Escondidos detrás de nuestra dama
Porque peleamos en cualquier refriega de sangre
y en todo tipo de sucesos de tragedia y drama,
no somos tan malos como sacerdotes tan grandes
que a diario se ocultan detrás de «Nuestra Dama».
El personaje Selgur el Salvaje,
en Chanathra Jestryl, dama juglar de Yhaunn,
La vuelta a casa de Karnoth,
representada por vez primera
en el Año del Pájaro de Sangre
—Si no me equivoco, el camino conduce a una hondonada muy usada por las caravanas para acampar —les dijo Pennae a los demás Caballeros—. Hay antiguos cercos de hogueras, tocones de árboles cortados, secos y quemados como leña, y un arroyuelo transformado en lodazal por los cascos de los caballos y los bueyes de tiro. Por detrás del claro, la senda continúa y se interna en el bosque, pero está invadida por las hierbas. Nadie la ha usado desde hace mucho, mucho tiempo.
—¿De modo que es la senda apropiada para apartarnos del camino? —preguntó Florin con calma.
Ante el gesto afirmativo de Pennae, se dejó caer de la montura, hizo señas al resto de los Caballeros de que lo siguieran y, conduciendo a su caballo por las riendas, se dirigió hacia los árboles. Todos se pusieron en marcha. Pennae se apresuró a sujetar las riendas de la cabalgadura de Doust junto con las de la suya.
Cuando Semoor llegó a la hondonada, Jhessail y Florin ya lo estaban adelantando, alejándose del camino para observar a Intrépido. Al ver a Pennae y Doust, hizo señas con la mano.
—Ayudadme a manear nuestros… —gritó.
En cuanto lo oyó, Pennae soltó las riendas y, corriendo hacia él como una flecha, le tapó la boca con la mano.
—Idiota de Lathander —le dijo a la cara con acento sibilante—. Cierra la boca. Los gritos y las voces se oyen desde lejos. Ninguno de nosotros es sordo. Al menos no todavía. Intrépido podría estar justo al otro lado del bosque. ¿No se te ha ocurrido? Deja de tratar de parecer un sacerdote de voz estentórea gritando para impresionar a la gente del reino de al lado y empieza a comportarte como un aventurero. Habla sólo cuando debas, y di lo menos posible y en voz baja, mequetrefe.
—Yo también te quiero —musitó Semoor cuando ella le retiró la mano de la boca y pasó a su lado—. ¿Eh?, ¿no maneas los caballos?
—Todavía tengo cosas que hacer —dijo ella en un susurro, girando las caderas para responderle sin pararse. Luego, se volvió otra vez hacia delante.
Pennae se internó en la espesura del bosque que había al final del claro. Una vez más se agachó y se convirtió en una sombra silenciosa e imperceptible y empezó a explorar la continuación de la senda invadida por la vegetación. Doust y Semoor se miraron, se encogieron de hombros y se agacharon al mismo tiempo para ocuparse de manear los caballos.
No es que fuera una gran ocupación. Islif ya se había puesto a trabajar, sujetando con sus grandes manos todo lo que pudiera repiquetear para evitar hacer ruido. Los dos sacerdotes se unieron a ella. Estaban acabando cuando Florin y Jhessail irrumpieron en la hondonada.
—¡Intrépido! —exclamó la maga—. Acompañado de cinco Dragones. ¡A caballo y dirigiéndose hacia aquí, como si normalmente usaran este lugar para acampar!
Los dos sacerdotes la miraron, impotentes.
—¿Adónde vamos a…? ¡Los caballos! —dijo Doust.
—¡No hay a donde ir! —añadió Semoor.
—A la espesura —indicaron al mismo tiempo Florin y Jhessail.
Jhessail corrió por delante de Doust y de Semoor.
—¡Dejad los caballos! —les dijo abruptamente Florin—. Estaremos menos expuestos si nos dispersamos. ¡Manteneos agachados y haced magia desde detrás de los árboles, donde tipos como Intrépido no puedan atacarnos! ¡Vamos!
Los sacerdotes obedecieron.
Islif hizo señas a Florin mientras atravesaba el fondo de la hondonada por detrás de los caballos maneados de los Caballeros. Era la única posibilidad de interceptar a Pennae cuando inevitablemente volviera de explorar el bosque.
—Por aquí anduvo alguien —dijo un hombre cuya voz llegaba del lado del camino—; sin embargo, ahora ya no está. No hay un solo bandido ni ladrón en el reino que pueda escapar a mi escrutinio, ya sabes.
El que hablaba se abrió camino entre la alta hierba, a pie y llevando a su caballo de la rienda. Al ver los caballos maneados delante de él, se quedó mudo y con la boca abierta.
—¿Y bien, Morkoun? —dijo alguien con sorna a sus espaldas—. Supongo que ahora tratarás de convencernos de que esos caballos no son ni bandidos ni ladrones, y por lo tanto, se las ingeniaron para despistar a vista de lince…
—¿Queréis callaros, hatajo de idiotas? —dijo Taltar Dahauntul con voz ronca y gesto feroz—. ¡Esos caballos significan o bien que unos ladrones se han dejado aquí esos jamelgos, o bien, lo que es más probable, que sus jinetes se han escondido entre los árboles por los alrededores hace uno o dos segundos! Y hasta podrían ser los propios Caballeros. ¡Si vosotros, cabezas de chorlito, no hubierais estado tan malditamente locuaces, desperdiciando vuestras inútiles vidas en charlas sin sentido, tal vez ahora tendríamos delante a esos individuos, y no sólo a unos caballos dedicados a pastar alegremente!
Acicateó a su caballo para que siguiera adelante, señalando impaciente con la espada.
—¡Mirad! ¡Todavía llevan las riendas y también las sillas de montar! ¡Apostaría a que en este mismo momento los Caballeros de Myth Drannor nos están observando y escuchando! No creo que se atrevan a dar la cara con todos nosotros…
Un hombre, espada en mano y una media sonrisa en el rostro, asomó a un lado de los caballos agrupados, coincidiendo exactamente con la aparición de una mujer alta y corpulenta por el otro lado.
—… aquí —remató Intrépido con voz vacilante.
—¡Mano de Halcón! —exclamó con voz ronca uno de sus hombres, sacando la espada.
—¡Vaya! —soltó otro en medio de un coro de juramentos propios de los Dragones Púrpura—. ¡Esa mujer también es uno de los Caballeros! Ella fue la que…
—¡Dispersaos! —rugió Intrépido desde su montura, señalando desaforadamente con un brazo y blandiendo la espada en la otra mano—. ¡Cuidado! ¡Conjuros, maldita sea!
La punta de su espada apuntaba a dos leves resplandores que se iban intensificando a ojos vistas, destacando dos gráciles manos en medio. Por encima de esos resplandores, la sonrisa fría de Jhessail Árbol de Plata.
—¡Seguro que también hay sacerdotes por aquí cerca! —gritó Intrépido, haciendo retroceder a su caballo—. Es mejor que salgamos de aquí, y…
Un grito tan penetrante como estridente sofocó sus palabras e hizo retroceder a la mayoría de los Dragones de una forma desordenada.
Todavía fue subiendo de tono y se volvió realmente espeluznante al invadir el bosque y la hondonada; finalmente, se convirtió más en una serie de alaridos gimientes que en expresiones de terror.
Los Dragones Púrpura se dispusieron a obedecer a Intrépido y se dispersaron a toda prisa entre gruñidos y mucho movimiento de espadas. Sus caballos empezaron a piafar y a moverse con nerviosismo mientras ellos se volvían en sus monturas a uno y otro lado tratando de decidir, no adónde iban, sino los árboles de los que provenían aquellos gritos.
¡Unos árboles que no tardaron en lanzar hacia delante a una mujer vestida de cuero que corría y gritaba agitando los brazos envueltos en llamas!
—Son ellos —dijo la Alta Dama Targrael con una sonrisa francamente desagradable al oír los gritos—. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
El telsword Bareskar de la Guardia de Palacio asintió, ajustó el torno a su ballesta y lo accionó.
Cierto descenso por el conducto de la lavandería hacía que tuviera una deuda que cobrarse y esperaba ansioso el momento. Ni siquiera el temor cada vez más acendrado que tenía a la siniestra Alta Dama le había hecho lamentar la prontitud con que había obedecido su orden de dejar su puesto y acompañarla a una pequeña cacería de Caballeros.
Las cabezas de uno o dos aventureros con cédula real no eran el tipo de trofeo que hubiera esperado colgar de la pared de la sala de guardia, pero la idea lo entusiasmaba cada vez más.
Especialmente si se trataba de cierta damisela medio desnuda a la que había perseguido por la mitad de los sótanos de palacio…
Con la ballesta preparada, cogió un virote y se atrevió a mirar a la Alta Dama con una sonrisa feroz.
La fría mueca con que ella le retribuyó al hacerle señas de avanzar entre la espesura hizo que lo recorriera un escalofrío, incluso antes de oír lo que le dijo en un leve susurro.
—Igual que yo.
El castillo había visto momentos mejores. El tiempo había hecho desaparecer el tejado y allí permanecía, olvidado, con árboles enormes abriéndose camino entre sus piedras como si fueran siniestras lanzas y sus semiderruidas paredes medio escondidas bajo pesados y espesos matorrales, en mitad de la desolación más absoluta y apartado de caminos transitables y de gentes a las que pudiera gobernar un señor que habitase semejante fortaleza. En sus mazmorras y plantas inferiores pululaban cosas siniestras, provistas de tentáculos, que habían impedido que criaturas del bosque de menor tamaño y cubiertas de pelaje se aposentaran en sus asoladas habitaciones superiores. Las aves, sin embargo, no se dejaban intimidar por seres, siniestros o no, con tentáculos, y se podían ver sus nidos y sus excrementos por todo el lugar.
Únicamente se salvaba una esquina de una habitación alta que no sólo conservaba el tejado, sino que incluso contaba con una mesa de piedra flanqueada por dos bancos del mismo material. Por encima de la mesa había una gran ventana rematada en arco. La ventana no tenía ni rastro de contraventanas ni marco, ni nada que pudiera rellenar el hueco.
Por ese espacioso hueco entró volando un pájaro negro, grande y desaliñado que bien podría haber sido un halcón, suponiendo que los halcones fueran del tamaño de un caballo.
El halcón se posó pesada y torpemente, escrutó la sombría vacuidad de la habitación desierta con sus fieros ojos de cerco dorado y, tras sacudirse y después de un momento de desagradables cambios, se transformó en un hombre de espaldas anchas, vestido de negro y con una barba entrecana y pobladas cejas a juego. Su mirada era tan feroz como la del halcón.
Los enormes anillos de oro que lucía en los dedos parpadearon y destellaron brevemente, y luego se oscurecieron.
—Bueno —anunció el hombre, aparentemente relajado. Se dirigió arrastrando los pies hacia el banco más próximo, se sentó y descargó los antebrazos sobre la mesa—. Por una vez, he llegado el primero.
—Si te complace creerlo así —respondió parte del tejado, mientras se desprendía del resto y se dejaba caer en la habitación; en el techo, quedó un agujero.
Lo que se posó como una pluma en el suelo fue un hombre de barba blanca vestido con unos andrajos grises, llenos de remiendos, y unas gastadas botas marrones. Parecía más viejo que el mago-halcón, y llevaba una pipa curva en la mano. Sus ojos, de un azul grisáceo, eran feroces y brillantes.
—Por lo que a mí concierne, no le veo la importancia. ¿Realmente sigues comparándote con los demás?
Khelben Arunsun estaba demasiado disgustado —y sorprendido— como para responder a su provocación.
—Pero los anillos no revelaron…
—¿Es que todavía no has aprendido a sortear las detecciones? ¡Hombre, se trata de alabear el Tejido! ¡De alabear el Tejido en torno a ellos!
Tras dar ese enérgico consejo, Elminster se sentó frente a Khelben y, de un soplido, volvió a la vida a su antes apagada pipa.
—Sin embargo, antes de que domines estas menudencias, supongamos que me cuentas qué es tan importante como para enviarme una llamada mental citándome aquí sin decir el motivo. ¿De qué se trata?
—Problemas —dijo Khelben con rabia.
La pipa salió flotando de la boca de Elminster y quedó suspendida al lado de su boca.
—Siempre hay problemas acechando —dijo—. ¿Podrías ser un poco más específico?
—Esos Caballeros de Myth Drannor —dijo Bastón Negro—, o para ser más específico, los dos fantasmas zhentarim de generación espontánea que se han pegado a ellos.
—Horaundoon y ese otro que se hace llamar Viejo Fantasma —dijo Elminster—, los elementos que, aparte de tu conexión con esos aventureros y, por lo tanto, el deseo de Vangerdahast de liberarse de ellos con una prisa bastante indecente, hacen que los Caballeros tengan más interés para los Reinos que cualquier otra banda de chapuceros aprendices de aventureros.
—Eso… exactamente eso.
Elminster sonrió, asintió y volvió a tomar contacto con su pipa mientras esperaba pacientemente.
Khelben miró fijamente aquellos ojos burlones de color azul grisáceo al otro lado de la vieja mesa de piedra y empezó a hablar…, pero hizo una pausa para dar un golpecito en la piedra con el índice. Miró el dedo y alzó la vista como un león que se lanzara sobre su presa con un rugido.
—¿Qué sabes acerca de estos dos zhents?
—Son, o eran, magos zhentarim de cierta pericia. Esperan a introducirse en seres vivos y poseerlos, más o menos como los fantasmas, y persiguen objetivos desconocidos. Aunque antes estaban enfrentados, ahora parecen trabajar juntos. Han establecido algún tipo de vínculo con los Caballeros y parecen capaces de aparecer a su antojo dondequiera que se encuentren ellos. ¿Sabes tú algo más?
—No —admitió Khelben, todavía furioso.
—¿De modo que nos hemos reunido, aquí y ahora, para que puedas discutir conmigo qué hacer con los Caballeros y con esos dos fantasmas zhens?
—Bueno, no, no… Sí.
Elminster se echó hacia atrás y suspiró.
—Vamos progresando —le dijo a su pipa mientras esta salía una vez más flotando de su boca. A continuación, volvió a cruzar la mirada con la de Khelben—. Supongamos que me dices qué es lo que quieres hacer y lo que quieres que haga o deje de hacer yo, para que podamos empezar a gritar y a vociferar sin más demora. ¿Te parece?
—Elminster Aumar —dijo Khelben—, ¿es que no puedes tomarte en serio una maldita cosa, sólo una?
El viejo mago puso cara de horror y de sorpresa.
—¿Qué? ¿Después de todos estos años? ¿Con toda la cordura que se requeriría para eso?
—Precisamente —concedió Khelben con seriedad—. Y como yo sé que eres el más cuerdo de todos nosotros y que aquí sólo estamos tú y yo, ¿me harás el favor de dejar de lado tus payasadas el tiempo suficiente para que podamos discutir esto debidamente? ¿Por una vez?
—Bueno —dijo Elminster con calma—, mientras sea sólo por esta vez…
—Gracias, mil gracias. —Bastón Negro dio la impresión de tomar aliento y de concentrarse un momento en sus pensamientos—. Creo que esos dos zhents son mucho más que meros magos entrometidos. Los dos, Viejo Fantasma en especial representan una amenaza enorme y cada vez mayor. Deben ser destruidos cueste lo que cueste —Khelben carraspeó—. Eso lo tengo claro, pero necesito algo de ti: tu compromiso de permanecer al margen de los Caballeros, pase lo que pase, para que pueda tener las manos libres y ocuparme de Horaundoon y Viejo Fantasma. Si eso implica sacrificar la vida de estos jóvenes aventureros, que así sea. Necesito que te ausentes del Valle de las Sombras y que no te metas en los asuntos de los Caballeros hasta que acabe con estos dos fantasmas (y creo que a estas alturas ya son muchos más). Luego, si sobrevive algún Caballero, puedes acudir a toda prisa y tratar de salvarlo.
Khelben dejó de hablar y sobrevino un silencio.
—Y bien —preguntó después de una larga mirada al otro Elegido que estaba frente a él—, ¿estamos de acuerdo al respecto?
—No —dijo Elminster alegremente.
Otro silencio.
Bastón Negro suspiró.
—¿Te importaría, según tu propia expresión, ser más específico?
El viejo mago asintió.
—Sobre tus dos primeras frases acerca de la naturaleza y el potencial de los dos zhents, o antiguos zhents, de acuerdo. Sin embargo, y como de costumbre, estoy totalmente en desacuerdo sobre qué hacer y cómo hacerlo.
—Quieres decir que tus preferencias al respecto serían…
La pipa de Elminster se desplazó hasta sus labios, pero él la apartó con un gesto de la mano.
—Prefiero continuar como antes: vigilaré a los Caballeros y, en la medida de lo posible, dejaré a Horaundoon y Viejo Fantasma a su aire por el momento, hasta ver qué es lo que hacen. Tengo un motivo: tras una breve desaparición durante la cual no pude encontrar ni rastro de ellos, parecen dedicados a matar zhentarim lo más rápidamente que pueden, sin recurrir a un asalto directo a la totalidad de la Hermandad, o a andar por ahí, dando caza a agentes zhents dispersos y de menor categoría. Y todo lo que contribuya a eliminar zhents con semejante energía es algo que no quiero interrumpir. Tampoco tengo el menor deseo de abandonar a los Caballeros.
—De modo que insistes en seguir entrometiéndote a tu antojo —le soltó Bastón Negro—, porque es el estilo que prefieres. Desentenderte de las amenazas que podrían y deberían ser eliminadas sin dilación, antes de que puedan hacer más daño a la reputación de todos los que trabajan con el Arte, y antes de que puedan cobrarse más vidas de magos, por malos y egoístas que sean los motivos y objetivos de tales víctimas. En otras palabras, te escaqueas de las tareas que Nuestra Señora nos ha impuesto y desafías su voluntad.
—Yo no hago nada de eso —respondió Elminster con suavidad—. Tú prefieres un estilo y yo otro. Tú pretendes disfrazar tu estilo favorito con el manto de lo «correcto» y de lo que es «sagrado para Mystra» y de tachar al mío de escaqueo desobediente. Yo rechazo tus razones y tengo las mías propias para hacer lo que hago. —A sus labios asomó una leve sonrisa—. Tendrás que esforzarte más, señor mago de Aguas Profundas. Vuelve a intentarlo.
Khelben se puso de pie —alto, negro y terrible— y se inclinó de forma amenazadora desde el otro lado de la mesa.
—Esto no es un juego, Elminster. Es el futuro de todo el mundo que nos rodea. Creo que esos dos espíritus fantasmas son muy poderosos, o pronto lo serán. No he venido aquí para intercambiar contigo frases ingeniosas. En ese juego siempre me has ganado. Lo que busco es atenerme a las verdades y consecuencias mientras tú siempre tratas de redefinir, de burlarte y de introducir vaguedades. —Bastón Negro se inclinó hacia delante—. Por una vez vamos a hacer esto de una manera diferente. Si accedo a permitir que Horaundoon y Viejo Fantasma sigan existiendo por ahora, de modo que podamos presenciar más vilezas de las suyas y, como es de esperar, aprender algo, tú abandonas el Valle de las Sombras y tu vigilancia de los Caballeros. Dejamos que prosperen o que perezcan por su cuenta, sin meternos ninguno de los dos. Y si es necesario que sirvan como señuelo para atraer a los dos espíritus fantasmas y sufran las consecuencias, que así sea. —Dejó que el silencio volviera a imponerse, y cuando se hizo muy profundo, preguntó—: Y bien, ¿podemos ponernos de acuerdo sobre eso al menos?
—No —dijo Elminster con toda la calma—. Me temo que no.
—¿Que lo temes? ¿Temer a qué?
—Me temo que el rechazo de tus condiciones ensanche el abismo que hay entre nosotros y actúe en desmedro del servicio a Mystra que compartimos. No tengo animosidad contra ti, Arunsun, y espero que tampoco la tengas tú contra mí, a pesar de la irritación que mi respuesta despertó en ti, y de tu gran defecto.
—Mi gran defecto —repitió Khelben con tono neutral.
—Así es: tu costumbre de confundir tus decisiones y preferencias con lo que está bien, y de tomar a cualquiera que esté en desacuerdo contigo por un enemigo.
Khelben miró un momento al otro Elegido en medio de un silencio inexpresivo, y luego dijo en tono severo:
—De modo que cuando esos Caballeros lleguen al Valle de las Sombras, y lo harán bajo tu mirada vigilante, te encontrarán a ti esperándolos.
—Me temo que sí, aunque te prometo que haré todo lo que pueda para que no me vean.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de importante permanecer en aquella pequeña torre, húmeda y llena de polvo, del Valle de las Sombras?
—La voluntad de Mystra —dijo Elminster—. Me trajo aquí y me obliga a permanecer.
—¿Por qué?
—Pregúntaselo a Ella, hijo de Arielimnda. Sobre esta cuestión, no diré nada más.
—¿Ah sí? —Los ojos de Khelben lanzaban fuego cuando se volvió y atravesó la habitación a grandes zancadas, con su manto negro arremolinado—. ¿De modo que ahora presumes de decidir lo que se me debe o no decir? ¿Acaso soy tu lacayo?
—Esta presunción es comparable con la tuya, Bastón Negro —dijo Elminster—, cuando te enfrentas a los demás Arpistas.
—Pero ellos sí son mis lacayos —dijo Khelben a la pared antes de volverse para sostener la mirada de Elminster—. Ha sido una broma, de acuerdo. Yo… —dijo con enfado.
—Todos presumimos de compartir y retener noticias e información según nos apetezca —lo interrumpió el viejo mago—. Es algo que realmente hacemos los Elegidos. Pero no me malinterpretes, Khel. Mystra me ha impuesto silencio acerca de esto. Si te causa desazón el no saber, y nosotros, a pesar de todo, preferimos no preguntar, consuélate con las razones menores: yo, Syluné y Storm somos un pequeño grupo de rocas contra las oleadas de expansión zhent, y mi torre está donde debe estar, al lado de una brecha en el Tejido que puede ser protegida con elementos de poder que almaceno y guardo allí. Además, está próxima a un camino por el cual los elfos oscuros pueden irrumpir en cualquier momento en las tierras de la superficie.
—Ya, ya, ya —replicó Khelben con impaciencia, como apartando con la mano las palabras de Elminster—. ¡Pero yo no estaba hablando de que abandonases tu torre! Lo que pretendo es que te mantengas al margen de las vidas y las andanzas de los Caballeros, para que dependan sólo de su suerte…, y para que los dos fantasmas no oculten o disimulen sus andanzas y sus confabulaciones por temor a ti. Así, podría aprovechar la mejor oportunidad para destruirlos a ambos enseguida en lugar de acabar sólo con uno y dejar al otro, advertido pero en fuga, para que ande acechando y se convierta en el doble o el triple de molestia que hay que perseguir.
Elminster asintió.
—Me satisfacen tus tácticas. Acabar con los dos al mismo tiempo es realmente lo más prudente, si puedes conseguirlo. Pocas veces las cosas se ven tan claras. Sin embargo, de nuevo debo decirte que no, Bastón Negro. Es necesario que me vean por el Valle de las Sombras, libre para andar de un lado a otro, pero presentándome cuando surgen grandes enemigos o cuestiones importantes, y reconocerás que esos fantasmas lo son por la forma en que tú los pintas. Tengo mis órdenes, del mismo modo que tú tienes las tuyas.
La figura vestida de negro que estaba en el otro extremo de la habitación soltó algo que parecía un rugido y se dirigió a grandes pasos hacia Elminster, amenazadora como una negra llama. Por un instante, se convirtió en una figura demacrada, de ojos enormes y oscurecidos por la ira y de orejas puntiagudas…, y de repente volvió a ser Bastón Negro, Khelben Arunsun, corpulento como siempre, inclinándose desde el otro lado de la mesa, con los puños, plantados sobre su vieja superficie de piedra y los nudillos blancos a causa de la ira.
—Los secretos —dijo— pueden ser materia de cambio de todos los Elegidos, pero son algo estúpido y corrupto cuando los Elegidos se ocultan cosas los unos a los otros. Desconfío absolutamente de esas órdenes de las que hablas tan a la ligera. Son una excusa demasiado oportuna para hacer exactamente lo que se te antoja. Déjame que te lo diga sin ambages, Elminster Aumar: sospecho que me estás engañando, que te estás escondiendo detrás de Nuestra Señora.
Elminster se puso de pie lentamente, plantó los puños sobre la mesa y se inclinó hacia delante en una imitación exacta de la pose de Bastón Negro, hasta que sus narices casi llegaron a tocarse.
—Tú —replicó, imitando también la voz del otro— sospechas demasiado, Khelben Arunsun. Las mentes malintencionadas, desconfiadas, les pueden resultar útiles a los magos para mantenerse vivos, pero nadie debe olvidar jamás que son mentes malintencionadas y desconfiadas. —Volvió a sentarse, apoyó los pies sobre la mesa y dio varias chupadas a la pipa, que había regresado a él—. Me quedo y hago lo que hago —dijo con su propia voz—. ¿Hay algo más de lo que quieras tratar de convencerme? ¿O, ejem, algo que quieras discutir?
Khelben se apartó de la mesa, furioso.
—Una vez más te arrogas la capacidad de decidir lo que ha de ser o no. No voy a cejar en este empeño, El.
—Bueno —dijo una agradable voz de contralto desde el quicio de la inexistente puerta, detrás de ellos—. Es grato saber que Bastón Negro sigue tan cabezota como de costumbre. Y que el viejo mago, favorito de todos, sigue igual de irritante, provocador y alegre. ¿No se os ha ocurrido pensar que nos gustaría a todos, es decir a vosotros, a los demás Elegidos y al resto de los Reinos, que algún día os decidierais a crecer, aunque sólo fuera un poquito?
Khelben hizo una mueca, cerró los ojos un momento y entre dientes pronunció un juramente sumamente creativo. Después, se volvió.
—Bienvenida como siempre, Dove —dijo con suma cortesía—. ¿Qué te trae a este lugar tan remoto? Una coincidencia muy grande. ¿O es que has estado esperando la llamada de Elminster para presentarte en el momento oportuno?
—Pero bueno —dijo Dove, entrando en la habitación y despojándose de sus largos guantes de piel—. A fe mía que tienes una mente malintencionada y desconfiada. —Abrió dos hebillas, se quitó dos carcajes que llevaba colgados a la espalda y puso sus espadas sobre la mesa—. Conseguirás más cosas en la vida, señor mago de Aguas Profundas, si eres más a menudo amable con la gente y lanzas menos bravatas y órdenes. Es un consejo de amiga.
Se sentó a medias en un extremo de la mesa y anunció:
—Se da el caso de que me ha enviado Mystra, quien me ha puesto al corriente de vuestra amistosa discusión. Ella quiere que yo exponga el punto de vista de los Arpistas de los Valles… y también de los que tenemos nuestra base en Cormyr. Creemos que será muy perjudicial para la estabilidad de esas tierras si dejamos a los Caballeros sin defensa para que los mate un zhent cualquiera, y si Elminster abandona su vigilancia visible. Incluso si otro mago (como podría ser tu caso, Bastón Negro, aunque tu rostro es menos conocido por estos andurriales, y los zhents son muy, pero que muy buenos difundiendo falsos rumores, por no decir nada de las lenguaraces gentes de los valles y los aburridos ciudadanos de Cormyr) se presenta y se enzarza en una batalla espectacular de conjuros con alguna maldita y aterradora cosa fantasmal, los zhents se frotarían las manos y tal vez pondrían en marcha a sus guerreros al día siguiente para proteger a quien se les pusiera por delante. Mediante la conquista, por supuesto.
Se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba Khelben, apuntándolo con un dedo amenazador.
—De más está deciros a vosotros, amables magos, que los Arpistas tienen entre sí todo tipo de desacuerdos. Sin embargo, sobre esto, todos los Arpistas locales son unánimes: a Zhentil Keep no se le debe dar la menor excusa para enviar a esos ejércitos que arden en deseos de avasallar, ni se los debe envalentonar en modo alguno. Empezar a pensar que Elminster no está sentado en el Valle de las Sombras observando todos sus movimientos es en sí mismo un pretexto de oro. Khelben, por una vez, no seas necio.
—¡Ah!, ¿quién es ahora el desagradable? —replicó Bastón Negro, acercándose lentamente a ella—. Y mientras a mí me gustaría disponer de tiempo para debatir tácticas con todos los Arpistas desde aquí a las islas más distantes de Anchorome, en este caso en particular (lo de que un Elegido guarde secretos a otro) las opiniones de los no Elegidos son irrelevantes. Considéralos dados de lado.
El suspiro que resonó por toda la habitación fue tan profundo y fuerte que los caló hasta los huesos e hizo que la mesa de piedra se removiera extrañamente. Khelben giró en redondo para identificar su origen y se encontró ante dos enormes ojos de largas pestañas que se habían abierto en las viejas piedras del muro. Ojos humanos, por su aspecto, pero cada uno era tan grande como él mismo, y se movían sobre la superficie de la piedra, aunque dejándola intacta.
Un fuego azul circuló por las venas de todos los Elegidos, ahogándolos casi. A Mystra no la divertía aquello.
—Señora —dijo Khelben con voz grave, inclinando la cabeza—, cómo…
—Khelben mío —dijo la diosa con una voz atronadora que sonó dentro de sus cabezas—, escucha y atiende mis órdenes, tal como ha hecho ya Elminster. Debes abstenerte de interferir en el caso de los Caballeros y en el del Valle de las Sombras, y tampoco en relación con esos a los que se conoce como Horaundoon y Viejo Fantasma. Tú y todos los Elegidos habéis de limitaros a observar lo que sucede, sin intervenir para nada. Si todos se ponen a sacar herramientas del fuego de la fragua, estas nunca se templarán.
—Todos nos sometemos a tu voluntad, señora —dijo Khelben atropelladamente—, pero…, pero no hacer nada… Si me perdonas por decirlo, hace parecer que todos los Elegidos son innecesarios.
—No vais a «hacer nada», como tú dices, en cuanto a esta cuestión especifica. Que este sea un asunto del que os vais a quedar al margen, todos vosotros. Es necesario. Y también recuerda esto, Khelben Arunsun: este mundo es grande y esta lleno de vida. Tú no eres el único que juega un largo juego.
—Y así es —reconoció Storm con el rostro bañado por la luz de la brillante esfera de escudriñamiento que flotaba en el aire por encima de la mesa de la cocina—. Hasta mi paciencia empieza a agotarse por el empeño de mantener a esos imbéciles de Torm y Rathan vivos para que puedan unirse a los Caballeros.
Esa idea hizo que la dama bardo del Valle de las Sombras se apartase de una esfera para dirigirse a otra a espiar en qué andaba Torm en ese momento en algún lugar de los Reinos.
La esfera se iluminó obedientemente. Storm echó un vistazo en su interior; lo que vio hizo que pusiera los ojos en blanco.
—¡Joven maese Botas Traviesas, todavía vas a conseguir que te maten!