20. Secuestro

—¿Estás de broma? ¿Cómo vamos a requisar uno en medio de la noche? —preguntó Fausto.

—No podemos. Tendremos que secuestrarlo. —Tally se echó una mochila al hombro y chasqueó los dedos para que la tabla la siguiera—. De hecho, tendríamos que conseguir unos cuantos. Cuantos más podamos salir de esa forma, mejor.

—¿Secuestrarlos? —inquirió Zane, comprobando que tenía la bufanda bien envuelta alrededor del antebrazo—. ¿Quieres decir que los robemos?

—No, los pediremos amablemente —respondió Tally con una amplia sonrisa—. No olvides que somos los rebeldes. Somos famosos. Seguidme.

Una vez fuera del taller, Tally se encaramó de un salto a la tabla y se dirigió al centro de la isla, donde las puntas de las agujas de fiesta se veían rodeadas como siempre de antorchas, globos de aire caliente y fuegos artificiales. Los otros dos la siguieron con grandes dificultades.

—Haz correr la voz entre el resto de los rebeldes —ordenó a Fausto a gritos—. Avísales del cambio de planes.

Fausto miró a Zane en busca de su aprobación y luego asintió, sintiéndose aliviado al ver que habían sustituido la idea de la machacadora por algo menos violento.

—¿Con cuántos de nosotros queréis subir?

—Con nueve o diez —contestó Tally—. Con todo aquel que no tenga miedo a las alturas… el resto puede ir en aerotabla, como estaba planeado. Estaremos listos en veinte minutos. Nos vemos en el centro de la ciudad.

—Allí estaré —dijo Fausto, antes de adentrarse en el cielo nocturno y desaparecer.

Tally se volvió hacia Zane.

—¿Estás bien?

Zane asintió y flexionó poco a poco los dedos de su mano enguantada.

—Lo estaré. No tardaré más de un segundo en cambiar de chip.

Tally acercó su tabla a la de Zane y cogió su mano desnuda.

—Lo que querías hacer era muy valiente.

Zane negó con la cabeza.

—Supongo que era una estupidez.

—Quizá sí. Pero, si no hubiéramos ido al taller, no se me habría ocurrido esto.

—La verdad es que me alegro de que se te ocurriera —confesó Zane, sonriendo. Volvió a flexionar los dedos con gesto nervioso y señaló hacia un punto que tenían delante—. Allí hay un par.

Tally siguió la mirada de Zane hasta el centro de la isla, donde un par de globos de aire caliente flotaban como enormes calvas por encima de una aguja de fiesta; en las cadenas que los sujetaban se reflejaba la luz temblorosa de los fuegos artificiales de seguridad.

—Perfecto —dijo Tally.

—Hay un problema —objetó Zane—. ¿Cómo vamos a llegar tan alto con las aerotablas?

Tally se quedó pensativa por un momento.

—Con mucho cuidado —respondió.

Subieron hasta una altura a la que Tally nunca había llegado, ascendiendo poco a poco a lo largo de la aguja de fiesta, lo bastante cerca de ella como para alargar la mano y tocar la pared de cemento. El metal que había en el interior del edificio apenas proporcionaba el impulso necesario para mover las alzas de las tablas, y Tally notó un temblor inquietante bajo los pies, como el que sentía de pequeña cuando se encontraba de pie en el extremo del trampolín más alto. Tras un minuto eterno, llegaron al lugar donde uno de los globos estaba amarrado a la torre. Tally tocó la cadena con la mano desnuda, notando el tacto resbaladizo de los eslabones por efecto de la lluvia.

—No hay problema. Es metal.

—Ya, pero ¿será suficiente? —preguntó Zane.

Tally se encogió de hombros.

—Y mi plan te parecía arriesgado —dijo Zane, poniendo los ojos en blanco—. Está bien, ya me quedo yo con ese tan ridículo. —Zane bordeó la circunferencia de la torre hasta donde estaba el otro globo, moviéndose a merced de la brisa. Tally sonrió de oreja a oreja al ver que tenía la forma de una cabeza de cerdo gigante, con orejas prominentes y dos enormes ojos pintados en el nailon rosado de la bolsa.

Al menos su globo era de un color normal: plateado y reflectante, con una raya azul alrededor del ecuador. Desde lo alto de la barquilla le llegó el sonido inconfundible de una botella de champán al descorcharse, seguido de unas risas. No estaba muy lejos, pero llegar hasta allí arriba tendría su complicación.

Tally siguió con la mirada la longitud de la cadena, que caía hacia abajo antes de dibujar una curva ascendente hasta donde estaba amarrada a la parte inferior de la barquilla. La sinuosa cuerda le recordó la montaña rusa de las Ruinas Oxidadas, aunque desde luego la montaña rusa contenía mucho más metal, casi como si la hubieran diseñado para ir en aerotabla. Aquella sucesión de finos eslabones le proporcionaría impulsos que podrían resultar escasos para activar las alzas magnéticas de la tabla.

Y, a diferencia de la montaña rusa, la cadena se hallaba en constante movimiento; el globo tendía a descender poco a poco a medida que el aire de la bolsa se enfriaba, pero Tally sabía que, si el quemador se encendía, el globo ascendería de golpe, tensando la cuerda. Lo peor que podía pasar era que los airecalientes se aburrieran de estar quietos y decidieran ir a dar una vuelta en globo en plena noche, soltando la cadena y dejando a Tally sin nada entre la tabla y el suelo.

Zane tenía razón, aquella no era la manera más fácil de hacerse con un globo, pero no había tiempo para requisar uno como era debido, o para esperar a que los aerocalientes que estaban en la barquilla se aburrieran y decidieran aterrizar. Si querían llegar a las Ruinas Oxidadas antes de que amaneciera, tendrían que iniciar la huida lo antes posible. Quizá alguien encontrara a Shay mientras llevaban a cabo aquel nuevo plan.

Tally rebasó la longitud de la pared de la aguja, sin parar de ascender lentamente hasta que la argolla de la cadena quedó justo debajo del centro de la tabla. Ayudándose con el codo, se apartó de la aguja de fiesta para planear en el espacio abierto, buscando el equilibrio de la tabla sobre la cadena como un funámbulo sobre una tabla de madera.

Tally comenzó a avanzar poco a poco mientras las alzas se tensaban temblorosas, impulsándose en la cadena con sus dedos magnéticos invisibles. De hecho, en un par de ocasiones la tabla llegó a rozar los eslabones, haciendo que Tally se estremeciera asustada. De repente, vio que el globo se hundía un poco al alterar ella con su peso el precario equilibrio entre el aire caliente y la gravedad.

Descendió hasta llegar al punto intermedio de la cadena, para luego comenzar a ascender hacia el globo. La tabla temblaba cada vez más a medida que dejaba atrás la aguja de fiesta, hasta que Tally llegó al convencimiento de que las alzas fallarían en cualquier momento, precipitándola a una caída de cincuenta metros. Desde aquella altura, las pulseras protectoras serían mucho peor que un arnés de salto, pues frenarían su caída con un tirón de muñecas que seguramente le dislocaría un hombro.

Naturalmente, aquello no era nada comparado con lo que podría haberle hecho la machacadora.

Pero las alzas no fallaron; la tabla continuó su ascenso, subiendo hacia la barquilla del globo. Tally oyó unos gritos a su espalda procedentes del balcón de la aguja de fiesta, y supo que los habían visto tanto a Zane como a ella. ¿Qué clase de nuevo juego chispeante sería aquel?

Por el borde de la barquilla apareció un rostro que miraba hacia abajo con expresión de sorpresa.

—¡Eh, mirad! ¡Viene alguien!

—¿Qué? ¿Cómo?

Los otros tres perfectos que había en la barquilla se agolparon en el lateral más cercano para asomarse, haciendo que la cadena se moviera con el súbito cambio de peso que habían provocado. Tally profirió una maldición al notar que la tabla se balanceaba peligrosamente bajo sus pies.

—¡Estaos quietos ahí arriba! —gritó—. ¡Y no tiréis de la cadena de ignición! —Sus órdenes dadas a voz en cuello fueron recibidas con un silencio de sorpresa, pero al menos los perfectos dejaron de moverse.

Un minuto más tarde la tabla había avanzado entre sacudidas hasta llegar casi a la altura de la barquilla. Tally flexionó las rodillas y saltó de la tabla para precipitarse en caída libre durante un instante aterrador antes de agarrarse a la barandilla de mimbre, de donde salieron unas cuantas manos que tiraron de ella para ayudarla a subir. En un abrir y cerrar de ojos se vio dentro de la barquilla, ante cuatro aerocalientes boquiabiertos. Ya sin el peso de su cuerpo encima, la tabla la siguió y Tally tiró de ella para meterla en la barquilla.

—¡Hala! ¿Cómo has hecho eso?

—¡No sabía que las aerotablas pudieran subir tan alto!

—¡Eh, tú eres Tally Youngblood!

—¿Quién sino? —contestó Tally con una amplia sonrisa antes de inclinarse hacia un lado. El globo descendía cada vez más, con el peso de su cuerpo y el de la tabla tirando de él hacia el suelo—. Espero que no os importe que hagamos aterrizar este chisme. Mis amigos y yo lo necesitamos para ir a dar una vueltecita.

Cuando el globo se posó sobre el césped que había frente a la Mansión Garbo, ya se encontraba allí un grupo de rebeldes en aerotablas, con Fausto al frente. Tally vio que el globo con orejas rosadas de Zane aterrizaba cerca, rebotando lentamente hasta detenerse.

—¡No salgáis todavía! —ordenó Tally a los aerocalientes secuestrados—. No queremos que este chisme se eleve en el aire sin nadie dentro. —Todos ellos esperaron a que Peris y Fausto se acercaran y subieran a la barquilla.

—¿A cuántos aguantará, Tally? —preguntó Fausto.

La barquilla estaba hecha de mimbre. Tally pasó la mano por el material entretejido, que era perfecto cuando uno quería algo resistente, ligero y flexible.

—Metamos a cuatro en cada uno.

—¿Y qué vais a hacer? —se atrevió a preguntar uno de los airecalientes.

—Ya lo veréis —respondió Tally—. Y cuando os entrevisten para las noticias, no dudéis en contarlo todo.

Los cuatro perfectos se la quedaron mirando con los ojos como platos, cayendo en la cuenta de que iban a ser famosos.

—Pero no digáis nada hasta dentro de una hora o así. De lo contrario, la broma que queremos gastar no funcionará, y la historia no será tan chispeante.

Los airecalientes asintieron obedientes.

—¿Cómo soltáis la cadena? —preguntó Tally, cayendo en la cuenta de que, después de planearlo todo, nunca había ido en globo.

—Tira de esta cuerda para desatarla —contestó uno de ellos—. Y aprieta este botón si quieres que un aerovehículo venga a por ti.

Tally sonrió. Aquella era una prestación que no necesitarían.

Al ver la expresión de su cara, uno de los airecalientes dijo:

—Eh, vais muy lejos, ¿verdad?

Tally guardó silencio durante un momento, consciente de que lo que dijera acabaría saliendo en las noticias, y sería transmitido a través de generaciones de imperfectos y nuevos perfectos. Tras meditarlo, llegó a la conclusión de que valía la pena correr el riesgo de decir la verdad. Aquellos cuatro no querrían ver minimizado el efecto de su encuentro con los famosos rebeldes, así que no se arriesgarían a hablar con las autoridades antes de tiempo.

—Vamos al Nuevo Humo —respondió Tally con una voz lenta y clara. Los airecalientes la miraron con incredulidad.

«¡Chúpate esa, doctora Cable!», pensó Tally con alegría.

Al notar que la barquilla se movía con una sacudida, se volvió y vio que Zane había subido a bordo.

—¿Os importa que me una a vosotros? En mi globo van cuatro —dijo—. Y tenemos otro grupo para llenar uno más.

—Los demás saldrán cuando reciba nuestra señal —informó Fausto.

Tally asintió. Con tal de que Zane y ella escaparan en globo, no importaba cómo lo hiciera el resto. Alzó la vista hacia el quemador que pendía sobre sus cabezas ronroneando como un reactor al ralentí, a la espera de volver a calentar el aire de la bolsa. Tally confiaba en que fuera lo bastante potente para dilatar las pulseras de modo que pudieran sacárselas, o al menos que los transmisores que contenían quedaran destruidos.

Se sacó los guantes ignífugos del bolsillo y le pasó un par a Zane.

—Un plan mucho mejor, Tally —dijo él, mirando el quemador en reposo—. Un horno capaz de volar. Para cuando lleguemos al límite de la ciudad, seremos libres.

Tally le sonrió y se dirigió luego a los airecalientes.

—Muy bien, chicos. Ya podéis salir. Gracias por vuestra ayuda y, ya sabéis, no le contéis esto a nadie hasta que no haya pasado al menos una hora.

Los airecalientes asintieron y fueron saliendo uno a uno de la barquilla de un salto; luego se apartaron de ella unos metros para dejarle espacio a medida que iba cobrando flotabilidad, cabeceando impaciente en la brisa.

—¿Listos? —preguntó Tally a los ocupantes del globo con cara de cerdo, que le respondieron levantando el pulgar en señal de aprobación. No muy lejos de allí vio descender un tercer globo, que no tardaría en volver a remontar el vuelo. Cuantos más rebeldes huyeran en globo, tanto mejor. Si todos ellos dejaban los anillos de comunicación en las barquillas al saltar de ellas, los guardianes tendrían una noche entretenida.

—Estamos todos listos —dijo Zane en voz baja—. Vámonos.

Tally recorrió el horizonte con la mirada, fijándose en la Mansión Garbo, en las agujas de fiesta, en las luces de Nueva Belleza… en todo aquel mundo que tanto había anhelado durante su anterior vida de imperfecta, y se preguntó si volvería a ver la ciudad algún día.

Naturalmente, tendría que volver en el caso de que Shay no se hubiera enterado del plan de huida de los rebeldes. Su nueva afición a hacerse tajos no era más que una forma de intentar curarse. Tally no podía dejarla atrás para siempre, la odiara o no Shay.

—Vale, vámonos —repitió Tally, y añadió en un susurro—: Perdona, Shay. Volveré a por ti.

Dicho esto, alargó la mano hacia arriba y tiró de la cadena de ascenso. La llama del quemador cobró vida con un estruendo gutural, despidiendo un calor abrasador mientras la bolsa comenzaba a hincharse. El globo empezó a elevarse.

—¡Nos largamos de aquí! —exclamó Peris—. ¡Qué fuerte!

Fausto dejó escapar un grito y tiró de la cuerda de desbloqueo, provocando que la barquilla diera una sacudida al soltarse la cadena.

Tally miró fijamente a Zane. En aquel momento ascendían ya con rapidez, pasando por delante de la punta de la aguja de fiesta, desde cuyo balcón los saludaban una docena de perfectos borrachos.

—Me voy de verdad —dijo Zane en voz baja—. Por fin.

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Tally. Aquella vez no habría vuelta atrás para Zane. Ella no se lo permitiría.

El globo rebasó rápidamente la aguja de fiesta y se elevó por encima de los edificios más altos de Nueva Belleza. Tally divisó la superficie plateada del río que bordeaba la ciudad, la oscuridad de Feópolis y las pálidas luces de las zonas residenciales de las afueras diseminadas por todas partes. No tardarían en estar lo bastante alto para otear el mar.

Tally soltó la cadena de ascenso, acallando el ruido del quemador. No les interesaba alcanzar demasiada altura. Los globos no eran lo bastante rápidos para escapar de los aerovehículos de los guardianes; para ello necesitarían las aerotablas. En breve tendrían que saltar y precipitarse al vacío en caída libre hasta que las tablas pudieran captar la reja magnética de la ciudad y sostenerse en el aire.

No era tan fácil como tirarse con un arnés de salto, pero Tally confiaba en que no fuera demasiado peligroso. Al mirar hacia abajo sacudió la cabeza y suspiró. A veces tenía la sensación de que su vida era una serie de caídas desde alturas cada vez más elevadas.

Tally se percató de que el viento los llevaba en aquel momento con rapidez, alejándolos del mar, pero curiosamente el aire que los rodeaba parecía no moverse. Naturalmente, se dio cuenta de que el globo se desplazaba con las corrientes de aire, por lo que era como si estuviera parada mientras el mundo se deslizaba a sus pies.

Vio pasar de largo las Ruinas Oxidadas, pero alrededor de la ciudad había muchos ríos, cuyos lechos estaban llenos de yacimientos minerales que podían impulsar una aerotabla. Los rebeldes habían pensado dispersarse en distintas direcciones; todo el mundo sabía volver a las ruinas, los llevara a donde los llevara el viento.

Tally se quitó el abrigo, las pulseras protectoras y los guantes y lo dejó caer todo en el suelo de la barquilla. El calor que seguía irradiando el quemador encendido la protegía del frío. Se puso los guantes ignífugos, pasando el izquierdo por debajo de la pulsera de comunicación para subírselo casi hasta la axila. Zane, que estaba enfrente de ella, también estaba preparándose.

Llegó el momento de que acercaran las pulseras a la llama.

Tally alzó la vista. El quemador estaba sujeto a la barquilla por medio de una estructura de unos ocho metros que se extendían como las patas de una gigantesca araña de metal. Tally puso un pie en la barandilla de mimbre y, agarrándose con fuerza a la estructura del quemador, se subió a ella. Desde aquella precaria posición, Tally echó un vistazo a la ciudad que pasaba a sus pies, confiando en que el globo no empezara a moverse de repente con un golpe de viento.

—Fausto, la señal —dijo, después de respirar hondo.

Fausto asintió y encendió la vela romana que llevaba consigo, que comenzó a silbar y arrojar destellos verdes y morados. Tally vio que los rebeldes que tenían cerca repetían la señal, y que esta se extendía después por toda la isla en una serie de penachos de colores. Ahora compartían un compromiso.

—Venga, Zane —dijo—. Vamos a deshacernos de estos chismes.