21. Quemador

Las cuatro boquillas del quemador se hallaban apenas a un metro de su rostro, aún incandescentes e irradiando calor en medio del aire frío de la noche. Tally alargó la mano para palpar una de ellas con cuidado. La mujer del taller tenía razón. Tally notaba los salientes del quemador a través del tejido ignífugo, sintiendo con la yema de los dedos unos cuantos bultos sueltos allí donde el metal había estado soldado, pero lo que no notaba era la temperatura. El quemador no estaba ni frío ni caliente, no lo notaba en absoluto. Era una sensación extrañísima, como si tuviera la mano sumergida en agua a la temperatura de su cuerpo.

Tally miró a Zane, que estaba subido en el otro extremo de la barquilla.

—Estos guantes funcionan, Zane. No siento nada.

Zane se miró la mano izquierda enguantada con escepticismo.

—¿Y dices que soportan hasta dos mil grados?

—Así es. —Siempre y cuando uno quiera confiar en la estadística dada por una perfecta mediana sopladora de vidrio en plena noche—. Lo haré yo primero —se ofreció Tally.

—De eso nada. Lo haremos juntos.

—No te pongas dramático. —Tally miró a Fausto, que estaba tan pálido como cuando había visto la mano de Zane en la machacadora—. Cuando te dé la señal, pégale un tironcito a la cuerda del quemador, lo más brusco que puedas.

—¡Un momento! —exclamó Peris—. ¿Qué vais a hacer?

Tally cayó en la cuenta de que nadie había puesto a Peris al tanto del plan. Su amigo la miraba con una cara de desconcierto total. Sin embargo, no había tiempo para explicaciones.

—No te preocupes, llevamos guantes —dijo Tally, y acto seguido puso la mano izquierda encima del quemador.

—¿Guantes? —repitió Peris.

—Sí… guantes especiales. ¡Dale, Fausto! —gritó Tally.

La llama azul del quemador adquirió un brillo cegador, provocando una ola de calor repentina. Tally cerró los ojos de golpe y, sintiendo un ardor en la cara como si le hubiera dado un golpe de viento del desierto, metió la cabeza bajo la estructura del quemador, desde donde oyó el grito de horror y sorpresa que salió de los labios de Peris.

Medio segundo más tarde el quemador se detuvo.

Tally abrió los ojos y vio lucecillas amarillas de la llama por todas partes. Pero al mirar al frente comprobó que aún conservaba los dedos enteros y que podía moverlos.

—¡No he sentido nada! —exclamó. Luego parpadeó para quitarse las chiribitas de los ojos y vio que el metal de la pulsera estaba un poco incandescente. Sin embargo, no parecía haberse ensanchado ni un milímetro.

—¿Se puede saber qué hacéis? —preguntó Peris a voz en cuello. Fausto lo hizo callar.

—Vale —dijo Zane, poniendo la mano encima del quemador—. Vamos a hacerlo rápido. A estas alturas, deben de olerse que tramamos algo.

Tally asintió; la pulsera debía de haber notado el calor abrasador de la llamarada. Al igual que el colgante que la doctora Cable le había dado antes de su viaje al Humo, seguramente la habrían diseñado para que enviara una señal en caso de que resultara dañada. Tally inspiró profundamente el aire frío de la noche antes de volver a colocar la mano sobre el quemador, agachando la cabeza.

—Vale, Fausto. ¡Dale gas hasta que te diga que pares!

Tally se vio invadida por otra ráfaga de calor abrasador. Peris la miró con una cara de terror que se volvió demoníaca con la intensidad de la llama, y Tally tuvo que apartar la vista de él. La bolsa comenzó a hincharse sobre sus cabezas, y la acumulación de aire sobrecalentado tiró del globo hacia arriba. La barquilla se balanceó, poniendo a prueba la firmeza con la que Tally estaba agarrada a la estructura del quemador.

Su hombro izquierdo, tapado únicamente con la camiseta que llevaba puesta, era la parte de su cuerpo que estaba llevándose la peor parte. Allí donde no llegaba la protección del guante, la piel le picaba como si estuviera quemada por el sol. El calor implacable hacía que le cayeran gotas de sudor por la espalda.

Curiosamente, la parte de su cuerpo que menos acusaba los efectos del infierno generado por el quemador eran sus manos enguantadas, incluso la izquierda, que se hallaba expuesta a la acción directa del fuego abrasador. Tally se imaginó la pulsera envuelta en llamas, pasando del rojo vivo al blanco a medida que se dilataba.

Después de lo que pareció un minuto interminable, Tally gritó:

—¡Vale, páralo!

En cuanto el quemador se detuvo, Tally notó el aire frío a su alrededor y de repente la noche se volvió negra. Sin despegar los pies de la baranda de la barquilla se levantó y parpadeó, asombrada del silencio y la tranquilidad que reinaban cuando la llama rugiente se apagaba.

Tally apartó la mano del quemador, temiendo que se hubiera convertido en un muñón ennegrecido, por mucho que sintiera sus terminaciones nerviosas. Sin embargo, frente a ella vio moverse los cinco dedos. La pulsera estaba al rojo blanco, y alrededor del borde despedía chispas azules de un efecto hipnotizador. El olor a metal fundido le dio directamente en la nariz.

—¡Aprisa, Tally! —gritó Zane y, saltando al interior de la barquilla, comenzó a tirarse de la pulsera—. Antes de que se enfríen.

Tally bajó de la barandilla de un salto y comenzó a tirar de la suya, alegrándose de haber traído dos guantes para cada uno. La pulsera se deslizó por su brazo, pero se quedó atascada donde siempre lo hacía. Tally la miró entrecerrando los ojos para ver si se había dilatado. Parecía más ancha, pero quizá el guante ignífugo fuera más grueso de lo que pensaba y compensara la diferencia.

Tally juntó los dedos de la mano izquierda y volvió a tirar de la pulsera, que se movió un centímetro más. El aro de metal seguía irradiando calor, pero estaba volviéndose de un rojo cada vez más apagado… ¿Acaso al enfriarse se contraería alrededor de su mano hasta el punto de destrozarle la muñeca?

Tally apretó los dientes y tiró de la pulsera una vez más, tan fuerte como pudo… hasta que se le salió de la mano para ir a caer al suelo de la barquilla como un trozo incandescente de carbón.

—¡Sí! —exclamó al verse liberada por fin de aquel chisme.

Tally alzó la vista hacia los demás. Zane seguía forcejeando con su pulsera; Fausto y Peris estaban levantando los pies para evitar el contacto con la pulsera, mientras esta rodaba por el suelo de la barquilla, aún al rojo vivo.

—Lo he conseguido —dijo Tally en voz baja—. Me la he quitado.

—Pues yo no —gruñó Zane. La pulsera se le había quedado atascada en la parte más gruesa de la muñeca, y se veía ya de un color rojo apagado. Profiriendo una maldición, volvió a subirse a la baranda de la barquilla.

—Vuelve a darle gas.

Fausto asintió, y encendió el quemador de nuevo para que saliera una larga llamarada.

Tally apartó la vista del fuego y miró la ciudad que se extendía a sus pies, parpadeando para eliminar las lucecitas que veía en los ojos. Habían pasado ya el cinturón verde, situado más allá de los barrios residenciales de las afueras. Tally divisó el polígono industrial, salpicado de luces de emergencia, y la oscuridad absoluta que se extendía más allá, donde se situaban los límites de la ciudad.

Tendrían que saltar en breve. En cuestión de unos minutos dejarían atrás la reja metálica que había bajo la ciudad. Sin la reja, las aerotablas no podrían volar ni frenar siquiera una caída, y todos ellos se verían obligados a hacer un aterrizaje forzoso con el globo en lugar de tirarse desde él.

Tally alzó la vista hacia la bolsa hinchada de aire caliente, preguntándose cuánto tardaría en tocar tierra el globo, que en aquel momento seguía ascendiendo. Quizá si pudieran rasgar de algún modo la bolsa para acelerar el descenso… Pero ¿con qué fuerza impactaría en el suelo un globo hecho trizas? Y ante la imposibilidad de utilizar las aerotablas, tendrían que caminar hasta llegar al río, lo que daría a los guardianes un margen de tiempo amplísimo para encontrar el globo destrozado y seguirles la pista.

—¡Vamos, Zane! —exclamó Tally—. ¡Tenemos que darnos prisa!

—¡Estoy en ello, ¿vale?!

—¿Qué es ese olor? —preguntó Fausto.

—¿Qué olor? —Tally se volvió para oler el aire caliente y en calma del interior de la barquilla.

Algo se quemaba.