Las primeras brisas del invierno habían llegado de la noche a la mañana. Los árboles brillaban como el vidrio, y sus ramas desnudas se veían iluminadas con carámbanos de hielo. Unos relucientes dedos negros se extendieron por la ventana, cortando el cielo en trocitos afilados.
Tally pegó una mano en el cristal, dejando que el frío le llegara hasta la palma a través del vidrio. Su frescor vigorizante intensificaba la luz de la tarde, haciéndola parecer tan frágil como los carámbanos de fuera. El frío le ayudaba a centrar la parte de su mente que aún quería sumirse en sus sueños de perfecta.
Cuando finalmente retiró la mano de la ventana, una silueta borrosa dejó su huella en el vidrio antes de desvanecerse poco a poco.
—La Tally borrosa ya no existe —dijo, y luego sonrió, poniendo su mano helada en la mejilla de Zane.
—Pero ¡qué…! —masculló Zane, moviéndose lo suficiente para apartar la mano de Tally con suavidad.
—Despierta, pedazo de perfecto.
Zane entreabrió ligeramente los ojos.
—Oscurece la habitación —ordenó a la pulsera de comunicación.
La habitación obedeció, haciendo opaca la ventana.
Tally frunció el ceño.
—¿Otro dolor de cabeza?
Zane seguía teniendo de vez en cuando migrañas atroces que lo dejaban fuera de juego durante horas, pero ya no eran tan horribles como en las primeras semanas, después de que se hubiera tomado la pastilla.
—No —murmuró él—. Tengo sueño.
Tally alargó la mano hacia los controles manuales para que la ventana volviera a ser transparente.
—Entonces es hora de levantarse. Llegaremos tarde a patinar.
Zane miró a Tally con un solo ojo abierto.
—Patinar sobre hielo es falso.
—Lo que es falso es dormir. Levántate y sé chispeante.
—Ser chispeante es falso.
Tally arqueó una ceja, un gesto que ya no le dolía. Al final había sido una buena perfecta y se había arreglado la frente, aunque se había dejado un recuerdo de la cicatriz con un tatuaje flash en forma de volutas celtas negras, situadas justo encima del ojo, que giraban al ritmo del latido del corazón. Para asegurarse un buen resultado, se había puesto un implante ocular idéntico al de Shay, con relojes que iban al revés y todo lo demás.
—Ser chispeante no es falso, pedazo de vago. —Tally puso de nuevo la mano en la ventana para volver a cargarse de frío. La pulsera de comunicación que llevaba en la muñeca brilló al sol como los árboles helados que veía abajo, y por enésima vez buscó una juntura en su superficie metálica. Sin embargo, la pulsera parecía haberse forjado a partir de una sola pieza de acero que se ajustaba a la perfección al óvalo de la muñeca de Tally. Al tirar de ella suavemente notó que cedía apenas un milímetro; cada día estaba más flaca.
—Un café, por favor —pidió con dulzura a la pulsera.
Los aromas del desayuno comenzaron a filtrarse en la habitación, y Zane se revolvió de nuevo en la cama. Cuando Tally tuvo la mano lo bastante fría, se la puso encima del pecho desnudo. Zane se estremeció, pero, lejos de defenderse, se limitó a apretar la sábana con los dos puños y a respirar entre escalofríos. El iris dorado de sus ojos, ya abiertos, brillaba como el frío sol del invierno.
—Eso sí que ha sido chispeante.
—Pensaba que lo chispeante era falso.
Zane sonrió y se encogió de hombros con gesto adormilado.
Tally le devolvió la sonrisa. Zane estaba aún más guapo cuando acababa de despertarse. Las horas de sueño suavizaban la intensidad de su mirada, haciendo que sus duras facciones se vieran casi vulnerables, como las de un niño perdido y hambriento. Tally se abstenía de comentarle aquel hecho, naturalmente, pues lo más probable era que Zane hubiera recurrido a la cirugía para ponerle solución.
Tally se abrió camino hasta la cafetera, pasando por encima de los montones de ropa sin reciclar y las pilas de platos sucios que ocupaban hasta el último centímetro cuadrado de suelo. Como de costumbre, el dormitorio de Zane era un caos. El armario estaba tan lleno que no podía cerrarse del todo. Era una habitación ideal para esconder cosas.
Mientras se tomaba el café a sorbos, Tally ordenó al agujero de la pared que produjera el conjunto de ropa habitual que se ponían para ir a patinar, compuesto por una pesada cazadora de plástico forrada de piel de conejo sintética, unos pantalones con rodilleras para amortiguar una mala caída, una bufanda negra y, lo más importante, un par de guantes bien gruesos que llegaban hasta el codo. Mientras el agujero iba expulsando prendas de vestir, Tally llevó a Zane el café, que sirvió para sacarlo finalmente de su letargo.
Zane y Tally se saltaron el desayuno —una comida que llevaban un mes sin tomar— y bajaron en ascensor hasta la puerta principal de la Mansión Pulcher, hablando durante el trayecto como dos perfectos normales y corrientes.
—¿Te has fijado en la helada, Zane-la? Qué forma de cubrirlo todo de hielo.
—El invierno es totalmente chispeante.
—Totalmente. El verano, en cambio, es demasiado… no sé. Cálido o algo así.
—Completamente.
Sonrieron con simpatía al vigilante de la puerta y salieron al frío del exterior, deteniéndose un instante en las escaleras de entrada a la mansión. Tally pasó a Zane su taza de café y se metió los guantes por debajo de las mangas, cubriéndose la pulsera de comunicación del brazo izquierdo con dos capas de ropa. Luego se envolvió el brazo con la bufanda negra para que la pulsera quedara bien tapada. Cogió las dos tazas de café que sostenía Zane, observando las volutas de vapor que emanaban de su contenido negro y tembloroso mientras él hacía lo mismo con sus guantes.
Cuando Zane acabó con lo suyo, Tally habló sin alzar demasiado la voz.
—Pensaba que hoy debíamos actuar de forma normal.
—Yo estoy actuando de forma normal.
—Venga ya. ¿«Chispeante es falso»?
—¿Qué? ¿Me he pasado?
Tally sacudió la cabeza, soltó una risita y tiró de él para llevarlo a la pista de hielo flotante.
Había pasado un mes desde que se habían tomado las pastillas, y de momento a ninguno de los dos se les había fundido el cerebro. Las primeras horas, no obstante, habían sido totalmente falsas. Los especiales los registraron de arriba abajo, tanto a ellos como al espacio correspondiente a la 317 de Valentino, y metieron todo lo que encontraron en pequeñas bolsas de plástico. Les hicieron un millón de preguntas a gritos con sus voces crispantes de especiales, tratando de averiguar qué había llevado a un par de perfectos a subir a la torre de transmisión. Tally intentó explicarles que solo buscaban un poco de intimidad, pero no les satisfizo ninguna explicación.
Finalmente, aparecieron unos guardianes con los anillos de comunicación abandonados, un espray medicinal para la palma de las manos de Tally y bollos. La joven se comió por fin su desayuno como un perro hambriento hasta que se le pasó por completo el efecto chispeante, y luego, con una radiante sonrisa de perfecta, pidió que la llevaran a operarse la cicatriz de la noche anterior. Tras otra hora de mortal aburrimiento, los especiales dejaron que se la llevaran al hospital, con Zane a la zaga.
Eso fue casi todo, salvo por las pulseras de comunicación. Los médicos se la pusieron a Tally mientras le arreglaban la ceja, y Zane amaneció a la mañana siguiente con otra en la muñeca. Funcionaban igual que un anillo de comunicación, excepto por el hecho de que permitían enviar mensajes de voz desde cualquier parte, como un teléfono móvil. Eso significaba que las pulseras oían hablar a uno incluso cuando salía al exterior y, a diferencia de los anillos, no eran de quita y pon. Quedaban como esposas sujetas a la muñeca con una cadena invisible, y ninguna de las herramientas que Tally y Zane habían probado hasta el momento servía para abrirlas.
Inesperadamente, las pulseras se convirtieron además en el artículo de moda de la temporada. Fue lo único que pudo hacer Zane para impedir que todo el mundo tratara de requisárselas cuando los otros rebeldes las vieron. Ordenó al agujero de la pared que produjera un puñado de copias falsas para repartirlas entre ellos. En las semanas siguientes, se corrió la voz de que aquellas pulseras eran un nuevo indicador de rebeldía, que significaba que uno había escalado la torre de transmisión, en lo alto de la Mansión Valentino; resultaba que cientos de nuevos perfectos habían presenciado el ascenso de Tally y Zane, ya que se habían avisado entre ellos y habían corrido a la ventana más cercana para contemplar el espectáculo. En cuestión de semanas solo los más desfasados iban sin una pulsera metálica en la muñeca, y tuvieron que poner vigilantes para impedir que los nuevos perfectos se subieran a la torre.
La gente comenzó a señalar a Tally y Zane cuando estaban en público, y cada día había más aspirantes a rebeldes. Parecía que todo el mundo quería ser chispeante.
Tally estaba nerviosa por la acción que iban a llevar a cabo, pero ni Zane ni ella dijeron gran cosa de camino a la pista de patinaje. Aunque las pulseras que llevaban no podían oír nada con toda la ropa de abrigo que las cubría, el silencio era una costumbre que había comenzado a acompañarlos allí a donde iban. Tally había ido adoptando con el tiempo otras formas de comunicación, como guiños, miradas poniendo los ojos en blanco y palabras articuladas sin voz. Vivir en una conspiración tácita llenaba cada gesto de significado y confería a cada roce compartido un valor añadido sin necesidad de hablar.
Dentro del ascensor de cristal que los llevaba hasta la pista de hielo flotante, con el gran estadio Nefertiti a sus pies, Zane cogió la mano de Tally. Sus ojos brillaron, al igual que lo hacían cuando se veían ante una broma repentina e inesperada, como una emboscada con una bola de nieve lanzada desde la azotea de la Mansión Pulcher. Su mirada traviesa llegó en el mejor momento para calmar un poco los nervios de Tally. Al fin y al cabo, a los demás rebeldes les chocaría verla inquieta.
La mayoría de ellos ya estaban allí, cambiándose las botas por patines y buscando arneses de salto de su talla. Unos cuantos rebeldes recién admitidos en el grupo estaban calentando, y, en su torpe avance por el hielo flotante, los patines sonaban como si hubiera un bibliotecario mandando callar a los presentes.
Shay acudió al encuentro de Tally para darle un abrazo, deslizándose sin detenerse hasta chocar literalmente contra ella.
—Hola, Flaca-wa.
—Hola, Bizca-la —respondió Tally, soltando una risita. El uso de los apodos volvía a estar de moda, pero Shay y Tally se habían intercambiado sus antiguos nombres ahora que Tally estaba adelgazando. Estar sin comer era un rollo, pero confiaba en que tarde o temprano estaría lo bastante delgada para poder quitarse la pulsera de la muñeca.
Tally vio que Shay llevaba una bufanda negra envuelta alrededor del antebrazo como muestra de solidaridad. Lucía también una réplica del tatuaje flash de Tally, un nido de serpientes enroscadas a una ceja que le bajaban por la mejilla. Muchos de los rebeldes llevaban nuevos tatuajes faciales que latían al ritmo del corazón; se veía a primera vista lo chispeantes que eran. Las tazas de café que se calentaban por sí solas emanaban volutas de vapor que flotaban en el aire por encima de los rebeldes allí reunidos, y a todo el mundo le daban vueltas los tatuajes.
La aparición de Tally y Zane provocó un coro de saludos y avivó la emoción de los presentes. Peris se acercó patinando con un arnés de salto y los patines habituales de Tally en la mano.
—Gracias, Narizotas —dijo Tally antes de quitarse las botas y sentarse en el suelo. En la pista de hielo estaba prohibido ir con aeropatines; las cuchillas de verdad brillaban cual dagas con la luz del invierno. Tally se ató los cordones bien fuerte.
—¿Llevas la petaca? —preguntó a Peris.
Peris la sacó.
—Vodka doble.
—Muy descongelante.
Tally y Zane habían dejado de tomar alcohol, pues resultaba que este no servía tanto para hacerte sentir chispeante como para potenciar la manera de pensar propia de un perfecto, pero las bebidas fuertes tenían otras utilidades en el hielo.
Tally alargó sus manos enguantadas y Peris tiró de ella para ponerla de pie, dándole tanto impulso que por un momento se tambalearon los dos sobre la pista como si bailaran un vals sobre un suelo resbaladizo. Entre risas se apoyaron el uno en el otro hasta recobrar el equilibrio.
—No te olvides del arnés, Flaca —dijo Peris.
Tally lo cogió y se ató las correas.
—Qué falso sería eso, ¿eh?
Peris asintió nervioso.
—¿Alguna noticia de nuestros amigos del otro lado del río? —preguntó Tally, bajando la voz hasta adoptar un tono casi susurrante.
—Ni un mensaje. Siguen sin dar señales de vida.
Tally frunció el ceño. Había pasado ya un mes de la visita de Croy, y desde entonces los habitantes del Nuevo Humo no habían vuelto a aparecer. Aquel silencio era un mal presagio, a menos que se tratara de otra de sus malditas pruebas. Fuera como fuera, Tally se moría por ir a ver qué ocurría, lo que no podría hacer hasta conseguir quitarse aquella dichosa pulsera de la muñeca.
—¿Cómo va Fausto con lo del trucaje de las aerotablas?
Peris se limitó a encogerse de hombros mientras miraba nervioso a los otros rebeldes, que comenzaron a invadir la pista de patinaje entre risas y gritos, acuchillándola al pasar entre los pequeños zambonies que iban de aquí para allá puliendo el hielo.
Tally observó con detenimiento el tatuaje flash que llevaba Peris en la frente, un tercer ojo que parpadeaba al ritmo del latido de su corazón, y se fijó después en sus magníficos ojos, marrones, tiernos y sin profundidad. Peris parecía más chispeante que hacía un mes —de hecho, todos los rebeldes lo parecían—, pero Tally ya no veía en él que mejorara día tras día. Para el resto de ellos, que no habían tomado las pastillas y, por tanto, no estaban medio curados como Tally y Zane, era muchísimo más duro. Podían entusiasmarse a corto plazo, pero les costaba mantenerse centrados.
Bueno, la acción que estaban a punto de llevar a cabo sería como una sacudida para todos ellos.
—Está bien, Narizotas. Vamos a patinar.
Tally se impulsó sobre la cara de una de las cuchillas y fue tomando velocidad mientras se deslizaba por el borde exterior de la pista. Miró abajo, a través de la ventana de hielo veteada que tenía a sus pies. A primera vista se veían las aeroalzas que sostenían la pista flotante en el aire, espaciadas en una rejilla a unos metros de distancia unas de otras, y de las que brotaba una luminosa ráfaga de zarcillos de refrigeración. Mucho más abajo se divisaba el enorme óvalo del estadio deportivo, ligeramente desenfocado, como veía el mundo un perfecto en su típico estado de aturdimiento. En aquel momento estaban encendiéndose las luces del estadio para el partido de fútbol que daría comienzo en cuarenta y cinco minutos. Como siempre, habría fuegos artificiales antes de que empezara, una vez que el público estuviera en sus asientos. Todo muy perfecto.
El cielo se veía como una vasta extensión azul ininterrumpida, salvo por la presencia de unos cuantos globos de aire caliente amarrados a las torres de fiesta más elevadas. No obstante, la pista de patinaje era la construcción más alta que se había erigido en Nueva Belleza. Desde allí, Tally alcanzaba a ver la ciudad entera, que se extendía a sus pies.
Tally fue tras Zane y lo pilló justo cuando doblaba una curva.
—¿Ves a todo el mundo chispeante?
—A la mayoría los veo nerviosos —respondió sonriente Zane, patinando hacia atrás con la misma soltura con la que respiraba. Sus músculos desarrollados con la operación se habían visto liberados de la timidez y la pereza inherentes a la condición de perfecto. Zane podía hacer la vertical y mantenerse en dicha posición un rato sin temblar, trepar hasta la ventana de su dormitorio de la Mansión Pulcher en cuestión de segundos y dejar atrás el monorraíl que transportaba a la gente mayor de las zonas residenciales de las afueras hasta el hospital central. Nunca sudaba ni una gota y podía aguantar la respiración dos minutos seguidos.
Al verlo realizar estas proezas, Tally se acordaba de los guardabosques que la habían rescatado del incendio en su viaje al Humo. Zane poseía una constitución física tan potente como la de aquellos guardas, dotada de fuerza y rapidez, pero exenta de aquella inhumanidad nerviosa propia de los agentes de Circunstancias Especiales. Tally tampoco se quedaba atrás, pero de algún modo la cura había potenciado la fuerza y coordinación de Zane. A Tally le encantaba deslizarse sobre el hielo junto a él, patinando en círculos alrededor de los demás y convirtiéndose con su gracilidad de movimientos en el centro del variopinto torbellino de cuchillas centelleantes de los rebeldes que se arremolinaban en la pista.
—¿Alguna noticia del Nuevo Humo? —preguntó Zane, sin que su voz se oyera apenas por encima del silbido de los patines.
—Nada, según Peris.
Zane profirió una maldición y dio un giro cerrado, rociando de hielo a un no rebelde que avanzaba a duras penas por el lateral de la pista.
Tally le dio alcance.
—Tenemos que ser pacientes, Zane. Tarde o temprano nos quitaremos de encima estos chismes.
—Estoy harto de ser paciente, Tally. —Zane miró a través del hielo. El estadio se veía abarrotado, con una multitud cada vez mayor que aguardaba el comienzo del primer partido de la final interurbana—. ¿Cuánto tendremos que esperar?
—Puede ocurrir en cualquier momento —respondió Tally.
Mientras aquellas palabras brotaban de su boca, abajo comenzaron a explotar los primeros fuegos artificiales, transformando de inmediato la pista de patinaje en una paleta moteada de rojos y azules. Un instante después un lento estruendo hizo vibrar el hielo, seguido de una larga exclamación de admiración por parte del público.
—Vamos allá —dijo Zane, con una amplia sonrisa que borró la expresión de irritación de su rostro.
Tally le apretó la mano y dejó que se alejara patinando mientras ella se dirigía al centro de la pista, el punto más alejado de la aeroestructura que sostenía la capa de hielo. Luego levantó una mano y esperó a que los demás rebeldes se agolparan a su alrededor en una piña cerrada.
—Petacas —dijo en voz baja, y oyó que la palabra se propagaba en un susurro a través del grupo.
El metal de las petacas brilló al sol, y Tally oyó el ruido de los tapones al ser desenroscados. El corazón le latía deprisa, y los sentidos se le aguzaron de la emoción. A todo el mundo le daban vueltas los tatuajes. Tally vio que Zane ganaba velocidad a medida que se deslizaba por el borde exterior de la pista.
—Vertedlo —ordenó Tally en un susurro.
Un sonido líquido fue extendiéndose a través del grupo de rebeldes a medida que la mezcla de vodka doble y alcohol etílico puro salía a borbotones de las petacas. A Tally le pareció oír un crujido, como una queja casi imperceptible del hielo a medida que su punto de congelación disminuía por efecto del alcohol.
Ya en el pasado, Zane siempre había soñado con hacer algo así, y alguna vez había vertido champán mientras los rebeldes patinaban. Pero con la cura se había vuelto serio; había llegado incluso a realizar una prueba en la pequeña nevera que tenía en su dormitorio. Había llenado una bandeja de cubitos de hielo, cada uno con una mezcla ligeramente distinta de vodka y agua, y la había metido en el congelador. El cubito que solo contenía agua se había congelado de manera normal, pero los que llevaban alcohol se veían más derretidos cuanto mayor era su porcentaje etílico, quedando el cubito que solo contenía vodka completamente líquido.
Tally bajó la vista para observar cómo se extendía poco a poco la capa de alcohol entre los patines, haciendo desaparecer las marcas de cuchillas y caídas que había en el hielo. El estadio empezó a distinguirse con una claridad sobrecogedora, hasta tal punto que Tally llegó a ver con todo detalle una columna ascendente de fuegos artificiales en verde y amarillo. Cuando el estruendo de la explosión llegó a sus oídos, percibió otro crujido amenazador. El espectáculo pirotécnico cobraba cada vez más intensidad ante la inminencia de la apoteosis.
Tally alzó la mano para hacer una señal a Zane.
Tras dar otro giro, Zane se dirigió hacia ellos, patinando con todas sus fuerzas. Tally percibió una ráfaga de pánico en la piña de gente que la rodeaba, como si una manada de gacelas hubiera advertido la presencia de un enorme felino a lo lejos. Unos cuantos rebeldes apuraron las últimas gotas de alcohol que quedaban en sus petacas, antes de rellenarlas con un chorro de zumo de naranja para eliminar toda prueba de su acción.
Tally sonrió al imaginar el estado de aturdimiento que fingiría ante los guardianes: «Estábamos todos aquí hablando, de lo más tranquilos, sin patinar siquiera, cuando de repente…».
—¡Cuidado! —gritó Zane, y el grupo se dividió en dos para dejarlo pasar.
Zane avanzó hasta el centro del corro y, dando un salto increíble en el aire que hizo que su mirada y las cuchillas de los patines centellearan, cayó de pie sobre el hielo con toda la fuerza de su cuerpo.
Zane desapareció con un sonido de vidrios rotos de fondo, y Tally oyó cómo iba resquebrajándose el hielo con un estrépito cada vez mayor, como cuando un árbol caía al suelo en el Humo. Durante una extraña fracción de segundo, Tally se vio elevada en el aire al salir disparada una enorme placa de hielo por el fulcro de un alza, pero de repente el hielo se partió en dos y Tally se precipitó al vacío, sintiendo que el corazón le daba un vuelco. Un montón de manos enguantadas la cogieron del abrigo por todas partes en un momento de pánico colectivo, pero un instante después el centro de la pista cedió, provocando un grito que fue en aumento a medida que una lluvia de fragmentos de hielo, rebeldes y zambonies caían sobre la hierba verde del campo de fútbol ante la mirada atónita de diez mil rostros.
Aquello sí que era chispeante.