Prologo

Todo empezó con el atroz asesinato de Ondel, el archimago, cuyos restos descuartizados fueron hallados en muchos pórticos, porches y umbrales a lo ancho y largo del Valle de las Sombras.

O puede ser que empezara con el hallazgo del legendario y durante tanto tiempo escondido tesoro de Sundraer, la hembra de dragón.

O tal vez comenzó la noche en que el granero de Indarr Andemar explotó a la par que originaba un estallido de relámpagos y bolas de fuego verde que se elevaron por los aires tratando de alcanzar las estrellas.

O posiblemente la mañana en que el mejor ebanista del Valle de las Sombras, Craunor Askelo, descubrió que su esposa no era su esposa, y que llevaba años durmiendo con algo que tenía escamas y garras cuando le apetecía.

O quizá unos cuantos días después de que Vangerdahast, el mago real de Cormyr, se reuniera en un lóbrego castillo de piedra con los Caballeros de Myth Drannor y, después de entregarles nuevas monturas, armaduras, armas y abundante dinero para sus gastos, señalara en la dirección del rastrillo que ya empezaba a elevarse y les diera una orden imperiosa: «¡No permanezcáis un minuto más en Cormyr!».

Habían pasado días cabalgando y descubriendo lo duras que podían ser las sillas de montar nuevas y, a pesar delo pequeñas que parecían en los mapas, lo sorprendentemente extensas que eran las zonas inexploradas del nordeste de Cormyr.

—¡Oh, dioses!, ¿es que no se acabarán nunca los árboles? —exclamó Semoor, poniendo los ojos en blanco. No era la primera vez que lo decía.

—Imagina que todos ellos son doncellas dispuestas, cuyos brazos y labios se abren para darte la bienvenida —le dijo Islif, cuya montura crujió cuando se dio la vuelta para sonreírle—. Así el viaje se te hará más corto.

Semoor cerró los ojos, emitió uno o dos gruñidos de gusto, y cuando los volvió a abrir la miró con amargura.

—Mis doloridas posaderas me recuerdan que este no es el tipo de cabalgada que me gustaría que no acabara nunca.

—¿Por qué será que no me sorprendes? —dijo Jhessail con tono mordaz y burlón.

La joven Árbol de Plata sacudió la roja melena para eliminar parte del polvo del camino. Eso hizo que dejara tras de sí una pequeña nube, lo que provocó un gesto de fastidio de Doust que superó el de ella.

Por su parte, Islif se encogió de hombros. La tierra había sido su compañera inseparable durante su infancia en Espar: polvo cuando estaba seca y barro cuando se mojaba. La suciedad no la molestaba en absoluto. Otra cosa eran esos pequeños insectos que le producían picores en zonas íntimas…

Bajo los cascos de sus pacientes monturas, el camino del Mar de la Luna se extendía interminable en dirección nordeste, subiendo y bajando una tras otra las suaves colinas.

A medida que cabalgaban, los asentamientos y las arboledas arrasadas por los leñadores empezaron a dejar paso a bosques más oscuros y profundos. Por más que en los mapas eso siguiera siendo Cormyr, la mayor parte parecía territorio salvaje e inexplorado; el camino pasaba por sitios aptos para acampar junto a cada riachuelo, pero el resto de los árboles seguían erguidos y amenazadores.

Pennae y Florin iban abriendo la marcha, escrutando alertas las sombras a ambos lados del camino. La mirada atenta de Florin era casi ávida. «¡No permanezcáis un minuto más en Cormyr!». El mago real quería que abandonaran el reino antes de que pudiera sucederles algo más y de que causasen más problemas en Cormyr…, o tal como Pennae había dicho: «Nos da una oportunidad de salvar al Reino de Bosque de sí mismo mientras los nobles y los magos de guerra tiemblan otra vez».

Esa opinión había sido merecedora de una de las miradas más frías y siniestras del mago, y de un dedo que, elevándose lenta y silenciosamente, había señalado hacia el rastrillo que se levantaba, por no mencionar las patrullas del Dragón Púrpura que los había seguido por el camino, a distancia suficiente como para que pudieran verlas con claridad durante los primeros días de marcha.

—A que es sutil —les había dicho Semoor a todos. Varios días después y dolorido por la permanencia en la silla de montar, llegó a preguntar—: ¿De modo que estamos condenados a pasar el resto de nuestras vidas alejándonos de Cormyr sin conseguirlo?

—Evitad las tabernas —dijo Doust con gesto sombrío y el mismo tono rimbombante que solían usar los sacerdotes de Tempus y de Torm, que a menudo visitaban Espar.

Islif recibió la broma con un remedo de sonrisa, y luego se volvió hacia Semoor.

—Si te respondo —le dijo—, ¿no volverás a comentar nada sobre el viaje y sobre lo que falta hasta mañana?

El sacerdote de Lathander hizo una mueca.

—Bueno —dijo, midiendo bien sus palabras—. Sin duda, lo intentaré.

Pennae se volvió en su montura para lanzarle una única observación.

—Con más ahínco.

Ese leve movimiento hizo que la flecha que salió volando de repente de entre los árboles pasara rozándole la mejilla sin clavarse en nadie.

En cambio, la segunda la alcanzó de lleno a la altura de las costillas, y cayó del caballo entre gemidos de dolor.