y sintió que se mareaba al pensar que por fin estaban allí, en los límites de la ciudad, disfrutando de sus primeros instantes de libertad.

—Sí. Lo hemos logrado.

—Nos vemos abajo. —Zane volvió la cabeza para mirar la tierra lejana que se extendía a sus pies y se giró de nuevo hacia Tally—. Te quiero.

—Hasta dentro de un… —comenzó a decir Tally, pero de repente la lengua se le quedó trabada. Le costó unos segundos reproducir en su mente las últimas palabras de Zane—. Oh, yo también te quiero —logró decir finalmente.

Zane se echó a reír y dejó escapar un grito al tirarse desde la baranda. La barquilla volvió a dar una sacudida bajo los dos pasajeros que aún la ocupaban.

Tally parpadeó deslumbrada por un instante ante las inesperadas palabras de Zane, pero sacudió la cabeza para despejarse. No era el momento de reaccionar como una perfecta; tenía que saltar ya.

Se ciñó las correas de la mochila y colocó como pudo su aerotabla encima de la barandilla.

—¡Date prisa! —gritó a Peris, que estaba allí plantado, mirando por la barandilla—. ¿A qué esperas? —le preguntó.

—No puedo —respondió Peris, negando con la cabeza.

—Claro que puedes. La tabla frenará tu caída… ¡lo único que tienes que hacer es esperar! —dijo Tally a voz en grito—. ¡Tú salta! ¡La gravedad hará el resto!

—No es por la caída, Tally —repuso Peris y, volviéndose hacia ella, añadió—: No quiero irme.

—¿Cómo?

—No quiero irme de la ciudad.

—Pero ¡si es lo que llevábamos esperando todo este tiempo!

—Yo no —dijo Peris, encogiéndose de hombros—. Me gustaba ser un rebelde, y sentirme chispeante. Pero nunca pensé que llegaríamos tan lejos. ¡A marcharnos para siempre!

—Peris…

—Sé que tú has estado antes ahí fuera, tú y Shay. Y Zane y Fausto siempre hablaban de escapar. Pero yo no soy como vosotros.

—Pero tú y yo somos… —A Tally se le cortó la voz. Iba a decir «amigos para siempre», pero aquellas palabras del pasado ya no le salían. Peris no había estado jamás en el Humo y nunca había tenido tratos con Circunstancias Especiales ni se había metido en líos. Todo había ido rodado para él. Sus vidas llevaban mucho tiempo discurriendo por caminos muy distintos.

—¿Estás seguro de que quieres quedarte?

Peris asintió lentamente.

—Segurísimo. Pero aun así puedo ayudaros. Los mantendré entretenidos. Seguiré volando cuanto pueda y luego apretaré el botón de emergencia. Tendrán que salir a buscarme.

Tally sintió el impulso de ponerse a discutir, pero no pudo evitar recordar el día en que se coló en la ciudad a través del río, justo después de la operación de Peris, para ir a visitarlo a la Mansión Garbo. Su amigo se había adaptado rapidísimo a Nueva Belleza, y desde el principio se había mostrado encantado de vivir allí. Puede que la historia de los rebeldes no hubiera sido más que una broma para él…

Pero Tally no podía dejarlo solo en la ciudad.

—Peris, piénsatelo bien. Sin nosotros ya no te sentirás chispeante. Volverás a verlo todo como un perfecto normal y corriente.

—No me importa, Tally —respondió Peris, sonriendo con tristeza—. No necesito sentirme chispeante.

—Ah, ¿no? Pero ¿no tienes la sensación de que es mucho… mejor?

Peris se encogió de hombros.

—Es emocionante. Pero las cosas son como son, y no se puede luchar contra ello toda la vida. En algún momento hay que…

—¿Darse por vencido?

Peris asintió, sin borrar la sonrisa de su cara, como si darse por vencido en el fondo no fuera tan malo, como si luchar contra lo establecido solo mereciera la pena mientras fuera divertido.

—Muy bien. Pues quédate. —Tally le dio la espalda, temiendo añadir algo inconveniente. Pero cuando miró abajo no vio más que oscuridad—. Oh, mierda —dijo en voz baja.

Habían traspasado los límites de la ciudad. Ya era demasiado tarde para saltar.

Tally y Peris se quedaron mirando la oscuridad uno al lado del otro, mientras el viento los llevaba cada vez más lejos.

—Acabaremos bajando, ¿verdad? —preguntó Peris, rompiendo finalmente el silencio.

—No a tiempo —respondió Tally, dando un suspiro—. Seguro que los guardianes saben ya que nos hemos cargado las pulseras. No tardarán en venir a por nosotros. Estamos acabados.

—Yo no quería fastidiaros el plan.

—No es culpa tuya. He esperado demasiado. —Tally tragó saliva y se preguntó si Zane llegaría a averiguar algún día lo ocurrido. ¿Imaginaría que se había matado en la caída? ¿O supondría que al final se había echado atrás, como Peris?

Pensara lo que pensara, Tally veía su futuro desvanecerse como las lejanas luces de la ciudad que habían dejado atrás. A saber lo que le harían los de Circunstancias Especiales en el cerebro cuando volvieran a cogerla.

Tally miró a Peris.

—Estaba convencida de que querías venir con nosotros.

—Mira, Tally. La verdad es que me ha pillado en medio. Ser un rebelde tenía su emoción y vosotros erais mis amigos, mi camarilla. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Llevaros la contraria? Eso hubiera quedado falso.

Tally hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

—Creía que eras chispeante, Peris.

—Y lo soy, Tally. Pero no quiero serlo más de lo que ya lo he sido esta noche. Me gusta infringir las normas, pero ¿vivir ahí fuera? —Peris agitó la mano, señalando el territorio que tenían a sus pies, un frío e inhóspito mar de oscuridad.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—No lo sé. Supongo que hasta que no hemos estado aquí arriba no me he dado cuenta de que íbais totalmente en serio con lo de… no volver nunca más.

Tally cerró los ojos y recordó que quien tenía una mente de perfecto lo veía todo confuso, y no concebía el mundo sino como una fuente de entretenimiento, y el futuro como algo nebuloso. Supuso que hacía falta algo más que unas cuantas bromas para que todo el mundo fuera chispeante; uno tenía que desear que su mente cambiara. Quizá hubiera gente que siempre había tenido mentalidad de perfecto, incluso antes de que se inventara la operación.

Quizá hubiera gente que era más feliz siendo así.

—Pero ahora puedes quedarte conmigo —le dijo Peris, rodeándola con el brazo—. Será como se suponía que tenía que ser. Tú y yo perfectos… amigos para siempre.

Tally sacudió la cabeza, invadida por una repentina sensación de malestar.

—No voy a quedarme, Peris. Aunque me lleven de vuelta esta noche, encontraré la manera de escaparme.

—¿Por qué no te gusta la ciudad?

Tally suspiró con la vista perdida en la oscuridad. Zane y Fausto se dirigían ya hacia las ruinas, creyendo que ella no andaría lejos. ¿Cómo había podido dejar escapar aquella oportunidad? Al final la ciudad siempre parecía reclamarla. ¿Acaso en el fondo sería como Peris?

—¿Que por qué no me gusta la ciudad? —repitió Tally en voz baja—. Pues porque te hace ser como ellos quieren que seas, Peris. Y yo quiero ser yo misma. Por eso no me gusta.

Peris le apretó el hombro y la miró con tristeza.

—Pero ahora la gente es mejor de lo que era en el pasado. Tal vez tengan buenos motivos para cambiarnos, Tally.

—Sus motivos no significan nada a menos que yo pueda elegir, Peris. Y ellos no dejan elegir a nadie. —Tally apartó la mano de Peris de su hombro y volvió la mirada hacia la ciudad que se extendía a lo lejos. De repente aparecieron en el aire una serie de luces parpadeantes, indicio inequívoco de una patrulla de aerovehículos. Tally recordó que los vehículos de los especiales se sustentaban en el aire por medio de una hélice giratoria, como los antiguos helicópteros de los oxidados, lo que les permitía volar más allá de la reja metálica de la ciudad. Debían de haberse dirigido hacia allí siguiendo las últimas señales de las pulseras.

Tally tenía que salir de aquel globo ya.

Antes de saltar, Fausto había aflojado la cuerda de descenso, y el aire caliente estaba saliéndose de la bolsa por momentos. Pero con el sobrecalentamiento que habían provocado al quemar las pulseras, el globo perdía altura tan lentamente que apenas daba la sensación de que el suelo estuviera cada vez más cerca.

Tally vio entonces el río, que se extendía a sus pies reflejando la luz de la luna, como una serpiente plateada en su sinuoso recorrido hacia el mar entre las montañas ricas en minerales. En su lecho habría yacimientos de metal con siglos de antigüedad que le permitirían volar con la aerotabla. Incluso era posible que llegaran a frenar su caída.

Quizá estuviera a tiempo de recuperar su futuro.

—Me voy —dijo, volviendo a subir la tabla a la baranda de la barquilla.

—Pero, Tally. No puedes…

—El río.

Peris miró abajo con los ojos como platos.

—¡Qué pequeño! ¿Y si fallas?

—No fallaré. —Tally apretó los dientes—. ¿No has visto nunca a esos que saltan en formación? Solo tienen los brazos y las piernas para guiarse en plena caída. Yo tengo toda una aerotabla. ¡Será como tener alas!

—¡Estás loca!

—¡Me voy! —Tally dio un beso rápido a Peris antes de sacar una pierna por la barandilla.

—¡Tally! —exclamó Peris, cogiéndola de la mano—. ¡Podrías matarte! No quiero perderte…

Tally se soltó de él con violencia, y Peris dio un paso atrás con temor. Los perfectos no eran amigos de los conflictos. Los perfectos no corrían riesgos. Los perfectos no decían que no.

Tally había dejado de ser una perfecta.

—Ya lo has hecho —sentenció.

Y, agarrando la aerotabla, se lanzó al vacío.