27. Represalia

Ráfagas de fuego de cañón surcaron el aire, cegando con su rastro la visión de Tally durante unos instantes. Las explosiones le destrozaron los oídos, y las ondas expansivas le golpearon en el pecho, como si algo intentara abrirla en canal.

La flota de aerovehículos tenía como objetivo el Ayuntamiento, sobre el cual cayó una cascada de proyectiles que brillaban con tal intensidad al estallar que por un momento el edificio desapareció. Pero pese a tan deslumbrante despliegue de fuerza, Tally seguía oyendo el sonido de los cristales al hacerse añicos y el chirrido del metal al ser arrancado de cuajo de la estructura.

Al cabo de unos segundos cesó el feroz ataque, y a través del humo Tally alcanzó a ver el Ayuntamiento, en cuya fachada se habían abierto enormes boquetes que dejaban ver el fuego que ardía en el interior. Visto así, el edificio parecía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada de aspecto demencial, con ojos encendidos por todas partes.

Desde la calle le llegaron de nuevo los gritos de la gente, esta vez cargados de terror. Por un momento en el que todo le dio vueltas, recordó lo que había dicho Shay: «Todo por culpa nuestra, Tally. Tuya y mía».

Negó con la cabeza lentamente, sin dar crédito a lo que veía.

Las guerras eran algo del pasado.

—¡Vamos! —gritó Shay, subiendo a la tabla de un salto para elevarse en el aire—. El Ayuntamiento está vacío por la noche, pero tenemos que sacar a todo el mundo del hospital…

Tally logró salir de su parálisis y subir a la tabla en el momento en que se reanudó el bombardeo. Shay pasó volando a toda velocidad por el borde de la azotea, y su silueta se recortó por un momento contra la tormenta de fuego antes de perderse de vista. Tally la siguió, pasando por encima de la barandilla para quedarse planeando allí unos instantes y observar desde lo alto el caos que cundía en la calle.

El hospital se mantenía incólume, por lo menos de momento, pero una multitud seguía saliendo de él en tropel, presa del terror. Las naves enemigas no tendrían que disparar a nadie para que aquella noche acabara habiendo muertos; el pánico y el caos provocarían la matanza. Las otras ciudades no verían más que una respuesta proporcionada al ataque que había destruido el arsenal, con el resultado de un edificio prácticamente vacío por otro.

Tally apagó las hélices elevadoras y comenzó a descender, arrodillándose para mantener el control de la tabla. Las fuertes sacudidas provocadas por el ataque habían convertido el aire en algo palpable y agitado, como un mar picado.

Los demás cortadores ya estaban abajo, con los trajes de infiltración mimetizados con los uniformes en negro y amarillo de los guardianes de Diego. Mientras Tachs y Ho apiñaban a la muchedumbre para que se dirigiera al otro lado del hospital, lejos de los escombros que salían del Ayuntamiento, los otros se encargaban de rescatar a los peatones que habían caído entre ambos edificios; todas las pasarelas mecánicas se habían frenado de golpe, y sus pasajeros de medianoche habían salido volando por los aires para ir a parar al suelo.

Tally se quedó dando vueltas en el aire un momento, abrumada por la situación y sin saber qué hacer. Entonces vio un torrente de niños saliendo a toda prisa del hospital. Una vez fuera, los pequeños iban formando una fila a lo largo del seto que delimitaba la plataforma de aterrizaje del helicóptero mientras sus cuidadores los paraban para contarlos antes de ponerlos a salvo.

Tally inclinó la tabla hacia la plataforma de aterrizaje y descendió lo más rápido que le permitió la gravedad. Aquellos helicópteros habían llevado a los fugitivos de otras ciudades hasta el Viejo Humo y ahora hasta el Nuevo Sistema, y Tally dudaba de que salieran indemnes del ataque de la doctora Cable.

Hasta que no estuvo justo encima de las cabezas de los niños no se detuvo en su descenso, provocando el chirrido de las hélices elevadoras mientras los rostros aterrorizados de los pequeños miraban hacia arriba boquiabiertos.

—¡Largaos de aquí! —ordenó a voz en cuello a los cuidadores, dos perfectos medianos con aquella cara de serenidad y sensatez que los caracterizaba.

Ante la mirada incrédula de ambos, Tally recordó cambiar el aspecto del traje de infiltración para que guardara un parecido aproximado con el uniforme amarillo de los guardianes.

—¡Los helicópteros podrían ser un blanco! —gritó.

Al ver que los cuidadores no alteraban su semblante de perplejidad, Tally dejó escapar una maldición. Aún no se habían dado cuenta de lo que había originado aquella guerra: los fugitivos, el Nuevo Sistema y el Viejo Humo; lo único que sabían era que el cielo había explotado sobre sus cabezas y que tenían que contar a todos los pasajeros antes de despegar.

Tally alzó la vista y vio que un aerovehículo reluciente salía de la flota y, tras describir un giro amplio y pausado, descendía hacia la plataforma de aterrizaje como un ave rapaz perezosa.

—¡Llevadlos al otro lado del hospital, ahora mismo! —ordenó Tally a gritos antes de dar media vuelta y ascender hacia la nave que se aproximaba mientras se preguntaba qué podría hacer exactamente para detenerla. Esta vez no tenía granadas ni ningún líquido viscoso hecho de nanos hambrientos. Se hallaba sola y desarmada frente a una máquina militar.

Pero si era cierto que aquella guerra se había iniciado por su culpa, tenía que intentarlo.

Tras taparse la cara con la capucha y poner el traje de infiltración en la modalidad de camuflaje para infrarrojos, se dirigió a toda velocidad hacia el Ayuntamiento. Con un poco de suerte, el aerovehículo no la vería con el calor del fuego de cañón y las explosiones de fondo.

A medida que se acercaba al edificio medio desmoronado, el aire vibró a su alrededor, y las ondas expansivas de las explosiones sacudieron su cuerpo. Estando tan cerca, notó el calor abrasador de las llamas, y oyó el estrépito atronador de los suelos al desplomarse uno sobre otro a medida que los aeropuntales del Ayuntamiento comenzaban a fallar. La flota de naves estaba destruyendo el edificio entero, hasta derribarlo por completo, tal como Shay y ella habían hecho con el arsenal.

Con aquel panorama infernal a su espalda, Tally se colocó a la altura del aerovehículo y siguió su descenso mientras lo inspeccionaba por todas partes en busca de algún punto débil. La nave era como la primera que había visto salir del arsenal: provista de cuatro hélices elevadoras que impulsaban un fuselaje protuberante cubierto de armas, alas y garras, con un blindaje de un color negro mate que no reflejaba ni un destello de la tormenta de fuego que tenía a su espalda.

Lo que sí vio fue algún que otro rasguño reciente, por lo que Tally dedujo que Diego habría opuesto cierta resistencia contra el ataque de la flota, aunque la contienda no debía de haber durado mucho.

Aunque todas las ciudades habían renunciado a la guerra, puede que unas lo hubieran hecho con más empeño que otras.

Tally volvió a mirar abajo. La plataforma de aterrizaje no se hallaba muy lejos, y la fila de niños se alejaba del lugar con una lentitud exasperante. Profiriendo una maldición, salió disparada hacia el aerovehículo con la esperanza de poder distraerlo.

La nave detectó que se aproximaba en el último momento, y sus garras metálicas de insecto se extendieron hacia la tabla al rojo blanco. Tally se inclinó hacia atrás para ascender casi en vertical, pero había cambiado de rumbo demasiado tarde. Las garras del aerovehículo bloquearon la hélice elevadora de la parte delantera de la tabla, que se detuvo con un ruidoso chirrido, y Tally salió despedida de su superficie. Otras garras apresaron el aire a ciegas, pero Tally se elevó sobre ellas con su traje de infiltración.

Al aterrizar sobre la parte superior de la máquina, esta se inclinó sin control, y a punto estuvo de volcar hacia atrás por el peso de Tally y la fuerza del impacto de la aerotabla contra su fuselaje. La joven agitó los brazos en el aire al resbalar por la superficie blindada de la nave, a la que apenas se mantenían pegadas las suelas adherentes de su traje de infiltración. Para evitar la caída, se arrodilló y se cogió del primer asidero que encontró, una fina pieza de metal que sobresalía del cuerpo del aerovehículo.

Ante ella pasó deslizándose su tabla inservible, con una hélice elevadora aún operativa y la otra destrozada, lo que le hacía dar vueltas como un cuchillo arrojado al aire.

Mientras el aerovehículo trataba de estabilizarse, la pieza metálica que había salvado a Tally giró de repente en su mano, y ella lo soltó. Una lente diminuta brilló en el extremo de la pieza metálica, como el pedúnculo ocular de un cangrejo. Tally se deslizó a toda prisa hasta el centro de la parte superior de la máquina, confiando en no ser descubierta.

Tres cámaras pedunculadas más giraban como locas alrededor de Tally, mirando en todas direcciones para escudriñar el firmamento en busca de otras posibles amenazas. Pero ninguna se volvió en ningún momento hacia ella, pues estaban orientadas hacia fuera, no hacia la propia nave.

Tally se dio cuenta de que estaba sentada en el ángulo ciego de la máquina. Sus pedúnculos oculares no podían girar para verla, y su piel blindada no disponía de nervios que pudieran sentir los pies de ella. Por lo visto, a los diseñadores de la nave no se les había pasado por la cabeza que un adversario pudiera plantarse justo encima de ella.

Pero la máquina sabía que algo no iba bien, pues notaba más peso de la cuenta. Las cuatro hélices elevadoras se inclinaron con brusquedad mientras Tally iba de un lado a otro, manteniendo a duras penas el equilibrio. Las garras metálicas que no habían resultado destrozadas por su aerotabla oscilaban en el aire a diestra y siniestra, como un insecto ciego en busca de un oponente.

Bajo el peso añadido que soportaba, el aerovehículo comenzó a descender. Tally se inclinó con todas sus fuerzas hacia el Ayuntamiento, y la máquina empezó a virar en aquella dirección. Era como montar la aerotabla más tambaleante y difícil de manejar del mundo, pero poco a poco Tally consiguió guiarla para que se alejara de la plataforma de aterrizaje y la fila de niños que avanzaba a paso de tortuga.

Al acercarse al Ayuntamiento, la máquina comenzó a retumbar con las ondas expansivas del ataque, y Tally notó que el calor del edificio en llamas penetraba cada vez más en su traje de infiltración, provocando que una película de sudor cubriera todo su cuerpo. A su espalda los niños parecían haberse alejado por fin de la plataforma de aterrizaje. Lo único que tenía que hacer ahora era bajar del aerovehículo sin que este la viera y abriera fuego sobre ella.

Cuando estuvo a tan solo diez metros del suelo, Tally saltó de la parte posterior de la nave y, al pasar volando junto a una de sus garras dañadas, la agarró y tiró de ella para que esa parte de la máquina se inclinara hacia abajo con la fuerza de su caída.

El vehículo giró en el aire sobre su cabeza, mientras las hélices elevadoras chirriaban en un intento por mantener la verticalidad de la nave. Pero esta se había inclinado ya demasiado; tras un breve forcejeo, el peso de Tally, que seguía colgada de la garra inerte, hizo que la máquina volcara y quedara al revés.

Tally se dejó caer desde la corta distancia que la separaba del suelo, y las pulseras protectoras detuvieron la caída y la depositaron con suavidad en tierra firme.

Sobre su cabeza, el aerovehículo giró de lado para dirigirse al Ayuntamiento, aún escorado y fuera de control, sacudiendo las garras en el aire sin ton ni son. Al cabo de unos instantes chocó contra el piso inferior del edificio y desapareció en una bola de fuego que llegó hasta Tally, haciendo que el traje de infiltración registrara fallos en su piel. Las escamas que habían absorbido la explosión se quedaron paradas mientras se erizaban, y notó que el pelo que llevaba tapado con la capucha le olía a chamuscado.

Mientras volvía corriendo al hospital, la tierra tembló con violentas sacudidas que la hicieron caer al suelo. Al mirar atrás, vio que el Ayuntamiento finalmente se venía abajo. Tras los largos minutos de bombardeo, incluso su estructura de aleación había comenzado a derretirse, cediendo bajo el peso del edificio en llamas.

Y lo tenía prácticamente encima.

Tally se levantó de nuevo y encendió la antena de piel. La cabeza se le llenó al instante con lo que decían los cortadores mientras organizaban a los evacuados del hospital.

—¡El Ayuntamiento está a punto de derrumbarse! —dijo mientras se echaba a correr—. ¡Necesito ayuda!

—Pero ¿qué haces ahí, Tally-wa? —respondió la voz de Shay—. ¿Asando patatas?

—¡Ya te lo contaré después!

—Vamos para allá.

El estruendo fue en aumento, y el calor que Tally sentía a su espalda se intensificó mientras toneladas de edificio en llamas se desplomaban sobre sí mismas. Un trozo de cascote pasó volando por su lado a toda velocidad y prendió fuego a la superficie adherente de las pasarelas mecánicas, sobre las que fue rebotando hasta detenerse. La luz que Tally tenía detrás se tornó más brillante y proyectó su sombra titilante, alargándola frente a ella como si fuera la de un gigante.

De repente, vio aparecer dos siluetas procedentes del hospital.

—¡Aquí! —les indicó Tally, agitando los brazos en el aire.

Las dos figuras pasaron rozando por su lado para rodearla y colocarse detrás de ella; sus siluetas negras se recortaron contra el edificio que se venía abajo.

—Levanta las manos, Tally-wa —dijo Shay.

Tally saltó en el aire con los brazos estirados. Los dos cortadores la cogieron por las muñecas y tiraron de ella para ponerla a salvo, lejos del Ayuntamiento.

—¿Estás bien? —gritó la voz de Tachs.

—Sí, pero es que… —La voz de Tally se apagó ante el derrumbe final del edificio, que contempló con un silencio de sobrecogimiento mientras la llevaban en dirección al hospital. La construcción pareció plegarse sobre sí misma, como un globo al desinflarse. Acto seguido, se formó una inmensa nube de humo y escombros que se extendió hacia fuera, como una oscura ola gigantesca que engulló los restos del Ayuntamiento aún en llamas.

La ola se precipitó hacia ellos, acercándose cada vez más y más…

—¡Chicos! —dijo Tally—. ¿Podéis ir más…?

La onda expansiva, cargada de escombros y fuertes corrientes de aire que formaban un remolino, alcanzó a los cortadores y arrebató las tablas a Shay y Tachs, tirándolos a los tres a tierra. Mientras Tally rodaba por el suelo, las escamas quemadas del traje de infiltración se le clavaron como codos afilados, hasta que se detuvo. Se quedó tumbada boca arriba, sin aliento. La oscuridad los había engullido por completo.

—¿Estáis bien? —preguntó Shay.

—Sí, glacial —respondió Tachs.

Tally intentó hablar, pero acabó tosiendo; la máscara del traje había dejado de filtrar el aire. Al quitársela, le escocieron los ojos por el humo y escupió el sabor a plástico quemado que tenía en la boca.

—Estoy sin tabla y tengo el traje destrozado —consiguió decir—. Pero, por lo demás, estoy bien.

—De nada —repuso Shay.

—Ah, sí. Gracias, chicos.

—Un momento —intervino Tachs—. ¿Oís eso?

A Tally aún le pitaban los oídos, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que la descarga de fuego de cañón había cesado. El silencio era casi inquietante. Se puso una lámina superpuesta de infrarrojos ante los ojos y, al alzar la vista, vio que en lo alto estaba formándose un torbellino reluciente de aerovehículos, como una galaxia replegándose en espiral.

—¿Qué es lo que van a hacer ahora? —preguntó Tally—. ¿Destruir algo más?

—No —contestó Shay en voz baja—. Aún no.

—Antes de que viniéramos aquí, los cortadores estábamos incluidos en los planes de la doctora Cable —explicó Tachs—. Su objetivo no es destruir Diego, sino hacerla de nuevo. Convertirla en otra ciudad como la nuestra: estricta y controlada, y donde todo el mundo sea un cabeza de burbuja.

—Cuando las cosas empiecen a desmoronarse —añadió Shay—, vendrá personalmente para hacerse con el poder.

—Pero ¡nadie se hace con el poder de otra ciudad! —repuso Tally.

—Normalmente, no, Tally, pero ¿no lo ves? —Shay se volvió hacia los restos aún en llamas del Ayuntamiento—. Los fugitivos campan a sus anchas, el Nuevo Sistema está fuera de control y ahora la sede del gobierno de la ciudad ha quedado reducida a escombros… esto es una Circunstancia Especial.