El palacio perdido
Aunque viva tanto tiempo, señores, os ruego,
que me clavéis la espada muy hondo,
hasta comprobar que no hay en mí resuello,
si empiezo a convertirme alguna vez
en el tipo de rey que olvida su propio nombre,
que no tiene amigos ni enemigos de toda la vida,
y pierde incluso los palacios en la niebla de su mente desfalleciente.
El personaje del rey Brillhalcón Verano Divino,
en Orrabbar Helikan, mercader de Athkarla,
La caída de tres reyes,
representada por vez primera
en el Año de la Luna Sollozante
La puerta se cerró detrás de Vangerdahast y Tsantress se quedó mirándola mientras se le agolpaban las ideas. Todo su mundo empezó a dar vueltas en un instante… ¿Qué hacer? ¿Qué debía hacer?
Miró por el pasillo arriba y abajo por pura costumbre. No vio a nadie, y entonces oyó unos ruidos apenas perceptibles en la habitación que tenía detrás, o le pareció oírlos, y giró sobre sus talones.
Nada. Su antecámara estaba oscura y silenciosa. No había en ella ningún mago real de sonrisa aviesa ni ninguna otra persona. Tsantress cerró otra vez la puerta, atravesó rápidamente la habitación para coger un trozo de queso que comería más tarde y sacando su daga del lugar habitual en la pared, la metió en la vaina que tenía sobre el muslo. Después, respiró hondo y volvió a usar su anillo de teleportación.
Era la única salida, teniendo en cuenta las custodias instaladas en toda la Corte Real y más allá, en el palacio, capaces de dar al traste con cualquier translocación hecha por alguien que no contara con un anillo como el suyo. Y ella tenía que salir.
Aunque sólo fuera porque necesitaba tiempo para pensar.
Fue así como se encontró de pie sobre una plataforma en lo alto de los Picos del Trueno, azotada por la lluvia. Durante unos instantes paseó la desolada mirada por el Cormyr oriental, envuelto en niebla, y una nueva invocación al anillo la teleportó a su verdadero destino. Esperaba que un salto extra sirviera para desbaratar cualquier magia de seguimiento que el viejo lanzaconjuros hubiera empleado para seguirla.
La plataforma desapareció en el instante mismo de la caída interminable a través de las brillantes nieblas azuladas, y luego volvió a sentir la piedra sólida bajo sus botas, y la húmeda oscuridad la envolvió entre olores a tierra y a antiguos excrementos de oso.
Estaba en casa, o más bien había vuelto a una grieta lateral de una cueva de los paramos sobre la que hacía tiempo había lanzado un conjuro para evitar que los osos o cualquier otra bestia estableciera allí su guarida. La cueva estaba cerca del camino del Mar de la Luna, próxima a Tilverton, convenientemente alejada de Cormyr, donde se había pasado días y noches practicando sus conjuros cuando era más joven.
—¡Maldición! —susurró, dando un paso para apoyar un pie en una roca elevada y sujetarse mejor la daga sobre el muslo.
Se había marchado de Cormyr, había abandonado la vida que la había hecho sentir tan feliz, tan importante, tan… necesaria.
Y ahora, ¿qué?
Se encendió un farol, y los Caballeros de Myth Drannor se encontraron con cuatro hombres en un abarrotado sótano de piedra. Al primero que vieron fue a lord Maniol Corona de Plata.
Detrás del noble había tres hombres desconocidos, con túnicas, dispuestos en una fila y con rostros inexpresivos. Todos miraban fijamente a los Caballeros.
Uno de los desconocidos sostenía el farol en alto; los otros dos tenían las manos extendidas el uno hacia el otro y, en medio de ellos, el aire crepitaba y palpitaba con los pequeños destellos de luz azul que crecían, parpadeaban y luego volvían a cobrar vida con mayor fuerza.
Eran tres magos a juzgar por sus túnicas y sus chalecos adornados con runas. Magos sembianos mercenarios.
—Jhess —susurró Florin—, ¿qué clase de magia es esa?
—Creo que un portal —respondió Jhessail cuando los hombres pusieron el farol en el suelo y el parpadeo formó un óvalo blanco azulado de aire reluciente, de la altura de un hombre.
Aunque con retraso, Florin hizo una reverencia.
—Bien hallado, lord Corona de Plata —dijo con respeto.
El noble dio hacia ellos un paso y paseó por todos una mirada gélida. No había en él ni sombra del ser tembloroso, destrozado, que habían visto la última vez. Corona de Plata estaba alerta, despierto e incluso, por el fuego de sus ojos, frenético.
—Los asesinos de mi esposa e hija —dijo—. ¡Vais a probar mi venganza! ¡Por Narantha! ¡Por Jalassa, yo os maldigo!
Los tres magos sembianos sacaron unas varitas de sus chalecos adornados con runas y sonrieron cruelmente mientras apuntaban… y disparaban.
Los Caballeros gritaron, corrieron desesperadamente en todas direcciones, pero el feroz fuego se extendió por el sótano como una inundación blanca y cegadora que clavó un millón de diminutas lanzas en la piel desnuda mientras perseguía y empotraba a los Caballeros en la implacable pared de piedra que tenían a sus espaldas.
El golpe fue realmente duro. Faerun empezó a volverse acuoso y a dar vueltas para más de uno de los Caballeros, mientras la magia seguía rugiendo en torno a ellos.
Entre crujidos de las vigas, el techo empezó a hundirse, y Florin, Pennae e Islif, que seguían empeñados en moverse y en ver, contemplaron cómo la gema trazadora que Pennae había robado saltaba de donde la había ocultado, bajo su ropa destrozada. Giró como una peonza y empezó a escupir extrañas llamas y chispas color púrpura al chocar con ella el fuego blanco de las varitas, y a continuación salió volando por el sótano en dirección a lord Corona de Plata.
Por fin, explotó en su propio estallido de deslumbrante luz blanca, una ráfaga que —unida al alarido de Pennae y a los gritos sorprendidos de los sembianos— alcanzó a todos con sus rayos ardientes…
Aumrune Trantor se quedó con un pie en alto, en una posición torpe e inestable, y luego lo bajó, se apoyó contra una pared y se quedó allí, como un borracho.
Viejo Fantasma había encontrado algo.
Algo en la mente de Aumrune lo hacía hervir de excitación y gozo, algo tan brillante y feroz que Horaundoon, que compartía esa mente con él, se encogió.
El proyecto favorito de Aumrune, secreto para todos excepto para Manshoon y Herperdan, que parecían aprobarlo, estaba añadiendo magia a una antigua espada mágica voladora: Armaukran, la Espada Incansable. Aumrune ya había infundido a la hoja nuevos poderes que la obligaban a obedecerle.
Absolutamente exultante, Viejo Fantasma encontró el camino hacia la espada desde la mente de Aumrune.
Fue así como el cuerpo de Aumrune Trantor se apartó tan bruscamente de la pared que a punto estuvo de caerse. Corrió por aquel oscuro y desierto pasillo de Zhentil Keep hacia donde lo esperaba cierta espada oculta.
Eso iba a ser algo bueno. Una auténtica gozada.
En la Corte Real, dos tramos más abajo de aquella escalera desierta, mientras dejaba atrás el cuadragésimo tercer tapiz descolorido, Vangerdahast se detuvo.
—Ya basta —murmuró—. Es mejor modificar las cosas antes de que nos topemos con el verdadero Vangerdahast.
Las facciones que más de mil cortesanos y sirvientes conocían y temían reverberaron y se aflojaron, y apareció una cara muy diferente cuando el hargaunt buscó la barbilla de Telgarth Boarblade y algunos puntos más abajo.
Cuando abrió la pechera del chaleco de su lacayo para dejar que el hargaunt saliera y se perdiera de vista, Telgarth Boarblade sonrió. Lord Rhallogant Caladanter era un bufón de la especie más infantil, ciertamente, pero debía de haber comunicado con eficacia a la maga de guerra Ironchyl de la especie que Boarblade había urdido con tanto cuidado. La había visto pálida de terror y percibiendo enemigos en cada sombra. Bien transmitido, realmente.
Sin perder su sonrisa satisfecha, el lacayo que no era tal bajó la escalera a paso más majestuoso y salió por una puerta tres plantas más abajo.
Sólo después de oír el leve sonido familiar de esa puerta al cerrarse se atrevió a respirar otra vez el viejo lacayo. Había estado observando la transformación de Boarblade desde detrás de los tapices descoloridos que recubrían las paredes de la escalera.
La falta de aire y la indignación hacían que Myarlin Handaerback temblara y estuviera como la grana. Cuando hubo apartado el tapiz y empezó a subir a su vez en medio de la penumbra, musitó:
—¡Hay multitud de malditos merodeadores en este lugar! No es como en los viejos tiempos, cuando todo eran bonitas muchachas que buscaban a sus pretendientes o pretendientes corriendo tras ellas. ¡Primero aventureros y ahora hombres con cosas pringosas que disfrazan sus rostros! ¡Y ahora sólo falta la plebe!
La pequeña habitación de la torre estaba llena de polvo asentado sobre la multitud de mapas, documentos y contratos enrollados y amarillentos que atestaban las estanterías, pero la reluciente espada que ocupaba la mesa de caballetes del centro de la habitación no tenía ni una mota de él.
Aumrune cerró cuidadosamente la puerta con tres cerrojos y con barra. Viejo Fantasma hizo que pasara al lado de la mesa e hiciera algo que él nunca hacía: abrir las contraventanas interiores que cubrían la ventana y su barra, quitar la barra y abrir la propia ventana.
Horaundoon no prestó demasiada atención. Horaundoon, agachado en un rincón de la mente de Aumrune, tenía toda su atención fija en la magnífica espada que yacía sobre la mesa.
Era una espada larga, casi de la estatura de un hombre alto: casi dos tercios de ella era una hoja delgada de plata brillante, y el tercio restante, una gran empuñadura perfectamente recubierta de plata negra, con dobles gavilanes de elegante curvatura y una gema azul facetada en el pomo, terso y redondeado y que relucía con una leve luz mágica.
Por los dioses que era hermosa. La Espada Incansable, fabricada, si se puede dar crédito a lo que se cuenta, por la más extraordinaria de las criaturas: ¡un herrero de origen elfo!
Viejo Fantasma no lo sabía con exactitud, con tantos encantamientos que se habían formulado y reformulado y anulado y vuelto a formular sobre la fina espada. Era cierto que las curvas hacían pensar en factura elfa, y los encantamientos más antiguos también parecían de ese origen.
Armaukran era el nombre de alguien a quien había matado y cuya fuerza vital había sido infundida a la espada mediante oscuros conjuros. Había sido forjada para un fin, pero ese fin se había perdido, al menos para Viejo Fantasma y Horaundoon.
Lo que estaba claro, para deleite de Viejo Fantasma, era que en la espada quedaban arraigados siete encantamientos con un fin en común: enlazar a la espada almas, espíritus o sentientes.
Horaundoon se regodeaba en las sinuosidades y elegancias de todos los conjuros que tenía la espada. Sus encantamientos de formas fluidas, sutilmente reforzados, el influjo equilibrado del Tejido… hasta la magia menor, más simple, añadida por Aumrune Trantor, y de época reciente, eran prendas exteriores más simples que recubrían una belleza mayor. Le dolía realizar esa labor, dominar el Tejido para poder dar forma a semejante belleza…
Perdido en sus divagaciones lascivas, no vio venir el peligro.
Viejo Fantasma encontró las palabras mágicas que necesitaba en esos siete encantamientos vinculantes, se recogió y los pronunció, con voz clara y crepitante, eliminando las fuerzas que los desataban tan diestramente como cualquier maestro Arpista y usándolas para lanzar a un Horaundoon indefenso al interior de la Espada Incansable. Se hundió en el brillo que el espíritu más joven, menor, tanto ansiaba, en el frío, estremecedor abrazo de ataduras que se estrecharon y se anclaron en él de una decena de maneras distintas, después una veintena de maneras… ataduras que se volvieron ardientes cuando Viejo Fantasma las doblegó con su voluntad.
La espléndida espada se elevó en el aire y quedó flotando, silenciosa, sobre la mesa.
—Sí —murmuró Viejo Fantasma a través de los labios de Aumrune Trantor, marcando sus pensamientos a fuego en Horaundoon a través de las ataduras de la espada—, ahora eres mío. Mío para ordenar, para mandar con tanta seguridad como si mis manos asieran firmemente la empuñadura. Pero no temas, Horaundoon. Es una tarea con la que vas a disfrutar muchísimo.
Aumrune Trantor abrió la ventana y los postigos exteriores, dejando entrar el sol y una fresca brisa que acariciaba todas las torres de Zhentil Keep.
—Ve —ordenó Viejo Fantasma—. Ve a matar zhentarims. Yo estaré contigo, observando. Trata de sorprenderlos a solas, para que otros no puedan verte. Ve y busca zhents a los que matar. Pero cuidado, no a Manshoon. Todavía no. Ni a Hesperdan, pues es probable que ambos puedan destruir a Armaukran con facilidad. Esto te coloca a ti, oh ávido asesino de zhentarim, por encima de cualquier otro miembro de la Hermandad a quien quieras matar.
La Espada Incansable se levantó de la mesa surcando los aires, de punta, tan veloz como una flecha.
Salió por la ventana, con una velocidad vertiginosa y pronto se perdió de vista, buscando las sombras protectoras.
Con una parte de su conciencia acompañándola, Viejo Fantasma sonrió dentro de Aumrune Trantor e hizo que el mago zhent cerrase los postigos y luego la ventana.
Era hora más que sobrada de empezar a transformar a los zhentarim en algo digno del hermoso Faerun.
Florin parpadeó.
Vaya. Era Florin.
Florin Mano de Halcón… y estaba allí, tirado de espaldas sobre la piedra dura y fría.
Era demasiado lisa como para ser otra cosa que un suelo, y por encima de él no había más que oscuridad.
O eso parecía. Las cosas iban volviendo poco a poco. Habían estado en aquel sótano, enfrentados a lord Corona de Plata. Después la explosión…
No sabía dónde estaba ahora, pero no era el sótano. Era un lugar más amplio y mucho menos húmedo. Polvoriento, incluso…
Florin estornudó, fuerte e incontrolablemente varias veces, golpeándose los hombros en la dura piedra que tenía debajo.
Alguien se quejó en el suelo, cerca de él. A su izquierda.
Florin trató de mover las manos. No las sentía, pero estaban ahí… y enteras. Cuando alzó una delante de su cara e hizo unos movimientos rápidos, respondieron normalmente. Se llevó dos de ellos a la nariz para evitar más estornudos, luego trató de volverse apoyándose en un codo y se incorporó.
Ya estaba, con la misma facilidad de siempre. Salvo los dolores que sentía por todos lados —la nuca, el brazo y el hombro izquierdos en particular— parecía que estaba ileso, mientras sus compañeros estaban tirados e inmóviles a su alrededor. O casi inmóviles. Por allá, alguien se movía y gemía. Por la voz era Doust.
Florin trató de mirar en todas direcciones, buscando a lord Corona de Plata, a los magos sembianos, monstruos esclavizadores… bueno, cualquiera que pudiera acercarse.
No vio nada de eso. En la oscuridad, realmente no podía ver mucho. Buscó en su bolsillo la pequeña piedra luminosa que le había dado Vangerdahast, que les había dado a todos los Caballeros ¿y no era muy probable que tuvieran un encantamiento que permitiese al mago real seguirles el rastro a su antojo? La dejó en el suelo y permitió que se deslizara.
Bueno, ahora. Esta «otra parte» donde habían aterrizado no se sabía cómo parecía ser una habitación desierta en algún lugar muy grande. «Muy grande», con techos muy altos y habitaciones muy amplias y paredes cubiertas de paneles de madera sin pintar, con marcos y bordes tallados, columnas aflautadas y capiteles adornados con volutas, muy ornamentados, en los que se apoyaban… bueno, más adornos. Todo en la misma madera oscura.
Tan grandiosos como algunas de las habitaciones que había visto en el Palacio Real de Suzail. Podía tratarse de una habitación subterránea, pero no parecía tan húmeda como aquel sótano, por ejemplo. Tampoco olía a tierra. Había polvo por todas partes, una capa espesa, pero los únicos escombros que se veían eran esquirlas y trocitos de piedra alrededor y por debajo de los Caballeros. Era como si estos los hubieran traído consigo.
Se oyó otro gruñido estentóreo. Semoor.
Florin se puso de pie, con gesto dolorido —al parecer, tenía una pantorrilla nada feliz con su situación actual— y renqueando se paseó entre los Caballeros caídos, buscando heridas o cualquier cosa que faltase. Hizo una mueca al ver el virote de ballesta que había atravesado el brazo de Islif.
Doust se le unió, silencioso.
—Si la cortas aquí —le dijo el sacerdote, señalando—, y la sacas, aplicaré un conjuro de sanación antes de que pierda demasiada sangre.
—¿*** NO HAY *** ha perdido hasta ahora? —preguntó Florin.
—Más que suficiente —susurró Islif, sobresaltándolos—, pero viviré. Hazlo. —Seguía con los ojos cerrados y desmadejada, como si estuviera inconsciente.
Florin se valió de su daga para cortar el astil del virote y luego dejó que Doust hiciera su trabajo. Siguió su ronda para examinar a los demás.
Estaban todos. Examinando las armas diseminadas alrededor, daba la impresión de que todo lo que llevaban encima había hecho el viaje junto con ellos. Además de todas las esquirlas de roca que ya había observado antes.
Terminado el recorrido, más o menos, corrigió su apreciación. Pennae parecía cubierta por más hollín que cuero.
¿Estaría…? Cuando apoyó un dedo vacilante en el hombro desnudo y lleno de arañazos de la mujer, esta abrió los ojos y, revolviéndose como un torbellino, le cogió la mano.
—Tranquila, chica —dijo Florin—. Sólo soy yo.
Volvió la cabeza y fijó en él un ojo chispeante.
—Tú nunca eres sólo tú, grandullón.
Semoor lanzó una risita hasta que el polvo hizo que se ahogara. Era evidente que también había abierto los ojos, y su piedra luminosa le daba luz suficiente para ver la expresión de Florin.
El explorador carraspeó ostensiblemente.
—T…tengo que comprobar cómo están los demás —le dijo a Pennae—. Es urgente —y se alejó presuroso.
Pennae se puso de lado, entre muecas de dolor, y consiguió incorporarse y sentarse.
—Vaya, cómo duele —consiguió articular Jhessail mientras Florin la ayudaba a incorporarse—. Por los Nueve crepitantes Infiernos, ¿dónde estamos?
Florin se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea.
—Ni yo —dijo Pennae, poniéndose de pie con dificultad y llevándose la mano primero a la cadera y después a la rodilla antes de intentar unos cuantos pasos cojeando—, pero sí sé cómo llegamos aquí.
—Ilústranos —le pidió Doust.
—Esa explosión de la gema trazadora activó un portal detrás de nosotros, un portal que debe de haber estado allí durante mucho tiempo, pero oculto. Yo apenas lo entreví cuando salí volando hacia él. Debe de habernos arrancado a todos del sótano cuando este se desplomó, como demuestran estos trozos de piedra.
—¿Entonces aquellos magos de juguete hicieron que lord Corona de Plata volara por los aires junto con ellos? —preguntó Semoor—. ¡Eso sí que tiene guasa!
Pennae negó con la cabeza.
—Acababan de abrir su propio portal ¿recuerdas? Debe de haber funcionado igual que el nuestro, transportándolos al lugar para el que había sido programado.
La Luz de Lathander frunció el entrecejo.
—Entonces, ¿podrían estar por aquí cerca?
—Sí —respondió Pennae—. Apagad todos las piedras luminosas. Creo que estamos en una especie de palacio.
—Yo también lo creo —murmuró Florin desde donde se había detenido para recuperar la piedra luminosa que había hecho rodar por el suelo—. Y veo una arcada más allí y una puerta cerrada por ahí.
—Dejemos las puertas cerradas por ahora —dijo Jhessail, poniendo mala cara mientras se frotaba un codo.
—De acuerdo —dijo Florin, echándoles una mirada todos—. ¿Hay alguna herida grave? ¿Todos podéis caminar? —preguntó.
—Teniendo en cuenta que no hacemos más que perder los caballos… —replicó Jhessail con expresión preocupada—, parece que lo más seguro es caminar.
Todos sacaron sus piedras luminosas y la luz del lugar se intensificó. Semoor le echó una buena mirada a Pennae e hizo un gesto lascivo de aprobación.
—¿Te gustan? —le preguntó ella con toda tranquilidad—. ¡Pues no están a tu alcance! —añadió sin esperar una respuesta.
—Hago lo que todo buen cormyriano de éxito, acaudalado y establecido en Suzail —replicó el sacerdote con aire inocente—. Miro escaparates.
Doust y Jhessail rieron divertidos, y hasta Pennae sonrió. Sacudió la cabeza y apuntó a Semoor con un dedo a modo de burlona advertencia.
—Esa lengua tuya, muchacho…
—¿Sí? —preguntó Semoor con una incipiente esperanza en los ojos.
—Dejémoslo así. Tenemos un palacio que explorar. Puede que no te hayas dado cuenta, perdido como siempre en esa sacrílega fijación que tienes con mis encantos.
Semoor la miró fingiéndose injuriado, aunque sus ojos seguían chispeando.
—¡Señora, me hieres! ¿Sacrílega? ¿Cómo es posible? Lathander abraza a sus nuevos fieles, y yo adivino una oportunidad de abrazar cálidamente…
—¡Mi mano izquierda, aplastando tu bragueta con todo lo que contiene si no lo dejas ya, Brillante Señor Matutino dela Lascivia! —le espetó Pennae—. ¡Ahora, a prepararse! Algunos de nosotros tienen una tarea por delante de la que podría depender la vida de todos. Y te ruego que me ahorres cualquier bromita que se te pudiera ocurrir sobre la posibilidad de cualquier «nuevo comienzo».
Florin estaba junto a la arcada, piedra luminosa en mano, escrutando la oscuridad y sin hacer el menor caso de su disputa. Sin volver la vista, hizo una seña para llamarles la atención.
—Haced un montoncito con las piedras que trajimos con nosotros a fin de marcar esta habitación para después. Tendremos que empezar a explorar si no queremos morir de sed, y no creo conveniente que nos dividamos ni que dejemos a nadie detrás. Por ningún motivo.
Semoor empezó a empujar las piedras con los pies para hacer el montón, obedeciendo órdenes, y luego alzó la vista.
—Listo. Vamos a explorar. Me está entrando hambre.
—¿Será un hambre santa? —lo pinchó Islif.
—Es cosa mía —replicó el sacerdote, poniéndose fuera del alcance de Pennae—. Es cosa mía.
Se acercó a Florin.
—Vamos —dijo—. Aquí no nos haremos más jóvenes.
La pequeña y apartada salita del Palacio Real de Suzail donde Vangerdahast estaba encerrado con su maga de guerra de más confianza no tenía nombre, y al mago real le gustaba que así fuera. Incluso lo habría hecho más feliz si jamás hubiera aparecido en los planos del palacio, a pesar de que había hecho lo posible desde hacía años para seguir el rastro de todo plano formal o dibujado a mano de cualquier elemento arquitectónico del edificio más real de Suzail, para apoderarse de él.
A Vangerdahast le encantaba tener y conocer secretos, le gustaba disfrutar de escondites donde nadie pudiera encontrarlo ni molestarlo, y valoraba especialmente ser capaz en ocasiones de sacarse las botas, tirarse un cuesco, eructar, rascarse…, lo que se dice relajarse en compañía de alguien a quien no ofendieran esas manifestaciones.
Que ese alguien fuese una mujer hermosa en la que confiaba y a la que consideraba una amiga hacía que esa compañía fuera mucho más apreciada, aunque ambos —aparte de sus botas— estuviesen totalmente vestidos, probablemente así seguirían, y hablando de cuestiones del reino.
Para ser precisos, hablaban de los problemas más apremiantes a los que se enfrentaban los magos de guerra.
—Entonces, está la cuestión de la Princesa Oculta —dijo él con gesto cansado, sentado ante la pequeña mesa que compartían conversando en voz muy baja y con las narices casi pegadas.
—Eso no se acaba nunca —dijo Laspeera, asintiendo—. ¿De qué se trata esta vez exactamente?
—A algunos de los Illance de más edad se les ha metido en la cabeza que ando en algo.
Laspeera sonrió.
—¿Y es cierto?
—Más bien no, Lasp —gruñó—. Piensan que la tengo presa bajo la acción de un conjuro y encerrada en una habitación, donde la visito cada diez días más o menos y paso una noche con ella tratando de mantener en reserva una rama de los Obarskyr por si…
De repente, se puso tenso, levantó la cabeza tan repentinamente que estuvieron a punto de darse una cabezada y empezó a maldecir en voz baja.
Laspeera enarcó una ceja a modo de muda interrogación.
—El Palacio Perdido —dijo el mago real—. Alguien ha activado una de mis alarmas mágicas. No sé cómo, pero han entrado.
Laspeera se puso de pie, se acercó a una talla de la pared, hizo algo con los dedos y el panel se apartó como si fuera una puerta. En la parte trasera, ahuecada, había un soporte lleno de varitas en sus fundas. Hábilmente, empezó a desenfundarlas y a meterlas en su cinto.
—No, Lasp, de ningún modo —dijo Vangerdahast—. Esto ha sido culpa mía y es mi batalla.
—Lord Vangerdahast —replicó la maga—, no puedes estar en todas partes, y si el reino te pierde en esta especie de recamara.
—¡No! ¡Deja esas varitas y siéntate! —rugió Vangerdahast, golpeando la mesa con un puño y sobresaltándola con su furia repentina—. ¡Hay buenas razones para que vaya allí solo! ¡Entre otras cosas, porque las defensas tienen mi clave, y cualquier otra persona, no sólo nuestro intruso desconocido, tendrá que enfrentarse a ellas cada pocos pasos!
Laspeera asintió y le entregó las varitas. Vangerdahast las recogió, hizo una seña, y otras dos muy especiales abandonaron el panel y fueron a parar a sus manos. A continuación se dio la vuelta hacia la puerta y salió deprisa.
Avanzó pasillo abajo como un vendaval, con las ropas formando un remolino a su espalda, y no reparó en el mago de guerra Lorbryn Deltalon, que salía de una puerta que Vangerdahast había rebasado. Deltalon observó su marcha con gesto torvo.
Los Caballeros se encontraron explorando con toda cautela y, una tras otra, las habitaciones oscuras y llenas de polvo. Un laberinto interminable de cámaras semidesiertas, interconectadas, todas ricamente cubiertas de paneles, con techos altísimos que se perdían en la oscuridad más allá de donde alcanzaban sus piedras luminosas. Un palacio.
Tal vez un palacio subterráneo. No pudieron encontrar ni rastro de una ventana, ni de luz solar, ni de comunicación alguna con el exterior…, ni un solo signo de vida aparte de ellos. El aire olía a cerrado y a estancamiento; el polvo lo cubría todo como un manto inmutable, y la única luz, aparte de las piedras luminosas, provenía de la débil luminosidad de la magia de conservación aplicada a los magníficos paneles de madera de los que estaban rodeados.
Un vestíbulo más grande y más largo que la mayoría los llevó a una encrucijada de dimensiones similares; atravesándola, sólo a unos cuantos pasos por un pasillo corto y ancho, encontraron una enorme puerta de madera. Tan ancha como el triple de los hombros de Florin, y de alto, el doble de su estatura, tenía tallado un medallón oval en el que estaba representada la cabeza de un unicornio de frente entre dos árboles curvados: un roble y un arce.
—Esparin —dijo Jhessail—. Este era un palacio de Esparin, probablemente el palacio de Esparin.
Semoor, que estaba mirando fijamente la talla, frunció el entrecejo sin apartar la mirada.
—No sabía que tuvieras conocimientos de la heráldica de la antigüedad.
—Nunca me has preguntado lo que sé —respondió Jhessail en voz baja. Hubo algo en su voz que lo movió a dirigirle una mirada penetrante.
—El Palacio Perdido de Esparin —murmuró Doust detrás de ellos—. Había algo acerca de este palacio. Algo que leí… que debería recordar. Algo así como cierto peligro interesante…
Algo semiesquelético apareció rodeando el recodo donde el pasillo se encontraba con el extremo del otro, corto y ancho.
Los miró con unos ojos que eran dos puntos de luz fría en una cara que casi se desprendía de la calavera que lo sustentaba. Parecía lo que quedaba de un hombre en lo que quedaba de una vestimenta que había sido fastuosa.
—Oh, Tymora. Liches —susurró Doust mientras un temor gélido se extendía entre todos los Caballeros como una capa pesada, bañándolos y dejándolos incontrolablemente temblorosos—. ¡Ahora lo recuerdo! ¡E… e… este es el lugar donde los predecesores de Vangerdahast c… c… confinaban a todos los magos que enloquecían!
El lich avanzó hacia ellos lentamente, alzando las manos. Mientras los Caballeros de Myth Drannor trataban de proferir juramentos y de dispersarse, los anillos mágicos que había en aquellos dedos huesudos se iluminaron, cobrando vida.