Capítulo 6

La cruenta y gran batalla

A pesar de todo el amor del que nuestros bardos vierten alabanzas

y de lo que los sabios opinan provocando hilarantes comentarios,

siempre sucede que es en las cruentas y grandes batallas

donde realmente se deciden asuntos importantes y varios.

El personaje de Selgur el Salvaje,

en Chanathra Jestryl, dama juglar de Yhaunn,

La vuelta a casa de Karnoth,

representada por vez primera

en el Año del Pájaro de Sangre

El caballo que montaba Intrépido ya había tenido su bautismo de fuego, pero eso no significaba que le gustara especialmente el fuego que se abalanzaba sobre él entre alaridos.

Empezó a dar saltos y coces debajo del ornrion en su empeño de salir corriendo y alejarse de las llamas, que estaban cada vez más próximas; de distanciarse de los árboles hacia el camino abierto, donde…

De la espesura comenzaron a salir flechas sibilantes que se clavaron en los ijares del caballo y le arrancaran aullidos de dolor. Se caracoleó tan descontroladamente que Taltar Dahauntul decidió que dejarse caer de la silla era más prudente que permanecer montado.

Cayó de espaldas y se apartó presuroso dando una voltereta…, o lo intentó. Sintió un dolor penetrante en el cuello y los hombros, y se quedó sin aliento. Gruñó, y sintió los cascos movedizos de otro caballo a su alrededor.

Y de pronto, desaparecieron, dejando tras de sí a un Dragón Púrpura que no dejaba de soltar palabrotas.

La voz agria, entrecortada, pertenecía al telsword Grathus. Intrépido vio pasar más flechas por encima de su cabeza y oyó que Grathus daba un respingo, se ahogaba y dejaba de lanzar palabrotas para siempre.

—¡Tiene que ser un monstruo! —gritó el primer espada Aubrus Norlen—. ¡Un monstruo, sin duda! ¡Acabemos con él! ¡Dragones, a mí! ¡Matad a la bestia para que todo Cormyr quede libre de este grave peligro!

Jadeando, lanzó un fuerte mandoble contra aquella cosa menuda, oscura y llameante que se revolcaba en medio del arroyuelo, a sus pies. De ella salía una nube sibilante de humo. Apenas podía ver a su enemigo. Sin embargo, golpeó con saña y su acero dio en algo sólido y arrancó a la cosa, que se aferró a sus tobillos. Aubrus se tambaleó y retrocedió rápidamente.

—¡Dragones! —volvió a gritar—. ¡A mí, ahora! ¡Ayuda, por amor de Cormyr! ¡Ayuda, por amor de…!

—¡… un poco de paz! —El espada Orbrar acabó la frase por él, apareciendo a su lado y descargando golpes contra aquello que se debatía en el arroyo, debajo del remolino de humo—. Norlen, ¿quieres moverte?

—¿Quéee? ¡Soy tu superior, Orbrar! —bramó el primer espada Norlen—. Obedéceme y dirígete a mí con el respeto y deferencia que… ¡uhhh!

El respingo del primer espada Aubrus Norlen fue tan estentóreo como todo lo que había salido de su boca. Quedó flotando en el aire mientras él vacilaba y caía hacia atrás dándose una buena culada.

El espada Dragón Púrpura se volvió a ver por qué Norlen retrocedía tan precipitadamente. Quedó atónito al ver que había aparecido una flecha, como por arte de magia, por debajo de su pecho. Estaba clavada en la armadura del primer espada, entre dos placas que a ojos vista no habían crecido al ritmo de su barriga en los últimos meses. Miraba con sorprendido horror al teln Orbrar, escupiendo sangre oscura por la boca, mientras sus ojos se iban apagando.

Orbrar no era tonto ni lento. Se tiró cuerpo a tierra al lado del primer espada cuando este todavía no había acabado de caer de lado. La flecha que le iba destinada pasó silbando inofensiva y se perdió crepitando brevemente entre la oscura maleza.

—Demonios —dijo Orbrar entre dientes, rodando frenéticamente hacia un pequeño agujero del suelo y a punto de cortarse con su espada al hacerlo—. ¡Malditos y mil veces malditos demonios! ¡Oh, maldición, maldición!

—Ahora no —le dijo al oído una voz crispada por el dolor un instante antes de que un cuchillo muy, muy frío le atravesara la garganta—. Ahora tengo bastante con mi herida. Tal vez más tarde, asesino y bastardo Dragón Púrpura.

Ahogándose con el cuchillo que tan de repente y sin saber cómo había aparecido atravesado en su gañote, el espada Teln Orbrar no estaba en condiciones de responder.

—De bastardo, nada —consiguió decir con voz ahogada mientras Faerun se iba desvaneciendo en torno a él—. No. Decente. La verdad. Yo…

La noche lo rodeó. Para siempre, lo sabía, para siempre.

—¡Es la última maldita flecha! —dijo Halmut, arrojando a un lado el arco y echando mano a su espada.

Steldurth asintió, alzó su propio acero y echó al sardónico y moreno turmishano una mirada de aprobación.

—Ya nos hemos cansado de vosotros, emplumados Dragones. ¡Ahora nada nos impedirá matar a los Caballeros!

—¿Matar? —gruñó Krascus, agachándose para acercar su embrutecida cara de barba roja—. ¿Hora de matar?

—Hora de matar, Krascus —dijo Brorn con firmeza desde atrás—. ¡De vengar a lord Yellander!

—¡Yellander! —gritaron todos a una los forajidos, y esgrimiendo sus espadas abandonaron la protección de los árboles.

—¡No quiero mataros! —dijo Florin, haciendo a un lado la espada con que lo apuntaba un Dragón y lanzando una estocada hacia el otro lado justo a tiempo para bloquear el ataque de otro—. ¡Parad esto!

—¿Parar esto? Sí, hombre ¡aquí somos la ley! —le soltó el espada Hanstel Harrow al explorador—. Depón tu espada y nosotros…

—Vosotros nos mataréis aquí mismo —dijo Semoor Diente de Lobo, retrocediendo y tratando en vano de enjugarse la sangre que le caía por la frente de un corte que le había hecho con su espada uno de los Dragones un par de minutos antes. La sangre que le caída sobre los ojos casi no lo dejaba ver—. Con que esas son tus órdenes ¿no?

La única respuesta de los Dragones fueron gruñidos de exasperación y esfuerzo mientras seguían atacando a Florin con todas sus fuerzas.

—¡Parad ya! —gritó Semoor entre la sangre que le caía sobre la nariz y la barbilla—. ¡Parad o alguien va a resultar muerto!

Enfurecido, Intrépido se puso de pie.

Sus caballos estaban muertos o habían escapado, sólo quedaba uno que estaba dando coces a uno de los Caballeros sacerdotes —¿se llamaba Doust Sulwood?— hasta que también salió corriendo hacia el camino.

Grathus estaba muerto a sus pies, y aquella irreverente ladrona se estaba poniendo de pie junto a Orbrar, cuya sangre brillaba en el cuchillo que llevaba en la mano.

Con un rugido, el ornrion se lanzó a la carrera por el terreno desigual y pisoteado, alzando su espada hacia atrás para descargar un golpe que pusiera fin para siempre a su taimada maldad.

Ella se tambaleaba, llena de sangre y con la mitad del pelo y de la ropa de cuero quemados, pero los ojos le relucían con una furia sólo equiparable a la del Dragón mientras alzaba los brazos que todavía humeaban y aprontaba su ensangrentado cuchillo para darle la bienvenida.

Intrépido no redujo el paso. Aquella arma no podría nada contra su armadura durante el momento que necesitaba para acabar con ella, y luego no podría usarlo contra nadie, nunca más.

—¡Muere, zorra fugitiva! —gritó, descargando un golpe de su espada—. ¡Muere!

Florin esquivó haciéndose a un lado. No quería en modo alguno matar a estos Dragones Púrpuras, no quería que su muerte pesara sobre su…

La expresión furiosa del Dragón más próximo cambió, transformándose en miedo cuando el hombre retrocedió.

Tenía la vista fija detrás de Florin, y también el otro Dragón, cuya acometividad había flaqueado.

Florin siguió moviéndose, hacia un lado y hacia atrás, pero volvió la cabeza para ver qué miraban los otros dos.

Un grupo de hombres armados con espadas corrían hacia ellos. El primero casi estaba sobre él, y a través de sus dientes apretados gritaba:

—¡Yellander!

—Oh, demonios —dijo Florin y afirmó los pies para responder con su espada al primero de los bandidos de Yellander. Justo a tiempo.

Jhessail se puso de pie, atreviéndose a respirar otra vez.

—¡Protégete! —le dijo Doust y de un salto salió de la pequeña depresión en la que se habían refugiado los dos. Maza en mano, se incorporó a la refriega.

De pie —esos forajidos se debían de haber quedado sin flechas y por eso cargaban poniéndose al descubierto— la maga sacó la daga de su cinturón.

Parecía muy endeble frente a todos esos hombrones con sus armaduras y sus espadas, pero había agotado todos sus conjuros de batalla lanzados, casi todos, contra arqueros entrevistos entre los árboles. Lo único que le quedaba era escapar, salir a la carrera detrás de Doust, y hacer lo poco que pudiera, o quedarse ahí y observar.

Lo último equivalía, en realidad, a quedarse y mirar cómo morían sus amigos.

Intrépido bajó la espada con tal fuerza que no podía por menos que romper la daga que se alzaba contra él y las dos delgadas muñecas de la chica que la sujetaba. Si es que ella conseguía bloquear el golpe.

Sin embargo, se encontró cayendo torpemente hacia delante y a punto estuvo de clavarse la empuñadura de su espada mientras esta se clavaba en el tapiz de hojas del suelo. La ladrona se las había ingeniado para esquivarlo y… ¿dónde estaba?

Giró en redondo, temiendo verse acorralado.

Y ¿qué fue lo que vio? ¡Otra vez aquella mueca desafiante! Pennae vacilaba, con los dientes apretados de dolor y procurando mantenerse en pie. Le corría sangre en abundancia por el brazo con que sostenía la daga con que lo amenazaba, y ese brazo se veía falto de fuerza. Sin duda había estado tratando de sorprenderlo, maldita sea. Sólo la debilidad de sus heridas le había impedido hacerlo antes de que él pudiera liberar su espada y girar para hacerle frente.

—¡Maldita seas, muchacha! —le soltó, dando un paso hacia atrás a fin de poner de por medio espacio suficiente para volver a alzar su acero.

Ella luchaba por mantenerse de pie, inclinándose hacia delante para tratar de no apartarse de él, demasiado cerca para que el Dragón pudiera usar su espada, pero Intrépido giró junto con ella, dio otro paso atrás y entonces se inclinó hacia delante y puso toda la fuerza en los hombros para asestar un golpe de leñador, bajando su espada y dando un violento tajo que… erró por completo el golpe sobre el tambaleante blanco cuando algo le dio de lado, a la altura de las rodillas, desviando el corte de la pretendida víctima.

Fue él entonces quien se tambaleó, mientras su espada volvía a clavarse en el suelo, y tuvo que esforzarse mucho para no caer. En medio de aquel torpe movimiento se las ingenió para mirar de lado la pierna golpeada y ver que su atacante era…

¡Aquel canijo sacerdote de Tymora que militaba en las filas de los Caballeros!

Sulwood, Doust Sulwood. Así se llamaba.

Y este Doust Sulwood tenía ahora mismo la feroz mirada fija en Intrépido mientras jadeaba y seguía sujetando con las manos la rodillera de la armadura del ornrion.

Intrépido se echó hacia atrás con una mueca despectiva y a patadas se liberó del sacerdote que quedó tendido en el suelo.

—Ya me ocuparé de ti más tarde, santurrón —gruñó, volviendo a enarbolar su espada.

Entonces soltó un rugido en el que resonó toda la furia que tenía dentro y volvió a cargar contra la ladrona. Aunque no hiciera ninguna otra cosa ese día, matar a esta pequeña zorra y librar a Cormyr de su incasable pillaje sería…

Pennae retrocedía, tambaleante, jadeante, mirándolo casi implorante a través de los mechones de su cabello. Estaba indefensa y vacilaba, casi a punto de pedir clemencia.

Esta vez no, moza —dijo Intrépido—. ¡Esta vez no!

Echó la espada hacia atrás para asestar un golpe mortal, se lanzó hacia delante e inició la carga.

A mitad de camino, golpeó contra una hoja brillante que parecía haber surgido de la nada, una espada tan dura e inamovible como una barra de hierro.

El impacto hizo saltar chispas delante de sus narices, el entrechocar de aceros lo dejó casi sordo y sintió el brazo de la espada entumecido hasta el hombro. Intrépido rugió de sorpresa y de dolor y rápidamente retrocedió. La hoja brillante lo siguió, amenazándolo.

—Bien hallado, ornrion —dijo una voz fría y sarcástica, e Intrépido se encontró parpadeando ante una gélida mirada que reconoció—. Islif Lurelake, a tu servicio.

Los forajidos se abalanzaban sobre Florin Mano de Halcón entre el retumbar de las botas y el brillo de las espadas. Bloqueaba, saltaba hacia un lado y cortaba como un poseso, acortando unos cuantos pasos la distancia que lo separaba del Camino cada vez que podía robar un instante al frenético intercambio de estocadas.

Tras esas breves escaramuzas, la mayor parte de los forajidos lo pasaron de largo y atravesaron el claro en busca de presas más fáciles. De los pocos que quedaron, Florin dejó fuera de juego a uno que se llevaba la mano a un tajo en la cara, hundió la espada en la boca vociferante de otro, silenciándolo para siempre, e hizo caer a otro de rodillas, ahogándose y tratando inútilmente de conservar la cabeza casi separada del cuello.

Nada hacía suponer que fuera a quedarse sin forajidos a los que atacar. Girando y jadeando en medio de un círculo de metal, el explorador seguía luchando, preguntándose cuánto tardaría en contarse él mismo entre los muertos.

Morkoun estaba condenado, podía darse por muerto, y Hanstel no tardaría en estarlo también si no ponía pronto pies en polvorosa.

El espada de los Dragones Hanstel Harrow esquivó la espada de un forajido, le puso la zancadilla y entonces se dio la vuelta y salió corriendo.

La cabeza gacha y corriendo como un chiquillo en una carrera, atravesó volando el claro dirigiéndose al camino abierto. Si pudiera…

Tropezó con uno de los cadáveres que había estado tratando de no mirar y cayó despatarrado. Poniéndose de pie de una voltereta, miró de soslayo en qué había tropezado.

Era el cadáver del primer espada Aubrus Norlen, hecho un ovillo en el suelo mientras las moscas zumbaban alrededor de los ojos fijos y la boca abierta de la que asomaba una lengua callada para siempre. Bueno, al menos no iba a tener que escuchar nunca más su torrente de absolutas tonterías, a veces… ¡eh… un momento!

Norlen portaba algo mortal, una «explosión de batalla» o algo así, para lanzar contra los enemigos cuando una refriega iba mal. Y si esta no iba mal, no se le ocurría cuál otra podría.

El arma tenía que estar en su cinto.

Hanstel se puso de pie y avanzó con precaución, como si esperara una magia mortal o, peor aún, que el cadáver del Primer Espada, rígido en una incipiente no muerte, se lanzara contra él. ¡Ahí estaba! Tenía que ser eso, esa cosa rara del tamaño de una mano atada a la cadera de Norlen. Ansioso, Hanstel se inclinó, lo cogió, tiró fuerte, y se apartó, sintiendo por un horrible instante que el cuerpo se movía bajo sus manos, antes de que la correa se rompiera y el cadáver cayera pesadamente, dejándolo a él como dueño exclusivo de… de lo que fuera, redondo y oscuro en la palma de su mano, que ahora empezaba a relucir.

Resplandor. Magia. No tardaría en usar esa cosa letal, fuera lo que fuese, para la que había sido creado. ¡El resplandor se iba expandiendo por él con aterradora velocidad!

Hubo un destello en el aire, delante de él. Hanstel alzó la vista.

Vio la daga que lo había producido y que venía dando volteretas por el aire hacia él. Describió una curva descendente y cayó clavándose en la tierra justo delante de él.

Más allá, al otro lado del claro, vio a la que la había arrojado. La había visto una vez, en el Palacio Real, cuando la recepción de la emisaria de Luna Plateada se había visto interrumpida de forma tan llamativa. Era la pequeña pelirroja de los Caballeros de Myth Drannor, la que era capaz de lanzar conjuros como un mago de guerra novel. En aquel momento le había parecido muy atractiva, y se lo seguía pareciendo. Una muchacha con la que no le habría importado compartir un beso y un abrazo. Y ahora, acababa de intentar matarlo.

Sus ojos se encontraron.

Una alegría salvaje se apoderó de él. ¡Tenía los medios para matar a una maga! ¡Una maga amante de Mystra! Hanstel Harrow le arrojó aquella cosa brillante y letal que tenía en la mano.

A esa distancia, era difícil fallar.

Los matones estaban por todas partes, y él era carne para sus espadas, incluido el símbolo sagrado de Lathander.

Semoor Diente de Lobo iba dando tumbos por el claro, huyendo no sabía adónde, todavía medio ciego tras su máscara de sangre. Su propia sangre que le seguía corriendo por la cara, metiéndosele en los ojos a cada paso, maldita sea, impidiéndole ver…

Tropezó con algo, probablemente un cuerpo, y cayó pesadamente al suelo como un árbol talado. El golpe lo dejó sin aire en los pulmones y repercutió en todos sus huesos. Aturdido, y tratando de gruñir, se meció adelante y atrás en medio de un dolor espantoso.

Algo lo golpeó en las costillas, algo que decía palabrotas y que golpeó fuertemente en el suelo a su lado mientras una espada pasaba dando vueltas por delante de su mirada borrosa. Al parecer, había hecho caer a uno de los matones que lo perseguían dispuestos a destriparlo.

Tenía que moverse rápido, alcanzar al hombre antes de que apareciera un cuchillo o aquella espada fuera recuperada, y llegara el momento de «hacer picadillo al santurrón lathanderita que estaba a mano». Tenía que…

Algo repercutió en sus oídos e hizo temblar el suelo bajo sus pies en el mismo instante explosivo. Un estallido levantó a los hombres por los aires por todo el claro, y la espada caída del matón volvió a ser lanzada hacia arriba. Semoor cayó de bruces sobre la hierba, le zumbaban los oídos y una repentina lluvia húmeda cayó a su alrededor, como el barro que levantan los cascos de los caballos al correr.

Enjugándose los ojos y parpadeando con furia pudo ver lo que estaba sucediendo. Vio al matón que estaba un poco más allá que procuraba incorporarse y miraba a todas partes como alucinado. El hombre estaba empapado de sangre… y algo más que sangre: unas cosas grandes y húmedas que se deslizaban por él.

Mientras el matón gruñía y trataba de afirmar las piernas, Semoor identificó un globo ocular en medio de un trozo grande y peludo. Se le revolvió el estómago.

Sabía qué era lo que estaba viendo.

No era necesario que se diera vuelta para ver lo que ya no estaría allí al otro lado del claro.

Los caballos maneados de los Caballeros.

Tragó saliva, tratando de no marearse. Bueno, al menos ningún Caballero de Myth Drannor habría resultado muerto con ellos.

¿O sí?

Desesperado, Intrépido hizo otro bloqueo. El acero chirrió, lanzando chispas al ser empujado casi hasta su nariz.

Cedió terreno, jadeando, mientras la espada lo volvía a atacar. Esta campesina no le daba tiempo para afirmarse, ni tiempo para rechazarla. Estaba…

Se hizo a un lado, girando para que el golpe destinado a su bragueta pasara rozando su muslo cubierto por la armadura. ¡Zorra! ¡Zorra asesina!

—¡Soy un ornrion de los Dragones Púrpuras de Cormyr —gritó, retrocediendo otra vez—, y mis palabras y mi espada son la ley de Cormyr! Te ordeno que…

—¿Qué nos rindamos para poder masacrarnos? —le soltó Islif—. ¡Ya me preguntaba yo cuánto tardarías en empezar a vocear tu derecho legal a hacernos picadillo en cuanto nos vieras! ¡Eso suena más bien a órdenes secretas de Vangerdahast y a tus apetencias ocultas!

Intrépido se vio forzado a bloquear otra vez. Ella lo estaba repeliendo, superándolo tanto en fuerza como en destreza con la espada.

—Bueno, yo también tengo mis apetencias —le dijo, con los ojos brillantes como brasas—. ¡Me apetece seguir viva y cabalgar libremente por Cormyr para poder obedecer las órdenes reales que me dan! ¿O es que tú y el mago real de Cormyr presumís de hacer caso omiso de las palabras de vuestros reyes para hacer lo que os da la gana? ¿Eh? ¿Eh?

Su último molinete a punto estuvo de hacer saltar la espada de la entumecida mano del ornrion. Al parar el golpe, Intrépido estuvo a punto de resbalar sobre algo húmedo.

Ahora tenía miedo, tanto miedo como hacía tiempo que no sentía. Esta campesina con pelo en los brazos lo igualaba y superaba, avanzando palmo a palmo en un combate…

La espada de Intrépido chocó con alguien, en una colisión que los sorprendió a ambos y lo hizo saltar torpemente hacia un lado, dejando su costado y su cara expuestos a la espada de la Dama.

Ella no fue a por él, sin embargo. En lugar de eso, lanzó una estocada al hombre que había chocado con Intrépido, abriéndole la cabeza y haciéndolo caer al suelo chillando y sujetándose la herida. Intrépido conocía aquella cara. Era uno de los matones de lord Yellander, un hombre que en una ocasión…

Se oyó un grito, justo detrás de él, y esa voz también la conocía.

El grito acabó en un gorgoteo sordo antes de que pudiera volverse para ver de qué se trataba; el espada de los Dragones Púrpuras Albaert Morkoun, moría con las espadas de dos de los matones atravesadas en su garganta.

Cuando Morkoun se tambaleó y cayó, Intrépido lanzó un tajo a la cara de uno de los asesinos lleno de furia. A continuación se colocó detrás del hombre para convertirlo en su escudo contra Islif Lurelake.

No tendría que haberse molestado. La Dama parecía haberlo olvidado por el momento. Estaba ocupada abriéndose camino entre los matones como un segador ebrio en medio de la cosecha, dejando hombres heridos a troche y moche mientras otros huían en desbandada. Uno tropezó con la ladrona y cayó patas arriba, de bruces en el barro, y se puso de pie tambaleándose como nunca. Otro se apartó de Sulwood como si el sacerdote fuera algún tipo de monstruo espantoso, y salió corriendo entre los espeluznantes restos que la explosión había dejado sembrados por todas partes.

Intrépido tuvo ganas de salir corriendo tras él. Todos esos Caballeros, estaban entre él y el camino, y todo había salido terriblemente mal.

Cada vez que se topaba con los Caballeros de Myth Drannor, las cosas salían rematadamente mal.

Otro matón cayó. Este se limitó a gruñir mientras se tambaleaba y se daba de bruces contra la hierba pisoteada. Florin apenas tuvo tiempo de tomar nota. Seguía corriendo y combatiendo, bloqueando y lanzando estocadas frenéticamente, y tratando, por encima de todo, de evitar que lo rodearan los matones y lo encerraran unas espadas que era incapaz de mantener a raya. Iba dejando a su paso un reguero de forajidos muertos o malheridos, pero ¿cuántos quedaban todavía?

Florin esquivó, saltando hacia un lado, a un hombre armado con dos espadas que lo recibió con un grito desafiante y dos feroces estocadas. Limpió su propia espada en la garganta del hombre y siguió corriendo.

¿No sería que, calladamente, Yellander había constituido algo así como un ejército privado? Claro estaba que no era el único de los nobles de lealtad probada a los que los Caballeros, aunque fuera torpe o involuntariamente, habían ayudado a derribar. Y todos ellos tenían sus propios ejércitos, ¿verdad?

Los ojos del matón se abrieron como platos cuando, al conseguir ponerse de rodillas, se encontró frente al cinturón de Semoor Diente de Lobo. En lugar de ponerse de pie, el individuo echó mano a una daga que llevaba al cinto.

A la vista de ello, el Orgullo de Lathander balanceó con todas sus fuerzas la maza de guerra, grande y ensangrentada, que había encontrado tirada y golpeó al hombre en un lado de la cabeza.

El impulso hizo que Semoor se desequilibrara y que perdiera de vista a su enemigo, pero la maza dio en algo lo bastante sólido como para que le rechinaran los dientes antes de que aquello que había golpeado cediera y se derrumbara. Soltando la maza y apartándose prestamente de una voltereta, Semoor echó un vistazo al hombre al que había golpeado con toda la rapidez de la que había sido capaz.

Sólo consiguió ver unas rodillas apuntando hacia arriba en ángulos disparatados y totalmente inmóviles. Unos instantes después descubrió que no era de extrañar, pues no quedaba casi nada de un lado de la cabeza del hombre. Daba la impresión de que algún idiota poco hábil hubiera descargado con todas sus fuerzas una maza de guerra en la cabeza del matón.

A Semoor se le escapó una risita, pero se le ahogó en la garganta y acabó echando la pota encima de las rodillas del hombre.

Otra vez desapareció todo tras una cortina húmeda y roja de sangre. ¡Por todos los dioses, tenía que acabar con eso!

El matón muerto llevaba un ancho cinto para la espada por encima del que le sujetaba los pantalones. Su espada y su daga ya habían desaparecido. Semoor luchó un momento con la hebilla, consiguió sacar el cinto de debajo del hombre y, colocándoselo sobre la frente con una doble vuelta, volvió a cerrar la hebilla.

Le apretaba, hasta el punto de resultar molesto, pero al menos ya no le caería sangre sobre los ojos. Una vez más se pasó el revés de la mano por los ojos para despejarlos y pudo volver a ver.

Y tanto que vio. Mientras el soporte vacío de la daga bailaba ante sus ojos y le golpeaba la nariz, advirtió con toda claridad que cuatro —¡no, cinco!— matones corrían hacia él a toda velocidad.

Con un grito, volvió a echar mano de la maza de guerra y se dispuso a hacerles frente.

Mientras blandía la pesada arma, hacía votos por que Lathander no se ofendiera por lo que estaba gritando a voz en cuello.

—¡Barba de Omthas, tú, inútil Estrella de la Mañana! ¡Protégeme, maldito seas! ¿Cómo voy a poder difundir la maldita sagrada palabra del maldito Lathander si estoy muerto?, ¿eh?

Doust Sulwood daba saltos y giraba entre las espadas enemigas para bloquear y atacar con su maza primero a un lado y luego al otro, sin atreverse a permanecer quieto ni un momento.

Esperaba —¡oh, cómo esperaba!— que la sagrada Tymora se pusiera de su lado cuando más la necesitara. Por ejemplo, en ese mismo momento.

El grito de Semoor hizo aflorar una sonrisa a sus labios. Bueno, al menos no era el único sacerdote que luchaba por su vida. Y puesto que no era él el que maldecía a Lathander, tal vez el Señor de la Mañana prefiriese ayudarlo a él y no a Semoor, siempre y cuando esa ayuda no ofendiera a Tymora, por supuesto.

Una espada lo pasó de largo, y Doust se agachó y contraatacó descargando su maza por encima de la oreja de un matón, que cayó al suelo como un saco de patatas. ¡Ah, tenía suerte de que esos asesinos no llevaran armadura!

Claro estaba que… ¡Tymora se había ocupado de eso, por supuesto!

—¡Soy muy afortunado por gozar del rutilante favor de la Dama Fortuna! —dijo mientras giraba sobre sus talones para hacer frente a un nuevo enemigo.

Y de repente, se resbaló y cayó.