2. Fiesta

La fiesta tenía lugar en la Mansión Valentino, el edificio más antiguo de la ciudad de Nueva Belleza. Se extendía a lo largo del río y tenía solo unos pisos de altura, pero estaba coronado por una torre de transmisión que se veía desde la mitad de la isla. Dado que las paredes del interior estaban hechas de piedra auténtica, las habitaciones no hablaban, pero la mansión tenía una larga historia de juergas multitudinarias y fabulosas. La espera para convertirse en húesped de Valentino era cuando menos eterna.

Peris, Fausto, Shay y Tally recorrieron los jardines del placer, que bullían ya de gente que se dirigía a la fiesta. Tally vio un disfraz de ángel con hermosas alas emplumadas que debía de haber sido requisado meses atrás, lo cual resultaba de lo más engañoso, y un grupo de nuevos perfectos ataviados con trajes de gordo y máscaras que les hacían una papada triple. Una camarilla de juerguistas prácticamente desnudos iban de preoxidados, haciendo hogueras y tocando tambores, montándose su pequeña juerga paralela, que era lo que siempre hacían los juerguistas.

Peris y Fausto seguían discutiendo sobre cuál sería el momento idóneo para prenderse fuego de nuevo. Querían hacer una entrada espectacular pero también reservar las bengalas para cuando estuvieran con los demás rebeldes. A medida que se aproximaban al bullicio y a las titilantes luces de la mansión, Tally notó que se le ponían los nervios de punta. Los disfraces de habitantes del Humo no estaban muy logrados. Tally llevaba su viejo jersey y Shay una copia de este, junto con unos pantalones bastos, una mochila y unos zapatos con pinta de estar hechos a mano que Tally había descrito al agujero de la pared, recordando a alguien que los llevaba en el Humo. Para fingir de un modo realista un aspecto desaseado, se habían manchado la ropa y la cara, lo que parecía quedar chispeante de camino a la fiesta; pero, una vez allí, daban la sensación de ir simplemente sucias.

En la puerta había dos valentinos vestidos de guardianes que se aseguraban de que no entrara nadie sin disfraz. Al principio pararon a Fausto y Peris, pero se echaron a reír cuando los vieron prenderse fuego y les hicieron señas para que pasaran. Al ver a Shay y Tally se limitaron a encogerse de hombros, pero las dejaron entrar.

—Espera a que nos vean los otros rebeldes —dijo Shay—. Ellos lo pillarán.

Los cuatro se abrieron paso entre la multitud en medio de una confusión total de disfraces. Tally vio muñecos de nieve, soldados, personajes del juego del pulgar y todo un Comité de Perfectos integrado por científicos que iban con caretas. Por todas partes había figuras históricas ataviadas con atuendos disparatados de todos los rincones del mundo, lo que recordó a Tally lo distintos que solían ser unos de otros en el pasado, cuando había demasiada gente en el planeta. Muchos de los nuevos perfectos más veteranos iban vestidos con disfraces actuales, de doctor, guardián, constructor o político, lo que fuera a lo que aspiraran a convertirse después de operarse para pasar a ser perfectos medianos. Un grupo de bomberos trataron entre risas de apagar las llamas que envolvían a Peris y Fausto, pero solo consiguieron incordiarlos.

—¿Dónde están? —seguía preguntando Shay, pero las paredes de piedra no contestaban—. Qué perdido está uno aquí. ¿Cómo puede vivir la gente así?

—Creo que van siempre con móviles —respondió Fausto—. Deberíamos haber requisado uno.

El problema era que en la Mansión Valentino no se podía llamar a la gente simplemente preguntando por ellos; las habitaciones eran viejas y mudas, así que era como estar en el exterior. Tally pasó una mano por la pared mientras caminaban y experimentó una sensación agradable al notar el tacto frío de la piedra antigua. Por un momento le hizo recordar cómo eran las cosas en plena naturaleza, bastas, silenciosas e inalterables. En el fondo, no tenía muchas ganas de ver a los otros rebeldes; todos ellos estarían observándola y preguntándose qué votar.

Recorrieron los pasillos abarrotados de gente, asomándose a habitaciones llenas de astronautas y exploradores de tiempos pasados. Tally contó cinco Cleopatras y dos Lillian Russell. Incluso había varios Rodolfos Valentinos; de hecho, la mansión llevaba el nombre de un perfecto nato de la época de los oxidados.

Otras camarillas habían organizado disfraces temáticos, como equipos de deportistas provistos de palos de hockey que se movían tambaleantes sobre aeropatines o twisteros que iban de cachorros enfermos con un gran collarín de plástico en forma de cono. Y, por supuesto, los integrantes del Enjambre estaban por doquier, parloteando entre sí con sus anillos de comunicación; todos ellos llevaban antenas de piel injertadas quirúrgicamente para poder llamarse desde cualquier parte, incluso desde el interior de la Mansión Valentino, con sus paredes mudas. Las otras camarillas siempre se reían de ellos por el miedo que tenían a ir a cualquier sitio si no era en grupos enormes. Todos ellos iban vestidos de moscas, con ojos saltones, lo cual al menos tenía sentido.

Entre el tumulto de disfraces no apareció ningún otro rebelde, y Tally comenzó a preguntarse si todos ellos habrían decidido pasar de ir a la fiesta para no tener que votarla. Empezaron a acosarla pensamientos paranoicos, y no dejaba de ver la imagen fugaz de alguien acechando en las sombras, medio oculto entre la multitud, pero siempre allí. Sin embargo, cada vez que se volvía, el disfraz en seda gris desaparecía con disimulo de su vista.

Tally no tenía forma de saber si era chico o chica. La figura llevaba una máscara tan hermosa como aterradora, y sus crueles ojos de lobo brillaban con las tenues luces titilantes de la fiesta. Por alguna razón, aquel rostro de plástico la enervaba, trayéndole a la memoria un doloroso recuerdo que tardó un momento en cristalizar.

Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que representaba el disfraz: un agente de Circunstancias Especiales.

Tally se apoyó en una de las frías paredes de piedra al rememorar los monos de seda gris que llevaban los especiales y la expresión de crueldad que poseían sus rostros perfectos. Aquella imagen hizo que la cabeza le diera vueltas, una sensación que siempre la invadía cuando recordaba su vida pasada en plena naturaleza.

Ver aquel disfraz allí, en Nueva Belleza, no tenía ningún sentido. Aparte de Shay y ella misma, casi nadie había visto nunca a un especial. Para la mayoría de la gente, no eran más que rumores y leyendas urbanas que servían de chivo expiatorio cuando sucedía algo extraño. Los especiales permanecían en todo momento muy bien ocultos. Su labor consistía en proteger la ciudad de las amenazas externas, como los soldados y los espías en la época de los oxidados, pero solo los rebeldes de verdad como Tally Youngblood se habían encontrado cara a cara con uno.

Aun así, alguien había hecho un buen trabajo con el disfraz. Quienquiera que fuera debía de haber visto a un especial de verdad en algún momento. Pero ¿por qué estaría persiguiéndola? Cada vez que Tally se volvía, allí estaba la figura, moviéndose con aquella gracilidad imponente y depredadora que ella recordaba de cuando la persiguieron a través de las ruinas del Humo aquel día terrible en que fueron a buscarla para llevarla de vuelta a la ciudad.

Tally negó con la cabeza. Pensar en aquella época pasada siempre le traía recuerdos falsos que no encajaban. Los especiales no habían cazado a Tally, naturalmente. ¿Por qué habrían de hacerlo? Ellos la habían rescatado, trayéndola de vuelta a casa después de que hubiera abandonado la ciudad para averiguar el paradero de Shay. Pensar en los especiales siempre la mareaba, pero eso era porque sus rostros crueles estaban concebidos para que uno se horrorizara al verlos, del mismo modo que mirar a un perfecto hacía que uno se sintiera bien.

Quizá aquella figura no estuviera siguiéndola a ella en absoluto; tal vez fueran más de una persona y se tratara de una camarilla, vestidos todos iguales y repartidos por la fiesta, lo que daba la sensación de que uno de ellos la acechaba. Aquella idea era mucho menos desquiciante.

Tally dio alcance a los otros y bromeó con ellos mientras iban a buscar al resto de los rebeldes. Pero mientras Tally se mantenía alerta ante la posible presencia de aquellas figuras en la oscuridad, poco a poco se convenció de que no se trataba de una camarilla. No había más que una sola silueta, que se mantenía en actitud acechante en todo momento, sin hablar con nadie. Y con aquella forma de moverse, tan grácil…

Tally se dijo a sí misma que debía calmarse. Los de Circunstancias Especiales no tenían ningún motivo para seguirla. Y no tenía sentido que un especial fuera a una fiesta de disfraces con un disfraz de especial.

Dejó escapar una risa forzada. Probablemente fuera uno de los otros rebeldes que quería gastarle una broma, uno que habría oído cientos de veces las historias de Shay y Tally y lo sabía todo acerca de Circunstancias Especiales. En tal caso, sería una metedura de pata perder la cabeza delante de todo el mundo. Lo mejor que podía hacer era pasar de aquel falso especial.

Tally bajó la vista para fijarse en su propio disfraz y se preguntó si el atuendo de habitante del Humo estaría haciéndola alucinar. Shay tenía razón: el olor del viejo jersey tejido a mano le hacía revivir el tiempo que habían pasado fuera de la ciudad, con días de trabajo agotadores y noches junto a la hoguera para protegerse del frío, recuerdos que se mezclaban con aquellos de los rostros imperfectos y cada vez más envejecidos que aún se le aparecían a veces en sueños, de los que despertaba entre gritos.

Vivir en el Humo la había trastornado por completo.

Nadie más decía nada acerca de aquella figura. ¿Estarían todos confabulados para gastarle una broma? La única preocupación de Fausto era que las bengalas se apagaran antes de que las vieran los otros rebeldes.

—Vamos a ver si están en una de las agujas —dijo.

—Al menos podremos llamarlos desde un edificio de verdad —convino Peris.

Shay resopló y se encaminó hacia la puerta más cercana.

—Lo que sea con tal de salir de este montón de piedras tan falso.

De todos modos, la fiesta estaba extendiéndose hacia el exterior, más allá de los viejos muros de piedra. Shay los condujo hacia la aguja de una torre de fiesta elegida al azar, abriéndose paso entre un grupo de peinados con pelucas de colmena, cada una con su propio enjambre de abejorros, que en realidad eran microalzas pintadas de negro y amarillo con dibujos alrededor de la cabeza.

—El zumbido no está logrado —dijo Fausto, aunque Tally vio que estaba impresionado ante aquellos disfraces. Las bengalas que llevaba en el pelo no dejaban de chisporrotear, y la gente lo miraba con cara de sorpresa.

Desde el interior de la torre de fiesta, Peris llamó a Zane, que dijo que los rebeldes estaban todos justo en el piso de arriba.

—Has acertado, Shay.

Se metieron los cuatro en el ascensor con un cirujano, un trilobites y dos jugadores de hockey borrachos que a duras penas mantenían el equilibrio sobre los aeropatines.

—Borra esa expresión de nerviosismo de tu cara, Tally-wa —dijo Shay, apretándole el hombro—. Tranquila, ya verás cómo te admiten. A Zane le caes bien.

Tally consiguió esbozar una sonrisa mientras se preguntaba si aquello sería cierto. Zane siempre le preguntaba sobre su época de imperfecta, pero eso lo hacía con todo el mundo, absorbiendo las historias de los rebeldes con sus ojos moteados de dorado. ¿Pensaría realmente que Tally Youngblood era algo especial?

Estaba claro que alguien lo pensaba… Mientras las puertas del ascensor se cerraban, Tally alcanzó a ver una silueta vestida de seda gris que se colaba con gracilidad entre la gente.