Capítulo 4

Precisamente esa tarea

¿Otra vez el reino necesita que lo salven?

No hace falta preguntarlo siquiera.

Todos los Dragones Púrpura a los que entrenamos

Trabajan a diario precisamente en esa tarea.

Anónimo,

de la balada Dragón encumbrado, por siempre,

oída por primera vez en el Año de la Víbora

Apenas había vuelto a su lugar el tapiz tras la partida de lady Targrael, cuando Laspeera se deslizó hacia la habitación desde detrás de otro.

—Esa se suele inclinar por la espada —dijo.

Vangerdahast: se encogió de hombros.

—Se trata de enviar un problema tras otro. Si se destruyen mutuamente, son dos menos con los que lidiar.

—Si… —repitió Laspeera poco convencida—. Conque ningún mago de guerra con Intrépido ¿verdad? Entonces, ¿va a ser el método de la hebilla del cinturón?

El mago real meneó la cabeza.

—Los rumores al respecto empiezan a circular de Dragón a Dragón. No, quiero que los conjuros se hagan sobre cosas que ningún Dragón Púrpura pueda dejar olvidadas: su bragueta, sus botas. Los cinturones pueden ser intercambiados, y de hecho es lo más probable, de modo que haz un conjuro rápido y sin valor sobre ellos, para engañarlos. Pero comprueba que las braguetas y las botas estén encantadas para que yo, tú y Tathanter podamos escuchar a voluntad a través de ellas. Ocúpate.

Laspeera asintió.

—¿No sería más fácil limitarnos…?

—¿A enviar con ellos a un mago de guerra? ¿Y hacer que Intrépido nos engañara y burlara cuando se le antojase tomando medidas para que «algo le sucediera» a nuestro mago? No lo creo. Nuestro leal ornrion ha demostrado tener… sorprendentes recovecos.

Laspeera volvió a asentir y a sonreír.

—Me ocuparé de ello. —Con un gesto de asentimiento, la maga se volvió, marchándose por donde había llegado, y el tapiz se removió levemente a su paso.

Tuvo cuidado de no suspirar hasta que tres paneles cerrados la separaron de donde se encontraba su irascible superior.

Como casi todos los magos de la Hermandad, Mauliykhus de los zhentarim era ambicioso. De ahí que fuera a atreverse con ese conjuro, a pesar de lo arriesgado que era.

Había cerrado a cal y canto dos juegos de puertas reforzadas con hierro entre él y el paso común de Zhentil Keep, y no había nada sospechoso en ello.

Había recibido órdenes de lord Manshoon en cuanto a la elaboración de conjuros que si bien eran peligrosos, producirían resultados que deberían mantenerse en secreto ante los ojos de extraños. Por eso el cetro protector descansaba en su soporte, en el corazón del fuego amarilloverdoso parpadeante del brasero al cual tan cuidadosamente había agregado polvos, y nadie aparte del archimago más poderoso debería ser capaz de espiar lo que hiciera a continuación.

Eso era conveniente, pues intentaba desobedecer tanto al líder de los zhentarim como a uno de sus magos más poderosos y misteriosos.

Manshoon le había encomendado una tarea, justo la que necesitaba como excusa para alzar un escudo, y Mauliykhus iba a aprovechar la situación para hacer otra cosa.

Y esa otra cosa era un conjuro que, según Hesperdan acababa de ordenarle específicamente, no debía intentar bajo ninguna circunstancia.

No se podía contactar, por razón alguna, con ninguna criatura infernal del Abismo hasta recibir órdenes explícitas de Hesperdan o del propio Manshoon.

Mauliykhus no tenía la menor idea de si Hesperdan sospechaba lo que él pensaba hacer y estaba tratando de impedírselo, o si le había puesto un señuelo para que lo hiciera a toda prisa al prohibirle invocar a un demonio…, o si todos los zhentarim tenían vedado el contacto demoníaco desde entonces. Más bien parecía lo último, pero Hesperdan era muy bueno en eso de dar impresiones sin decir realmente lo que los demás pensaban que había dicho. Maldito fuera.

Mauliykhus sonrió, se encogió de hombros, alzó con gesto dramático ambas manos por encima de la mesa negra donde había dispuesto todo lo necesario e inició el encantamiento. Sellar la propia perdición era el título insultante que algunos de los grimorios más antiguos daban a las palabras que él estaba leyendo.

Bastó con media docena de las palabras profundas, de áspero sonido, para que la habitación se oscureciera; vacilaron al mismo tiempo todos los braseros y empezaron a surgir de la oscuridad unas sombras frías y sinuosas.

Siguió hablando. Los zarcillos oscuros y movedizos parecían sensitivos por más que le habían dicho muchas veces que no lo eran. Simplemente buscaban vida, luz y calor, sustancia de la que estaban hechos los mundos y lo que quedaba entre los mundos. Empezó a abrirse un camino entre la cámara de piedra totalmente aislada de Zhentil Keep y algún lugar del Abismo.

Mauliykhus bajó las manos y observó cómo se formaba un fuego que no era fuego entre ellas, y el círculo que iba de pulgar a pulgar y de meñique a meñique configuró un agujero silencioso en el aire…

El camino empezó a abrirse, y ese fue el momento de su perdición.

Sombras más oscuras de conciencia maliciosa y gozosa se colaron en su interior desde la oscuridad ávida y aulladora. Se precipitaron a través de sus oídos antes de que pudiera decir una sola palabra para detenerlas y golpearon en su mente como hielo ardiente.

Las movían la furia y el entusiasmo. Eran ásperas, desaprensivas y enloquecidas y se reconocieron como Viejo Fantasma y Horaundoon cuando se revelaron arrasando su mente.

Lo que antes había sido Mauliykhus gimió y se encogió, incapaz incluso de quejarse a pesar del terror; uno de los terribles espíritus presentes en su cabeza ya había tomado el control de su boca y de sus manos. Se lanzaron a su yo, que gritaba sin sonido, se acomodaron y le dieron grandes y ávidos bocados…, y Mauliykhus ya no supo nada más.

El cuerpo del ambicioso mago zhentarim empezó a dar rumbos por la habitación cerrada; volcó sobre las piedras un brasero, y el carbón encendido se derramó sin consecuencias entre el humo bisbiseante. Su cabeza se hundió levemente hacia dentro, fundiéndose desde en el interior, cuando las dos furias se lanzaron una a otra su locura abismal y comenzaron a dar vueltas detrás de sus ojos.

Mauliykhus se irguió y, tambaleante, intentó tirar de las barras de las puertas internas reforzadas con hierro. Viejo Fantasma y Horaundoon podían estar locos, pero su astucia era mayor que su avidez, y sabían muy bien lo que ambos más querían.

Mauliykhus de los zhentarim abrió las puertas nerviosamente y corrió hacia las siguientes.

Vangerdahast contempló el tapiz, que ya había recuperado su forma tras la partida de su leal Laspeera, y esbozó una sonrisa. Sabía muy bien que a esas alturas ella estaría suspirando y poniendo los ojos en blanco.

—Semejante tarea te fastidiará, como de costumbre —dijo—, pero la harás, querida Laspeera, como siempre. —Acto seguido, el mago real suspiró y se volvió—. Si supieras un poco menos de lo que yo he tenido que hacer… y yo fuera muchísimo más joven…

Volvió a suspirar, se dirigió a una de las paredes magníficamente paneladas de la sala de órdenes —la única donde no había tapices y grandes puertas—, y apoyó un dedo en un punto particular de la talla de brillante madera oscura de phandar. La madera se hundió obedientemente y quedó a la vista una palanca oculta. El panel que había debajo descendió por la pared, se plegó hasta convertirse en un asiento y dejó al descubierto un cajón de poca altura incorporado al muro.

Vangerdahast se sentó y abrió el cajón, del que salió la superficie de un escritorio recubierto de cuero, con sus plumas, su tintero y un pequeño montón de pergaminos. Cogió el de arriba y lo puso a un lado con un resoplido; agarró el segundo, asintió, se rascó la barbilla y se dispuso a leer con idea de firmar —si sus escribientes no habían sido demasiado creativos— la pila de decretos que había hecho redactar.

Siempre había tanto que hacer y tan poco tiempo.

Cuando había firmado unos seis documentos, llegó a sus oídos el sonido leve pero cada vez más próximo de los pasos de una furiosa princesa, que sonaban por pasillos y estancias y atravesaban varias puertas cerradas. El mago real se permitió una levísima sonrisa.

Ser mago real de Suzail era un cargo que le deparaba muy pocos ratos de entretenimiento, pero ahora iba a disfrutar de uno.

—Adiós para siempre, Halfhap —dijo Semoor en tono burlón—, con tus tabernas que son trampas mortales, tus espadas de fuego de dragón y todo lo demás. Me pregunto dónde estarán ahora nuestros fieles espías de los Dragones Púrpura.

Florin se encogió de hombros.

—Valiéndose de un mago de guerra para escudriñarnos y poder permanecer donde no los veamos, pero apostaría a que Intrépido va al mando y que salieron de aquellos torreones de la puerta de este lado de Halfhap. Seguro que pudieron echarnos una buena mirada cuando rodeamos Halfhap y pasamos delante de ellos. Nos seguirán a cierta distancia todo el camino, hasta el punto, sea cual sea, desde donde habitualmente se vuelven.

—No me quejo —dijo Pennae—. Aún puedo sentir esa flecha. —Se estremeció, sacudió la cabeza y luego preguntó—: Todavía andan por ahí, ¿no es cierto? Me refiero a los que nos atacaron.

—Sí —dijo Doust en voz baja—. Al menos seis consiguieron escapar. Oí a los Dragones mientras hablaban. Cogieron a uno con vida y lo interrogaron. Nuestros enemigos eran, es decir, son, los matones de lord Yellander.

Pennae lanzó una maldición.

—Eso no es nada bueno —añadió.

Nadie la contradijo.

—Preferiría hablar del Valle de las Sombras —dijo Doust—. Tengo entendido que no hay más que árboles y granjas, y que el mojón de la Vieja Calavera está en el camino, justo en medio del lugar. ¡Ah!, y la hermosa dama bardo Storm Mano de Plata, de la que tantas cosas se cuentan, habita allí. Sin embargo, ¿qué es lo que sucede precisamente ahora para que la reina requiera nuestra presencia con tanta urgencia?

Semoor lanzó un bufido.

—Lo urgente es sacarnos a nosotros de Cormyr, quitarnos del medio para la familia real…

—¡Quitamos del medio para Vangerdahast! —corrigió Pennae abruptamente.

—Apostaría a que no hay nada urgente en el apacible Valle de las Sombras.

—Vangerdahast nos pagó para alejarnos del reino. Eso fue lo que hizo —dijo Jhessail con gesto sombrío.

—¿Y eso te molesta? —Semoor la miró con incredulidad—. Es más dinero del que podríamos haber reunido durante un verano de trabajo duro, y eso en el caso de que todos hubiéramos trabajado juntos.

La maga del pelo de fuego lo miró con gesto adusto.

—¿Y si no vivimos lo suficiente para llegar a la frontera? Vangerdahast es un mago poderoso, ¿sabes? Tiene a su servicio a un ejército de magos que pueden seguir cada paso que damos e ingeniárselas para ponerse en medio y achicharrarnos con sus varitas cuando les dé la gana. Sospecho que el viejo lanzaconjuros tiene toda la intención de recuperar esas monedas de oro de lo que quede de nosotros cuando estemos bien lejos, para que los ciudadanos de Suzail no puedan ver nuestros huesos humeantes y hacer comentarios inconvenientes sobre lo que les sucede a los héroes del reino cuando Vangey les pone la mano encima.

Doust alzó una mano e hizo un gesto ambiguo, abarcando los árboles de los lados y del frente hasta donde se podía ver.

—Ya estamos bien lejos de donde los ciudadanos de Suzail pueden ver cualquier cosa.

—Pero no de donde puedan vernos los comerciantes de Halfhap y los viajeros que hacen el camino entre Halfhap y el Desfiladero de Tilver —dijo Islif.

—¿Y crees que a Vangey…, o al Dragón Púrpura más próximo, o a cualquiera dentro del hermoso Reino del Bosque, le importa un bledo nuestro destino? —En la voz de Jhessail había amargura—. ¿No será que sólo les importa lo entretenido que pueda ser el relato de nuestra caída cuando se cuente en las tabernas?, ¿o la tranquilidad de saber que ningún otro incordiante peligroso se entrometerá ya en sus vidas?

—Nuestra damita, por fin, ha encontrado su armadura —murmuró Doust—. Robusta, resistente, resplandeciente… y llamada, con toda propiedad, cinismo.

Jhessail le lanzó una mirada mordaz y la acompañó de cierto gesto.

Florin enarcó las cejas a la vista de esa señal tan grosera. Semoor e Islif rieron por lo bajo.

—Por fin, muestra los dientes —murmuró Pennae—. Sabía que los tenía.

—¿Vas a estar de tan mal talante hasta que lleguemos al Valle de las Sombras? —le preguntó Semoor a Jhessail con mal fingida inocencia.

—Las perspectivas no son muy halagüeñas, ¿verdad? —la incitó Pennae.

—Ni tampoco lo será mi espada por tu espalda —dijo Islif—. A eso es a lo que se arriesga cualquiera que cabalgue por aquí y que se siga metiendo con nuestra Jhess.

—¡Oh!, eso es una amenaza directa. —Pennae le echó a Islif una mirada de censura—. Todavía no has aprendido a ser sutil, ¿verdad, cara larga?

—Es cierto —respondió Islif llanamente—, culona taimada.

—¡Ah! —intervino Semoor en voz alta hacia el cielo y frotándose las manos con evidente fruición—. Esto pinta bien.

—Ya basta —dijo Florin con seriedad—. Semoor, deja ya de malmeter, maldita sea, y eso va por todos. Vamos a morir todos si nos atacan más forajidos y estamos ocupados intercambiando lindezas y pensando cómo mejorar la del otro. ¡Se supone que debemos ser uno, que debe reinar el compañerismo, que debemos ser una muralla!

Poniendo su caballo al paso, Pennae se volvió a mirarlo con ojos penetrantes.

—De acuerdo. Sin embargo, cuando dices eso quieres decir: «Todos debéis hacer lo que yo diga, porque yo estoy aquí y para mí la muralla debe formarse así». Por lo tanto, tengo una pregunta para ti, alto y apuesto explorador: ¿estamos condenados a ser tus esclavos? ¿Cuándo se formará la muralla dónde y cómo yo diga?

Florin frunció el entrecejo en medio de un silencio tenso y repentino. Todos habían refrenado sus caballos.

—Yo jamás pedí dirigir esta compañía —dijo—, y soy el menos experimentado, pero…

—Pero ¿alguien tiene que hacerlo? Vuelvo a preguntar, entonces: ¿por qué tú? Yo llevo años como aventurera y…

—Y eres una ladrona —dijo Jhessail—, una reconocida ladrona. Si cabalgáramos a tus órdenes, nos convertiríamos en blanco de todos, mientras que nuestra orden de caballería nos puede dejar pasar delante de cierta gente sin derramamiento de sangre. Y todos nosotros nos conocemos además por habernos criado juntos en Espar, y respetamos a Florin. Nosotros lo elegimos. No fue él quien se impuso. Es cierto que él ganó la cédula, pero en cuanto montamos y ya no estamos delante de nadie, a excepción de los espías magos de guerra que sin duda están ahora escuchando todo lo que decimos y sonriendo con satisfacción, todos sabemos quién es nuestro auténtico jefe. Y a mí me gusta que mi líder sea un amigo en quien confío y que no desea mandar ni considerar que lo hace bien. Los tipos seguros de sí mismos y charlatanes que dicen «esto lo soluciono yo» son bufones. Bufones peligrosos.

—Escuchemos la respuesta de Pennae —le dijo Semoor a Doust, divertido—. ¿Admitirá que es un bufón peligroso?

Pennae se volvió otra vez hacia Florin.

—Comandante —preguntó con toda la calma—, ¿me da su permiso para golpear a su sacerdote?

—Sí, pero poquito. Y sin usar nada que tenga filo o punta. O que esté envenenado.

—Y que no sea tu lengua —añadió Semoor, animado—. Cómo me gustaría…

—Estoy segura como el acero es mortal de que te gustaría —le dijo Pennae con dulzura, poniendo su caballo a la altura del de Semoor—. Entonces, sir Florin, si tú decides lo rápidamente que vamos y cómo nos comportamos por el camino, ¿cuáles son tus órdenes? ¿Cabalgar duro y de continuo, y salir de Cormyr a marchas forzadas?

Florin se encogió de hombros.

—No lo sé. De continuo, sí. Sin robar ni actuar como aventureros al margen de la ley. Sin perseguir a nadie que nos parezca indigno o amenazador sólo porque así lo vemos. Nada de entrar a saco en los huertos.

—¿Nada de robar? ¿Por qué no, después del trato que nos ha dado Vangerdahast?

Varios Caballeros trataron de responder al mismo tiempo, y todos con tono serio, pero la voz de Jhessail se impuso a la de sus compañeros.

—Porque puede transformarnos en sapos y reducirnos a polvo junto con cualquier montaña detrás de la cual nos ocultemos. ¡Esa es la razón!

Pennae suspiró con fingido desánimo.

—Vaya, querida, demasiado tarde.

—¿Qué? ¿Qué significa eso? —preguntó Islif con desprecio—. ¿Qué ingenioso robo has cometido ahora? ¿Tiene que ver directamente con el mago real de Cormyr?

Pennae se encogió de hombros.

—Había una vez una ladrona que también formaba parte de los Caballeros de Myth Drannor. Llamémosla Pennae. Y como era mujer y, por lo tanto, vanidosa, poseía un espejo. Un pequeño óvalo de metal brillantemente bruñido. Ahora bien, como después de todo no era tan vanidosa, podían pasar días en los que ni siquiera se mirara en el espejo. Sin embargo, conocía bien su peso y su aspecto, y todos sus pequeños defectos…, y una noche, en el Palacio Real de Suzail, esa moza recibió una pequeña sorpresa. Aquel espejo que tenía tan bien guardado, había desaparecido, y otro, muy similar, pero más ligero y con defectos diferentes, había ocupado su lugar.

—Magos de guerra —murmuró Semoor—. Vangerdahast.

Pennae inclinó la cabeza, confirmando.

—Así es. Algún mago de guerra me robó el espejo y me dejó un sustituto. Evidentemente, siguiendo órdenes de Vangerdahast, y casi seguro, para espiarnos a todos y tenerme localizada sin problema. Esa es la confianza que reina en el hermoso reino de Cormyr.

Islif frunció el entrecejo.

—Es por eso por lo que tienes intención de robar…

Pennae alzó una mano para indicar que no había terminado.

—De modo que anoche dejé caer el espejo nuevo en el guardarropa de la torre de la guardia. Sin embargo, pensé que la artimaña de Vangey era justificación más que suficiente para que yo robara algo.

—Claro —dijo Islif con un suspiro.

Pennae se encogió de hombros.

—Si los lobos me obligan a correr con ellos, ¿no tengo derecho a dar también algún mordisco?

—Una postura moral que a menudo discutimos los servidores de Tymora —dijo Doust—, y…

—Cállate, santurrón —dijo Islif con dulzura.

Pennae le dio las gracias a la dama con una inclinación de cabeza, se miró el dorso de la mano y dijo:

—El palacio es un lugar enorme y fascinante, hecho para pasearse por él. Es sorprendente lo que puede oír de vez en cuando en sus rincones alguien que pueda pasar desapercibido. Entre muchas cosas fascinantes, recordadme que os cuente detalles divertidos sobre las preferencias sexuales de algunas altas damas de la Corte, en caso de que alguna vez tengamos, digamos, una semana de diversiones verbales. El hecho es que oí a un mago de guerra explicar con orgullo los poderes de una serie de gemas que acababa de terminar para el pequeño ejército de lanzaconjuros de Vangey, por supuesto, siguiendo órdenes del mago real. Eran gemas trazadoras, y ahora tengo una conmigo.

—¿Gemas trazadoras? ¿Es decir que ahora mismo les estás facilitando a los magos de guerra la tarea de rastrearnos?

Pennae negó con la cabeza, rebuscó bajo el cuero que le cubría el codo izquierdo y levantó algo para que todos pudieran verlo: una gema pequeña, de brillo apagado y con forma de almendra.

—Esto funciona sólo para dos seres, posiblemente sólo humanos, si uno consigue sangre, lágrimas o saliva de ellos y unta con esas sustancias una cara de la gema, una persona por cada lado.

—¿Y exactamente cómo funciona? —preguntó Florin, sin perder de vista los árboles y las colinas de los alrededores, como si esperara en cualquier momento la aparición de ejércitos de arqueros que empezaran a disparar sobre ellos.

—Hay una palabra grabada alrededor del borde, aquí. Cuando se pronuncia, el lado de la piedra que está descubierto o para arriba es el que funciona, comunicándole a quien la sostiene la dirección y la distancia en que se encuentra el que rastrea en ese momento.

—Utilízala, entonces —la apremió Semoor…, y luego frunció el entrecejo—. ¡Espera! ¿Quiénes son esas dos personas?

Pennae le dedicó una sonrisa tensa.

—Bueno, me las ingenié para conseguir un poco de saliva de Vangerdahast cuando nos dedicó un resoplido displicente.

Florin puso los ojos en blanco.

—¿Y el otro?

—Intrépido —le dijo Pennae—. La obtuve de la misma manera, aunque desde más cerca.

—Utilízala —repitió Semoor.

Pennae levantó la palma de una mano y apoyó la gema en ella, sujetándola con el dedo índice.

—¿Por quién empezamos?

—¿Puedes usarla cuando quieras? —preguntó Doust—. ¿El hecho de buscar a una persona no te retrasa para encontrar a la otra?

—Sí. Y no, en absoluto.

—Vangerdahast —dijeron al unísono Florin e Islif.

Pennae se encogió de hombros, murmuró una palabra que los demás Caballeros no entendieron, cerró un instante los ojos, y luego anunció:

—Está de vuelta en Suzail por lo que puedo entender.

—¿Intrépido?

Pennae dio la vuelta a la gema, pronunció la palabra y esbozó una agria sonrisa.

—Justo detrás de nosotros.

—De modo que Vangey quiere que salgamos del reino sanos y salvos, para ello bastarán una zancada o dos, donde no sean aplicables las leyes de Cormyr —dijo Semoor—, antes de que su banda personal de Dragones tan leales nos claven las espadas por la espalda. ¡Y esos bastardos lo harán, sin duda!

—¡No son tan carniceros, hombre! —le lanzó Islif cuando Pennae guardó la gema—. Son gente buena y leal; absolutamente fieles y lo hacen lo mejor que saben. Siguen las órdenes del rey y las leyes del país, tratando de salir adelante.

Semoor cruzó una mirada con Islif.

—¡Ay! Y también lo son las buenas gentes a las que matan.

—Antes de que empecemos a enseñarnos los dientes unos a otros —interrumpió Pennae—, sugiero que aclaremos bien una cosa: ya sea que Intrépido nos este siguiendo a nosotros, y realmente parece que así es, o que se trate de una simple coincidencia, no hace más que cumplir órdenes que no tienen nada que ver con nosotros, que simplemente lo traen por el mismo camino.

La sonrisa de Doust fue tan sarcástica como repentina.

—¿Y cómo se supone exactamente que vamos a determinar la verdad sobre este asunto? ¿Nos damos la vuelta y se lo preguntamos? ¿No existe la posibilidad de que su respuesta consista en atravesamos la garganta con flechas o con lanzas?

Pennae le dedicó una sonrisa burlona y movió hacia arriba y hacia abajo los dedos plegados de la mano izquierda en dirección a Doust; era el gesto grosero más de moda y significaba, para decirlo de la manera más educada: «¡Lo mismo para ti, cabeza de chorlito!».

—Tal vez te sorprenda saber, Santísimo Ornamento de Tymora —respondió—, que uno o tal vez dos personajes de Faerun, en días pasados, se han dedicado a pensar en situaciones similares a esta. Tal vez incluso te descoloque saber que algunos de ellos han propuesto soluciones, y lo que quizá te deje absolutamente mudo de asombro es que yo he oído, y he comprendido, sus propuestas. Para que conste: sugiero por la presente que todos nosotros nos desviemos hacia el norte dejando el camino en cuanto no veamos bosque cerrado detrás, internándonos en los campos no cultivados.

—Justo en la boca del lobo, al encuentro de los forajidos o de algo aún peor —dijo Semoor con expresión ceñuda.

Pennae lo miró enarcando una ceja.

—Creía que éramos aventureros —dijo, imitando al pie de la letra su tono más burlón.

—¡El sacerdote de Tymora es él, no yo! —le soltó Semoor, apuntando a Doust con el pulgar.

—Ya basta —dijo Islif—. ¿Florin?

El explorador miró a sus compañeros pensativo, hasta que el brillo de sus ojos indicó que había tomado una decisión, y señaló hacia los árboles que flanqueaban el lado norte del camino.

—Pennae tiene razón —dijo—. Buscamos la primera senda que se interne en el campo y por la que puedan circular nuestros caballos. Allí escogemos un lugar donde escondernos y vigilar el camino. Me gustaría intercambiar algunas palabras con el ornrion Dahauntul, haciendo uso de cualquier magia de que podamos disponer para averiguar si dice la verdad o no. Creo que necesitamos saber por qué nos están siguiendo.

—Quién nos está utilizando esta vez y por qué —murmuró Pennae.

La palabra y el gesto con que Florin respondió fueron igualmente adustos:

—Precisamente.

—Creo que hay un claro entre los árboles allí delante —dijo Semoor, señalando con el dedo.

—¿Y quién crees que nos estará esperando allí para acribillarnos a flechazos? —preguntó Doust, pegándose un poco más a su montura.

Islif meneó la cabeza.

—Puede haber arqueros por todas partes menos ahí. He estado observando que los pájaros entran y salen volando. Posándose tranquilamente en una rama, llaman con suaves trinos a los suyos y saltan después a la siguiente.

Pennae, que iba a la cabeza, asintió, manifestando su acuerdo.

—Por el aspecto parece una senda antigua. Está cubierta de malas hierbas, pero tiene un ancho suficiente para una carreta, y…

Alzó una mano dándoles el alto, se deslizó de su montura con la ligereza y la velocidad de una anguila de río que elude a quien intenta cogerla, y avanzó bien agachada.

Florin señaló a Jhessail y luego a Pennae, indicándole que atendiera el avance de la ladrona. Islif ya les estaba haciendo señas a los sacerdotes para que vigilaran hacia el este y hacia el sur mientras ella se volvía para observar el camino que quedaba por detrás de ellos.

Pennae dio la vuelta y se acercó a los demás.

—Una senda muy vieja, pero usada recientemente por montones de caballos, algunos bueyes y carretas. Antes de eso, mulas. Doust, baja de esa bestia y ven conmigo.

El más callado de los Caballeros la miró, sorprendido, y luego se volvió hacia Florin, que asintió.

Doust suspiró.

—Que Tymora me acompañe —musitó, y se bajó del caballo con tanta torpeza que a punto estuvo de caerse.

Con una mueca al notar lo rígidos que tenía los muslos por la larga cabalgada, avanzó detrás de Pennae, que estirando una mano lo asió por el codo que tenía más próximo y lo obligó a detenerse mientras con una mirada severa le indicó por señas que tratara de moverse tan sigilosamente como ella.

Doust puso los ojos en blanco, besó el sagrado símbolo de Tymora que llevaba al cuello, le dedicó una sonrisa forzada y obedeció. El resultado arrancó a Pennae un gesto de resignación.

—Sígueme unos doce pasos por detrás —le susurró—. Es mejor el silencio que la prisa, pero no me pierdas de vista. Si me atacaran, grita para que todos acudan corriendo.

Tras decir eso y sin esperar una respuesta, se volvió y, agachándose, se internó entre la alta hierba con apenas un leve susurro.

Doust la observó, pensando que se parecía mucho a una sombra más entre los árboles. Pronto resultó difícil distinguirla al fundirse con los oscuros troncos de árboles achaparrados y las siniestras sombras de los frondosos arbustos. Sin pensárselo dos veces, con el único objetivo de no perder de vista a la curvilínea ladrona, la siguió.

La hierba y las ramas secas y quebradizas que cubrían el suelo crujieron bajo sus botas, y algo oscuro que se elevó a su derecha, junto a su cara, lo sobresaltó.

Antes de que Doust pudiera volver la cabeza, aquello lo mordió en el lóbulo de la oreja con suavidad y, a continuación, lo sujetó por la muñeca cuando él, instintivamente, alzó la mano para golpear a aquella cosa.

—No te muevas —le musitó Pennae en la oreja que le había mordisqueado—. No hagas el menor movimiento. Ni uno solo, hasta que yo vuelva a por ti.

Con los ojos fijos en los suyos, ella se dejó caer de rodillas; desapareció entre la hierba como si el suelo se la hubiera tragado, y… ya no estaba. El sacerdote de Tymora se quedó solo, mirando en derredor sin saber qué hacer, mientras una brisa levísima pasaba rozándole la dolorida oreja.

Hasta que Pennae volvió a salir de la hierba justo delante de él, cerniéndose oscura y sinuosa, y haciendo que él se echara hacia atrás y diera un respingo. Eso le arrancó a la ladrona una sonrisa ladina.

Sin una sola palabra, pasó a su lado y volvió a salir al camino para reunirse con el resto de los Caballeros, dejando que el sacerdote corriera tras ella.

Eso fue lo que hizo Doust, murmurando una sincera plegaria a Tymora para que mantuviera toda su piel intacta en los días siguientes, incluida la de sus orejas.