El vendaval desatado
Aunque las palabras valientes resuenan con audacia
y hacen vibrar los atrevidos corazones,
se sacan grandes lecciones en abundancia
cuando el vendaval impone sus razones.
El personaje de Selgur el Salvaje,
en Chanathra Jestryl, dama juglar, de Yhaunn,
La vuelta a casa de Karnoth,
representada por vez primera
en el Año del Pájaro de Sangre
Jhessail retrocedió, con la respiración agitada. Su daga había desaparecido, arrebatada por aquella cosa que el Dragón Púrpura le había arrojado. Se había quedado pegada a aquel proyectil y, probablemente, había sido reducida a polvo en la explosión que se había producido cuando la cosa había salido volando por los aires como una peonza y había caído entre los caballos.
Le zumbaban los oídos y estaba llena de sangre y vísceras de los animales que, además, habían quedado esparcidas por todos lados y hacían que se resbalara a cada paso mientras intentaba retroceder, temblorosa. Describió un círculo hacia la derecha, pues no quería internarse en un bosque que le era desconocido, donde podría quedar atrapada entre los árboles sin posibilidad de huir.
Con un esbozo de sonrisa taimada y cruel, el cabecilla de los matones iba tras ella blandiendo su espada.
—No me obligues a usar mis conjuros —le advirtió Jhess, alzando una mano.
El otro hizo un gesto desdeñoso.
—¿Un pequeño encantamiento capaz de hacer resplandecer tu nariz, quizás? ¿O de hacer desaparecer el óxido de mi daga? ¿O acaso quieres que me pare a ver cómo enciendes una vela con el dedo?
—¡Oh!, puedo encender más que velas —le dijo Jhessail, sonriendo con una confianza que estaba muy lejos de sentir.
Se encontraban otra vez entre los combatientes, e iban sorteando los cadáveres y también a los que estaban enzarzados en peleas.
—Entonces, ¿por qué no lo haces, lady Árbol de Plata, poderosa maga de los Caballeros de Myth Drannor, pequeña zorra embustera?
—¡Vaya! —dijo Jhessail sin dejar de retroceder—, ¿tienes algún problema con tu espada? ¿Es por eso por lo que tratas de matarme a insultos?
El hombre acortó la distancia.
—Señora, soy Eerikarr Steldurth. Presté buenos servicios durante mucho tiempo a un gran y noble señor de Cormyr. No siento necesidad de insultar a una maga rural, sin tierras y perteneciente a la plebe. Sólo puedo decir «transgresora de la ley» o «asesina de señores». Cuando hablo así de ti, digo verdades, no insultos.
Y se abalanzó sobre ella con una estocada que hizo que su espada pasara entre el brazo derecho y el cuerpo de Jhessail, y se llevara parte de su ropa y de su piel.
Ella emitió un gritito, alzó el brazo y se desvió hacia la izquierda, mientras él recuperaba el equilibrio y le lanzaba un golpe de revés.
Llegó tarde por un pelo, ya que Jhess se había apartado lo justo y retrocedía hacia la derecha cuando su espada trató de alcanzarla. Steldurth se lanzó a perseguirla e hirió a uno de los suyos en el hombro cuando este retrocedía, presuroso, tratando de esquivar la espada centelleante de Florin.
El hombre gritó, se apartó por instinto y siguió girando y retrocediendo a ciegas, tropezando con Jhessail y haciendo que se tambaleara.
Steldurth sorteó de lado el ataque descontrolado del matón y otra vez se lanzó a por la maga. Ella lo esquivó, pasando entre dos matones y rodeando luego a un tercero, pero casi acabó en los brazos de Steldurth, que la estaba esperando tras haber adivinado su maniobra.
Jhessail se dio la vuelta, dejándole en la mano un buen mechón de su cabello, y trató de sortear a otro de los forajidos. Bueno, lo intentó.
El matón iba escapando de Florin, y ella tropezó con una de sus botas y cayó *** NO HAY *** larga era. Quiso aferrarse al terreno para ponerse de pie y salir corriendo. A punto estuvo de lograrlo, pero se lo impidió una bota que hábilmente le trabó el tobillo.
Volvió a caer, esa vez de bruces, y se dio cuenta de que había sido Eerikarr Steldurth el que le había puesto la zancadilla. Estaba por encima de ella, sonriendo ferozmente y dispuesto a clavarle la espada en el pecho.
Sin embargo, un brazo cubierto de cuero oscuro y de sangre surgió de debajo del brazo con el que el forajido blandía la espada. La cabeza de Pennae apareció por encima del hombro de Steldurth mientras lo acechaba por detrás. Con los dientes apretados por el dolor, hundió la daga en la garganta de Steldurth con la otra mano.
El espada Hanstel Harrow era un guerrero bastante hábil, pero estaba rodeado por cinco matones. Cinco crueles aceros trataban de alcanzar su rostro y sus manos, y todas las costuras y articulaciones de su armadura; esquivaban sus bloqueos y dejaban a su paso hielo y la humedad pegajosa de la sangre derramada. Allí lo esperaba la muerte.
Dejó a un lado toda cautela y arremetió ferozmente contra un enemigo y después otro, arriesgando mucho en cada estocada; se lanzó a fondo en circunstancias en que ningún espadachín sensato se hubiera atrevido, y consiguió matar a un sorprendido matón.
Ni siquiera pudo disfrutar un segundo de su atrevimiento porque inmediatamente los demás se abalanzaron sobre él y lo dejaron hecho un ovillo a sus pies, atacándolo con sus espadas.
Harrow murió con un último nombre en sus labios, pero el frío acero le había clavado la lengua al paladar y le mantenía la boca abierta. Gorgoteó, indefenso, con el rostro crispado por la decepción.
Las caras feroces que lo miraban no se parecían en nada al recuerdo de las mozas que lo asaltó.
Harrow estaba muerto. Intrépido no perdió el tiempo en blasfemias. Dahauntul era el último Dragón que quedaba y apenas había subsistido nadie de los de Yellander. Tenía que salir de allí.
Vangerdahast había sido tajante. Debía sobrevivir para comprobar que estos malditos Caballeros abandonaban el reino. Debía informar al mago real de todo lo que hicieran o dijesen y de todos aquellos con los que se reuniesen. Y todo haciendo saber al viejo lanzaconjuros que silenciar a cierto ornrion para siempre no era deseable ni prudente.
No sabía muy bien cómo se las iba a ingeniar para hacer esto último.
Por otra parte, no había cumplido todavía con la primera parte, con lo de sobrevivir.
Tras bloquear la espada de un matón con la fuerza suficiente como para lanzarlo hacia atrás tambaleándose y con un juramento sorprendido, el ornrion Taltar Dahauntul se dio la vuelta y salió corriendo hacia los árboles, hacia el lugar donde parecían menos densos, con la esperanza de abrirse paso entre ellos y llegar al camino. Estaba más que harto de esa batalla.
Claro era que los cinco Dragones que habían acudido allí con él, ya no estaban en condiciones de estar hartos de nada.
Brorn Hallomond hizo un alto y bajó la espada. Junto a él, esa mole alta y de barba roja que era Kraskus lo notó y también se detuvo, se volvió a mirar a Brorn y esperó órdenes.
Cuando el guardaespaldas de mayor confianza de lord Yellander se paraba y miraba en derredor, siempre había órdenes.
Brorn observó cómo el último Dragón Púrpura —el ornrion— corría y se internaba en el bosque. Se rascó la barbilla con aire pensativo, miró a un lado y a otro por el claro y vio el cuerpo de Steldurth con la garganta cortada y sangrando aún. La lucha no iba bien para los suyos.
Alzó la vista hacia su guardaespaldas, Kraskus, y señaló al otro lado del claro, donde los últimos matones estaban ocupados en morir, y a los aventureros causantes de aquellas muertes.
—Kraskus, necesito que mates a todos esos Caballeros por mí. Me temo que no puedo quedarme contigo mientras lo haces. Hay algo de lo que debo ocuparme. Algo muy importante.
Dicho eso, se volvió y salió corriendo hacia los árboles del lado opuesto, hacia el lugar por donde había visto desaparecer al ornrion.
Durante largo rato estuvo allí parado Kraskus mirando la espalda de Brorn mientras este se alejaba.
Entonces el hombrón se encogió de hombros, se volvió y cargó a través del claro sembrado de cadáveres hacia los últimos combatientes.
—Mata a todos los Caballeros —gruñó, como para asegurarse de haber entendido bien—. Mata a todos los Caballeros.
Ahora los tenía casi a su alcance. Con un rugido agitó la espada por encima de la cabeza y se lanzó contra los que tenía más cerca.
—Mata a los Caballeros—dijo, y entonces se corrigió—. A todos los Caballeros.
Repitió esas palabras varias veces más mientras arremetía y era bloqueado. Eso era importante, y no quería olvidarlo.
—¿Y se puede saber por qué nos atacasteis? —le soltó Islif, haciendo a un lado la espada de Halmur como si el brazo que la sostenía fuera una ramita.
Se oyó el crujido de los huesos al romperse, y el turmishano gritó y retrocedió, tambaleándose y con los ojos desorbitados de asombro.
—Realmente me interesa saberlo —dijo ella, avanzando tras él.
El matón de piel morena esquivó su espada. Hizo un gesto de dolor, se cogió el brazo roto y la miró con furia.
—Eres una campesina, ¿verdad?
Islif asintió.
—Sí, una que quiere saber quién os ordenó atacarnos. ¡Teníamos las espadas desenvainadas y estábamos peleando con los Dragones Púrpura! ¡Estoy segura de que los forajidos pueden tener la paciencia y la sensatez necesarias para buscar presas más fáciles!
—No somos forajidos —dijo Halmur con desdén, arrastrando el brazo inútil mientras corría hacia un compañero caído. Tenía el cuerpo desmadejado. Yarlen, que todavía le debía tres leones del último juego de dados, maldito fuera, portaba dos dagas que podían venirle bien—. O no lo éramos hasta que vosotros, los Caballeros, matasteis a lord Yellander y perdimos nuestro medio de vida. ¡No estábamos aquí buscando una «presa fácil», estúpida cabeza de chorlito! ¡Vinimos a por vosotros!
—¿Y ahora? —preguntó Islif, persiguiéndolo.
—¡Y ahora —le soltó el turmishano con aire triunfal mientras se agachaba, cogía una daga y se disponía a lanzársela a la cara—, todavía lo somos!
Ya se volvía hacia el cadáver para apoderarse de la segunda daga y atacarla con ella, cuando la primera, tras un sonoro entrechocar de metales, pasó dando vueltas por encima de su cabeza para detenerse en medio de las ramas aplastadas de un matorral.
Halmur saltó hacia delante para cogerla, procurando apartarse de la espada, pues sabía que buscaría su costado.
Islif suspiró y, en lugar de eso, lanzó un tajo al tobillo rezagado, de modo que el matón cayó con fuerza contra otro arbusto cercano. El hombre rodó entre las ramas quebradizas y, con una agilidad nada propia del guerrero pesado por el que lo había tomado, quedó de pie, jadeante, frente a ella.
—Te crees lista —le dijo con voz entrecortada—, ¿verdad? Los juguetes de lady Filfaeril se creen por encima de nosotros y osó desafiar al propio Vangerdahast —le dijo—. ¡Zorra bendecida por Tymora! Cómo es que la pura suerte te ha mantenido viva hasta ahora es algo que no… ¡Oh!
La maza de guerra aplastó la garganta de Halmur y salió rebotada. El matón se llevó las manos a la garganta y se quedó mirando a Islif con ojos desorbitados, hasta que cayó.
Semoor se adelantó, sacudiéndose las manos con evidente satisfacción.
—¿Ves eso? ¡Una garganta muerta! ¡No muchos sacerdotes de Lathander podrían hacer eso, puedes estar segura! ¡Un turmishano que se pasaba de sardónico, muerto para siempre!
Islif contempló a su compañero con algo muy parecido a la irreverencia.
—¿Aprueba Lathander que sus santurrones vayan por ahí vanagloriándose de haber matado a alguien?
—Eso espero —le respondió Semoor con una sonrisa burlona sin dejarse amilanar—. Porque, mira lo que te digo, este es el quinto de hoy. Cuatro allá atrás, pese a que uno escapó y yo lo dejé ir porque hay que mostrarse clemente de vez en cuando, para permitir que prevalezca en el mundo cierto equilibrio, y ahora este pequeño sapo saltarín. Yo, en tu lugar, no derramaría lágrimas por él. Era el único de ellos del que había oído hablar en todas nuestras visitas a veladas y funciones en la Corte. Según parece, le gustaba tratar a las damas con crueldad. Puedo darte detalles si quieres.
—Puedes ahorrármelos —dijo Islif—. ¿Y para qué llevas puesta esa correa? Esa vaina te da un aspecto ridículo. Como un…, un… —Se ruborizó inesperadamente y miró para otro lado.
—¿Un apéndice extra en la frente? —preguntó Semoor alegremente—. No lo había pensado, pero me gusta la idea.
Adoptó una pose y dio algunos pasos, de manera que la vaina vacía rebotó en su nariz. Después, echó una mirada displicente por el claro y se paró.
—¡Uh!, parece que hemos terminado —añadió—. Florin acaba de derribar a ese enorme bruto barbirrojo. Así pues, a menos que nos lluevan más flechas…
—Calla —gruñó Doust, reuniéndose con ellos. Tenía la ropa destrozada y sangraba—. Ojalá no hubieras dicho eso.
Semoor se encogió de hombros.
—Creo que puedo decirlo tranquilamente. No creo que haya nadie escondido que pueda considerarlo una señal. ¿Qué te ha pasado?
—Muerte inminente de la que me libró Florin —dijo Doust con tono sombrío—. No creo que Tymora quisiera que librara una guerra.
—Yo sé que Lathander no quería que yo lo hiciera —dijo Semoor alegremente—. Quería que entonara apacibles plegarias y me bañara en las ofrendas otorgadas por el populacho rendido, y también he estado practicando mis cánticos, pero los que quieren matarnos no dejan de interrumpir,…
—Puede que sean críticos —dijo Florin con tono seco, uniéndose a ellos acompañado de Jhessail—. ¿Dónde está Pennae?
Todos los Caballeros empezaron a mirar de un lado a otro por el claro, temiendo entrever el cuero oscuro de la ropa de Pennae entre los cadáveres desmadejados. Fue Semoor el primero que la vio.
—Allí —dijo, señalando.
Algo que había estado tirado en el arroyo se levantó con aire extenuado y les echó una mirada desolada.
Era Pennae. Nunca la habían visto con tan mal aspecto. La habían herido en varios sitios y estaba cubierta de barro maloliente. Casi no tenía pelo y su cuero cabelludo estaba negro y chamuscado. Doust y Jhessail miraron los hilillos de sangre que corrían por las lentas aguas del arroyuelo, que pasaban lamiéndoles las botas, y siguieron su cauce sinuoso hasta la ladrona.
—Está herida —anunció Doust como información general mientras corría por el claro.
—¡Doust! —le gritó Islif que se movió deprisa para alcanzarlo—. ¡Podría haber una docena de enemigos entre esos árboles!
—Tymora, ¿recuerdas? —dijo Doust, encogiéndose de hombros—. Cuanto más osado, más seguro estoy.
Islif lo miró frunciendo el entrecejo.
—No estoy segura de que sea así como lo expresan los sacerdotes de la suerte.
Él desechó sus palabras con un gesto de la mano y siguió corriendo a donde estaba Pennae, ahora de pie, con una pequeña mueca de dolor mientras se apoyaba contra el tronco de un árbol que tenía a mano.
—¿Qué tal, compañeros de conquista? —los saludó cuando llegaron a su lado.
Estaba pálida, incluso tenía los labios blancos, pero su gesto era tan sardónico como siempre.
—Estás herida —dijo Doust sin saludarla—. Siéntate.
—No; puedes toquetearme igual si me quedo donde estoy —replicó Pennae con aire exhausto—. Sentarme tal vez significaría caerme, y ya he sangrado bastante.
Doust meneó la cabeza, alzó una mano para indicar a los demás que se quedaran donde estaban y empezó a murmurar una plegaria sanadora.
—Escuchadme —les dijo Pennae al resto de los Caballeros por encima del hombro de Doust—. Subiendo esta colina que hay detrás de mí, entre los árboles, se esconde una pequeña hondonada ocupada por lo que queda de una antigua mansión de piedra. Está en ruinas, invadida por la maleza, hasta los árboles crecen en medio de ella…, pero todavía hay alguien…
Se quejó cuando los dedos destellantes de Doust tocaron lo peor de sus heridas. Cerró los ojos y se quedó temblorosa un momento, mientras él pasaba con diligencia sus manos por ella. Después, los abrió y sonrió.
—Cómo me gusta sentir las manos de un hombre en mi cuerpo. Al menos cuando me hace bien.
Semoor puso los ojos en blanco.
—Estabas diciendo que todavía hay alguien…
—Que la utiliza para algo —dijo Pennae—. Descubrí un conjuro que habían hecho de un lado a otro de la puerta. Una especie de trampa de fuego.
Semoor se frotó las manos y sonrió.
—¡Un tesoro!
—¿Eso es lo único que se te ocurre pensar? —preguntaron con aire de reproche Florin e Islif casi al unísono.
—No, pero bastará hasta que surjan cosas más importantes —dijo Semoor—, por ejemplo cuestiones del Señor de la Mañana y…, bueno, ¡más cuestiones del Señor de la Mañana!
—Bien cierto —dijo Islif—. Esa ruinosa mansión es un lugar del que conviene mantenerse alejado.
Como si sus palabras hubieran sido una señal, un virote de ballesta salió zumbando de entre los árboles y la derribó al suelo.
—¡Al suelo! —rugió Florin, arrastrando a Jhessail mientras se agachaba para tender una mano a Islif que se llevaba la mano a las costillas y gruñía, con un buen abollón en un costado de la armadura.
—¿Estás…? —le preguntó.
—¿Viva? Sí —dijo con voz entrecortada—. Más de eso ya no me atrevería a decir.
—Vamos —les dijo Semoor a todos—. ¡Las paredes de piedra son casi lo único capaz de parar las flechas!
Pennae se había refugiado tras el árbol que le había servido de sostén y les hacía señas.
Los Caballeros la siguieron.
—Te dije que no mencionaras las flechas —le esperó Doust a Semoor—, y ahora, mira…
—¡Oh!, el más afortunado de los santurrones —dijo Pennae por encima del hombro—, te ruego que aceptes mi agradecimiento por curarme, y ahora, a callar. ¿No os dais cuenta de que un arquero puede disparar al lugar de donde provienen las voces?
Doust se calló.
Pennae volvió a hacerles señas. Manteniéndose agachada y escurriéndose entre la maleza, los condujo por la espesura, rompiendo más ramas de lo que aconsejaba el sigilo, hacia la hondonada.
La mansión se alzaba imponente ante ellos, baja y siniestra bajo la sombra ominosa de los árboles que habían crecido en el interior desplegando sus ramas. El quicio de la puerta, chamuscado y vacío, se abría como una boca expectante. El aire todavía olía a humo. Pennae pasó rápidamente junto a la entrada, siempre agachada. Después de doblar una esquina, se metió sin detenerse por el agujero oscuro de lo que alguna vez había sido una ventana.
Los demás vacilaron, escuchando. Todos esperaban casi que brotaran llamas o quedar sordos por el súbito rugido de alguna bestia temible seguido por un grito desgarrador de Pennae.
El silencio era total. Después de intercambiar miradas de duda, Florin se encogió de hombros, apoyó las manos en el alféizar exactamente donde Pennae había puesto las suyas y aupándose se internó en la desconocida oscuridad. Oyeron el ligero golpe de sus botas sobre lo que sonaba como madera.
Un momento después, volvió a aparecer en la ventana con un dedo en los labios pidiendo silencio. Les hizo una señal, indicándoles por gestos que debían apartarse hacia un lado una vez que hubieran aterrizado al otro lado de la ventana.
Jhessail dio un paso adelante y le hizo señas a Doust de que la ayudara. Subió y entró, auxiliada inesperadamente por la mano espontánea de Semoor debajo de su falda.
Uno por uno los demás la siguieron y se encontraron todos de pie en medio de una oscuridad casi total. La única luz era la que se filtraba por la ventana en sombras.
Lo único que podían oír era la respiración de los otros, hasta que uno dio un cuidadoso paso adelante.
Como si aquello hubiera sido una señal, oyeron un rugido repentino y el crepitar de llamas en la distancia, en el otro extremo de la mansión…, un rugido al que rápidamente le siguió un grito.
Alguien desconocido había disparado otra trampa de fuego.
—¿Pennae? —susurró Florin—. Todavía estás aquí, ¿no?
—Idiota —replicó ella en voz aún más baja—. Ahora sí que la has hecho buena.
Y al parecer así era.
Oyeron el ruido de una cuerda al estirarse y, a continuación, un rechinar de madera, y el suelo se derrumbó bajo las botas de Doust y de Semoor como si fuera una puerta que se abriera de golpe y los precipitara hacia profundidades inadvertidas.
Fue un aterrizaje duro sobre una piedra pulida y plana, y sus gritos quedaron acallados cuando se mordieron la lengua al apretar los dientes a causa del golpe. Quedaron tendidos y sin respiración bajo el peso repentino de sus compañeros, que cayeron encima de ellos.
En todas direcciones salieron volando unas cosas pequeñas que graznaban. Florin se deslizó para liberar a Semoor, que se debatía incómodo debajo de él.
—Bueno, al menos el sótano no estaba demasiado lejos —musitó Jhessail.
—¿Jhess? —llamó Islif desde arriba—. ¿Estáis todos…?
—Estamos bien —dijo Semoor con amargura—. Sólo bien. Aunque más planos de lo que éramos hace un momento, pero… ¡Espera! ¿Dónde estás?
—Aquí arriba. Estoy sujeta a la ventana; dentro de la casa. Mis botas no consiguen tocar nada.
—Voy a salir de en medio —le dijo Semoor, arrastrándose y gruñendo—. ¡Dame apenas un momento!
El zumbido de algo que se aproximaba muy rápidamente llenó el aire. Antes de que Islif lo identificara, un virote de ballesta llegó de entre los árboles directo a su brazo y le atravesó la armadura. La joven se precipitó por la ventana y cayó encima de alguien.
—Lo siento —dijo con voz entrecortada, y empezó a sollozar por el espantoso dolor que el movimiento le había producido en el brazo.
—¿Islif? —preguntó Florin a su lado, con preocupación en la voz—. ¿Estás herida?
—¿Es que no lo estoy alguna vez? —respondió con voz débil, apartándose del cuerpo que no veía, pero cuyos quejidos oía. Al caer, el suelo había presionado el virote, y se quejó mientras se estremecía de dolor—. ¡Dioses! —dijo. La voz le salió por entre los dientes con sonido sibilante—. ¿Dónde estáis, sacerdotes?
—Estoy por aquí —le dijo Semoor desde su izquierda—, tratando de recordar una plegaria para invocar un poco de luz sagrada. En cuanto a Doust, lo más probable es que estés sentada encima de él, o de lo que haya quedado de él.
—¿Doust? —llamó Islif con voz insegura antes de bajar la voz y lanzar unas cuantas blasfemias contra sí misma.
La respuesta fueron unos gemidos seguidos de unas palabras débiles.
—¿Alguien puede rogar a… Tymora… por mí? Yo no tengo aliento… para… ello.
—Pienso que todavía puedo conseguir un resplandor —dijo Jhessail.
—No pienses —le dijo Semoor—. Somos aventureros. Las cosas siempre empeoran cuando pensamos.
Alguien lanzó un resoplido a escasa distancia.
—¿Florin? —llamó Jhessail—. ¿Eres tú?
—¿Alguien sabe lo que es este lugar? —preguntó Doust con voz algo recuperada.
—Sí —respondió una voz fría desde la oscuridad.
—¡Vaya! —susurró un guardia de la puerta—. ¡Viene el vendaval!
Él y su compañero adoptaron una actitud alerta. El viejo Myarlin Handaerback, el lacayo que estaba en medio de los dos, se apartó prestamente de la puerta y giró para abrirla dando paso a la princesa más joven de Cormyr y preparándose para anunciarla.
La princesa Alusair se lanzó sobre el lacayo con tal velocidad que uno de los guardias echó mano a la espada por la fuerza de la costumbre. La princesa sujetó con determinación el codo de la librea ricamente bordada de Myarlin y lo arrastró fuera de la puerta. El hombre se detuvo con torpeza ante la mirada furiosa de Alusair.
—Gracias —le dijo la princesa a Myarlin—, pero no quiero ser anunciada. Quédate donde estás. Cierra la puerta detrás de mí y, por favor, por una vez, no cedas a la tentación de escuchar por el agujero de la cerradura.
Myarlin parpadeó e inclinó la cabeza en señal de asentimiento. El otro guardia de la puerta lanzó un bufido, pero era un veterano —como todos los centinelas del ala real del palacio— y consiguió mantener un rostro tan impasible como el de la estatua más próxima.
La princesa le dirigió una mirada de advertencia, abrió la puerta y se deslizó dentro.
Había pieles nuevas en el suelo de la Cámara de la Dama Helmed, y alguien había echado pétalos de rosa en las hornacinas de las lámparas para perfumar la estancia levemente iluminada. Desde el otro lado de la pulida estatua negra de la Dama Helmed llegó una voz familiar. Eso hizo que Alusair frenara un poco su furiosa marcha. A continuación, se encogió de hombros y siguió adelante con la misma prisa.
Le importaba un bledo la presencia de la altiva Tana. Eso no podía esperar.