12. Fiesta truncada

Aquella noche todo giró en torno al champán. Aunque habían jurado dejar de beber, Tally y Zane sentían que tenían que brindar por la supervivencia de los rebeldes en el Gran Derrumbe del Estadio Nefertiti.

Lo tenían todo ensayado para aquella noche, todas las reacciones estudiadas para no hacer mención alguna del alcohol vertido en el hielo, ni regodearse con un plan que había salido a la perfección, sino simplemente limitarse a charlar con entusiasmo como lo harían unos nuevos perfectos que estuvieran recuperándose de una chispeante e inesperada alteración de la norma.

Todo el mundo repetía una y otra vez el relato de su propia caída: el temblor del hielo en el momento en que había empezado a resquebrajarse, el resplandor con el que se veían los fuegos artificiales desde dentro, el tirón de los arneses de salto y, después de que acabara todo, las llamadas de alarma de los padres mayores que habían visto todo lo ocurrido retransmitido una y otra vez en todos los canales. Los medios habían entrevistado a la mayoría de los rebeldes, que narraban sus historias con expresiones de inocente sorpresa. La noticia no dejaba de transformarse a medida que se difundía, con la petición de dimisiones por parte de la junta de arquitectura de la ciudad, una nueva planificación de todos los partidos de las finales de fútbol y el cierre definitivo de la pista de patinaje flotante (una consecuencia indirecta falsa con la que Tally no había contado).

Pero las noticias no tardaron en volverse repetitivas; incluso la cara de uno mismo llegaba a resultar aburrida después de verla más de cincuenta veces en una pantalla mural. Por eso Zane decidió llevarlos al parque Denzel para hacer una hoguera.

Los rebeldes seguían estando chispeantes, y sus tatuajes flash no dejaban de girar a la luz de la lumbre mientras volvían a contar sus historias. Todos ellos se expresaban como típicos perfectos por si alguien los escuchaba, pero Tally oyó comentarios que eran algo más que meras tonterías insustanciales. Era como cuando ella y Zane hablaban entre ellos, siempre pendientes de las pulseras pero tratando de cargar de significado las conversaciones que mantenían como perfectos. La silenciosa conspiración que habían compartido hasta entonces traspasaba ahora el ámbito de ellos dos. Mientras contemplaba las llamas, escuchando a los rebeldes que tenía a su alrededor, Tally comenzó a convencerse de que aquel espíritu chispeante debido al entusiasmo por el hundimiento de la pista de patinaje perduraría. Tal vez la gente pudiera liberarse mentalmente de su condición de perfecto por medio de la razón, sin necesidad de pastillas.

—Será mejor que te bebas ese champán, Flaca —dijo Zane, pasándole los dedos por la nuca para interrumpir sus pensamientos—. Tengo entendido que el alcohol se evapora muy rápido.

—¿Se evapora? Qué horror. —Tally se puso seria y acercó su copa de champán a la luz de la hoguera. Los informativos ofrecían boletines cada hora con las últimas noticias acerca de la investigación del desplome. Un grupo de ingenieros estaba tratando de averiguar la razón por la que una capa de hielo de veinte centímetros de grosor sostenida por medio de alzas había cedido bajo el peso de unas docenas de personas. La culpa se había atribuido a las ondas expansivas provocadas por el espectáculo pirotécnico, al calor de las luces del estadio e incluso a las vibraciones receptivas de los patinadores que avanzaban uno detrás de otro como soldados en una marcha militar. Pero ninguno de los expertos había adivinado que la verdadera causa del derrumbamiento se había evaporado en el aire enrarecido.

Tally alzó la copa para entrechocarla con la de Zane. Tras apurar su copa, Zane cogió la de ella y vertió parte de champán en la suya.

—Gracias, Flaca —dijo.

—¿Por qué?

—Por compartir.

Tally le dedicó una bonita sonrisa. Zane se refería a las pastillas que se habían tomado a medias, naturalmente, no al champán.

—Cuando quieras. Me alegro de que hubiera para dos.

—Tuvimos una suerte chispeante de que saliera bien.

Tally asintió. La cura no había sido perfecta, pero, teniendo en cuenta que se habían tomado cada uno media dosis, la prueba había sido un éxito. La cura había surtido un efecto casi inmediato en Zane, destruyendo su mentalidad de perfecto en pocos días. La pastilla de Tally había actuado más lentamente, y seguía despertándose con una sensación de aturdimiento casi todas las mañanas, por lo que Zane tenía que recordarle que pensara de forma chispeante. La parte positiva era que nunca tenía los horribles dolores de cabeza de Zane.

—Hicimos bien en compartir, creo —dijo Tally, entrechocando de nuevo su copa con la de Zane. Al recordar la advertencia de la carta que se había escrito a sí misma le entró un escalofrío, pese al calor del fuego. Quizá dos pastillas hubiera sido una dosis excesiva, y si se hubiera tomado las dos puede que a aquellas alturas hubiera estado clínicamente muerta.

Zane la atrajo hacia sí.

—Como ya he dicho… gracias. —Zane la besó, con sus labios calientes en el frío aire de la noche y sus ojos centelleantes con los reflejos de la hoguera. Su boca se mantuvo pegada a la de ella durante un largo rato. Entre el beso que la privaba de oxígeno y el champán, Tally sintió que volvía a percibirlo todo como una perfecta, y que los contornos de la fiesta en torno a la hoguera se volvían borrosos. Lo que quizá no fuera siempre algo malo…

Zane finalmente la soltó y se giró hacia la hoguera, acariciándole la oreja para susurrarle:

—Tenemos que quitarnos estos chismes de encima.

—¡Chist! —Incluso llevando las pulseras tapadas con los abrigos de invierno y los guantes, Tally se sentía demasiado famosa en aquel momento para hacer planes en voz alta. Los rebeldes ya habían ahuyentado a pedradas a una aerocámara que sobrevolaba la pequeña fiesta privada con la intención de cubrir el evento como parte del seguimiento de la noticia del día.

—Esto me vuelve loco, Tally.

—No te preocupes. Lo solucionaremos. —«Tú deja de hablar», suplicó Tally en silencio.

Zane lanzó una rama caída a la hoguera de un puntapié. Cuando la leña estalló en llamas, Zane dejó escapar un gemido de dolor.

—¿Zane?

Zane sacudió la cabeza, llevándose los dedos a las sienes. Tally tragó saliva. Otro dolor de cabeza. A veces se le pasaban en cuestión de segundos, otras veces le duraban horas.

—No. Estoy bien —dijo, respirando hondo.

—Podrías ir a un médico —susurró Tally.

—¡Olvídalo! Verán que estoy curado.

Tally acercó a Zane al fuego crepitante y pegó los labios a su oreja.

—¿Te he hablado de Maddy y Az, los padres de David? Eran médicos, cirujanos, y durante mucho tiempo ni siquiera ellos sabían lo de las lesiones cerebrales. Simplemente pensaban que la mayoría de la gente era tonta. Un médico normal no verá nada raro en solucionar tu problema.

Zane hizo un gesto enérgico de negación con la cabeza y se volvió para susurrar a Tally al oído:

—Con un médico normal no se solucionará el problema, Tally. Los nuevos perfectos no se ponen enfermos.

Tally miró los rostros encendidos que había alrededor del fuego. Los rebeldes terminaban en el hospital muy a menudo, pero solo por heridas, no por enfermedad. La operación mejoraba el sistema inmunológico de las personas, fortalecía sus órganos y les arreglaba la dentadura para siempre. Un nuevo perfecto con problemas de salud era algo tan excepcional que seguramente le harían infinidad de pruebas. Y si los dolores de cabeza de Zane persistían, los resultados de las pruebas pasarían a manos de los expertos.

—Ya nos tienen vigilados —susurró Zane—. No podemos permitirnos el lujo de que nadie hurgue en mi cabeza. —Se estremeció de nuevo, contrayendo la cara de dolor.

—Deberíamos irnos a casa —sugirió Tally en voz baja.

—Tú quédate. Puedo volver a Pulcher yo solo.

Tally gruñó y lo apartó del fuego.

—Vamos.

Zane dejó que lo guiara en medio de la oscuridad, dando un rodeo para evitar a los otros rebeldes. Shay los llamó, pero Tally le hizo señas para que no se acercara, dándole a entender que Zane había bebido demasiado. Shay sonrió comprensiva y se volvió hacia el fuego.

Zane y Tally recorrieron con esfuerzo el camino de regreso a casa, con el suelo cubierto de escarcha brillando a la luz de la luna y el frío viento cortante tras el calor adormecedor de la hoguera. La noche era hermosa, pero Tally no podía sino preguntarse qué debía de ocurrirle a Zane en la cabeza. ¿Se trataría de un efecto secundario de la cura? ¿O sería un indicio de que algo iba muy mal?

—No te preocupes, Zane —dijo Tally, alzando la voz lo justo para que se oyera—. Encontraremos una solución. O saldremos de aquí y pediremos ayuda a los del Nuevo Humo. Esta cura es de Maddy… ella sabrá qué es lo que ocurre.

Zane no respondió; se limitó a subir a trompicones por la colina junto a ella.

Cuando apareció la Mansión Pulcher a lo lejos, Zane hizo que Tally se detuviera.

—Vuelve a la fiesta. Desde aquí puedo llegar a casa solo —dijo Zane en un tono de voz excesivamente elevado.

Tally miró a su alrededor, pero vio que estaban solos, sin perfectos ni aerocámaras a la vista.

—Estoy preocupada por ti —susurró.

Zane bajó la voz.

—No hay por qué preocuparse, Flaca. No es más que un dolor de cabeza. Lo mismo de siempre. Seguro que será porque yo he sido perfecto durante mucho más tiempo que tú. —Zane esbozó una sonrisa forzada—. Me está costando más acostumbrarme a volver a tener cerebro.

—Vamos. Te ayudaré a acostarte.

—No, vuelve a la fiesta. No quiero que sepan… esto.

—No diré nada —susurró Tally. No le habían contado a nadie lo de la cura, y no lo harían hasta no tener la confianza absoluta de que los otros rebeldes eran lo bastante chispeantes como para mantener la boca cerrada—. Diré simplemente que has bebido demasiado.

—Vale, pero ahora vuelve a la fiesta —dijo Zane con firmeza—. Tienes que hacer que se mantengan chispeantes. No dejes que se emborrachen y comiencen a decir tonterías.

Tally volvió la mirada hacia la hoguera, que se veía a través de los árboles, colina abajo. Si alguien bebía demasiado champán podría comenzar a fanfarronear. Tally miró de nuevo a Zane.

—¿Estarás bien?

Zane asintió.

—Ya estoy mejor.

Tally respiró una bocanada de aire frío. A juzgar por su cara, Zane no parecía estar mejor.

—Zane…

—Mira, estaré bien. Y, pase lo que pase, me alegro de haber tomado la pastilla.

Tally respiró hondo para tranquilizarse.

—¿A qué te refieres con eso de que «pase lo que pase»?

—No me refiero a esta noche, sino a cualquier momento. Ya sabes.

Tally miró fijamente los ojos con motas doradas de Zane, y en ellos vio el dolor que soportaba en silencio. Fuera lo que fuera lo que le pasara a Zane, no valía la pena perderlo por mantenerse chispeante.

—No, no lo sé —repuso, haciendo un gesto de negación con la cabeza.

Zane suspiró.

—Supongo que ha sido una estupidez decirlo así. Estoy bien.

—Me preocupas.

—Vuelve a la fiesta.

Tally suspiró en silencio. No tenía sentido discutir. Alzó un brazo, señalando la bufanda que llevaba envuelta alrededor de la muñeca.

—Está bien. Pero si te sientes peor, avísame.

Zane sonrió con un gesto amargo.

—Al menos estos chismes sirven para algo.

Tally lo besó con ternura antes de ver cómo se alejaba con dificultad hacia la puerta de la mansión y desaparecía en su interior.

Caminando sola de regreso a la fiesta, Tally notó el aire cada vez más frío. Casi deseó volver a tener la mentalidad de una perfecta, solo por una noche, en lugar de tener que vigilar a los rebeldes. Ya desde el primer beso, estar con Zane había hecho que las cosas se complicaran.

Tally suspiró. Quizá fuera así siempre.

Sabía que Zane nunca iría a un médico. Si los dolores de cabeza que sufría derivaban en algo peor, ¿podría convencerlo ella para que lo hiciera? Naturalmente, Zane tenía razón: cualquier médico que pudiera solucionar su problema seguramente también podría averiguar la causa de su dolencia, y sería alguien capacitado para hacer que Zane volviera a pensar como un perfecto.

Tally deseó que Croy no hubiera desaparecido. Se preguntó cuánto tardarían los habitantes del Nuevo Humo en ponerse en contacto con ellos. La acción de los rebeldes tenía que haber servido para que se enteraran de que la cura había funcionado. Aun en el caso de que no tuvieran acceso a las noticias allí donde estuvieran escondidos, hasta el último imperfecto del mundo estaría hablando del hundimiento de la pista de patinaje y de la cara de inocente que tenía Tally Youngblood cada vez que salía en sus pantallas murales.

Naturalmente, ella y Zane aún tenían que escapar de la ciudad. Tally no veía la manera de quitarse las pulseras. Cuanto más delgadas tenía las muñecas, parecía que quedaba menos para que aquellos brazaletes de acero se les salieran solos, pero ¿cuánto tardaría eso en ocurrir? A Tally no le atraía mucho la idea de participar en una carrera para ver quién de los dos acababa peor, si ella muerta de inanición o Zane con el cerebro fundido.

Y cuando llegara el momento de escapar, Tally no querría hacerlo sin los demás rebeldes. Por lo menos, no sin Peris y Shay. Los rebeldes estaban tan chispeantes aquella noche que seguramente estarían todos dispuestos a coger las aerotablas y marcharse de allí si ella lo propusiera. Pero ¿hasta qué punto estarían chispeantes al día siguiente?

De repente, Tally se sintió agotada. Había tantas cosas que tener en cuenta… Tantas preocupaciones que recaían únicamente sobre sus espaldas… Lo único que había querido hasta hacía poco era convertirse en una rebelde, sentirse segura dentro de un grupo de amigos, y ahora se veía al frente de una rebelión.

—¿Tu amigo ha bebido demasiado champán?

Tally se quedó petrificada. Aquellas palabras salieron de la oscuridad y le laceraron los oídos como si unas uñas arañaran un objeto de metal.

—¿Hola?

Una silueta surgió de entre las sombras cubierta por un abrigo de invierno con capucha, moviéndose entre las hojas caídas en un silencio absoluto. La mujer se plantó frente a ella y quedó iluminada por un rayo de luz de luna. Era diez centímetros más alta que Tally, más alta incluso que Zane. Tenía que ser una especial.

Tally se obligó a calmarse, tratando de controlar los nervios y haciendo que sus facciones adoptaran la expresión dulce de una nueva perfecta.

—¿Shay, eres tú? ¿Es que me quieres asustar? —preguntó en tono airado.

La silueta dio otro paso al frente y quedó iluminada por la luz de una antorcha de la pasarela.

—No, Tally. Soy yo. —La mujer se quitó la capucha.

Era la doctora Cable.