35. Operación

Oyó dos voces nerviosas, hablando fuera. Tally salió con sigilo de la cama y, acercándose a la puerta, apoyó la palma en la pared de cerámica a prueba de especiales. Los chips que tenía implantados en las manos convirtieron los murmullos en palabras.

—¿Seguro que esto funcionará con ella?

—Hasta ahora ha funcionado.

—Pero ¿ella no es una especie de bicho rarísimo?

Tally tragó saliva. Desde luego que lo era. Tally Youngblood era la psicótica dieciseisañera más famosa del mundo; los medios habían difundido las características mortíferas de su cuerpo por todo el planeta.

—Tranquilo, este lote lo han creado expresamente para ella.

¿Lote de qué?, se preguntó Tally.

Entonces oyó aquel sonido sibilante… del gas que se filtraba en el interior de la celda.

Tally se apartó de la puerta de un salto y aspiró rápidamente unas cuantas bocanadas de aire antes de que el gas se extendiera por toda la celda. Presa de la desesperación, giró sobre sí misma mientras miraba las cuatro paredes que la aprisionaban, tratando, por enésima vez, de encontrar algún punto débil. Buscando una vía de escape…

El pánico la invadió. No podían hacerle aquello, otra vez, no. Ella no tenía la culpa de ser tan peligrosa. ¡Habían sido ellos quienes la habían hecho así! Pero no había escapatoria.

Tally contuvo la respiración, mientras la adrenalina le corría por todo el cuerpo, y comenzó a ver puntos rojos por todas partes. Llevaba casi un minuto sin respirar, y la sensación glacial que le había inspirado el pánico empezaba a desvanecerse. Pero no podía rendirse.

Si pudiera pensar con claridad…

Tally se miró las cicatrices que tenía a lo largo del brazo. Había pasado más de un mes desde la última vez que se había cortado, y se sentía como si tuviera a flor de piel todas las congojas que había padecido desde entonces, dispuestas a salirle de las venas. Puede que si se cortaba una vez más, se le ocurriera la forma de salir de allí.

Al menos sus últimos momentos como especial serían glaciales…

Tally apoyó las uñas en el brazo y apretó sus dientes afilados.

—Lo siento, Zane —susurró.

—¡Tally! —exclamó una voz sibilante en su cabeza.

Tally pestañeó incrédula. Por primera vez desde que la habían encerrado en aquella celda, tenía activada la antena de piel.

—¡No te quedes ahí de pie, imbécil! ¡Haz como si te desmayaras!

Tally se llenó de aire los pulmones doloridos. El olor del gas le embotó la cabeza. Se sentó en el suelo, viendo puntos rojos por todas partes.

—Así, mucho mejor. Sigue fingiendo.

Tally respiró hondo; ya casi no podía contenerse. Pero algo extraño estaba ocurriendo, pues notó que los oscuros puntos que nublaban su visión comenzaban a disiparse, y que el oxígeno que tanto necesitaba intensificaba su estado de alerta. El gas no le hacía nada.

Tally se apoyó en la pared con los ojos cerrados y el corazón latiéndole aún con fuerza. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿A quién oía en su cabeza? ¿Serían Shay y los otros cortadores? ¿O sería acaso…?

De repente, recordó las palabras de David: «No estás sola».

Tally cerró los ojos y se dejó caer a un lado hasta que dio con la cabeza en el suelo, donde se quedó inmóvil, a la expectativa.

Tras un largo momento de espera, la puerta se abrió.

—Ha tardado lo suyo —dijo una voz nerviosa y vacilante aún desde el pasillo.

Acto seguido, se oyeron unos pasos.

—Bueno, tú mismo has dicho que es una especie de bicho rarísimo. Pero ahora va a ir directa a normanópolis.

—¿Seguro que no se va a despertar?

Le dieron un puntapié al costado.

—Está fuera de combate, ¿ves?

A Tally le invadió una ráfaga de ira al notar la patada, pero en el mes que llevaba allí había aprendido a controlar sus impulsos. Cuando le dieron otro puntapié, Tally dejó que su cuerpo rodara hasta quedar tumbada boca arriba.

—No te muevas, Tally. No hagas nada. Espérame…

Tally quería saber quién era la persona que le hablaba, pero no se atrevió a formular la pregunta en alto. Los dos que la habían gaseado estaban de rodillas sobre ella para ponerla en una aerocamilla.

Tally dejó que la cogieran.

Tally aguzó el oído para poder escuchar con atención y claridad el eco de los sonidos.

Los pasillos de Circunstancias Especiales estaban mucho más vacíos que antes; la mayoría de los perfectos crueles habían sido ya reconvertidos. Captó algunas palabras sueltas de conversaciones que oía al pasar, pero ninguna de ellas tenía la agudeza afilada que caracterizaba la voz de un especial.

Se preguntó si la habrían dejado para el final.

El trayecto en ascensor fue corto; probablemente solo habrían subido un piso, donde se hallaban los quirófanos principales. Tally oyó el deslizar de una puerta doble al abrirse, y notó que su cuerpo adoptaba un ángulo pronunciado. La aerocamilla entró en una sala más pequeña llena de superficies metálicas y olores antisépticos.

El cuerpo entero de Tally se moría por saltar de la camilla y abrirse paso hasta la superficie. Ya había escapado de aquel edificio siendo una imperfecta. Si era cierto que ya no quedaban especiales, nadie podría detenerla… Pero reprimió sus impulsos, a la espera de que la voz que había oído en su cabeza le dijera lo que debía hacer. Y, mientras tanto, se repetía: «No estás sola».

La desvistieron y la metieron en un tanque de operaciones, cuyas paredes de plástico mitigaron los sonidos de la sala. Tally notó la frialdad de la mesa lisa en su espalda y de la pinza metálica de un servobrazo que la agarró del hombro, y de repente imaginó que de él salía un bisturí que le practicaba el último corte que sentiría como cortadora para despojarla de su condición de especial.

De repente, sintió en el brazo la presión de una trenza dérmica, de cuyas agujas salió un chorrito de analgésico local antes de que se introdujeran en sus venas. Tally se preguntó cuándo comenzarían a meterle una anestesia potente, y si su metabolismo conseguiría mantenerla despierta.

Cuando el tanque quedó herméticamente cerrado, Tally comenzó a respirar a toda velocidad, dejándose llevar por el pánico.

Confió en que los dos camilleros no se fijaran en los tatuajes flash que daban vueltas en su cara. Pero parecían estar muy ocupados. Había máquinas encendidas por toda la sala, emitiendo pitidos y zumbidos, mientras alrededor de Tally se movían un montón de servobrazos, provistos de pequeñas sierras que sonaban al realizar patrones de prueba.

Dos manos se introdujeron en el tanque para meterle un tubo de respiración en la boca. El plástico sabía a desinfectante, y el aire que circulaba por él era estéril y artificial. Cuando el tubo se puso en funcionamiento, y de él comenzaron a salir tentáculos hacia su nariz y su cabeza, Tally sintió náuseas. Le entraron ganas de arrancarse aquello y pelear.

Pero la voz le había dicho que esperara. Quienquiera que hubiera convertido el gas somnífero en inocuo debía de tener un plan. Así pues, tenía que mantener la calma.

De repente, el tanque comenzó a llenarse. El líquido manaba de todas partes, acumulándose en torno a su cuerpo desnudo, con una textura densa y viscosa, lleno de nutrientes y nanos destinados a mantener vivos sus tejidos mientras los cirujanos la descuartizaban. La solución estaba a la misma temperatura que el cuerpo de Tally, pero cuando se le metió en los oídos, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Los sonidos de la sala quedaron amortiguados hasta sumirse casi en el silencio.

El fluido le subió por los ojos y luego por la punta de la nariz hasta cubrirla por completo…

Tally aspiró el aire reciclado del tubo, tratando por todos los medios de mantener los ojos cerrados. Ahora que estaba prácticamente sorda, el hecho de permanecer ciega era una tortura.

—Ya estoy de camino, Tally —dijo entre dientes la voz en su cabeza.

¿O tan solo lo habría imaginado?

A aquellas alturas se hallaba atrapada, inmovilizada, y la ciudad podría vengarse por fin de ella, puliéndole los huesos para reducir su estatura a la de una perfecta mediocre, suavizando las formas angulosas de sus mejillas, quitándole los hermosos músculos y huesos que la hacían especial, los chips que llevaba implantados en las manos y la mandíbula, las uñas letales y los ojos negros y perfectos para convertirla de nuevo en una cabeza de burbuja.

Solo que aquella vez estaba despierta, y lo sentiría todo…

Tally oyó entonces un sonido, como si algo golpeara con fuerza la pared lateral de plástico del tanque, y abrió los ojos.

La solución quirúrgica hacía que todo se viera borroso, pero a través de las paredes transparentes del tanque vislumbró un violento movimiento, y oyó otro impacto amortiguado. Una de las máquinas en funcionamiento cayó sobre el tanque.

Su salvador había llegado.

Tally se puso en movimiento como un resorte y, tras arrancarse la trenza dérmica del brazo, se llevó la mano a la cara para quitarse el tubo de respiración de la boca. El aparato se retorció, y los tentáculos se aferraron a su nuca en un intento por no despegarse de su cuerpo. Tally mordió el tubo para desgarrar el plástico con sus dientes de cerámica hasta que el dispositivo yació inerte en su mano, expulsando un soplo final de burbujas de aire en el rostro de Tally.

Palpó los bordes del tanque en busca de un lugar donde agarrarse para intentar ponerse en pie y salir de allí. Pero una barrera transparente le bloqueaba el paso.

«¡Mierda!», pensó, tanteando con los dedos las paredes de plástico para ver si encontraba alguna rendija. Nunca había visto un tanque de operaciones en funcionamiento; cuando estaban vacíos, la tapa siempre se hallaba abierta. Tally arañó los lados, rayándolos con las uñas a medida que el pánico se apoderaba de ella.

Pero las paredes seguían sin romperse…

Tally rozó con el hombro un servobrazo con un bisturí desplegado ya en el extremo, y una nube de sangre rosada pasó ante sus ojos. Los nanos del fluido quirúrgico tardaron solo unos segundos en contener la hemorragia.

«¡Vaya, qué práctico! —pensó—. Claro que respirar tampoco estaría nada mal».

Forzando la vista a través de la solución borrosa, vio que fuera continuaba la pelea, en la que una silueta se enfrentaba a muchas. ¡Date prisa!, exclamó para sus adentros, buscando a tientas el tubo de respiración. Sin embargo, al metérselo en la boca, comprobó que no funcionaba, pues se había taponado con el fluido quirúrgico.

En la parte superior del tanque apenas quedaba un centímetro de aire, y Tally se impulsó hacia arriba para aspirar el poco oxígeno que había en el interior del recipiente. Pero aun así no daría para mucho. Tenía que salir de allí como fuera. Intentó golpear la pared del tanque para romperla, pero la solución era demasiado densa y viscosa. Su puño se movió a cámara lenta, como si avanzara a paso de tortuga.

En el borde de su visión comenzaron a aparecer lucecillas rojas, señal de que tenía los pulmones vacíos.

Entonces vio una silueta borrosa que venía hacia ella a trompicones, después de salir disparada de la pelea. El cuerpo se estrelló contra un lateral del tanque, haciendo que todo el recipiente se tambaleara.

Puede que así lo consiguiera.

Tally comenzó a balancearse de un lado a otro, haciendo que el líquido se agitara a su alrededor, y que el tanque se moviera un poco con cada sacudida. Los bisturís le arañaban los hombros cada vez que se lanzaba en una dirección y luego en otra, mientras que el zumbido de los nanos reparadores igualaba el de la nube de puntos de sangre que se extendía ante sus ojos, tiñendo el líquido con un tono rosado.

Pero al final el tanque se volcó.

El mundo pareció inclinarse a su alrededor y los líquidos se arremolinaron mientras el recipiente entero caía de lado. Tally oyó el golpe amortiguado del plástico al estrellarse contra el suelo y vio que las paredes del tanque se rajaban por todas partes. El fluido comenzó a filtrarse por las grietas y el sonido volvió a llegar hasta sus oídos con toda su fuerza mientras Tally inspiraba la primera bocanada de aire.

Acto seguido, clavó las uñas en el plástico agrietado para romperlo del todo, hasta que finalmente pudo salir del tanque de operaciones.

Avanzó a trompicones, jadeando, ensangrentada y desnuda, con fluido quirúrgico por todas partes, como si acabara de salir de una bañera llena de miel. La solución se fue extendiendo por el suelo hasta cubrir los cuerpos de los doctores y camilleros, que yacían inconscientes unos encima de otros.

El salvador de Tally estaba de pie frente a ella.

—¿Shay? —Tally se quitó el líquido de los ojos—. ¿David?

—¿No te he dicho que no te movieras? ¿O es que siempre tienes que destrozarlo todo?

Tally pestañeó, incapaz de dar crédito a lo que veían sus ojos.

Era la doctora Cable.