Capítulo 8

Puertas, disputas y caídas inesperadas

Hago mi trabajo y mantengo alta mi bonita cabeza

sin cuidarme de blasfemias y gritos intempestivos,

aunque atenta a las puertas, las disputas y las indolencias,

y profundamente temerosa de todas ellas.

El personaje de Charanna la Doncella,

en Chanathra Jestryl, dama juglar de Yhaunn,

La vuelta a casa de Karnoth,

representada por vez primera

en el Año del Pájaro de Sangre.

—Pues ya ves, real madre —estaba diciendo Tanalasta con suavidad—, encuentro que el intento de dominar el laúd es una gran pérdida de tiempo, y preferiría…

—¡Señor! —irrumpió Alusair, rodeando la estatua y mirando a su padre—. Te ruego que perdones mi interrupción, pero yo…

—Lusi, querida —dijo la reina Filfaeril con firmeza—, ¿otra vez irrumpes como un vendaval? ¿Es que alguien está invadiendo el reino?

—No, pero… —Alusair miró implorante a su padre, pero él se limitó a señalar que debía escuchar a su madre.

—¿Hay un incendio en palacio?

—Ciertamente no, madre, pero…

—Si, tal como yo sospecho, tu preocupación tiene que ver sobre todo con algo que te han hecho —dijo con calma la Reina Dragón—, entonces no necesitas interrumpir nuestra conversación privada con Tanalasta de manera tan precipitada.

—Madre, yo puedo hablar contigo más tarde —intervino con voz melosa la princesa Tanalasta, echando a su hermana pequeña una mirada burlona—. He aprendido a tener un poco de paciencia.

—Quédate —dijo la reina amablemente, sosteniendo la mirada fogosa de Alusair—. Tu asunto no es trivial. Puede que lo que Alusair tiene que contarnos con tanto ardor tampoco lo sea. ¿Hija?

Esta última palabra iba claramente dirigida a Alusair, que se mordió los labios para sofocar la blasfemia que le vino a la cabeza, y se obligó a preguntar tranquilamente:

—Madre real, ¿me concedes permiso para hablar?

La reina Filfaeril asintió.

—Hazlo, por favor, no sea que explotes.

El rey esbozó una sonrisa.

Alusair suspiró y echó la cabeza hacia atrás.

—¡Acabo de enterarme de que el mago real Vangerdahast ha enviado a mi adalid personal al confín más nororiental del reino en una misión en la que tiene grandes probabilidades de resultar muerto, y le prohibió que me informara de su marcha! Quiero…

—Luse —la interrumpió su padre con calma—, espera un momento. Yo no sabía que tuvieras un adalid personal. ¿De quién se trata y cómo has llegado a tenerlo?

Alusair suspiró, cerró los ojos y los volvió a abrir.

—A primera hora de hoy designe al ornrion Taltar Dahauntul de los Dragones Púrpura como mi adalid personal. Lo proclamé delante del propio Vangey y le dije a nuestro buen mago real que, ahora que tenía un adalid para protegerme, los magos de guerra que asignaba a espiarme metiendo sus narices en todo, incluso en el momento de llenar la bacinilla…

—¡Ohhh! —exclamó, horrorizada, Tanalasta—. ¡¿Es necesario que menciones esas cosas?!

—Da la impresión de que tú ya no usas bacinilla —le soltó Alusair a su hermana—. De hecho, eso explica muchas cosas.

Volvió otra vez su fogosa mirada hacia sus padres antes de que alguien pudiera llamarle la atención.

—Eso fue una digresión. Volviendo a lo que estaba diciendo, lo informé de que ya no era necesario que sus espías actuaran como niñeras, mirones o carceleros, todo junto y en todos los momentos de mi vida, en el sueño y la vigilia. El mago real se burló abiertamente de mí y no aceptó mis órdenes, de modo que le llamé la atención y me marché. Y después me enteré de que, en cuanto me di la vuelta, llamó al ornrion y lo envió lejos para que lo mataran, y todo lo hizo para aplacar mi voluntad y lanzarme su desobediencia a la cara.

—¿Y entonces? —preguntó el rey amablemente.

—Entonces, quiero que, por una vez, se lo castigue… y que Intrépido vuelva a mi servicio.

—¿Castigarlo? —preguntó la reina—. ¿Y exactamente cómo?

Tanalasta puso los ojos en blanco.

—¡Va a sugerir que se lo azote, madre!

Alusair echó a su hermana una mirada que la atravesó, y luego se volvió de manera desafiante hacia la reina de Cormyr:

—Que se lo azote en público, para empezar.

Su padre tuvo que ahogar una carcajada divertida…, pero cuando las tres mujeres Obarskyr lo miraron al mismo tiempo, lo vieron con la cara seria y frunciendo el entrecejo.

—Alusair Nacacia Obarskyr —empezó la reina Filfaeril, casi con dulzura, y sus dos hijas se pusieron en guardia. La utilización del nombre formal completo anunciaba problemas.

—Debería marcharme —anunció Tanalasta rápidamente.

La princesa Tanal agachó la cabeza con la intención de dirigirse a la puerta más próxima, pero descubrió que un delgado brazo había sujetado el suyo y la obligaba a permanecer en su sitio, tan firme como la barra de hierro de una ventana. La reina de Cormyr era más fuerte de lo que parecía.

—Quédate y escucha, princesa de la Corona —le dijo su madre suavemente, y la orden fue tan contundente como si la hubiera pronunciado con acento atronador—. Debes escuchar y recordar nuestras palabras, del mismo modo que debe hacerlo tu hermana.

Azoun carraspeó. Otra vez las tres mujeres lo miraron, pero se limitó a hacer una seña a su esposa para que siguiera adelante.

La reina de Cormyr alzó la barbilla tal como había hecho antes Alusair, respiró hondo con toda la calma, y dijo:

—Llegará un día en que vosotras, princesas, podréis dar libremente órdenes al mago Vangerdahast y encontraréis buenas razones para hacerlo. Sin embargo, puede que pasen varios años antes de eso. Por ahora, debéis obedecerle totalmente, a menos que sus órdenes contradigan las mías y las de vuestro padre…, pero aun en ese caso, escuchad y considerad su voluntad.

El rey asintió.

Filfaeril alzó un dedo para señalarlo y pronunció las palabras con más parsimonia, para darle peso a cada una de ellas, de modo que las dos princesas entendieran su gravedad.

—Vuestro padre se sienta en el Trono del Dragón, pero Vangerdahast es el mismísimo Trono del Dragón. No podemos gobernar ni la bacinilla más próxima, llena o vacía, sin él, en caso de que cayera muerto en nuestro momento de necesidad, también caería Cormyr. En cambio, si caigo yo, o cae tu padre, Vangerdahast se ocupará de que el reino sobreviva. Si él exige que os presentéis ante él desnudas, tres veces por día, y delante de toda la Corte, lo haréis. De lo contrario, ese látigo lo usarán, y no con él. Sus dos hijas se la quedaron mirando, súbitamente necesitadas de tragar saliva y sin recordar casi cómo hacerlo.

Su madre se inclinó un poco hacia delante.

—Como alguien que ha pasado por lo mismo que vosotras, y como mujer, entiendo lo irritante y embarazosa, (ni siquiera vergonzosa es una palabra demasiado fuerte), que resulta esa vigilancia constante de nuestros magos de guerra. Como alguien que ha tenido antes la edad que tú tienes ahora, Alusair, hija mía, sé lo mucho que te debe molestar y enfadar ver que no se te deja hacer tu voluntad, que se restringen tus andanzas, que se pone fin abruptamente a las aventuras que todos debemos correr de vez en cuando. Créeme, sé muy bien cómo te sientes —dijo, y alzó un dedo admonitorio—, pero no eres una joven muchacha campesina. Eres el futuro del reino, una Obarskyr. No puedes en modo alguno vivir una juventud despreocupada, y las intromisiones de Vangerdahast han conseguido hasta el momento que disfrutes de tu edad. Según me ha dicho, él personalmente ha evitado por los menos treinta y cuatro atentados contra tu vida…

—Sesenta y tres —interrumpió Azoun—, a fecha de ayer.

Filfaeril dedicó a su esposo una larga mirada, y luego volvió a centrarse en Alusair.

—Y como ves, el mago real decide ocultarme cosas igual que a ti. No te equivoques, es algo que odio, y sin embargo, por exasperante que resulte, confío en él.

Abrió las manos en un gesto de impotente resignación.

—Tengo que confiar en él. Todos tenemos que hacerlo, porque él podría traicionarnos y destruirnos a todos con sólo chasquear los dedos, pero no lo hace. Una y otra vez ha demostrado ser digno de nuestra confianza. No, no es el hombres más cortés de Faerun, ni siquiera de Cormyr, pero no olvides que es un mago. —Volvió a apoyarse en el respaldo y suspiró—. Gente extraña, los magos. Tanta magia produce algún efecto sobre su mente y su temperamento. La tentación debe asaltarlos a cada momento mientras están despiertos; tienen tanto poder y podrían arremeter contra todo lo que los enfada. Pero si lo hicieran, ahora como puede que lo hayan hecho uno o dos demasiado a menudo en el pasado, los magos serían seres ocultos, perseguidos, y todos nosotros temeríamos tanto a la magia que hundiríamos nuestras espadas en cualquiera de quien simplemente sospecháramos que estaba murmurando un conjuro. ¿Y es así cómo funciona el mundo? No. Por consiguiente, ten cuidado, hasta los magos que son tiranos malvados sólo suelen lanzar conjuros cuando lo consideran necesario. Y nuestro Vangerdahast no es un tirano malvado. Es un tirano, de acuerdo, pero Cormyr necesita que lo sea. Temo al día en que ya no esté entre nosotros. Entonces, ¿quién nos mantendrá a salvo, aunque sea irritados?

Dejó de hablar y permitió que sobreviniera el silencio. Pasó un largo rato antes de que Alusair se atreviera a moverse y a mirar a su padre.

—Señor —susurró— ¿es este también tu punto de vista?

Su padre asintió.

—Lo apruebo palabra por palabra. Hija, Alusair, Vangerdahast es demasiado útil, demasiado vital para el reino para que tú lo desafíes o lo fastidies, de modo que dejarás de hacer ambas cosas desde ahora mismo. Y demuéstrale lo cortés, y respetuosa, y genuinamente agradecida que puede ser una auténtica princesa Obarskyr. O puede que yo mismo busque un látigo, o le diga a Vangey que lo use por mí.

Tanalasta se quedó con la boca abierta, pero su padre se limitó a mirarla y a recordarle con tono grave:

—Control.

Las dos princesas asintieron con sobriedad. La necesidad de que controlaran su expresión, sus palabras y sus voces en todo momento les había sido inculcada tan a menudo a lo largo de sus vidas que habían perdido la cuenta del número de veces que les habían dado una conferencia al respecto. Incluso habían perdido la cuenta de toda la gente que les había impartido esas rígidas enseñanzas.

—Señor, real madre —susurró Alusair con la cabeza inclinada—, he visto y he oído. ¿Tengo vuestro permiso para retirarme?

—Lo tienes —le dijo el rey Azoun severamente.

La princesa hizo una reverencia tan profunda como la de cualquier cortesano que no fuera a ponerse de rodillas, se volvió y le dijo a Tanalasta en voz apenas audible:

—Te ruego me disculpes, real hermana, por mi interrupción.

Antes de que Tanalasta pudiera contestar, Alusair salió de la cámara, rodeando de nuevo a la Dama Helmed, y desapareció.

Mordiendo su rabia, atravesó el resto de la cámara como un vendaval y abrió la puerta de golpe, sin importarle que el lacayo pudiera encontrarse en su camino. La puerta se abrió sin problemas, aunque ella apenas se dio cuenta, y la princesa más joven de Cormyr puso un hombro hacia delante como un guerrero que corre a fin de volver la esquina lo más rápidamente posible, apretó los puños y…

¡Se dio de bruces contra un hombre que había salido de detrás de la puerta y que debía de haber estado al otro lado, escuchando!

Era un hombre sobradamente familiar. El mago real de Cormyr se retiró uno o dos pasos y la miró con una ceja enarcada y unos ojos que reflejaban… ¿diversión y descaro?

Con una rabia muda, Alusair se lanzó contra él, dando puñetazos y puntapiés con una indiferencia mordaz por su género. No tardó en descubrir, dolorosamente, que él llevaba una bragueta reforzada debajo de su manto, y que incluso los magos reales podían ser derribados por una jovencita airada.

Mientras se revolvían por el suelo del pasillo, Alusair apenas reparó en que en la penumbra que los rodeaba no había ni el menor rastro de los guardias de la puerta ni del lacayo que, según se suponía, debía estar vigilando.

Alusair arañaba, pegaba y daba rodillazos, lanzando un torrente de improperios que incluso a ella le sonaban incoherentes. El mago real ni siquiera trataba de defenderse; se limitaba a poner los brazos a modo de escudo delante de la cara y de la garganta. Con cada nuevo golpe daba un gruñido de dolor y trataba de zafarse. Cuando levantó las piernas en un intento de sacársela de encima, Alusair echó mano de la pequeña daga que llevaba al cinto.

—Has llegado demasiado lejos —le oyó decir entre dientes, antes de que murmurara algo tan breve que no pudo entenderlo. Un momento después, la magia le quemaba los dedos y le hacía tirar la daga. Oyó cómo chocaba contra la pared a cierta distancia.

—No es tan fácil, señor. —Sacó una pierna hacia un lado y alcanzó la bota, de donde extrajo un pequeño cuchillo.

El arma lanzó un destello y ella dio un gritito de triunfo hasta que se encontró con que una mano de hierro le sujetaba firmemente la muñeca.

Desde más allá de esa mano la miraba un rostro demasiado familiar, de una belleza gélida y tranquila, pero con unos ojos que reflejaban tanta furia como los de la propia Alusair.

—Es hora de la orden real —dijo Filfaeril en un tono calmo que no admitía réplica—. Retírate del personaje que tienes debajo y ven conmigo.

Alusair a duras penas tuvo tiempo de apartar la otra pierna del mago antes de que la Reina Dragón la hiciera poner de pie y la llevara pasillo abajo.

—Madre —dijo Alusair—, ¿adónde…?

—Más allá del armario de la doncella, o del que está más lejos; no comparto tu preferencia por los látigos, hija. La palma de mi mano lo hará perfectamente.

—¿Tú…, a mí, una princesa…, una azotaina?

—No es la elocuencia que esperaba de una princesa de Cormyr en cuya educación he participado —replicó Filfaeril—, pero parece que has captado la idea. Entra ahí, señorita.

Una puerta se cerró.

Vangerdahast se había incorporado para observar y escuchar mientras se llevaban a la princesa. Entonces, lentamente, se puso de rodillas, con una mueca de dolor, usando ambas manos para ponerse de pie, y se marchó con andar tambaleante pasillo abajo.

No se volvió en ningún momento y, por lo tanto, no vio al hombre que estaba de pie, inmóvil, contra la pared del pasillo, a la sombra oscura de un tapiz.

El rey Azoun IV de Cormyr estaba allí, dispuesto a romperle la cara a Vangerdahast y dejarlo frío si podía. Pero no hubiera osado dar un puñetazo al mago real a menos que el mago se hubiera atrevido a regodearse en el castigo de Alusair.

Un poco aliviado de que nada de eso hubiera sido necesario, sonrió mirando la figura del mago que se perdía a lo lejos.

—Los que causan dolor están destinados a sufrirlo a su vez —murmuró—. Es sólo cuestión de tiempo, de modo que aguanta este vendaval, Vangey. Es insignificante, comparado con la mayoría de los que tú produces.

—¿Quién anda ahí? —preguntó abruptamente Aumrune de los zhentarim.

Se había ocupado de que dentro de la Hermandad muy pocos supieran dónde le gustaba experimentar con magia. Eso reducía… los excesivamente ambiciosos accidentes útiles.

La figura cubierta con una túnica y una capucha extendió lentamente las manos vacías en un gesto de «mirad, no llevo nada» y a continuación se echó atrás la capucha para descubrir el rostro familiar.

—Mauliykhus —se identificó el mago que se acercaba—. Mil perdones por perturbar tu trabajo. Hay noticias urgentes y pensé que querrías oírlas sin tardanza.

Aumrune apoyó la varita en la mesa, extendió la tela que había traído para esconder a los ojos de todos la serie de grapas y soportes y lo que sostenían, y salió al encuentro de Mauliykhus mientras activaba varios de los anillos que llevaba haciéndolos brillar.

La mayor parte de los zhentarim albergaban sentimientos hostiles hacia sus superiores, y sospechaba que Mauliykhus no era diferente. Sospechaba, porque jamás había recibido la más leve información de que ese mago inferior estuviera haciendo algo para provocar su perdición, y porque su propio juicio cada vez más acendrado del carácter de Mauliykhus Oenren lo llevaba a creer que el hombre jamás osaría intentar nada, como no fuera, tal vez, aprovechar una brillante oportunidad.

Y si había una cosa que Aumrune Trantor pusiera mucho cuidado en no ofrecer jamás a un enemigo potencial —lo que significaba a cualquier otro dentro de Faerun—, era siempre una brillante oportunidad.

Por lo tanto, hizo un alto cauteloso a dos pasos de Mauliykhus y alzó una mano. Los anillos relucieron a modo de advertencia.

—¿De que noticia se trata?

—Lord Manshoon —dijo el otro, bajando la cabeza y avanzando. Se detuvo, haciendo como que no veía el severo gesto de quédate donde estás de Aumrune mientras miraba por encima del hombro—. Esto sólo puedo susurrarlo —dijo en un suspiro, acercándose todavía más.

Aumrune dio un paso atrás.

—¿Otra vez está escogiendo un nuevo mago de confianza entre todos nosotros? Cada vez me interesan menos las habladurías ociosas y…

Mauliykhus meneó la cabeza y miró, nervioso, hacia atrás.

—No es eso.

—Si alguien nos está escuchando —dijo Aumrune—, seguramente utilizará magia y se mantendrá a la conveniente distancia de aquí en lugar de andar de puntillas detrás de ti. —Uno de los anillos relució con más intensidad e inició un leve canturreo en el aire en torno a los magos.

—Ya está —anunció—. Nadie puede escudriñarnos ahora sin superar eso. Y si desaparece, ya nos enteraremos, ¿verdad? Ahora…

Se puso rígido cuando Mauliykhus le apoyó una mano en el brazo.

El mago de menor categoría hizo algo más que ponerse rígido. Retrocedió un paso…, y luego se desplomó como una manta que cayera.

Aumrune Trantor miró al mago caído, observando los endebles hilos de humo que salían de las cuencas que hasta hacía un instante o dos contenían los ojos. Tan muerto como las polillas del año pasado, y tan inútil como ellas.

Caminó a su alrededor, tambaleándose un poco mientras las dos entidades que todavía estaban asentándose en su interior trataban de ejercer un control preciso de los miembros del cuerpo de su nuevo huésped, y se alejó, dejando la capa, la varita y todo lo demás olvidado sobre la mesa.

Ya no tenía necesidad de esas nimiedades.

—¡Lady Ironchylde!

El susurro revelaba urgencia, y era lo bastante alto para resonar a lo largo de todo este pasillo oscuro y apartado de la parte superior de la enorme y extendida Corte Real.

La maga de guerra Tsantress Ironchylde terminó de cerrar con toda la calma la puerta de sus aposentos y se volvió para mirar a quien la había llamado. Era joven y capaz, y sabía perfectamente que gran parte de su eficacia la debía a su capacidad para mantener la calma.

—No me corresponde —dijo con tono cordial— el tratamiento de lady. Soy una maga de guerra, y además de origen plebeyo. ¿Y tú eres…?

El hombre que la había llamado era el único en el pasillo. Menudo y delgado, llevaba botas negras relucientes, ropas negras de costosa factura y una bragueta negra que hubiera desatado las burlas de un bufón, además de una capa negra que le tapaba por completo el jubón y también la mayor parte de la cara. Se paraba cada pocos pasos para echar miradas exageradas por el pasillo arriba y abajo.

—¿Estamos solos? —preguntó con un susurro cortante.

Tsantress contuvo unas súbitas ganas de reír y le aseguró que así era. Al hacerlo, escondió una mano a la espalda, donde él no la viera, y activó uno de los anillos que llevaba. Por si acaso.

—No me atrevo a hablarte aquí fuera —susurró la misteriosa figura, aproximándose.

—Y sin embargo, de hecho me estás hablando —dijo Tsantress—, aunque hasta ahora no has respondido a mi pregunta.

—¡Es cierto! —reconoció el hombre de negro.

Bajando la cabeza y acercándose más aún, a punto de darle la espalda en su empeño por mirar hacia atrás, se volvió y se inclinó hacia un lado para atisbar al otro lado de ella.

—Señora maga. ¡Soy un lord de Cormyr!

—¿Cuyo nombre es…? —inquirió Tsantress.

—¡Aquí fuera no, te lo ruego, señora! ¡Aquí fuera no!

Tsantress activó un segundo anillo. Si iba a entrar en sus habitaciones sola, con un hombre no identificado, no estaba dispuesta a darle la menor ocasión de atacarla ni de apoderarse de ninguno de los trabajos, aunque crípticos, aún inacabados, que tenía extendidos sobre la cama y las mesas.

—Muy bien —dijo, y abrió la puerta con la destreza que da una larga práctica, sin ofrecerle la espalda en ningún momento—. Te ruego que entres, lord desconocido.

El hombre de negro hizo una mueca.

—¡No quisiera que te formaras una mala impresión de mí! No pretendo causarte ningún daño, ni físico ni moral. ¡Créeme! ¡Sólo deseo ayudar a Cormyr en una cuestión muy delicada! ¡Te ruego que me creas!

—Entra —le indicó Tsantress.

Su huésped echó dos miradas exageradas por el pasillo arriba y abajo, y luego se escurrió dentro; apartó la capa de su rostro con un gracioso movimiento y cerró la puerta.

Tsantress lo miró sin perder la calma. Tenía un rostro muy agraciado y la maga recordó haberlo visto en la Corte una o dos veces. Era noble, tal como afirmaba, pero de una familia nada importante… y tenía aproximadamente su misma edad.

—¿Está cerrada con llave? —preguntó él.

—Todavía no —le dijo la maga de guerra—. Para cerrarse espera la revelación de tu nombre.

El personaje de negro abandonó su pose un momento para volverse hacia ella.

—Lady maga —dijo, adoptando otra pose—, ¡soy lord Rallogant Caladanter!

—Bien hallado —respondió Tsantress, haciendo su propia demostración al cerrar con tres cerrojos la puerta, y luego apoyó la espalda contra ella y se cruzó de brazos—. ¿O sea que quieres hablarme sobre una cuestión sumamente delicada?

El joven y apuesto señor volvió a mirar a un lado y a otro de la antecámara escasamente iluminada, luego hundió la cabeza entre los hombros y, sin dejar de pasear la mirada por todos lados como si esperara encontrar ojos vigilantes en cualquier rincón, dijo con voz ronca:

—He oído cosas muy preocupantes acerca de unos cuantos magos de guerra, de Vangerdahast y de Laspeera en particular, que se han estado reuniendo en secreto con algunos sembianos y zhentarim. Temo por el reino, pero no sé a quién recurrir.

Tsantress se puso tensa y empezó a palidecer. Era una maga joven, capaz y ambiciosa, y había puesto mucho cuidado en observar y aprender todo lo posible por temor a dar un traspiés mientras procuraba ascender cada vez más en la estima del mago real. Había visto a Vangerdahast reunirse con cierta gente, y eso la había preocupado. Y ahora…

—Ven —susurró, agarrándolo por la manga mientras atravesaba la antecámara y se dirigía a su estudio. Le gustó que aunque el hombre temblaba nerviosamente no mostrara el menor gesto lascivo ni diera muestras de oportunismo—. Siéntate conmigo y cuéntame todo lo que has visto y oído. Todo.

Como ya sospechaba, no era mucho, pero sí lo suficiente para provocarle un estremecimiento. Empezó a considerar al Palacio Real bajo una nueva luz, como una fortaleza siniestra, sospechosa, llena de sombras acechantes.

—Guarida de traidores, guarida de ladrones —murmuró, recordando la antigua canción de Suzail en que se ridiculizaba a la Corte.

»Lord Caladanter, te doy las gracias —dijo entonces. Apoyando una mano firme en su rodilla, lo miró atentamente a los ojos. Bajo la palma de su mano, él parecía tan nervioso como un cachorro, y los ojos le brillaban fijos en los de ella, pero tampoco hizo ningún intento de seducirla.

—Tu vida corre verdadero peligro —le dijo, confirmando lo que sabía que él quería oír, y sabiendo que era la pura verdad—. Si insinúas una sola palabra a alguien sobre esta conversación y dejas escapar algún indicio de lo que me has dicho, alguien, o incluso es posible que varios, te matarán.

Hizo una pausa momentánea para darle ocasión de asimilar lo que había dicho y observó cómo su nerviosismo se transformaba en miedo. No era de genio tan vivo como le había parecido, más bien un alocado, y para colmo un poco lerdo.

—Nadie debe verte salir de mis habitaciones —dijo Tsantress—. ¿Aceptarías que te hiciera un conjuro de translocación?

Empezó a asentir ansiosamente, y luego frunció el entrecejo.

—¡Oh! ¿A que me trasladases de aquí a…, a otro lugar?

Tsantress asintió.

—A una de las puertas donde los Jardines Reales dan al Paseo. Desde allí puedes ir andando a tu casa sin dificultad.

—¡S… sí, por favor! —tartamudeó el noble.

La maga se puso de pie, indicándole que la imitara, y en cuanto lo hizo, lo tocó con un anillo que ya había activado. En el silencioso destello, él desapareció sin más.

—Nada de conmovedoras despedidas, joven lord —murmuró Tsantress, más para oír su propia voz que por ninguna otra razón. No quería reconocer lo profundamente que esta noticia la había afectado, no quería…

¡Un momento! Cierto era que nadie lo había visto salir, pero ¿no lo habrían visto llegar?

Tsantress atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par. Le tocaba ahora a ella mirar por el pasillo arriba y abajo.

Se encontró con la mirada sorprendida de un lacayo con la librea habitual que montaba guardia formalmente frente a la puerta, al otro lado del pasillo y a unos cuantos pasos más abajo.

Era un hombre al que no había visto nunca, y aquella puerta no parecía muy apropiada para montar guardia allí, ya que daba a un descansillo de una escalera interna, no a un salón noble ni a los aposentos de nadie.

Bajo su mirada escrutadora, la expresión del lacayo se volvió fría. Casi la observaba con furia cuando se volvió lentamente, abrió la puerta y entró por ella.

Tsantress vio un trozo del descansillo y la escalera, tal como había supuesto, pero vio también algo más.

El lacayo volvió la cabeza para mirarla mientras se alejaba, y justo antes de perderse de vista, su rostro desconocido se transformó en las facciones de otro.

Las facciones de Vangerdahast.