El taller no se hallaba muy lejos del hospital, en el extremo de la ciudad donde volvían a confluir los dos brazos del río. A aquellas horas de la noche, los tornos, las mesas de proyección de imagen y las máquinas de moldeo por inyección estaban parados y el lugar se hallaba casi vacío. La única luz procedía de la otra punta del taller, donde había una perfecta mediana soplando vidrio fundido para darle forma.
—Qué frío hace aquí —dijo Tally, que vio salir las palabras de su boca iluminadas por el suave brillo rojo de las luces de emergencia.
La lluvia por fin había cesado mientras ellos avisaban a los demás rebeldes que debían prepararse para la huida, pero el aire aún se notaba húmedo y frío. Incluso dentro del taller, Tally, Fausto y Zane permanecían enfundados en sus abrigos.
—Normalmente tienen los hornos de fundición encendidos —explicó Zane—. Y algunas de estas máquinas producen una tonelada de calor. —Y señalando los dos laterales del taller que se veían abiertos al exterior, añadió—: Pero la ventilación significa que no hay paredes inteligentes, ¿veis?
—Ya veo. —Tally se arropó aún más con el abrigo y metió una mano en el bolsillo para subir el regulador térmico.
Fausto señaló una máquina que parecía una prensa enorme.
—Eh, recuerdo que en el cole de imperfectos jugábamos con una de esas en la clase de diseño industrial —dijo Fausto—. Hacíamos aquellas bandejas de comedor con patines en la parte de abajo que servían de trineo.
—Por eso os he traído aquí —aclaró Zane, llevando a Tally y Fausto al otro extremo del suelo de cemento.
La parte inferior de la máquina consistía en una plancha metálica que parecía estar grabada con millones de puntitos. Suspendida en paralelo sobre la plancha, había una placa de metal idéntica.
—¿Cómo? ¿Quieres utilizar una machacadora? —preguntó Fausto, arqueando las cejas. Zane aún no les había contado lo que tramaba, pero a Tally no le gustaba nada la visión de aquella máquina gigantesca.
Ni su nombre, a decir verdad.
Zane dejó en el suelo la cubitera de champán que había traído, derramando un poco de agua helada. Se sacó una tarjeta de memoria de un bolsillo y la introdujo en la ranura lectora de la machacadora. La máquina se encendió, con el parpadeo de las luces que tenía alrededor del borde y un estruendo que retumbó con fuerza en el suelo.
Una onda expansiva pareció recorrer la plancha, como si el metal se hubiera convertido de repente en un líquido con vida.
Cuando la machacadora dejó de moverse tanto, Tally se fijó mejor en la superficie de la máquina. Los puntitos que parecían grabados eran en realidad la punta de unas varillas que subían y bajaban creando formas diversas. Tally pasó los dedos por encima de la plancha, pero las varillas eran tan finas y estaban tan bien alineadas que le dio la sensación de estar tocando una suave placa metálica.
—¿Para qué sirve?
—Para troquelar —respondió Zane. Acto seguido, pulsó un botón y la plancha volvió a cobrar vida, formándose en su centro una serie de montañitas simétricas. Tally se fijó en que en la superficie superior de la machacadora habían aparecido una cavidades de forma idéntica.
—Eh, esa es mi bandeja de comedor —dijo Fausto.
—Pues claro. ¿Crees que lo había olvidado? Tirarse por la nieve con una cosa de esas era alucinante —respondió Zane en tono alegre.
Luego sacó una chapa de metal de debajo de la máquina y alineó los bordes cuidadosamente con los de la plancha.
—Ya lo creo. No entiendo por qué no han llegado nunca a fabricarlas en serie —comentó Fausto.
—Tendrían un efecto demasiado chispeante —contestó Zane—. Pero apuesto a que algún imperfecto las reinventa cada pocos años. Atención. Voy a dispararla.
Los otros dos dieron un paso atrás como precaución.
Zane agarró dos manivelas que había en el borde de la plancha y las apretó al mismo tiempo. La máquina emitió un ruido sordo durante una fracción de segundo y se puso en marcha de golpe; la mitad superior comenzó a golpear la inferior con un estrépito ensordecedor. El estruendo retumbaba en todo el taller, y a Tally aún le zumbaban los oídos cuando la fauces de la machacadora se separaron para dejar ver la chapa de metal.
—¿A que es una monada? —dijo Zane, cogiendo la chapa, cuyos contornos habían adoptado una nueva forma con el impacto. La lámina parecía ahora una bandeja de comedor, con pequeñas cavidades donde poner la ensalada, el plato principal y el postre por separado. Sosteniéndola entre sus manos, Zane le dio la vuelta y pasó un dedo por las muescas que servían para distinguir la parte trasera de la bandeja.
—Sobre una buena capa de nieve fina como el polvo, puedes ir a mil kilómetros por hora en esta preciosidad.
Fausto había palidecido.
—No funcionará, Zane.
—¿Por qué no?
—Demasiadas medidas de seguridad. Aunque consiguieras que uno de nosotros…
—¿Estás de broma, Zane? —exclamó Tally—. Ni se te ocurra meter la mano ahí dentro. ¡Esa cosa te la rebanará!
Zane se limitó a sonreír.
—No lo haré. Como ha dicho Fausto, hay demasiadas medidas de seguridad. —Zane sacó la tarjeta de memoria de la ranura de la máquina y metió otra en su lugar. La plancha volvió a retumbar y en el filo de la misma apareció una serie de crestas afiladas, como una hilera de dientes. Zane colocó la muñeca izquierda a lo largo de las fauces de metal.
—Es difícil de calcular con el guante puesto, pero ¿veis por dónde cortará la pulsera?
—Pero ¿y si falla? —preguntó Tally, tratando de no levantar la voz. Aunque llevaban las pulseras tapadas, no quería que la perfecta mediana que estaba en la otra punta del taller los oyera.
—No fallará. Con estos chismes se pueden troquelar piezas para un cronómetro.
—No funcionará —sentenció Fausto, y acto seguido fue él quien metió la mano bajo la machacadora—. Dispara.
—Lo sé, lo sé —dijo Zane, agarrando las manivelas y apretándolas.
—¿Cómo? —gritó Tally horrorizada, pero la machacadora no se movió. A lo largo del borde parpadearon una hilera de luces amarillas, y una diminuta voz industrial dijo: «Despeje la máquina, por favor».
—Detecta a los humanos —dijo Fausto—. Por el calor corporal.
Con el corazón a punto de salirle del pecho, Tally tragó saliva mientras Fausto sacaba la mano de la machacadora.
—¡No hagas eso!
—Y aunque consiguieras engañarla, ¿de qué te serviría? —prosiguió Fausto—. Lo único que haría sería machacarte la pulsera, con lo que la mano te quedaría hecha papilla.
—No a cincuenta metros por segundo. Mira esto. —Zane se inclinó sobre la plancha inferior de metal y pasó el dedo por la formación de dientes que había programado—. Ese filo la cortará, o al menos la machacará lo bastante para acabar con lo que sea que lleve dentro. Después de pasar por este chisme, las pulseras que llevamos no serán más que chatarra.
Fausto se inclinó sobre la máquina para mirarla más de cerca, y Tally apartó la mirada para no ver sus cabezas metidas entre las dos planchas de metal, dirigiendo la vista hacia la sopladora de vidrio que estaba en la otra punta del taller. Ajena a la descabellada conversación que mantenían entre ellos, la mujer sostenía con calma un pedazo de vidrio dentro de un pequeño horno resplandeciente, haciéndolo girar lentamente sobre las llamas.
Tally echó a andar hacia la mujer hasta alejarse lo bastante de Zane y Fausto para que no pudieran oírla, y se destapó la pulsera.
—Llama a Shay.
—No está disponible. ¿Quiere dejar un mensaje?
Tally frunció el ceño, pero dijo:
—Sí. Mira, Shay, sé que con este van dieciocho mensajes que te dejo hoy, pero tienes que contestarme. Siento que te hayamos espiado, pero… —Tally no sabía qué añadir, suponiendo que los guardianes, o quizá incluso los especiales, podrían estar escuchando. No veía la forma de explicarle que iban a escapar aquella misma noche—. Pero estamos preocupados por ti. Llámame en cuanto puedas. Tenemos que hablar… cara a cara.
Tally cerró la transmisión y se envolvió de nuevo la muñeca con la bufanda. Shay, Ho y Tachs —los cortadores— se habían esfumado como por arte de magia, negándose a contestar a ningún mensaje. Seguro que Shay estaba enfadada por el hecho de que hubieran espiado su ceremonia secreta. Pero Tally confiaba en que alguno de los rebeldes diera con ellos y les dijera lo de la huida de aquella noche.
Tally y Zane se habían pasado la tarde avisando a todo el mundo para que se prepararan. Los rebeldes habían recogido sus pertenencias y estaban apostados por toda la isla, listos para ponerse en marcha en cuanto recibieran la señal, procedente del taller, de que Tally y Zane se habían deshecho de las pulseras.
La perfecta mediana había acabado de calentar el vidrio y, sacándolo del horno, comenzó a soplarlo a través de un largo tubo, haciendo que el material fundido adoptara sinuosas formas entre borboteos. Tally apartó la mirada de aquella imagen muy a su pesar y volvió a fijarse en la machacadora.
—Pero ¿y el sistema de seguridad? —estaba discutiéndole Fausto a Zane.
—Puedo eliminar el calor de mi cuerpo.
—¿Cómo?
Zane dio un puntapié a la cubitera de champán.
—Treinta segundos en agua helada y la mano me quedará igual de fría que un trozo de metal.
—Ya, pero tu mano no es ningún trozo de metal —repuso Tally, alzando la voz—. Ni la mía tampoco. Ese es el problema.
—Mira, Tally, no te pido que lo hagas tú primero.
Tally negó con la cabeza.
—No voy a hacerlo, Zane. Ni tú tampoco.
—Tiene razón —dijo Fausto, observando los dientes de metal que subían de la plancha inferior y comparándolos con los que sobresalían de la placa superior—. Un buen diseño merece la mejor nota, pero meter la mano ahí dentro es una locura. Si te equivocas en el cálculo por un solo centímetro, la máquina te machacará el hueso. Nos lo dijeron en clase de manualidades. La onda expansiva te llegará hasta el brazo, destrozando todo lo que encuentre a su paso.
—Mira, si sale mal, volverán a ponerme bien. Y sé que no fallará. Incluso he hecho un molde distinto para tu mano, Tally —dijo Zane, agitando otra tarjeta de memoria en la mano—. Teniendo en cuenta que tu pulsera es más pequeña.
—Si sale mal, no podrán arreglarte —repuso Tally en voz baja—. Ni siquiera en el hospital de la ciudad pueden reconstruir una mano aplastada.
—Aplastada no —puntualizó Fausto—. Los huesos te quedarán licuefactos, Zane, lo que significa que la onda expansiva los fundirá.
—Mira, Tally —dijo Zane, agachándose para sacar la botella de la cubitera—. A mí tampoco me atrae la idea de hacer esto. Pero esta mañana he tenido un ataque, ¿recuerdas? —añadió, descorchando el champán.
—¿Que tuviste un qué? —inquirió Fausto.
Tally sacudió la cabeza.
—Tenemos que encontrar otra manera de hacerlo.
—No hay tiempo —repuso Zane antes de tomar un trago de la botella—. Y bien, Fausto, ¿me vas a ayudar?
—¿Ayudar? —preguntó Tally.
Fausto asintió lentamente.
—Se requieren dos manos para poner en marcha la machacadora… otra medida de seguridad, para que no te dejes una ahí dentro sin querer. Zane necesita que uno de nosotros apriete los disparadores. —Fausto se cruzó de brazos—. No cuentes conmigo.
—¡Ni conmigo tampoco! —exclamó Tally.
—Tally —dijo Zane, soltando un suspiro—. Si no nos marchamos de la ciudad esta noche, tanto me daría meter la cabeza ahí dentro. Llevo sufriendo estos dolores de cabeza más o menos cada tres días, y ahora van a peor. Tenemos que irnos.
Fausto frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
Zane se volvió hacia él.
—No estoy bien, Fausto. Por eso tenemos que irnos esta noche. Creemos que los habitantes del Nuevo Humo pueden ayudarme.
—¿Para qué los necesitaríais? ¿Qué es lo que te pasa?
—Lo que me pasa es que estoy curado.
—¿Cómo?
Zane respiró hondo.
—Es que nos tomamos unas pastillas…
Tally gruñó y se apartó de ellos, consciente de que estaban traspasando otra frontera. Primero con Shay, y ahora con Fausto. Se preguntó cuánto tardarían el resto de los rebeldes en enterarse de lo de la cura, lo que solo serviría para hacer más apremiante la necesidad de huida de Zane y ella, por muy arriesgada que fuera.
Tally observó a la sopladora de vidrio con un descontento creciente. Sentía que la incredulidad de Fausto iba desvaneciéndose a medida que Zane explicaba lo que les había ocurrido a ambos en el último mes: las pastillas, el efecto chispeante cada vez mayor de la cura y los atroces dolores de cabeza que padecía.
—¡Así que Shay tenía razón sobre lo que decía de vosotros! —dijo Fausto—. Por eso ahora sois tan diferentes…
Shay había sido la única en hablar de ello con Tally, pero todos los rebeldes debían de haberse percatado de los cambios y se habrían preguntado qué les había pasado. Todos ellos querían verse en aquel extraño y nuevo estado chispeante en el que se encontraban Tally y Zane. Ahora que Fausto sabía que existía una cura tan sencilla como tragarse una pastilla, poner en riesgo un par de manos en la machacadora quizá no le pareciera una idea tan disparatada.
Tally suspiró. Tal vez no fuera ninguna locura. Aquella misma mañana había tardado más de la cuenta en llevar a Zane al hospital, perdiendo lo que podría haber sido un tiempo precioso por demorarse bajo la lluvia y poniendo así en riesgo no ya su mano, sino su vida.
Tally tragó saliva. ¿Cuál era la palabra que había empleado Fausto? ¿«Licuefactos»?
El objeto de vidrio que soplaba la mujer aumentaba cada vez más de tamaño, borboteando mientras formaba esferas que se superponían con una apariencia de extrema fragilidad, imposibles de reparar en caso de hacerse añicos. La mujer sostenía con sumo cuidado aquel objeto reluciente; hay cosas que no se pueden arreglar si se rompen.
Tally pensó en Az, el padre de David, que había perecido ante el intento de la doctora Cable de borrar sus recuerdos. La mente era incluso más frágil que una mano… y ninguno de ellos tenía la menor idea de lo que ocurría en la cabeza de Zane.
Tally se miró el guante izquierdo y dobló los dedos lentamente. ¿Tendría el valor suficiente para meter la mano entre las fauces de metal de la machacadora? Tal vez sí.
—¿Estás seguro de que una vez allí fuera podremos encontrar a los habitantes del Nuevo Humo? —estaba preguntando Fausto a Zane—. Creía que nadie los había visto desde hacía tiempo.
—Los imperfectos que nos hemos encontrado esta mañana nos han contado que habían visto indicios de que habían vuelto.
—¿Y podrán curarte?
Tally percibió entonces en la voz de Fausto que estaba justificándose a sí mismo en voz alta, sin prisa pero sin pausa, y que acabaría accediendo a poner en marcha la máquina. Por espantoso que pareciera, en cierto modo tenía sentido. Allí fuera, en alguna parte en plena naturaleza, había una cura para la dolencia de Zane, y si no hacían todo lo posible para que llegara hasta ella, sería su sentencia de muerte.
¿Qué importancia tenía poner en riesgo una mano?
—Yo lo haré —dijo Tally, volviéndose hacia ellos—. Ya me encargaré yo de apretar los disparadores.
Los dos la miraron asombrados por un momento; luego Zane sonrió.
—Bien. Prefería que fueras tú.
—¿Por qué? —preguntó Tally, tragando saliva.
—Porque confío en ti. No quiero ponerme a temblar.
Tally respiró hondo para contener las lágrimas.
—Pues gracias.
Hubo un momento de un silencio incómodo.
—¿Estás segura, Tally? —dijo Fausto finalmente—. Podría hacerlo yo.
—No. Tengo que hacerlo yo.
—Bueno, no perdamos más tiempo. —Zane dejó caer el abrigo al suelo. Se quitó la bufanda con la que llevaba envuelta la muñeca y el guante que le tapaba la pulsera. Su mano izquierda desnuda parecía pequeña y frágil al lado de la oscura mole de la machacadora. Zane cerró el puñó y lo metió de golpe en la cubitera, haciendo un gesto de dolor a medida que el agua helada iba absorbiendo el calor de su cuerpo.
—Prepárate, Tally.
Tally echó un vistazo a las mochilas que estaban en el suelo, se palpó para asegurarse de que llevaba el sensor ventral e inspeccionó una vez más las aerotablas que habían dejado a la salida del taller; los cables que había en la parte inferior de las tablas estaban arrancados, es decir, desconectados de la red de la ciudad. Estaban listos para marcharse.
Tally se miró la pulsera. Cuando la de Zane quedara hecha añicos, la señal de seguimiento se vería interrumpida. Tendrían que destrozar la de ella sin perder ni un segundo y ponerse en marcha. Ya solo para llegar al límite de la ciudad habrían de correr lo suyo.
Dos docenas de rebeldes aguardaban repartidos por toda la isla, listos para dispersarse en plena naturaleza y hacer que los persiguieran en todas direcciones. Cada uno de ellos llevaba una vela romana con una mezcla especial de colores —morado y verde— para difundir la señal una vez que Zane y Tally fueran libres.
Libres.
Tally bajó la vista hacia los controles de la machacadora y tragó saliva. Las dos manivelas estaban hechas de un plástico de color amarillo vivo y tenían forma de joystick. En cada uno de ellos había un disparador gordo; cuando Tally los agarró, le temblaron las manos con la potencia de la máquina en reposo, como si por encima de su cabeza pasara un avión suborbital con gran estruendo.
Trató de imaginarse apretando los disparadores, y no pudo. Sin embargo, no tenía ningún argumento en contra, y ya no había tiempo para discutir.
Tras treinta segundos eternos con la mano sumergida en el agua helada, Zane la sacó de la cubitera.
—Cierra los ojos si el metal se hace añicos. Con el frío se habrá vuelto quebradizo —dijo Zane en un tono de voz normal.
Tally cayó en la cuenta de que ya no tenía importancia lo que pudiera oír la pulsera. Cuando alguien entendiera de qué estaban hablando, ellos ya estarían volando a toda velocidad hacia las Ruinas Oxidadas.
Zane colocó la muñeca en el filo de la plancha inferior y cerró los ojos con fuerza.
—Vale. Hazlo.
Tally respiró hondo, aferrándose a los controles con manos temblorosas. Vale, hazlo ya, pensó, cerrando los ojos.
Pero los dedos no la obedecieron.
La mente comenzó a darle vueltas al pensar en todo lo que podría salir mal. Imaginó a Zane volando de regreso al hospital, con el brazo izquierdo hecho papilla. Imaginó a los especiales irrumpiendo en aquel momento en el taller para detenerlos, después de olerse lo que andaban tramando. Se preguntó si Zane lo habría calculado todo correctamente, y si habría recordado que la pulsera se encogería un poquito con el agua helada.
Tally se detuvo ante aquella idea, pensando que quizá debería preguntárselo a Zane. Abrió los ojos y vio la pulsera mojada brillando como una pieza de oro con los pilotos amarillos de la machacadora.
—¡Tally… hazlo ya!
El frío podía hacer que el metal se contrajera, pero el calor… Tally miró un instante a la sopladora de vidrio que había al otro lado del taller, totalmente ajena a aquello tan horrible y violento que estaba a punto de suceder.
—¡Tally! —exclamó Fausto en voz baja.
El calor haría que la pulsera se dilatara…
La mujer sostenía el vidrio candente con las manos mientras le daba vueltas para inspeccionarlo por todas partes. ¿Cómo podía ser que tuviera vidrio fundido en las manos?
—Tally —dijo Fausto—. Si quieres, lo haré…
—Un momento —repuso Tally, quitando las manos de los controles de la machacadora.
—¿Cómo? —gritó Zane.
—Quedaos aquí. —Tally sacó la tarjeta de memoria de la ranura de la machacadora, haciendo caso omiso de las voces de protesta que oía a sus espaldas, y pasó corriendo al lado de tornos y hornos descomunales hasta la otra punta del taller. Al notar su proximidad, la mujer levantó la vista tranquilamente, sonriendo con una calma propia de un perfecto mediano.
—Hola, querida.
—Hola. Eso es precioso —dijo Tally.
La agradable sonrisa de la mujer se volvió más afectuosa.
—Gracias.
Tally se fijó en las manos de la sopladora, las cuales despedían un resplandor plata que contrastaba con el rojo vivo del vidrio.
—Lleva guantes, ¿verdad?
La mujer se echó a reír.
—¡Pues claro! En ese horno hace mucho calor.
—Pero ¿lo nota?
—Con los guantes puestos, no. Creo que el material del que están hechos lo inventaron para los transbordadores que atravesaban la atmósfera de vuelta a la Tierra. Puede reflejar unos dos mil grados.
Tally asintió.
—Y son muy finos, ¿no? Desde la otra punta del taller no estaba segura de si llevaba guantes o no.
—Así es. —La mujer asintió alegre—. Se puede sentir la textura del vidrio a través de ellos.
—Vaya. —Tally sonrió con gracia. Ahora veía que los guantes cabrían bajo las pulseras—. ¿Dónde puedo conseguir un par?
La mujer señaló un armario con la cabeza. Tally lo abrió y en su interior encontró docenas de guantes, cuyo material reflectante brillaba como la nieve recién caída.
—¿Son todos de la misma talla? —preguntó, sacando dos.
—Sí. Son elásticos, y se estiran hasta el codo y más —explicó la mujer—. Eso sí, tendrás que tirarlos a la basura después de usarlos. Si se utilizan por segunda vez, no funcionan muy bien.
—No hay problema. —Tally dio media vuelta con los guantes en un puño, notando que le invadía una sensación de alivio al caer en la cuenta de que no tendría que apretar los disparadores ni tendría que ver las fauces de la machacadora cerrándose en torno a la mano de Zane. En su mente se desarrolló un plan nuevo y mejor con la minuciosidad de un mecanismo de relojería; Tally sabía exactamente dónde encontrar un horno potente, uno que podrían transportar hasta el límite mismo de la ciudad.
—Un segundo, Tally —dijo la sopladora con un toque de preocupación en su voz.
Tally se quedó paralizada al darse cuenta de que la mujer la había reconocido. Evidentemente, todo aquel que hubiera visto las noticias conocería el rostro de Tally Youngblood. Se devanó los sesos en busca de un motivo inocente para necesitar los guantes, pero todo lo que se le ocurría sonaba de lo más falso.
—Eh… ¿sí?
—Has cogido dos guantes para la mano izquierda —dijo la mujer, riendo—. No creo que te sean muy útiles, sea lo que sea lo que estés planeando.
Tally sonrió, dejando que sus labios esbozaran una lenta risita. Eso es lo que usted piensa, se dijo. Pero se volvió hacia el armario y sacó dos guantes para la mano derecha. No les vendría mal protegerse las dos manos.
—Gracias por su ayuda —le dijo.
—De nada. —La mujer le dedicó una hermosa sonrisa y se volvió para concentrarse de nuevo en las curvas del objeto de vidrio que sostenía entre las manos—. Ten cuidado.
—Descuide —respondió Tally—. Siempre lo tengo.