Tally se marchó en cuanto Shay se quedó dormida. No tenía sentido que se entregaran ambas. Shay tenía que quedarse en Diego; en aquel momento, los cortadores eran lo más parecido que había en la ciudad a un ejército. De todos modos, la doctora Cable no creería a Shay, pues su cerebro mostraría las huellas de la cura de Maddy. Shay ya no era una especial.
Pero Tally sí lo era. Se movía agachándose y zigzagueando entre las ramas de los árboles, con las rodillas dobladas y los brazos estirados como alas, volando más rápido de lo que nunca lo había hecho. Lo notaba todo con una claridad glacial, como el viento cálido en su rostro desnudo y los veloces cambios en la gravedad del vuelo bajo sus pies. Había cogido dos tablas, y montaba en una mientras la otra la seguía, cambiando entre una y otra cada diez minutos. Al repartir el peso entre ambas, las hélices elevadoras no acabararían quemándose por ir a máxima velocidad durante días.
Tally llegó al límite de Diego mucho antes del amanecer, cuando el cielo naranja comenzaba a verse radiante, como un inmenso navío que vaciara su luz sobre el paisaje. La belleza del mundo le dolía, y Tally sabía que nunca más tendría que cortarse.
Ahora llevaba un cuchillo en su interior, uno que la cortaba en todo momento. Tally lo notaba cada vez que tragaba, y cada vez que sus pensamientos se apartaban del esplendor de la naturaleza.
El bosque se fue haciendo menos denso a medida que Tally se aproximaba a los grandes desiertos fruto de la proliferación de la maleza blanca. Cuando el viento que le daba en la cara se volvió áspero por la arena que transportaba el aire, Tally viró hacia el mar, donde podría impulsarse con la fuerza magnética de la vía férrea, que le daría más velocidad.
Solo tenía siete días para poner fin a aquella guerra.
Según Tachs, Circunstancias Especiales iba a esperar una semana para que la situación en Diego se agravara. La destrucción del Ayuntamiento afectaría al funcionamiento de la ciudad durante meses, y la doctora Cable parecía pensar que cualquiera que no fuera un cabeza de burbuja se alzaría contra un gobierno que no cubriera sus necesidades.
Y si la rebelión no llegaba a darse según lo planeado, Circunstancias Especiales siempre podría atacar de nuevo, destruyendo otra parte de la ciudad para empeorar aún más la situación.
El software de Tally emitió un sonido de alarma; habían pasado otros diez minutos. Llamó a la tabla vacía y saltó el espacio entre una y otra, de modo que, por un momento, no hubo más que arena y matorrales bajo sus pies, para aterrizar después en una postura perfecta.
Tally se sorprendió a sí misma poniendo una sonrisa forzada. Si caía, no habría ninguna reja para frenarla, solo arena compacta que se precipitaría sobre ella a cien kilómetros por hora. Pero las dudas e incertidumbres que siempre había sufrido, y de las que Shay siempre se había quejado después de que Tally se convirtiera en una cortadora, por fin se habían disipado.
El peligro ya no le importaba. Ni ninguna otra cosa.
Ahora era una especial de verdad.
Tally llegó a la línea de ferrocarril de la costa al caer el día.
Las nubes la habían acechado desde el mar durante toda la tarde, y con el crepúsculo un velo negro cubrió el horizonte, tapando las estrellas y la luna. Una hora después de que anocheciera, el calor del día acumulado en las vías férreas comenzó a perder intensidad, de tal modo que el camino se hizo invisible incluso bajo los infrarrojos. Tally pasó a orientarse por el oído, guiándose únicamente por el rugido de las olas para mantener el rumbo. Navegando ya sobre las vías de metal, las pulseras protectoras la salvarían en caso de que cayera.
Al amanecer sobrevoló a toda velocidad un campamento lleno de fugitivos con cara de sueño. Oyó gritos a su espalda, y al mirar atrás vio que el viento generado a su paso había esparcido las ascuas de la hoguera por la hierba seca. Los fugitivos corrían por todas partes en un intento por impedir que el fuego se propagara, golpeando las llamas con sus cazadoras y sacos de dormir entre chillidos propios de un hatajo de cabezas de burbuja.
Tally siguió volando. No tenía tiempo de volver para ayudarlos.
Se preguntó qué sería de todos los fugitivos que aún estaban en plena naturaleza. ¿Podría Diego poner a su servicio los pocos helicópteros de que disponía para llevarlos a la ciudad? ¿Cuántos ciudadanos más podría acoger el Nuevo Sistema, ahora que luchaba por su propia supervivencia?
Naturalmente, Andrew Simpson Smith no estaría enterado de que se había declarado una guerra, y seguiría entregando sus indicadores de posición que no conducirían a ninguna parte. Los fugitivos llegarían a los puntos de recogida, pero no acudiría nadie a buscarlos. Poco a poco perderían la fe, hasta que se les acabara la comida y la paciencia y decidieran volver a casa.
Algunos podrían conseguirlo, pero todos ellos eran críos de ciudad, sin recursos para enfrentarse a los peligros que les acechaban allí fuera. Sin un Nuevo Humo que los acogiera, la mayoría sucumbirían en plena naturaleza.
En su segunda noche de vuelo sin descansar, Tally cayó.
Acababa de advertir que una de las tablas no iba del todo bien, ya que un fallo microscópico en la hélice elevadora delantera estaba provocando que se calentara en exceso. Llevaba unos minutos observándola detenidamente, con una lámina detallada para infrarrojos superpuesta en su visión normal, por lo que no vio el árbol.
Era un pino aislado, con las hojas superiores desviadas por las salpicaduras del mar como un mal corte de pelo. La tabla en la que iba montada dio en el mismo centro de una rama, que se partió limpiamente, haciendo que Tally saliera volando por los aires.
Las pulseras protectoras captaron el metal de la línea de ferrocarril justo a tiempo. No la pararon con un tirón seco, como habría ocurrido en una caída en picado, sino que la hicieron rebotar a lo largo de las vías a toda velocidad. Durante unos momentos de absoluto descontrol, Tally tuvo la sensación de que iba atada con una correa a la parte delantera de un tren antiguo, desde donde veía pasar el mundo a toda prisa mientras los negros raíles se extendían ante ella hasta perderse en la oscuridad, con las traviesas desdibujadas bajo sus pies.
Se preguntó qué ocurriría si la línea del tren describiera de repente una curva. ¿Seguirían las pulseras protectoras el trazado, o la harían caer al suelo sin miramientos? ¿O por el acantilado…?
Pese a sus temores, la vía férrea continuó en línea recta, y al cabo de unos cien metros el cuerpo de Tally fue perdiendo velocidad hasta que las pulseras la dejaron en el suelo. Tenía el corazón desbocado, pero estaba ilesa. Un minuto más tarde, las tablas encontraron su señal y se abrieron paso lentamente en medio de la oscuridad, como dos amigas avergonzadas que hubieran salido corriendo sin decirle nada.
Tally se dio cuenta de que seguramente necesitaba dormir un rato. Puede que con el siguiente descuido no tuviera tanta suerte. Pero el sol no tardaría en salir, y la ciudad se hallaba ya a menos de un día de viaje. Así pues, subió a la tabla recalentada y la forzó al máximo, sin dejar de prestar atención ni un segundo a cada cambio de sonido que emitía la hélice dañada.
Justo después de que amaneciera, se oyó un chirrido agudo y Tally saltó de la tabla averiada mientras esta se desintegraba en una masa de metal candente. Al aterrizar en la otra tabla, se volvió para ver cómo los restos chirriantes de la primera rodaban de lado para caer al mar, donde el impacto provocó un géiser de agua y vapor.
Tally miró al frente de nuevo, obstinada en llegar a casa sin aminorar la marcha ni un segundo.
Cuando aparecieron ante sí las Ruinas Oxidadas, se dirigió hacia el interior.
La antigua ciudad fantasma estaba llena de metal, de modo que Tally se permitió, por primera vez desde su partida de Diego, reducir la velocidad para dejar descansar las hélices elevadoras de la tabla que le quedaba. Mientras se movía en silencio por las calles vacías, contemplaba los coches quemados que representaban el final de la era de los oxidados. Vio edificios medio desmoronados que a Tally le resultaban familiares de cuando había tenido que buscar rincones donde esconderse durante su estancia en el Humo. Al verlos, se preguntó si los imperfectos más astutos seguirían yendo hasta allí a hurtadillas de noche. Puede que aquellas ruinas no parecieran ya tan emocionantes, ahora que había una ciudad en la vida real de la que huir.
Aun así seguían resultando escalofriantes, como si aquel inmenso vacío estuviera lleno de fantasmas. Las enormes ventanas parecían mirar a Tally, recordándole aquella primera noche que Shay la había llevado hasta allí, cuando ambas eran imperfectas. Shay conocía la ruta secreta por Zane, naturalmente; él había sido la razón primordial por la que Tally Youngblood no había sido una cabeza de burbuja más, feliz e inepta entre las agujas de las torres de la ciudad de Nueva Belleza.
Puede que después de confesar ante la doctora Cable, Tally acabara allí de nuevo, con todos aquellos recuerdos tan tristes borrados por fin de su mente…
Tin.
Tally redujo la velocidad hasta detenerse del todo, sin dar crédito a lo que había oído. Aquel pitido había sonado en la frecuencia de los cortadores, pero ninguno de ellos podía haber llegado hasta allí antes que ella. El lugar reservado para la identificación del emisor se veía en blanco, como si el mensaje no lo hubiera enviado nadie. Debía de ser una baliza de emergencia que habrían dejado abandonada en una misión de instrucción, perdida entre las ruinas.
—¿Hola? —musitó.
Tin… tin… tin.
Tally arqueó las cejas. Aquella señal no parecía estar perdida, pues había sonado como una respuesta.
—¿Hay alguien ahí?
Tin.
—Pero ¿no puedes hablar? —preguntó Tally, frunciendo el ceño.
Tin.
Tally lanzó un suspiró al darse cuenta de lo que ocurría.
—Vale. Buen truco, imperfecto. Pero tengo cosas más importantes que hacer.
Dicho esto, volvió a poner en marcha las hélices elevadoras para dirigirse hacia la ciudad.
Tin… tin.
Tally se detuvo con un derrape, sin saber si hacer caso omiso de la señal. Una panda de imperfectos lo bastante avispados como para colarse en la frecuencia de los cortadores podrían tener información útil. No le vendría mal enterarse de cómo iban las cosas por la ciudad antes de enfrentarse a la doctora Cable.
Al fijarse en la intensidad de la señal, comprobó que la recibía con fuerza y claridad. Quienquiera que la hubiera enviado no se hallaba muy lejos de allí.
Tally recorrió la calle vacía mientras observaba la señal con atención. Al ver que esta se volvía un poco más fuerte a la izquierda, se desvió en dicha dirección y llegó hasta el final de la manzana.
—Muy bien, chaval. Un pitido significa sí, y dos no. ¿Entendido?
Tin.
—¿Te conozco?
Tin.
—Hummm. —Tally siguió moviéndose hasta que la señal se debilitó; entonces dio media vuelta y recorrió lentamente la calle por donde había venido—. ¿Eres un rebelde?
Tin… tin.
La intensidad de la señal alcanzó su punto máximo, y Tally levantó la vista. Ante ella se alzaba el edificio más alto que quedaba en pie en aquellas ruinas, un sitio muy frecuentado por los habitantes del Humo y el lugar más indicado para montar una estación emisora.
—¿Eres un imperfecto?
Tras una larga pausa, se oyó un solo pitido.
Tally comenzó a ascender en silencio mientras el magnetismo de la tabla se impulsaba con la estructura metálica de la antigua torre. Tenía los sentidos aguzados al máximo para captar cualquier sonido, por imperceptible que fuera.
La dirección del viento cambió de golpe, y le llegó un olor familiar que hizo que se le encogiera el estómago.
—¿EspagBol? —preguntó, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Así que vienes de esta ciudad?
—Tin… tin.
Entonces oyó un sonido, como si algo se moviera entre los escombros de una planta superior. Al pasar por el marco vacío de una ventana, Tally bajó de la tabla e hizo que su traje de infiltración dañado adoptara un aspecto lo más parecido posible a una piedra rota. Se agarró a ambos lados del marco de la ventana e inclinó el cuerpo hacia dentro mientras miraba con ojos escrutadores hacia arriba.
Allí estaba él, observándola desde lo alto.
—¿Tally? —dijo.
Ella parpadeó con perplejidad. Se trataba de David.