Capítulo 3

Flechas y tapices

¿Siempre flechas en mi cara?

¿O dagas atravesando tapices

y clavadas por la espalda?

Siempre son flechas y tapices

y mi sangre se derrama, y lucha

por seguir sirviendo al reino.

El personaje de Graerus el Dragón Púrpura,

en Aunthus Durl de Puerta Oeste,

Tierra de Dragones,

Representada por vez primera

en el Año de la Espuela

Los arqueros que había entre los formidables matones hicieron una señal de asentimiento a Brorn, prepararon sus flechas y alzaron los arcos. Los guerreros que rodeaban a los Caballeros observaban a los arqueros y esperaban para hacerse a un lado y dejar paso a las flechas.

En torno a los tres Caballeros, el aire reverberó de repente, sorprendiendo al parecer tanto a estos como a sus agresores, y un retumbo relampagueante se oyó a lo lejos, en dirección oeste, a lo largo del camino.

Brorn alzó una mano para evitar que se desperdiciaran flechas, y con la otra señaló hacia el este, siguiendo el camino. Steldurth ya se dirigía hacia allí a grandes zancadas, con el ceño fruncido y oteando el horizonte.

Un gran trecho del camino del Mar de la Luna parecía recto y llano, pero realmente tenía marcados desniveles, pues atravesaba una sucesión de colinas, sacrificando los rodeos y las suaves curvas de muchas pistas locales en aras de una ruta más recta, aunque con más ondulaciones.

En la culminación de la más próxima, asomaba una fila de Dragones Púrpura con armadura completa, las Viseras bajas y cabalgando a pleno galope, directos hacia los formidables matones y los Caballeros que ocupaban el camino.

—¡Dioses, magos de guerra! —soltó Steldurth, girando sobre sus talones y agitando los brazos en señal de alarma.

—¡Al bosque! —bramó Brorn—. ¡Los que tengáis arcos, dispersaos y escondeos, y disparad contra todos los magos de guerra que veáis! ¡A caballo y con las espadas desenvainadas, o nos arrollarán! ¡Olvidad a los Caballeros! ¡Moveos, deprisa!

Los forajidos se movieron. Mientras Jhessail, Doust y Semoor permanecían expectantes, sin atreverse a abandonar la pequeña nube de aire que crepitaba y reverberaba a su alrededor, sus atacantes saltaron sobre las monturas o corrieron a refugiarse entre los árboles.

Los Dragones Púrpura seguían acercándose, al galope, y el retumbo de los cascos en movimiento se oía cada vez más nítido. Los Caballeros observaban en silencio la magnífica carga, hasta que Jhessail maldijo y trató de escabullirse entre las botas de los dos sacerdotes.

—Estate quieta —le soltó Doust—. Tengo un conjuro que debería desviar a los caballos si amenazan con pasarnos por encima. ¡Por los dioses, mirad cómo vienen!

Era una escena salida de un relato contado junto al fuego. Tres o más filas de hombres armados y a caballo galopaban hombro con hombro, con sus armaduras relucientes y las espadas en ristre. Dos llevaban estandartes en sus lanzas, y a medida que se acercaban, mientras los forajidos gritaban y trataban de dominar a sus caballos, esas lanzas apuntaron de manera amenazadora camino adelante con sus puntas largas y brillantes.

Brorn echó una mirada a esas puntas aguzadas y a la cantidad de Dragones decididos que los perseguían y gritó algo que los Caballeros no lograron entender.

Sus hombres sí lo entendieron. En un abrir y cerrar de ojos salieron a toda velocidad, huyendo hacia el este y dejando a los Caballeros —y a sus propios arqueros, uno de los cuales salió de entre los árboles y trató de correr detrás de ellos, hasta que se dio cuenta del peligro y volvió a ocultarse— en medio de un remolino de polvo.

Steldurth iba a la retaguardia de los forajidos, lanzando un torrente incesante de maldiciones. Les echó a los Caballeros una mirada fulminante al pasar, pero —disuadido tal vez por la maza y la expresión feroz de Semoor— no se inclinó en la montura para tratar de matar a alguno con la espada.

Los Caballeros se quedaron mirando los cascos del caballo de Steldurth, que golpeaban rítmicamente el polvo mientras él y los demás se iban perdiendo de vista hacia el este.

Entonces, llegaron los Dragones y pasaron como una masa atronadora de cascos, melenas y colas al viento, y brillantes armaduras. Eran seis filas, más de treinta jinetes en total, y en medio, magos de guerra de aspecto poco tranquilizador que se balanceaban en sus movedizas monturas. Las últimas filas sofrenaron a las cabalgaduras, y pasando del galope al trote y luego al paso al acercarse a los Caballeros, volvieron atrás describiendo un círculo. Varios Dragones desmontaron, espadas en ristre, y se dirigieron hacia los árboles, evidentemente en persecución de los arqueros. Uno de los magos de guerra a quien dos Dragones Púrpura, uno a cada lado, le sujetaban las riendas formuló algún conjuro que hizo que se encendieran luces brillantes en medio de los árboles. Esas luces corrían veloces por el bosque, tropezaban y maldecían al golpearse contra los árboles y las ramas, hasta que los Dragones las alcanzaban, momento en que cesaban rápidamente las carreras y las maldiciones.

La última luz fue arrastrada al camino. Resultó ser un forajido con el pelo revuelto, los brazos separados del cuerpo y la cabeza rodeada por un halo de luz cegadora.

—¡Sin estrangularlo —ordenó escuetamente un Dragón Púrpura de robusto cuello—, y que no haya accidentes! A este hay que mantenerlo con vida para interrogarlo.

Entonces, se volvió a mirar a Doust, Semoor y Jhessail. Le hizo un gesto imperioso con la mano al joven mago de guerra que tenía a su lado, y este asintió y murmuró algo.

El escudo reverberante que rodeaba a los Caballeros se desvaneció, y los tres se quedaron mirando unos ojos que eran de un gris acerado comparable al del escaso pelo del lionar y que tenían un toque divertido.

—¿Tan faltas de interés están las hermosas tierras altas de Cormyr —preguntó con tono burlón y casi insultante— que tenéis que andar jugando a las espadas en medio del camino real? ¿O es que ser aventurero implica vuestra participación en un número determinado de batallas perdidas al mes?

Jhessail, que se había puesto de pie entre los dos sacerdotes, detrás de Semoor, le mordió la oreja a este último sin vacilar, y cuando el hombre hizo una mueca de sorpresa, le dijo al oído:

—Si piensas responder con alguna de tus ocurrencias, mejor te callas. Y tampoco digas nada ingenioso que pienses a continuación. Déjame hablar a mí.

Sin esperar una respuesta, puso la espada en el suelo y miró de frente al lionar.

—Nosotros recibimos órdenes directamente de la Reina Dragón, y somos caballeros del reino y también aventureros ávidos de entretenimiento.

El aire divertido se acentuó aún más en los ojos grises.

—¡Ah!, debe ser por eso por lo que nos han dado órdenes de sacaros sanos y salvos del reino. ¿Alguno de vosotros tres está herido? ¿O pueden ponerse nuestros sanadores manos a la obra con los demás?

Los magos de guerra desaparecieron rápidamente tras los tapices del fondo de la sala de la guardia cuando entró la princesa. Se movían deprisa bajo el azote de la lengua del mago real que escupía órdenes en un tono que dejaba bien claro que no estaba de buen humor.

Alusair se preguntó un instante qué problema habría surgido ahora en el reino, y acto seguido, decidió que le importaba un bledo. Vio que Vangerdahast empezaba a volverse hacia ella y rápidamente clavó un dedo imperativo en las costillas del heraldo de palacio, que anunció presuroso pero con tono rimbombante:

—La princesa Alusair Nacacia Obarskyr.

No sobrevino la menor reacción, pero era lo que Alusair esperaba. También esperaba que Vangey no se molestase en ocultar su fastidio ante su aparición en esa cámara. Y no lo hizo.

—Princesa —la saludó con una escueta reverencia—, ¿a qué debo el placer de vuestra…?

Ni siquiera se tomó la molestia de rematar la frase, sino que se dedicó a mirar con furia al heraldo, hasta que este inclinó la cabeza, con presteza, y ya se disponía a retirarse cuando Alusair lo detuvo con una mano en la frente.

—Un momento, heraldo —dijo en voz alta y con tono jocoso—. Por nuestra orden real requerimos tu presencia un par de minutos más para que seas testigo de lo que siga.

Vangey ni siquiera se había molestado todavía en mirarla. La mirada furiosa de Alusair pasó del heraldo al mago de guerra encargado de seguirla. Era uno más en la interminable sucesión de escoltas educadamente silenciosos que Vangerdahast había asignado a mantenerla vigilada desde que abría los ojos por la mañana para informarle a él de todo lo que hacía: de cualquier palabra imprudente, de cualquier movimiento que cortara el aire y de todo intento de meter las narices. Por los dioses que la princesa odiaba a los magos, especialmente a este de mirada aviesa que tenía ahora ante sí.

—Mago real —dijo la joven antes de que él pudiera hablar y llevar la voz cantante en la conversación—, hemos venido personalmente a devolver a este mago de guerra que tan eficaz y atentamente nos ha acompañado. Es educado y capaz, y no nos ha inferido la menor ofensa, pero su presencia a nuestro lado en todo momento ya no es necesaria. Cormyr necesita de sus servicios, y de los de todos los magos de guerra que tan amablemente nos has asignado como escoltas estos días, mucho más que nosotras. Ahora tenemos nuestro adalid personal, aprobado tanto por nuestro real padre, el rey, como por nuestra real madre, la reina, para proteger nuestra persona y atender a todas nuestras necesidades.

Alusair dedicó una de sus sonrisas más zalameras al enfurecido Vangerdahast. Había decidido de antemano que, sucediera lo que sucediese, no perdería la compostura en ese enfrentamiento, porque si lo hacía, lo perdería todo en aras de la burlona satisfacción de Vangerdahast ante sus…, ¿cómo las había llamado?…, sus «inmaduras salidas de tono».

Vangerdahast lentamente enarcó una ceja con el aire condescendiente de alguien que le sigue la corriente a una necia jovencita.

—Alteza, esta novedad me intriga, pues no conozco a nadie adecuado para tan importante cometido que no esté ocupado ya de lleno en tareas de vital importancia para el reino. Como mago de la corte, exijo conocer la identidad de semejante personaje para impedir que cualquier mago de guerra leal lo destruya llevado por su empeño de defender a vuestra persona. ¿Quién es, entonces, ese adalid…?

Ese hombre era un auténtico bastardo. Alusair puso freno a su creciente enfado clavándose las uñas de ambas manos en las palmas. Por la cara del mago se dio cuenta de que debía de estar poniéndose roja.

—El ornrion Taltar Dahauntul, más conocido como Intrépido, ha sido designado como nuestro adalid personal. Eficazmente protegidas por él, ya no tendremos necesidad de magos de guerra, por no hablar de su autoridad de mano dura, ni de la vuestra.

Sus palabras sólo recibieron un repentino y helado silencio por respuesta.

Dos magos de guerra que habían aparecido por detrás de unos tapices se quedaron mirando a la princesa. El heraldo que tenía a su lado temblaba, y el crepitar del anillo protector que Alusair había activado al deslizarse por el palacio le comunicó a la joven que el mago de guerra que la escoltaba estaba de pie detrás de ella, sin duda para ocultarse de la furia de Vangey, y también era presa de un temblor seguramente provocado por la risa.

Entonces, con un pequeño estremecimiento de miedo, Alusair se dio cuenta de que había conseguido enfurecer al mago real.

—No, princesa, vuestra conclusión es inaceptable —dijo Vangey—. Podéis prescindir de títulos vacíos si queréis, pero eso no puede afectar a mi despliegue de nuestros leales magos de guerra. Vuestra supervivencia es vital para Cormyr, por lo que vuestra escolta debe mantenerse a vuestro lado. ¿Me permites que te recuerde que gobernar no es precisamente un juego? Como tutor tuyo que soy desde hace tiempo os insto a reconsiderar vuestro comportamiento, y como mago real de Cormyr os ordeno, por el bien de nuestro Reino del Bosque, que recuperéis la sensatez.

Alusair lo miró fijamente, procurando no acobardarse ante el enfado que le encendía las pupilas. Se forzó a dar un paso lento y displicente hacia él.

—Dime, mago —dijo, abandonando los tratamientos formales por tratarse de virguerías poco frecuentes en las que podía trabársele la lengua con facilidad, y eso era algo que tenía que hacer bien—, ¿cuál de todos los que estamos en esta habitación tiene sangre real en sus venas y, por lo tanto, tiene derecho a dar órdenes a los ciudadanos del reino…, y cuál de nosotros es un viejo tirano prepotente cuya autoridad es la que nosotros, los Obarskyr, queramos concederle? Los magos reales se eternizan en su cargo y superan con mucho la autoridad que les corresponde, obedeciendo a las tentaciones que los dioses ponen en su camino, y, mago, ¡tú hace tiempo que te has excedido según todas las evidencias!

Sin esperar respuesta, orgullosa de que su voz se hubiera agudizado pero sin llegar a gritar ni a volverse trémula al pronunciar las últimas palabras, Alusair se dio la vuelta y, por supuesto, se encontró cara a cara con el pálido heraldo y con el boquiabierto mago de guerra de su escolta.

—Queda así dirimida esta cuestión —les dijo, obsequiándolos con una breve y brillante sonrisa—. Felizmente.

Y dicho eso, se marchó, dejando tras de sí a un Vangerdahast que la miraba trémulo de rabia.

No tuvo necesidad de decir una palabra para hacer que el heraldo y el mago de guerra salieran como una exhalación detrás de la princesa. En su prisa por retirarse de la habitación, los dos estuvieron a punto de chocar al llegar a la puerta. Hubo también un gran revuelo de tapices cuando los demás magos abandonaron la sala corriendo para dejar al mago real solo, que contemplaba furioso una puerta abierta.

No estuvo solo mucho tiempo. Laspeera apareció por detrás de uno de esos vapuleados tapices con tal prontitud que quedó claro que había estado escuchando.

—Tiene razón y lo sabes… —murmuró, poniendo mucho cuidado en no sonreír.

La mirada que le echó Vangerdahast la atravesó como una daga, pero Laspeera se mantuvo firme, sin arredrarse.

—… en una cosa, Vangey —añadió—. Te estás volviendo viejo realmente. Hace años jamás habrías permitido que el comportamiento de un Obarskyr te pusiera así de furioso.

—¿Furioso, muchacha? —le soltó Vangerdahast—. Me malinterpretas. Sólo estoy disfrutando de la furia que me invade. Nuestra Alusair, por fin, está sacando las garras y se está convirtiendo en alguien con quien va a resultar divertido intercambiar opiniones. ¡Justo lo que el reino necesita! ¡Para eso trabajo, no lo olvides!

Empezó a pasearse.

—¡Primero, nos faltaba ese Intrépido, ese conspirador para ayudar a una joven princesa en sus travesuras! Debemos sacarlo fuera del alcance de sus desaprensivas garras reales, más deprisa que volando. Lo mejor es enviarlo a una larga misión en otra parte…, y la verdad es que tengo una tarea así que lo requiere. Tráelo aquí.

Laspeera asintió.

—A tus órdenes —murmuró con sorna, mientras volvía a desaparecer por detrás de los tapices.

Su tono enfureció a Vangey, pero se encontró solo, mirando en derredor a una habitación vacía.

—¿Yo, un viejo tirano prepotente? —dijo, atravesando la estancia a grandes Zancadas.

Ante él se alzaba una pared y giró sobre sus talones abruptamente para recorrer el camino inverso; se detuvo en mitad de una zancada para voltear el anillo que llevaba en un dedo y anunciar al aire:

—Tathanter Doarmund, prepara los portales de Halfhap y seis caballos, estos con provisiones para el viaje, tiendas y todo. Vas a escoltar a los seis jinetes desde las puertas orientales de la sala de guardia hasta los portales. Cuando te hayas encargado de todo esto, quiero que me esperes junto a esas puertas lo más rápidamente que puedas llegar allí.

La respuesta del mago de guerra Tathanter Doarmund fue apenas audible después de cruzar medio palacio, pero Vangerdahast sí la oyó y se volvió, asintiendo levemente. Al parecer todavía quedaba gente en el reino dispuesta a obedecerle con prontitud. Quedó doblemente demostrado un momento después, cuando la puerta se abrió y apareció ante él el ornrion Taltar Dahauntul, que se acercó con expresión seria seguido por Laspeera, que venía un paso por detrás.

Vangerdahast esperó delante de los tapices, con expresión tan seria como la del soldado. Cuando Intrépido entró en la habitación, Laspeera cerró suavemente las puertas y se quedó fuera.

El ornrion se detuvo ante él, y Vangerdahast le mostró una brillante sonrisa.

—Ha surgido una misión que requiere de tu ampliamente probada capacidad, ornrion Dahauntul. Debes seguir a los Caballeros de Myth Drannor, asegurarte de que abandonan Cormyr, averiguar adónde van e informar de su situación, sea en el punto de Faerun que sea, cuando den muestras de asentarse en algún lugar. Si se dividen o se implican en cualquier traición contra el reino, debes enviar a algunos de los Dragones Púrpura que te acompañarán a informarnos, y redistribuir tus fuerzas para no perder de vista a ninguno de los Caballeros. No llevarás contigo ningún mago de guerra.

Intrépido frunció el entrecejo.

—Lord Vang…

—No hay tiempo para preguntas innecesarias, ornrion —le soltó Vangerdahast—. Debes partir de palacio inmediatamente, sin hablar con nadie, excepto con los cinco hombres bajo tu mando, ni siquiera con personajes de sangre real, sobre esta misión. Encontrarás caballos y provisiones dispuestos, y estos hombres cabalgarán contigo…

Los tapices que había detrás del mago real se apartaron movidos por manos invisibles y dejaron al descubierto a cinco Dragones Púrpura que eran bien conocidos de Intrépido: el primer espada Aubrus Norlen, el telsword Ebren Grathus y los espadas Teln Orbrar, Hanstel Harrow y Albaert Morkoun. Intrépido reprimió un gruñido, pero le costó trabajo.

—… para asegurarnos de que no tratas de hablar con, digamos, cierta princesa antes de partir.

—¡Ah…!, señor —dijo Intrépido, observando cómo los cinco Dragones veteranos, cuya fama de patanes indolentes era conocida incluso en Arabel, rodeaban con paso rígido al mago real para formar detrás de él.

—Daos por saludados —dijo Vangerdahast—. En marcha.

Con una leve inclinación de cabeza, el ornrion encabezó la marcha con gesto sombrío, siguiendo la dirección que indicaba el brazo de Vangerdahast. El mago señalaba las puertas por las que había entrado. Con gesto adusto, Intrépido las abrió de par en par y salió a grandes Zancadas.

No le sorprendió encontrar a un mago de guerra esperando en el pasillo, al otro lado. Era Tathanter Doarmund, con quien había trabajado una o dos veces antes. Doarmund lo saludó con una inclinación de cabeza y les indicó que lo siguieran. Intrépido se hizo a su paso seguido por aquellos cinco necios indeseables.

Mientras marchaban, sus pensamientos eran gritos furiosos en el ardiente silencio de su mente.

«Un día, mago real Vangerdahast, darás un paso en falso, sólo uno, y alguien, alguien, te devolverá con creces toda tu prepotencia, puedes creerme… Y yo daría lo que fuera por estar allí y presenciar cada maldito momento de tu caída. Yo la maldita multitud de los que lo ansían tanto como yo…».

En la habitación que el ornrion furioso había dejado atrás, el hombre al que maldecía en silencio sonreía mirando a los soldados que se alejaban por el pasillo adelante.

Un tapiz se apartó con un leve susurro y apareció una mujer de paso tan leve como el de una bailarina. Su cuerpo curvilíneo estaba cubierto de cuero negro bien engrasado y cruzado por correas repletas de armas. Llevaba una gorguera de metal negro alrededor del cuello, y por todos lados se veían empuñaduras negras de dagas. Incluso por encima de la gorguera tenía un aspecto peligroso. En sus ojos grandes y oscuros asomaba una mirada amenazante y ávida. Su rostro, de facciones afiladas, era blanco como el marfil, pero estaba enmarcado por una cabellera negro azabache brillante y cortada a lo paje, y su sonrisa era como la punta de una espada bien acerada.

Cormyr contaba con pocos altos caballeros, y entre ellos sólo había un puñado de mujeres. Lady Targrael era, con mucho, la que peor fama tenía, y había motivos para ello.

Se deslizó hasta casi tocar el hombro de Vangerdahast.

—¿Debo permanecer aquí para defenderte cuando la princesita Alusair se entere de esto y venga como una furia para tirarte cosas a la cabeza?

—La oferta es tentadora —dijo Vangey—, pero no. No puedo confiar en que esos seis Dragones que acaban de marcharse puedan usar unas simples bacinillas sin un manual de instrucciones. Ocúpate de que los Caballeros salgan de Cormyr, especialmente de que ninguno de nuestros listísimos nobles consiga hablar con alguno de ellos y tramar algo. En cuanto hayan abandonado nuestro suelo, no me importa lo que pueda pasarles, siempre y cuando yo no resulte implicado.

Targrael sonrió con frialdad, y sus ojos oscuros relucieron.

—No soy tan descuidada. Tengo una reputación que mantener.

Vangerdahast le devolvió una sonrisa que no tenía nada de agradable.

—Precisamente por eso necesito saber que has entendido cabalmente tus órdenes, hasta el menor detalle.

—Así es, hasta el menor detalle. —Pasó a su lado—. Supongo que una parte de mi atuendo está encantada para que puedas escuchar.

—Por supuesto. Sin embargo, sería poco prudente deshacerte de ella, Ismra.

—Trato de reducir al mínimo mis momentos de imprudencia, y casi nunca trabajo desnuda. ¿Te ocuparás de ese tal Baeren…?

—Será debidamente cuidado. Cormyr jamás olvida ni abandona a quien lo ha servido fielmente.

—Eso bien lo sé —dijo la Alta Dama al salir, procurando mantener un tono de voz totalmente neutral.

Florin se encontró tendido sobre un catre duro de tablas cruzadas. Por el olor del ambiente, estaba en una habitación fría, húmeda, de paredes de piedra. Todavía tenía puesta la armadura, pero lo habían despojado de la espada y la daga. Yacía de espaldas y las manos de un sanador experimentado lo tanteaban, oprimiendo y moviendo con suavidad sus miembros, buscando fracturas.

Florin no sentía ningún dolor espantoso, sólo muchos dolores intensos y recurrentes de una agonía evocada. La aflicción se extendía como las ondas en el agua. Eso quería decir que ya lo habían curado.

Mantenía los ojos cerrados, fingiéndose inconsciente. Las voces que lo sobrevolaban habían estado diciendo cosas interesantes, y la gente que hablaba así tenía la costumbre de interrumpirse bruscamente ante la menor señal de que a alguien le interesaba escuchar.

—… ya no es nuestro problema. En cuanto se vayan de aquí, Intrépido estará esperando en las torres de la puerta oriental para hacerse cargo de su seguimiento y de comprobar que abandonan el reino.

El otro hombre, de voz más aguda, rio entre dientes.

—Intrépido, que tanta simpatía les tiene. ¡Vaya, es probable que estos Caballeros hayan visto bastante de Halfhap como para que no les apetezca volver en toda su vida!

—Una vida que puede ser muy corta si siguen así ¬dijo la primera voz, la más profunda—. No podemos ir a galope tendido detrás de ellos, curándolos cada vez que andan por Faerun. ¿Ya casi has terminado, sacerdote? Apostaría a que este está despierto y escuchando lo que decimos.

Una bota dio un leve puntapié a una pata del catre de Florin, que consideró adecuado gruñir y moverse simulando que se despertaba lentamente.

—No engañas a nadie —dijo el de la voz profunda desde algún punto por encima de él.

Florin abrió un ojo con desgana.

—¿Q… qué…? —balbuceó con una torpeza que no tuvo necesidad de fingir.

Tenía la boca y la garganta como si alguien le hubiera puesto un estropajo dentro y lo hubiera dejado allí, y los dolores se hacían más fuertes. Le dolían hasta las yemas de los dedos.

Acercaron una luz para iluminarle la cara. El Caballero explorador parpadeó y los ojos le lagrimaron. Trató de mirar al techo de piedra oscura abovedado. Por fin, pudo ver cuatro caras que lo miraban. Todas pertenecían a hombres con aspecto de soldados.

—¿Qué lugar es este? —les preguntó lentamente.

—Una de las dos torres occidentales de Halfhap, la puerta para llegar a todas partes —dijo el hombre de la voz profunda con un toque de cinismo divertido en la voz. El gruñido con que respondió Florin no requería ninguna respuesta—. Los Dragones Púrpura estamos tratando de asegurarnos de que os marcháis desde aquí hacia el este esta vez y llegáis realmente al Valle de las Sombras.

—En el camino —farfulló Florin, tratando de parecer más aturdido de lo que estaba—. Forajidos. Muchos. Me clavaron una flecha. Los demás, mis compañeros, ¿cómo están?

—Están todos vivos, gracias a nuestros sacerdotes… y a las órdenes de la reina. Trata de no jugar a coger flechas la próxima vez. Fue una suerte que os toparais con arqueros hostiles en el camino real justo cuando nuestra mayor patrulla del día iba hacia allí. Derrotamos a esos bandidos y os trajimos de vuelta aquí.

—¿A todos? Éramos…

—A todos. Al menos eso afirma la pequeña lengua afilada del pelo rojo. No le gusta mucho que la interroguen.

—¡Ah! —reconoció Florin—. Ella es… así.

Por encima de él, los oficiales de los Dragones Púrpura soltaron una risita.

—Tuvimos suerte —añadió lentamente, tratando de hacerse el inocente para averiguar una verdad que ya sospechaba— de que pasarais por allí. Fue como si os hubieran enviado a seguir a los Caballeros de Myth Drannor y a ocuparos de que recorrieran con seguridad la zona que patrullabais.

Los Dragones no lo decepcionaron.

—Precisamente nos encomendaron esa misión —dijo el comandante de la voz profunda—. Sabiendo esa verdad, tal vez consigas que tus compañeros, esos a los que llaman Pennae y Semoor en particular, se comporten.

—Aprecio tu sinceridad —le dijo Florin al oficial, un ornrion casi calvo; el poco pelo que le quedaba en las sienes era de color gris.

—Eso espero. —El ornrion no sonreía—. El mago real nos ordenó despachar patrullas y seguiros hasta que salierais de Cormyr sin descubrirnos a menos que fuera necesario. Teníamos que asegurarnos de que no os desviarais y os escondierais tratando de permanecer en Cormyr o metiéndoos en líos por el camino.

—Y eso fue lo que hicimos —dijo Florin, un poco cansado—. Somos especialistas en meternos en líos.

—Lo mismo opino yo —dijo el ornrion, sonriendo por fin—. El hecho es que le debéis la vida a la diligencia del lionar Thrave. Fue él quien insistió en doblar nuestras dos patrullas habituales y en traer con nosotros a la maga de guerra Rathana —una mujer poco atractiva, seria, vestida de negro, que asomó por detrás del hombro del ornrion y saludó a Florin con una inclinación de cabeza— y a nuestro sacerdote, Maereld, mano santa de Torm. Con su ayuda fuisteis curados y traídos a Halfhap. Pasaréis la noche aquí, en el torreón de la puerta, y nos ocuparemos de vuestro desayuno y de atender a vuestros caballos. También contaréis con sacerdotes que dirijan vuestras plegarias. Entonces, os permitiremos que rodeéis Halfhap y sigáis vuestro camino.

Florin suspiró.

—¿No vais a escoltarnos para aseguraros?

El ornrion medio sonrió.

—¡Oh!, alguien lo hará. Si Tymora os sonríe, no os toparéis con ellos. Los encabezará alguien que ya es casi un viejo amigo para vosotros.

Florin volvió a suspirar. Habría apostado todo lo que tenía a que era Intrépido.

Por educación, no le pidió al ornrion que confirmara sus sospechas. Estaba empezando a ser capaz de interpretar la manera de actuar de muchos oficiales de los Dragones Púrpura, y esa media sonrisa significaba «no esperes ninguna respuesta».

—Gracias por mi vida —fue lo único que dijo. Le pareció lo más cortés.