Tally contó diez personas, que caminaban a duras penas por el lodo con calma y determinación. Al llegar al claro se dispusieron en un amplio círculo alrededor de uno de los banderines de eslalon. Shay se colocó en el centro y, volviéndose lentamente, miró a los otros por debajo de la capucha. Los demás se pusieron de cara a ella a un metro de distancia el uno del otro, y aguardaron en silencio.
Tras permanecer un largo momento sin moverse, Shay dejó caer el abrigo al suelo, se quitó los guantes y extendió los brazos. Solo llevaba puestos unos pantalones, una camiseta blanca sin mangas y la pulsera de metal falsa en la muñeca izquierda. Echando la cabeza hacia atrás, dejó que la lluvia le diera en la cara.
Tally tiritó y se arropó aún más con su propio abrigo. ¿Qué pretendía Shay? ¿Morirse de frío?
Las otras siluetas se quedaron quietas durante un instante y luego, moviéndose lentamente y mirándose con incomodidad entre ellos, siguieron su ejemplo, quitándose el abrigo, los guantes y el jersey. Al verlos sin capucha, Tally reconoció a dos rebeldes más: Ho, uno de los viejos amigos de Shay que había huido al Humo y había vuelto él solo, y Tachs, que se había unido a la camarilla unas semanas antes que ella.
Pero los otros siete perfectos no eran rebeldes en absoluto. Dejaron los abrigos en el suelo con cuidado y se abrazaron a sí mismos para protegerse del frío glacial. Cuando Ho y Tachs extendieron los brazos, los demás hicieron lo propio a regañadientes. La lluvia les corría por la cara y les pegaba la camiseta blanca a la piel.
—¿Qué hacen? —susurró Zane.
Tally se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Se fijó en que Shay se había operado de nuevo, esta vez para tatuarse una especie de almohadillas en relieve en los brazos. Los dibujos se extendían desde el codo hasta la muñeca, y Ho y Tachs parecían haber copiado el diseño de los mismos.
Shay comenzó a hablar, con la cabeza vuelta hacia arriba, dirigiéndose al banderín que tenía encima como si fuera una loca que hablara sola. Su voz no lograba llegar hasta el otro lado del claro, a excepción de alguna palabra suelta. Tally no entendía lo que decía Shay, con aquella cadencia que sonaba a salmodia, casi como las plegarias que los oxidados y preoxidados ofrecían en su día a los superhéroes invisibles que tenían en el cielo.
Tras unos minutos, Shay se quedó callada, y de nuevo el grupo permaneció en silencio, temblando todos de frío excepto Shay, sumida como estaba en su aparente locura. Tally vio que los miembros del grupo que no eran rebeldes llevaban tatuajes flash en la cara, los cuales aún se veían recientes tras la operación y brillantes con la lluvia. Tally supuso que, desde el siniestro del estadio, los tatuajes faciales en forma de espiral debían de causar furor, pero le pareció demasiada coincidencia que los siete perfectos desconocidos llevaran uno.
—Esos mensajes de aspirantes —susurró—. Shay habrá estado reclutándolos.
—Pero ¿por qué? —dijo Zane entre dientes—. Todos estábamos de acuerdo en que lo último que necesitábamos ahora eran recién llegados.
—Puede que ella los necesite.
—¿Para qué?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Tally.
—Para esto.
Zane profirió una maldición.
—Pues los vetaremos.
Tally negó con la cabeza.
—No creo que le importen los vetos. No estoy segura de si sigue siendo una…
La voz de Shay volvió a desgarrar el sonido de la lluvia. Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó un objeto que emitió un brillo frío con la luz gris del cielo y que resultó ser un cuchillo largo.
Tally puso los ojos como platos, pero ninguno de los perfectos que formaban el círculo pareció sorprenderse; sus caras reflejaban una mezcla de miedo intranquilo y excitación.
Sosteniendo el cuchillo en alto, Shay pronunció más palabras con aquella cadencia pausada, y Tally oyó una de ellas, repetida lo suficiente para entenderla.
Sonaba a «cortadores».
—Vámonos de aquí —dijo con un tono de voz tan bajo que Zane no debió de oírla. Tally quería subir a la aerotabla y huir de allí, pero vio que no podía moverse, ni tampoco apartar la mirada o cerrar los ojos.
Shay cogió el cuchillo con la mano izquierda y apoyó el filo en su antebrazo derecho, sobre el que destacaba el brillo del metal mojado. La joven levantó los brazos y se volvió lentamente para clavar su mirada ardiente en cada uno de los miembros del grupo. Luego alzó la vista hacia la lluvia.
El movimiento fue tan leve que Tally apenas lo vio desde su escondite, pero supo lo que había ocurrido al ver la reacción de los demás. Sus cuerpos se estremecieron mientras sus ojos desorbitados transmitían fascinación y horror a partes iguales. Al igual que ella, no podían apartar la mirada.
Tally vio entonces que la herida comenzaba a manar sangre. Esta corría en un hilito bajo la lluvia, descendiendo por el brazo levantado y el hombro de Shay hasta llegar a la camiseta, con un color que era más rosado que rojo.
Shay dio una vuelta completa para que todos la vieran bien, moviéndose con una parsimonia deliberada que resultaba tan inquietante como la sangre que le corría por el brazo. Los demás, que temblaban ya sin disimulo, se lanzaron miradas furtivas los unos a los otros.
La joven bajó finalmente el brazo, balanceándose un poco, y tendió la mano con la que sostenía el cuchillo. Ho dio un paso adelante para cogerlo y Shay ocupó su lugar en el círculo.
—¿Qué es esto? —susurró Zane.
Tally sacudió la cabeza y cerró los ojos. La lluvia se volvió de repente ensordecedora a su alrededor, pero por encima del agua que caía ahora como un torrente oyó sus propias palabras.
—Esto es la nueva cura de Shay.
Los demás siguieron su ejemplo uno a uno.
Tally seguía esperando que se echaran a correr, pensando que, si uno de ellos se decidía a huir, el resto saldrían desperdigados hacia el bosque como conejos asustados. Pero había algo, ya fuera lo inhóspito del lugar, la lluvia descorazonadora o quizá la expresión enloquecida del rostro de Shay, que los mantenía anclados allí. Todos observaban y luego, uno a uno, se cortaban. Y, al hacerlo, sus caras se transformaban para adoptar un semblante más parecido al de Shay: extasiado y demente.
Con cada corte, Tally sentía que algo se vaciaba en su interior. No podía olvidar que aquel ritual constituía algo más que un acto de locura. Recordó la noche de la fiesta de disfraces. El miedo y el pánico le habían hecho estar lo bastante chispeante para perseguir a Croy, pero aun así no había dejado de pensar como una perfecta. No fue hasta que la rodilla de Peris le golpeó en la cabeza al rebotar en plena caída, abriéndole una brecha en la ceja, cuando la mente se le despejó de verdad.
Shay admiraba aquella cicatriz; de hecho, había sido ella quien le había sugerido la idea de hacerse un tatuaje que le sirviera de recordatorio. Al parecer, también había entendido lo mucho que había cambiado a Tally aquella herida, la cual le había llevado hasta Zane, hasta lo alto de la torre de transmisión y, finalmente, hasta la cura.
Y ahora Shay compartía lo que sabía.
—Es culpa nuestra —susurró Tally.
—¿Cómo?
Tally abrió sus manos enguantadas hacia la escena que tenían delante. Zane y ella habían brindado a Shay lo que necesitaba para difundir dicha cura: fama en toda la ciudad y cientos de perfectos muriéndose por convertirse en rebeldes… sangrando por convertirse en rebeldes.
O en lo que fuera que estuvieran convirtiéndose. En «cortadores», había dicho Shay.
—Ya no es una de nosotros.
—¿Qué hacemos aquí sentados? —preguntó Zane entre dientes, con los puños cerrados y la cara cada vez más roja bajo la sombra de la capucha.
—Zane, cálmate —dijo Tally, cogiéndole la mano.
—Deberíamos hacer que… —La voz de Zane se fue apagando con una tos como si se ahogara, mientras que sus ojos se abrían cada vez más.
—¿Zane? —susurró Tally.
En un intento desesperado por respirar, Zane lanzó una mano al aire como si tratara de agarrarlo.
—¡Zane! —exclamó Tally en voz alta y, cogiéndole la otra mano, se quedó mirando sus ojos saltones. Zane no respiraba.
Tally miró hacia el claro, desesperada por conseguir ayuda de alguien, fuera de quien fuera… incluso de los cortadores. Algunas de aquellas siluetas lejanas habían oído su grito, pero se limitaron a mirarla boquiabiertos, con la herida sangrando y los tatuajes flash dando vueltas, demasiado idos para ser de alguna ayuda.
Tally se quitó la bufanda negra del brazo y destapó la pulsera para enviar un mensaje de socorro. Pero Zane alargó la mano para detenerla y sacudió la cabeza en un gesto de dolor.
—No.
—¡Necesitas ayuda, Zane!
—Estoy bien… —repuso, arrancando las palabras de su garganta.
Tally se quedó quieta un momento, imaginando a Zane muriendo allí, en sus brazos. Pero si llamaba a los guardianes, podría ser que los dos acabaran bajo el bisturí, con un cerebro de perfecto para siempre… y haciendo que la cura de Shay fuera la única existente en la ciudad.
—Está bien —dijo—. Pero te llevaré al hospital.
—¡No!
—No llegaremos a entrar. Nos quedaremos lo más cerca posible y esperaremos allí a ver qué pasa.
Tally tumbó a Zane en su aerotabla y, tras chasquear los dedos, observó cómo esta se elevaba en el aire. Luego se tendió encima de él y notó que la tabla se balanceaba bajo el peso conjunto de sus cuerpos. Al ver que las alzas aguantaban, Tally se empujó hacia delante con cuidado.
Mientras la tabla comenzaba a moverse, Tally volvió la vista hacia el claro y vio a las diez siluetas mirándolos a los dos. Shay había echado a andar hacia ellos, con una mirada igual de fría que la lluvia.
De repente, Tally se sintió invadida por el miedo, el mismo miedo que le inspiraba verse ante un especial. Impulsándose con fuerza con los pies, se inclinó hacia delante y ascendió hasta la altura de los árboles, dejando atrás aquel lugar.
El trayecto hasta el río fue espantoso. A Zane se le salían las extremidades por todas partes y los cambios de peso de su cuerpo amenazaban con volcar la tabla a cada viraje. Tally lo estrechó entre sus brazos, arañando la parte inferior de la tabla. Al conducir el vehículo con las piernas agitándose en el aire, cada vez que daba un giro se desviaba tanto de la trayectoria como un borracho tambaleante. La lluvia fría le salpicaba la cara, y Tally se acordó de las gafas que llevaba en el bolsillo del abrigo, pero para cogerlas tendría que parar.
Y no había tiempo para parar.
La tabla pasó volando entre los árboles, cobrando velocidad a medida que descendían hacia el río. Las ramas de los pinos, pesadas y refulgentes con las gotas de lluvia que acumulaban, salían disparadas bajo el aguacero para golpearle en la cara. Cuando finalmente dejaron atrás el parque Cleopatra, Tally tomó un atajo a toda velocidad a través de una zona de campos de deportes embarrados, para luego dirigirse hacia el extremo opuesto de la isla central.
A aquella distancia no se veía el hospital bajo la lluvia torrencial, pero Tally advirtió las luces de un aerovehículo que pasaba volando en dirección al edificio. Por la rapidez y altura a la que se desplazaba, debía de tratarse de una ambulancia que transportaba a alguien. Entrecerrando los ojos frente a la cortina de agua helada, Tally consiguió mantener la vista fija en el vehículo y seguir su trayectoria. Llegaron al río al tiempo que lo perdían de vista; con el exceso de peso que llevaba encima, la tabla comenzó a perder propulsión sobre las aguas abiertas.
Tally se dio cuenta demasiado tarde de lo que ocurría: la red metálica subterránea que utilizaban las alzas magnéticas para impulsarse se encontraba allí abajo, a diez metros bajo el agua. A medida que se acercaban al centro del río, la tabla descendía cada vez más hacia su superficie gélida y picada.
Cuando iban por la mitad del río, la tabla golpeó el agua y las manos de Zane salieron disparadas como si hubieran chocado con algo sólido. Con todo, la tabla rebotó en el aire y, a medida que se acercaban a la orilla opuesta, las alzas cobraron impulso y la hicieron ascender.
—Tally… —dijo una voz ronca desde debajo de ella.
—No pasa nada, Zane. Te tengo bien cogido.
—Sí. Ya veo que está todo bajo control.
Tally se atrevió a bajar la vista un instante para mirarlo. Zane tenía los ojos abiertos, y ya no estaba colorado. Tally se dio cuenta de que su pecho subía y bajaba bajo el peso de su cuerpo y de que volvía a respirar con normalidad.
—Tú relájate, Zane. Pararé cuando estemos cerca del hospital.
—No me lleves al hospital.
—Solo voy a acercarte hasta allí. Por si acaso.
—¿Por si acaso qué? —preguntó Zane nervioso.
—¡Por si acaso vuelves a dejar de respirar! ¡Y ahora haz el favor de callarte!
Zane, obediente, guardó silencio y cerró los ojos.
Mientras la superficie del agua salpicada por la lluvia se rizaba bajo la tabla, aparecieron en lo alto las luces del hospital, una oscura mole cuya proximidad inspiraba confianza. Tally vio las luces amarillas intermitentes de la zona de urgencias, pero, antes de que llegaran allí, salió del río y subió lentamente por la orilla. Luego buscó refugio para la tabla en un soporte para ambulancias vacías, donde los aerovehículos se amontonaban de tres en tres en la enorme estructura metálica, en previsión al parecer de un desastre de grandes proporciones.
Cuando la tabla se detuvo en su sitio, Zane rodó hasta el suelo mojado con un quejido.
Tally se arrodilló junto a él.
—Dime algo.
—Estoy bien —dijo Zane—. Salvo por la espalda.
—¿La espalda? ¿Qué…?
—Creo que es por ir con una aerotabla debajo. —Zane resopló—. Y contigo encima.
Tally le cogió la cara con ambas manos y clavó la mirada en sus pupilas. Aunque estaba empapado y parecía agotado, Zane sonrió y le guiñó un ojo con gesto cansado.
—Zane… —Tally volvió a sentirse presa del llanto, y notó el calor de las lágrimas que le corrían por las mejillas entre las frías gotas de lluvia—. ¿Qué te pasa?
—Como ya te he dicho, creo que tendríamos que desayunar.
Los sollozos sacudieron el cuerpo de Tally.
—Pero…
—Ya lo sé. —Zane le puso las manos en los hombros—. Tenemos que largarnos de aquí.
—Pero ¿y los habitantes del Nuevo Hu…?
Zane se apresuró a taparle la boca con la mano para que no se oyera lo que le quedaba por decir. Tally se apartó sorprendida. Zane se incorporó sobre un codo y se quedó mirando su pulsera, que lucía destapada bajo la lluvia. Tally se había quitado el guante que la cubría para hacer una llamada cuando a Zane le había dado el ataque.
—Oh… lo siento.
Zane movió la cabeza de un lado a otro y la atrajo hacia sí.
—No pasa nada —susurró.
Tally cerró los ojos, tratando de recordar lo que habían dicho en el trayecto de vuelta.
—Hemos discutido sobre si traerte o no al hospital —le dijo al oído.
Zane asintió y se puso en pie, todo tembloroso.
—Pues aquí estamos —dijo en voz alta y, volviéndose hacia el soporte para ambulancias, dio un puñetazo a la estructura metálica, que rebotó con un sonido sordo.
—¡Zane!
El joven se dobló en dos por el dolor y, sacudiendo la cabeza, agitó la mano herida en el aire durante un instante. Luego contempló la sangre que le salía de los nudillos.
—Como ya he dicho, ya que hemos venido hasta aquí podría aprovechar para que me miraran esto. Pero la próxima vez pregúntame antes, ¿vale?
Tally se lo quedó mirando, captando por fin el mensaje. Por un momento había creído que la locura de Shay era contagiosa. Pero una mano herida era una razón convincente para que hubieran acudido al hospital con la desesperación con la que lo habían hecho, y cuadraría con casi todo lo que había oído la pulsera. Tally podría contar además a los guardianes que llevaban dos días sin comer. Quizá un suero a base de vitaminas y azúcar en sangre le viniera bien a Zane para el dolor de cabeza.
Aunque seguía hecho una piltrafa, calado hasta los huesos y cubierto de barro, echó a andar sin tambalearse. De hecho, daba la sensación de estar bastante chispeante después de haberse destrozado la mano. Puede que Shay no estuviera tan loca como parecía… al menos sabía lo que funcionaba.
—Vamos —dijo Zane.
—¿Quieres ir volando? —preguntó Tally, señalando hacia la segunda aerotabla, que avanzaba hacia ellos por el césped tras haber seguido la señal que emitían las pulseras protectoras de Zane.
—Creo que iré andando —respondió Zane, caminando con dificultad hacia las luces intermitentes de la zona de urgencias. Tally reparó entonces en sus manos temblorosas, y en lo pálido que estaba. Y decidió que si Zane volvía a sufrir un ataque, no dudaría en avisar a los guardianes.
Ni siquiera por la cura merecía la pena perder la vida.