Después de aquello, el viaje pareció durar siglos.
Algunos días, Tally tenía el convencimiento de que el indicador de posición no era más que un ardid de la gente del Humo para hacerlos vagar por el exterior eternamente, con el lisiado de Zane soportando como podía las largas noches de viaje y la psicópata de Tally siguiéndolo sola, enfundada en su traje de infiltración, invisible y distante. Cada uno en su infierno particular.
Tally se preguntaba qué pensaría ahora Zane de ella. Después de lo que había sucedido, se habría dado cuenta de lo débil que era en el fondo: la temible máquina de pelea obra de la doctora Cable desarmada por un beso, alterada hasta la repulsión por algo tan simple como una mano temblorosa.
Solo de recordarlo le entraron ganas de cortarse, de rajarse la carne hasta convertirse en algo distinto por dentro. Algo menos especial, más humano. Pero no quería volver a las andadas después de decirle a Zane que había dejado de hacerlo. Sería como haberle hecho una promesa y no cumplirla.
Tally se preguntaba también si Zane le habría dicho a los otros rebeldes que ella los seguía. ¿Estarían planeando algo, como una emboscada para entregarla a la gente del Humo? ¿O intentarían escapar de ella, dejándola allí sola para siempre?
Se imaginó acercándose de nuevo a hurtadillas hasta el campamento mientras los demás dormían para decirle a Zane lo mal que se sentía. Puede que esta vez hubiera ido demasiado lejos, al vomitar casi en su cara, por no mencionar lo de los cortes que le había provocado en las manos.
Shay la había dado por perdida. ¿Y si Zane decidía también que ya estaba harto de Tally Youngblood?
Hacia el final de la segunda semana de viaje, los rebeldes se detuvieron en lo alto de un acantilado que se alzaba imponente sobre el mar.
Tally miró el firmamento estrellado. Aún quedaba un buen rato para que amaneciera, y la vía férrea se extendía ante ellos en perfecto estado. Sin embargo, los fugitivos bajaron de las tablas y se agruparon en torno a Zane para mirar algo que tenía en la mano.
El indicador de posición.
Tally observó la escena mientras esperaba, planeando justo bajo el borde del acantilado, con la tabla sustentada en el aire sobre el mar agitado a causa de las hélices elevadoras. Al cabo de unos minutos que se le hicieron interminables, vio el humo de una hoguera, señal inequívoca de que los rebeldes no pensaban reanudar la marcha aquella noche. Se acercó al acantilado y remontó el vuelo hasta colocarse sobre él.
Luego avanzó con sigilo hacia el campamento, rodeando la hierba alta mientras divisaba a lo lejos los destellos de infrarrojos que emitían los platos autocalentables de los rebeldes.
Finalmente, Tally encontró un lugar hasta donde el viento le hacía llegar los sonidos y el olor a comida de ciudad.
—¿Y qué hacemos si no viene nadie? —estaba diciendo una de las chicas.
—Vendrán —respondió la voz de Zane.
—¿Cuándo?
—No sé. Pero no podemos hacer nada más.
La joven comenzó a hablar del suministro de agua, y del hecho de que llevaban dos noches seguidas sin ver un río.
Tally volvió a hundirse en la hierba, aliviada al deducir que se habían detenido allí guiándose por el indicador de posición. Estaba claro que aquello no era el Nuevo Humo, pero quizá quedara poco para que aquel horrible viaje llegara a su fin.
Miró a su alrededor, olfateando el aire al tiempo que se preguntaba qué tendría de especial aquel lugar. Entre los aromas a comida que le llegaban, percibió un olor que le hizo arrugar la nariz… un olor a podrido.
Tally siguió su rastro con sigilo a través de la hierba alta, escudriñando el suelo palmo a palmo. El hedor se volvió cada vez más penetrante, hasta ponerla al borde de las arcadas. A un centenar de metros del campamento encontró la causa: un montón de restos de pescado, con cabezas, colas y raspas limpias rodeadas de moscas y gusanos.
Tally tragó saliva y se dijo a sí misma que se mantuviera glacial mientras rastreaba la zona situada alrededor del pestilente hallazgo. En un pequeño claro descubrió los restos de una hoguera vieja. La leña carbonizada estaba fría y la ceniza había desaparecido con el viento, pero era evidente que alguien había acampado allí. Por no decir muchas personas.
La fogata extinta se había hecho en un hoyo profundo, al abrigo de la brisa marina y armada de un modo que pudiera servir para dar calor. Al igual que todos los perfectos de la ciudad, los rebeldes siempre daban más importancia a la luz que al calor a la hora de hacer un fuego, que dejaban arder de manera despreocupada. Sin embargo, aquella hoguera sin duda había sido obra de unas manos expertas.
Tally vislumbró algo blanco entre los restos de ceniza, y procedió a cogerlo con sumo cuidado.
Se trataba de un hueso, de una longitud similar a la de su mano. Ignoraba a qué especie pertenecía, pero tenía unas pequeñas hendiduras allí por donde los dientes de un humano lo habían roído hasta la médula.
A Tally le era imposible imaginar a unos críos de ciudad comiendo carne tras pasar tan solo un par de semanas en el exterior. Ni siquiera la gente del Humo tenía por costumbre cazar para comer; criaban pollos y conejos, pero no animales tan grandes como aquel del que debía haber salido semejante hueso. Y los dientes habían dejado un sinfín de marcas irregulares, por lo que cabía deducir que la persona en cuestión no había ido mucho al dentista. Seguro que el artífice de aquella hoguera había sido alguno de los habitantes del pueblo de Andrew.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Los aldeanos que había conocido consideraban a los intrusos enemigos, como animales a los que había que cazar y matar. Y los perfectos habían dejado de ser «dioses» para ellos. Tally se preguntó cómo se sentirían al descubrir que habían vivido toda su vida dentro de un experimento, y que sus hermosos dioses no eran más que seres humanos.
De repente, pensó en la posibilidad de que a alguno de los nuevos aliados del Humo se le pasara por la cabeza en algún momento vengarse de los perfectos de la ciudad.
Tally hizo un gesto de negación con la cabeza. La gente del Humo había depositado en Andrew la suficiente confianza como para que se encargara de guiar a los fugitivos hasta allí, y seguro que los otros aldeanos que habían reclutado no serían unos maniacos homicidas.
Pero ¿y si otros miembros del poblado habían aprendido a escapar de los «hombrecillos» que custodiaban sus fronteras?
Pese a que el amanecer se acercaba, Tally se mantuvo despierta, sin molestarse en echarse una de sus cabezadas. Como de costumbre, se dedicó a observar el cielo por si detectaba indicios de la presencia de un aerovehículo, sin olvidar que también podían aproximarse a los acantilados desde el interior, una zona que no dejó de vigilar con los infrarrojos a máxima potencia. Aquel desagradable ruido que había comenzado a hacerle el estómago al ver el montón de pescado podrido no se le llegó a ir del todo en ningún momento.
Tres horas después de que saliera el sol aparecieron.