Al que enfurece a un mago le espera la muerte
Por cierto, he aprendido una, dos o tres cosa:
en una vida llena hasta ahora de engaños
y traición: hay pactos que mantener;
hay que saber cuando huir, y además:
que si enfureces a un mago, te espera la muerte.
El personaje de Ornbriar el Viejo Mercader,
en Chanathra Jestryl, dama juglar de Yhaunn,
La vuelta a casa de Karnoth,
representada por vez primera
en el Año del Pájaro de Sangre
—¡Jamás había visto un esqueleto como ese! —dijo el Arpista—. ¡Atrás!
—Tampoco yo había visto un esqueleto como ese —dijo Intrépido—, pero eso carece de importancia. ¡Mirad esas cosas reptantes que vienen detrás!
—Hargaunts —dijo Dalonder Ree, mientras él, Intrépido y Florin retrocedían apartándose de Brorn y tratando de ver más allá del esqueleto armado con una espada—. Se llaman hargaunts.
—¡Qué amable! —dijo Intrépido—. Siempre es el colmo de la cortesía urbana saber el nombre de lo que intenta matarlo a uno.
Más allá del esqueleto andante, los trozos de los hargaunts se reunían como gusanos que convergieran sobre algo muerto y empezaran a transformarse en una figura de aspecto vagamente humano.
—¡Abríos! —gritó Florin a Intrépido y al Arpista mientras se apartaba hacia la izquierda y les hacía señas de que hicieran lo mismo hacia la derecha.
Les indicaba que se movieran de tal modo que pudieran atacar al esqueleto desde el frente y desde los dos flancos al mismo tiempo. Ree y el ornrion asintieron, e hicieron lo que les decía.
—¡Maldición! —dijo el esqueleto.
Se sintió mucho mejor rodeado por el escudo.
La combinación de dos custodios y una protección contra el hierro capaz de resistir a casi toda la magia y de hacerlo intocable ante las espadas y dagas de los Caballeros de Myth Drannor o de cualquier otro cuya espada no estuviese cargada con una magia potente.
Pero todavía había espacio para algo más. Un simple engaño para simples aventureros. No se enfrentaría a los Caballeros como Onsler Ruldroun ni como una vieja de vestido harapiento, sino como el ornrion Intrépido cubierto con jirones de un disfraz fallido y que acude a reunirse con ellos, siguiendo órdenes de la Corona.
Eso se lo creerían en un pis pas. Le permitirían seguir camino con ellos en lugar de tener que pasarse los días acechando en el bosque, tratando de acercarse lo más posible sin ser visto.
El hargaunt ya hormigueaba de satisfacción antes siquiera de haberse concentrado realmente en su recuerdo de la cara del ornrion.
Unos momentos de serpenteo y de fluidez, y otra vez a la lucha.
La Habitación del León era cálida y estaba ricamente recubierta de paneles, y el reflejo del fuego en sus copas resultaba reconfortante. Ya casi habían pasado de la etapa de las pullas y los codazos, llevados por el creciente nerviosismo de quienes están a punto de convertirse en secuaces de una conspiración. Y eso no era ninguna tontería, si se temía en cuenta el odio y la rivalidad que reinaban entre esos jóvenes de la nobleza hasta esa noche.
El sabio real Alaphondar sabía cómo tratar a la nobleza. Conocía sus puntos fuertes y los había alabado, por no decir nada de su orgullo y meteduras de pata e indiscreciones. De ahí que Lharan Huntcrown, Doront Rowanmantle, Beliard Emmarask, Cadeln Hawklon, Faerandor Corona de Plata, Garen Genuina Plata y Talask Dauntinghorn se sintieran emocionados por encontrarse en esta cámara privada del Palacio Real.
Los herederos de las más destacadas familias nobles del reino habían sido reclutados para realizar alguna misteriosa «misión oficial para la Corona». Eso significaba algo. El mero hecho de haber nacido en el seno de las familias cuyos nombres llevaban era suficiente para pavonearse y darse importancia ante los de más bajo origen, pero todos ellos sabían que por sí mismos no habían hecho nada todavía para ganarse el respeto personal, ni para ganar ni la más ínfima moneda fuera de la ceca que fuera.
Hasta el tonto más tonto podía sospechar que si culminaban bien esa misión, suyos serían puestos importantes de la Corona e ingresos acordes. Además, eso daría qué pensar a sus padres.
De ahí que estuvieran sentados, después de haber rellenado varias veces las copas, departiendo con Alaphondar por encima de una mesa llena de mapas en la lujosa Habitación del León, cuando las puertas se abrieron para dar paso a unos cuantos sirvientes de espléndidas libreas que traían un ligero refrigerio. Bandejas de cangrejos fritos, empanados y recubiertos de una crujiente capa azucarada.
—¡Ese bastardo!
La exclamación sibilante que se oyó a través de la puerta abierta más allá de la comida humeante fue furiosa, inesperada y femenina. Todos volvieron la cabeza al mismo tiempo para mirar hacia las puertas abiertas.
Justo a tiempo para ver a la princesa Alusair en camisa de noche, que pasó furiosa por la Habitación del León sin una sola mirada y siguió pasillo abajo, acompañada de una maga de guerra con indumentaria similar que iba medio paso por detrás de ella.
Sin vacilar, los jóvenes nobles dejaron sus copas y echaron mano a las empuñaduras de sus espadas ceremoniales que ya no estaban en sus vainas.
Luego, todos ellos suspiraron o maldijeron, al recordar que habían tenido que entregar sus armas a la entrada, pero igualmente salieron corriendo al pasillo, detrás de la princesa, para ver qué era lo que sucedía.
El olvidado sabio real sonrió afectuosamente y se dispuso a seguirlos en silencio.
Una docena de cámaras y pasillos más adelante, murmuró el breve encantamiento que silenciosamente devolvió siete sables de corte a las vainas correspondientes. Resultó interesante observar cuántos pasos les llevó a la mayoría de los jóvenes reparar en la reaparición de sus armas.
Realmente, el Reino del Bosque no estaba desprotegido.
Otra idea hizo que Alaphondar lanzara un bufido. Eso traería problemas, pero valdría la pena por ver la cara que pondría Vangerdahast.
¡Por fin había llegado su oportunidad!
Drathar no perdió el tiempo en sonrisas triunfales. Más tarde ya habría ocasión sobrada para eso. Estaba demasiado ocupado tejiendo el conjuro de explosión de fuego más potente que le quedaba.
Un encantamiento sibilante más, y ya estaba.
Y el Arpista Dalonder Ree explotó, aplastando a sus compañeros al salir disparadas sus extremidades cercenadas por todas partes.
El conjuro de Drathar también partió en dos al esqueleto andante, y los hargaunts quedaron reducidos otra vez a fragmentos encendidos.
¿Y qué más daba?
Entonces, sí que sonrió Drathar.
Fue una sonrisa que duró apenas un instante. El explorador y el ornrion eran más duros de pelar…, y además tenían una vista más aguda de lo que había pensado. Ya estaban de pie y cargando contra él, junto con algunos de los otros caballeros, la joven del cuchillo y uno de los sacerdotes, detrás de él.
¡Maldición!
Por muchos años que pasara uno dominando el Arte, todo se reducía, una y otra vez, a lo rápido que uno pudiera correr.
Demonios.
Drathar corrió, agachándose para pasar por debajo de unas ramas con pinchos, esquivando los troncos de los árboles que se alzaban en su camino como tantas otras estatuas negras, y girando la cabeza de vez en cuando para entrever apenas a un perseguidor. Volvió a lanzarles un conjuro de batalla.
Esos proyectiles azules relumbrantes nunca fallaban, y no se requerían muchos para herir a cualquier perseguidor salvo los más fuertes o estúpidamente decididos.
Estaba empezando a jadear por falta de aliento y a tambalearse porque los pies comenzaban a pesarle, cuando se dio cuenta de que lo había conseguido. Los árboles detrás de él ya no se veían entremezclados con los furiosos y veloces Caballeros de Myth Drannor.
Doust los encontró gracias a la simple táctica de caérseles encima. Pennae dejó de boquear para recobrar el aliento el tiempo suficiente para reír entre clientes.
—Bien hallado —dijo, tirándole del pelo para levantarle la cara del suelo. Doust escupió algunas ramitas y hojas de helecho, y le dio las gracias.
—No puedo más —añadió, innecesariamente.
—Todos estamos igual —dijo Florin con gesto sombrío mientras se arrodillaban juntos en el pequeño hueco, jadeando.
—Debe andar por ahí —dijo Pennae—, acechando. Dispuesto a volarnos a todos a su antojo, como hizo con Ree. Maldita sea. ¡Sólo tiene que esperar a que nos quedemos dormidos!
Florin asintió.
—Tienes razón —dijo con gesto adusto cuando reunió aliento suficiente para hablar—. Tenemos que perseguirlo. Doust, ¿puedes, es decir, puede Tymora iluminar aquella zona? Si puedes, hazlo. Pennae, tú y yo vamos a ir a cazar brujos. Vosotros limitaos a hacer ruido, a dar vueltas y no lo ataquéis, bajo ninguna circunstancia.
—¿Y eso?
—Sí, esa será mi tarea. Me caía realmente bien Dalonder Ree.
La princesa Alusair era especialista en armar jaleo. Muchos guardias iban a marchas forzadas detrás de ella cuando terminó de atravesar gran parte del palacio y de la Corte Real para lanzarse sobre el mago real en cierta cámara poco conocida.
Él y Laspeera alzaron la vista, con la magia ya crepitando en las manos.
—¡Ni se te ocurra, mago! —dijo la princesa mientras Tsantress y los siete jóvenes de la nobleza se dispersaban detrás de ella.
Vangerdahast miró por encima de ella a la marea de nobles con cara de pocos amigos. La princesa observó cómo los reconocía en un instante y, acto seguido, adoptaba una expresión totalmente pasmada.
—¿Quiénes son estos?
—Cormyrianos —le dijo Alusair—, esos mismos ciudadanos de Cormyr a los que has jurado servir, mago de Corte. ¿Lo recuerdas?
—Bueno, sí, como mago de la Corte lo he hecho, pero como mago real no puedo permitir que se ponga en peligro la seguridad del reino…
Ese argumento siempre la ponía furiosa. Esa provocación era precisamente lo que necesitaba ahora mismo.
—Cierto, Vangey, pero en cuestiones de precedencia y de autoridad formal, el mago real recibe órdenes del mago de la Corte, y el mago de la Corte está obligado a recibir órdenes de mí. No sólo de mi padre, el rey Azoun, o de mi madre y mi hermana mayor, sino de cualquier Obarskyr. Así pues, mago de la Corte Vangerdahast, dile por una vez al mago real que cierre la boca y deje de desafiarme y, por consiguiente, de caer en traición, y yo haré la vista gorda a su desafío ala Corona. Por una vez, una sola.
Vangerdahast se la quedó mirando, abriendo y cerrando la boca como una gran platija de los estanques reales, y, por una vez, no dijo nada.
La Espada Incansable hendía la noche, pasando por igual a través de nieblas y del espacio despejado. Atravesaba Faerun con la velocidad de un halcón al ataque, pero había mucha distancia entre Aguas Profundas y un lugar perdido en los bosques agrestes donde se encontraban en ese momento los Caballeros de Myth Drannor.
A Viejo Fantasma ya le dolía tanto esfuerzo de horadar con su voluntad para hacer que la espada se moviera realmente.
—Princesa —dijo Vangerdahast—, realmente esto no es asunto tuyo. Más bien es un secreto del reino que ninguno de estos…
—Me toca a mí decidir lo que es y lo que no es un secreto del reino —dijo Alusair—. A partir de este momento, todo lo que tú y todos los demás hagan en Cormyr es asunto mío, muy especialmente las cosas que tú tratas de mantener en secreto. De modo que de ahora en adelante voy a andar fisgoneando un poco y dando órdenes. Muchas órdenes, mago. ¡Ya puedes ir acostumbrándote!
Entre los nobles sonrientes hubo uno que rio disimuladamente.
—Nada de eso —dijo Alusair—. El hombre hace su trabajo, y es uno de los peores del reino. Lo sería incluso si Cormyr estuviera totalmente libre de princesitas entrometidas y de nobles altaneros. Ahora, Vangerdahast, dime: ¿por qué está mi adalid metido de lleno en una batalla fuera de los límites del reino?
Vangerdahast se la quedó mirando otra vez, abriendo y cerrando la boca como una gran platija de los estanques reales, y tampoco esa vez dijo nada.
—No es gran cosa —dijo Semoor—, pero al menos serían uno o dos conjuros; uno de Clumsum y otro mío. Estáis todo lo preparados que podéis estar. Id a la caza del mago.
—Gracias —respondió Florin, dándoles a los dos sacerdotes una palmadita en la espalda. Luego se puso de pie y se internó en la noche, con Pennae a su lado.
—Voy detrás de ellos —dijo Semoor—, sólo hasta allí, hasta aquel bosquecillo, para vigilar. Si pasa alguna bestia, nos verá aquí, sobre esta cornisa. Es como estar expuestos en un escaparate de Suzail.
—¡Eh! —dijo Intrépido—, ahora sabéis cómo nos sentimos los guardianes de la ley cuando vamos de patrulla por los callejones de Marsember en una noche de niebla. O en las Tierras Rocosas, en cualquier momento.
—Eh ¿qué estás haciendo? —preguntó Doust—. ¿Qué es eso?
—Sanación muy potente —dijo el ornrion, levantando la pequeña ampolla de acero que había sacado de su cinto—. Me la dio Laspeera para tratar a cualquier Caballero que la necesitara. —Señaló a Jhessail, que estaba tirada en el suelo de la cornisa, a su lado—. Como esta.
Doust miró a Semoor que dio su aprobación; luego volvió a mirar al ornrion.
Este esperó cortésmente su aprobación, y luego le abrió la boca a Jhessail con dos dedos y le vertió dentro el contenido de la ampolla.
El menudo cuerpo de la maga experimentó un espasmo bajo el peso de sus rodillas; luego tosió y abrió los ojos de repente.
—¿Qué…, ohhh? ¿Qué fue eso? —preguntó, tratando de zafarse de debajo de él.
Una mano grande y peluda del ornrion se plantó sobre su pecho, olvidando por completo la propiedad y manteniéndola contra el suelo.
—¡Eh, orn…! ¡Intrépido! —gritó—. ¡Suéltame!
—¿Para qué?
—Para ir a donde estén combatiendo, y…
—No.
—Mis conjuros son necesarios, y…
—No.
—¡Doust! ¡Semoor! Cualquiera. Sacádmelo de encima.
Jhessail se debatía, dando patadas y codazos, retorciéndose, pero el ornrion la superaba en tamaño, en fuerza, en peso y en posición. No le costó trabajo mantenerla en el suelo.
Jhessail maldijo, lanzando palabras que hubieran dejado perplejo a cualquiera que la juzgase por su tamaño y su aspecto.
—Si pretendes hacerte la heroína, muchacha —dijo Intrépido, dejándose llevar por su furia profana—, te espera la muerte. Los héroes son algo en que transforman los bardos a personas reales que han tratado de sortear algún peligro. Cualquiera que se detenga en un momento de peligro a pensar en cómo lo van a considerar los demás tiene todas las malditas probabilidades de morir como un necio en ese preciso instante. Es cierto que a veces no es fácil ver la línea divisoria entre un tonto y un héroe, por eso la gente en su sano juicio no pierde tiempo en buscarla. Sólo hacen lo que tienen que hacer, o mueren en el intento.
—Ornrion —le espetó Jhessail—, tus palabras son muy interesantes, y yo las valoro y también aguardo con impaciencia la oportunidad, si los dos vivimos para ello, de debatir contigo la cuestión, tal vez incluso mientras bebemos una copa de algo delicioso, pero en este preciso momento, mis amigos están en peligro. ¡Deja, pues, que me levante o, si lo prefieres, te dejaré lisiado con mi magia!
—Vaya forma de agradecer que te haya curado —le dijo Intrépido con tristeza, mientras los vanos intentos de liberarse de la muchacha lo arrastraban a un lado y a otro de la cornisa.
Uno de sus frenéticos momentos dejó a Jhessail en situación de ver un rostro familiar.
—¡Doust! —llamó desesperada, y el sacerdote de Tymora suspiró, asió una de las botas del ornrion y la retorció, lo que obligó a Intrépido a girar sobre sí mismo.
En un pis pas, Jhessail se soltó y desapareció en la oscuridad, en medio de un remolino de pelo rojo y de furiosas maldiciones.
Intrépido miró a Doust con odio.
El sacerdote se había colocado estratégicamente para bloquearle el paso, a fin de que no pudiera perseguir a Jhessail. Sonrió, juntó las manos en actitud de orar, y le dijo:
—Que la Señora de la Suerte sea contigo.
—Puede que la necesites tú más —dijo el ornrion con furia, tomando impulso para darle un puñetazo en la cara.
En ese momento, una imitación aceptable de su propia voz llegó desde la oscuridad de la noche.
—¡Os saludo, Caballeros de Myth Drannor! Soy el ornrion Taltar Dahauntul de los Dragones Púrpura, Intrépido para la mayoría, y he venido a prestaros ayuda en vuestro momento de necesidad. ¡Sí, ahora estoy de vuestra parte! ¡Las órdenes han cambiado!
Doust, mirando a Intrépido, enarcó una ceja a modo de muda interrogación.
Devolviéndole la mirada, Intrépido empezó a maldecir.
—¡Maldición! ¡Rayos y centellas! ¡Demonios y habitantes de las profundidades! ¡Algún maldito mago o ladrón furtivo está tratando de hacerse pasar por mí! ¡Obsceno hijo de perra! ¡Obedece a Vangerdahast por una maldita vez, lánzate a una jodida y cruenta batalla, y algún bastardo hijo de mil rameras estará utilizando tu nombre! ¡Dejad que le ponga las manos encima a ese engendro de los infiernos!
Doust le dedicó una sonrisa burlona.
—¿Y quieres que yo haga todo eso? ¿Enseguida? ¿No deberías hablar con Semoor?
Ahí estaba otra vez. Un sonido pequeño, sigiloso entre los arbustos, muy cerca. A la derecha.
Drathar se volvió y lanzó una andanada.
El resplandor momentáneo del golpe le mostró que había destrozado unos arbustos indefensos, y el motivo de ello. La ladrona de los Caballeros asomaba detrás de un árbol con una piedra que ocupaba la palma de su mano. Era evidente que había hecho esos ruidos tirando piedras a los arbustos, y era igualmente evidente que pretendía tirarle a él la siguiente.
Le dedicó una sonrisa maliciosa mientras echaba atrás el brazo para lanzarle la piedra.
Cuando la luz se desvaneció, Drathar se lanzó unos cuantos pasos a la derecha y se agachó para evitar ser alcanzado. Su siguiente conjuro dio contra el árbol tras el cual se había escondido la mujer.
Hubo un breve estallido, como de ramas que se parten, a la izquierda, cerca de él, pero no les dio importancia. Era evidente que la mujer había arrojado hacia allí la piedra para distraerlo en vez de lanzársela a él. ¿Qué más daba?
—Las astillas del árbol ardieron como es debido después de su conjuro. Drathar se quedó observándolas con una mueca de satisfacción.
«A quien enfurece a un mago, le espera la muerte».
Era un dicho antiquísimo, pero parecía posible que los ladrones anduvieran demasiado ocupados birlando cosas como para aprender las sabias lecciones que permitían a la mayor parte de la población de Faerun mantenerse con vida.
Otra vez se removieron los arbustos, muy cerca, a su izquierda. Drathar giró rápidamente, maldiciendo, para lanzar un rápido ataque.
La espada de Florin lo alcanzó en la cara, y el explorador, que estaba detrás, descargó un golpe duro y brutal que vació de aire los pulmones de Drathar Haeromel incluso antes de que este besara el suelo lleno de hojas.
El zhentarim recibió un fuerte puñetazo en la garganta y ni siquiera le quedó resuello suficiente para gritar cuando el explorador le hundió la daga en el pecho, una y otra vez.
Drathar tuvo tiempo para pensar que se estaba muriendo y de ver unas cuantas estrellas a través de las lágrimas que inundaban sus ojos.
Entonces, la daga volvió a atacar y todo acabó.
—¡De modo que enviaste a mi adalid! ¡Nada menos que a mi adalid, Vangerdahast! ¡Justo a él entre miles de hombres de un ejército a los que podrías haber elegido, por no hablar de todos los magos de guerra a tu servicio, que daría la impresión de que habrían sido mucho más útiles para ayudar a los Caballeros contra los enemigos que no hacen más que lanzarles conjuros! ¡Y ahora corre el riesgo de ser asesinado mientras nosotros observamos, yo impotente porque no puedo hacer nada más por ayudarlo que gritarte a ti, tú impotente por que te da la realísima gana!
Vangerdahast la miró con rabia, con la boca cerrada, pero no respondió nada.
—¿Y bien? —lo presionó Alusair—. ¿Es que no vas a hacer nada? ¿Nos vamos a quedar todos mirando? ¡Muy bien, te ordeno que protejas al ornrion Taltar Dahauntul de los Dragones Púrpura, y eso por no hablar de los Caballeros personales de mi madre, la reina Filfaeril! ¡Haz algo! ¡Pon en juego alguna magia! ¿O es que tengo que ordenar a todos estos leales y destacados nobles caballeros que desenvainen sus espadas y te den el castigo que mereces por tu traición?
—Condenándolos así a todos —dijo el mago real—. Yo mismo no carezco de defensas, alteza. Te ruego que pienses antes de hablar con tanta rudeza.
—¿Pensar antes de hablar? ¿Pensar yo antes de hablar? —La voz de Alusair sonó como una trompeta—. No tengo más de doce inviernos, señor. ¡Soy una mocosa caprichosa y malcriada, según tu propia descripción, no creas que no la he oído, y soy una Obarskyr! ¡Yo no elegí nacer princesa, y hasta el momento no he contribuido mucho al crédito de mi sangre, pero si hay algo que sé, es que la realeza no tiene que pensar antes de hablar! ¡Para eso cuenta con magos reales, para pensar y hablar por ellos a sus espaldas, y además demasiadas veces!
Se hizo el silencio mientras Alusair jadeaba tratando de recobrar el resuello para terminar su parrafada. En esa pausa se oyó un sonido pequeño y explosivo que dejó paralizados a todos los que estaban en la cámara.
Laspeera, la recatada y maternal maga de guerra, segunda del reino después del poderosos Vangerdahast, resoplaba tratando de contener la risa.
—Pásame tu espada —dijo Pennae—. Tardaré una eternidad en cortarle la cabeza con esa pequeña daga.
Florin hizo una mueca.
—¿Vas a decapitarlo?
—Como medida de precaución. No da la impresión de haber tenido ninguna de esas malditas contingencias relacionada con su muerte, pero es probable que tenga una curación lenta y vuelva a por nosotros después de yacer ahí el tiempo suficiente.
Florin hizo otra mueca.
—En breve querré oír más sobre cuándo y dónde has aprendido esas cosas.
—En breve mucho —accedió ella—, si me atas a la cama puede que incluso consigas algunas respuestas.
Florin estaba demasiado ocupado en ruborizarse como para responder cuando ella se levantó, le dio una palmadita en el brazo, le puso la espada en la mano y dijo:
—Volvamos con los demás. Sólo los Dioses Vigilantes saben en qué líos se estarán metiendo.
—Bueno, bueno. Parece que los dioses guían a mi lengua —dijo Pennae en cuanto salieron al área pisoteada y quemada que había frente al acantilado.
Intrépido cargaba por la extensión sembrada de cadáveres contra… sí mismo, o más bien contra alguien que llevaba su misma cara y vestía un andrajoso y sucio vestido de campesina. Bramando y meneando la espada como un loco, el ornrion se acercaba cada vez más a su enemigo.
—¡Yo soy el auténtico Intrépido! ¡Caballeros de Myth Drannor, abatid a este impostor! ¡Detenedlo! —gritaba el impostor.
El Intrépido del vestido pareció darse cuenta de que su engaño no iba a prosperar y empezó a formular un conjuro.
—¡Maldición, ese es un conjuro de guerra muy potente! —dijo Pennae mientras ella y Florin acudían corriendo—. ¡Intrépido está perdido…, o lo estamos nosotros!
El mago que llevaba el rostro de Intrépido alzó la voz para culminar su conjuro y reparó, por vez primera, en la pareja que corría hacia él.
—¡Demonios! —maldijo Pennae entre dientes, procurando apartarse todo lo posible de Florin.
El mago se apresuró a acabar el conjuro con los ojos fijos en ella.
Una luz brotó de pronto alrededor del impostor al lanzar Doust lo único que se le ocurrió para distraerlo.
Intrépido, que corría a todo lo que le daban las piernas, se tambaleó.
Florin apuró la carrera, echando hacia atrás la espada para un lanzamiento desesperado.
De la noche surgió una fina espada, penetró en la zona de luz y, sin más, atravesó al mago.
Un fuego negro brotó del pecho del hombre al abrirse paso la magia de la espada fundiendo su cuerpo al pasar. Abiertos los brazos en cruz, perdido el conjuro que había estado formulando en un grito de agonía, Onsler Ruldroun se desplomó.
Sus extremidades quedaron envueltas en un fuego blanco que alcanzó a algo negro e informe que se había desprendido de su cara. Envuelto en llamas, cayó al lado de Pennae, que se dispuso a perseguirlo, daga en mano. De las botas del mago el fuego se extendió formando un círculo que derribaba arbustos y árboles jóvenes, mientras Florin hacía un viraje brusco para asir a Intrépido y arrastrarlo, apartándolo de la conflagración. Justo detrás de ellos, Jhessail, que corría, se vio lanzada por un viento que sólo ella podía sentir.
El suelo tembló y se sacudió. Todos perdieron pie, y la espada salió despedida, dando volteretas por el cielo de la noche y dejando a su paso unas llamitas vacilantes. La modesta esfera de luz de Doust se expandió hasta transformarse en una bóveda tan brillante como el día, y en el centro, el cuerpo del mago, con los brazos en cruz, quedó suspendido en el aire, paralizado un instante antes de alcanzar el suelo. El mago muerto ardía.
—¡Vaya —gritó Pennae—, estos son conjuros de contingencia!
—¡Furia de Tempus! —gritó Intrépido, cuya cara pasó del rojo encendido al blanco—. ¡Salgamos de aquí!
—¿Ah, sí? —preguntó Semoor—. ¿Y cómo? ¿Pretendes que salgamos volando?
Intrépido se lo quedó mirando y luego se volvió para señalar al acantilado.
—¡Por allí! ¡Todos! —gritó mientras el suelo se sacudía una vez más y el cuerpo ardiente de Ruldroun cobraba un brillo tan intenso que ya no se lo podía mirar—. ¡Por allí! ¡Seguidme! ¡Laspeera y Vangerdahast me dieron magia!
Todos se reunieron en torno a Intrépido.
El ornrion los miró a todos y, con una sonrisa tensa, levantó algo que parecía un trozo de barro cocido en forma de barra plana y cubierto de runas…, y lo rompió.
El mundo sufrió una sacudida.
El acantilado, el mago ardiente, los cuerpos diseminados y los árboles chamuscados se desvanecieron.
Estaban en una zona abierta donde miríadas de estrellas titilaban asomando entre jirones de nubes grises por encima de sus cabezas, y bajo sus pies había un camino más estrecho y accidentado que el del Mar de la Luna. A ambos lados del camino, todo eran bosques que se extendían hasta donde podía alcanzar la vista.
Un poco hacia el oeste, camino adelante —suponiendo que interpretaran bien las estrellas— se elevaba del lado norte un promontorio rocoso, sin árboles. Ese era el único elemento identificable a la vista.
Semoor miró en todas direcciones, procurando ver lo más lejos posible en la oscuridad de la noche.
—Por el trasero rosado del Señor de la Mañana, ¿dónde se supone que estamos? ¿Y qué malditos magos, monstruos y asesinas espadas voladoras van a salir a perseguirnos esta vez?
Vangerdahast le sonrió a la furiosa princesa Alusair.
—¿Has visto? —dijo con un gesto pomposo, dirigiéndose al otro lado de la esfera de escudriñamiento en la que acababan de ver a Intrépido y a los Caballeros desaparecer del bosque devastado por la batalla.
Acto seguido, frunció el entrecejo, y cuando habló, su voz trasuntaba un tono de crítica.
—Si vas a dar órdenes, alteza, asegúrate antes de enterarte de lo que está sucediendo, de lo que se ha planeado y que sabes en qué te metes. Yo siempre lo hago.
Al oír eso, Cadeln Hawklin dejó escapar un bufido.
—¿De modo que tropezaste conmigo a propósito cuando estaba seduciendo a Marissra Brassfeather? ¡Víbora comedora de estiércol!
—Ese es un buen piropo —dijo Laspeera, conciliadora, poniendo la mano sobre la muñeca que sostenía la espada de Cadeln.
Aunque la fina espada ceremonial de Hawklin estaba ya medio desenvainada, no pasó de ahí a pesar de sus furiosos intentos. La mano de la maga tenía una fuerza sorprendente.
—Ahora no digas nada que no sean cumplidos —añadió la maternal maga de guerra—. Con eso sólo conseguirás que haga cosas peores. Gran parte de lo que necesita un noble para tener éxito es lo mismo que le hace falta a un plebeyo o a un mago de guerra.
—¿Ah, sí? —Lharak Huntcrown no pudo resistirse a preguntar—: ¿Y que es?
—Saber cuándo mantener la boca cerrada y esperar a un momento más oportuno para saldar cuentas —respondió Laspeera.
—Todos los malditos magos, monstruos y asesinas espadas voladoras a los que acabas de despertar, imbécil de Lathander —le respondió Intrépido a Semoor con voz ronca—. Idiota descerebrado.
—No, no, si tiene cerebro —dijo Pennae—, y eso es lo más trágico. En vez de usarlo en cosas útiles lo desperdicia en inventar frases ingeniosas con las que nos bombardea a todos los demás.
—Ese es el camino hacia la santidad —dijo Semoor con aire muy digno—, a pesar de la evidente falta de aprecio…
—Cierra el pico, Semoor —dijo Islif—. Intrépido, ¿tienes idea de dónde estamos?
—Por supuesto —dijo el Dragón Púrpura—. En las Tierras de los Valles, más allá de Tilverton y del Desfiladero de las Sombras. El que pisamos es el camino del Norte. El camino que va al Valle de la Daga se cruza con él a medio día en aquel sentido, y aquel promontorio es el Cuerno de Bellowhar, un hito que señala el lugar donde hay un manantial. Las caravanas solían acampar aquí antes de que lo de los goblin se pusiera tan mal.
—¡Ah! —dijo Doust—. Antes de que se pusiera tan mal. Eso es realmente tranquilizador.
—Creo que a partir de ahora, mantenerlos a raya será cosa vuestra —dijo Intrépido—. A ellos y a los zhents. Hay caravanas que circulan por este camino, aparentemente salidas de no se sabe dónde; se dirigen a Cormyr, pero nunca atraviesan el Valle de las Sombras. Al menos, eso aseguran nuestros espías.
—¿Espias?
—Espías. Pasado el Cuerno, un breve paseo os llevará al Valle de las Sombras. Os deseo suerte, héroes.
—Vaya —respondió Semoor—, no tenías necesidad de ser sarcástico.
Intrépido lo miró directo a los ojos.
—Nada de eso. Si alguna vez volvemos a vernos, tened por seguro que os considero mis amigos. Y buenos Caballeros de Cormyr. Y auténticos héroes, de los que cantarán los bardos cuando sepan de vosotros.
—¡Oh!, eso sí que es un cambio —dijo Pennae, alargándole la mano.
En ella había algo pequeño, de cuero y abultado.
El ornrion se lo quedó mirando, parpadeó, y decidió que era el momento de que sus ojos abultaran otro tanto.
—¡Mi bolsa! —exclamó, y se la quedó mirando—. Vaya, maldita landronzuela hija de una… —Su exabrupto se transformó en una risita que fue creciendo hasta convertirse en una sonora carcajada.
Pennae se acercó a él y le dejó caer el peso de lo robado en la mano.
Cayó con un tintineo.
—No se les roba a los amigos —dijo—. Bueno, no mucho.
E inclinándose hacia él le dio un buen beso.
La Espada Incansable se deslizaba velozmente a través de la noche, compartiendo el cielo helado de la noche con unos cuantos jirones de nubes. Ahora Zhentil Keep no estaba muy lejos.
¿A quiénes reunir? Viejo Fantasma iba pensando. El mero hecho de que la espada en la que ahora estaba contenido también tuviera espacio aproximadamente para una docena más no quería decir que debiera hacerlo.
Necesitaba sentientes que supieran cosas útiles, cuya ira no se desatara por simple contacto y a los que pudiera controlar, ¿o no?
No había necesidad de tomar decisiones apresuradas. Cualquiera a quien la espada matara, a quien él, con su magia, ordenara subsumir, podía ser atraído al interior de la espada. No sus cuerpos, sino todo lo demás que hacía de ellos lo que eran.
Los cuerpos los recuperarían más tarde, si los ayudaba a conquistar las mentes de seres heridos por Armaukran. Podrían destrozar esas mentes y apoderarse de los cuerpos.
También podía hacer eso, y en cuestión de segundos, se convertiría en rey. O en reina. O incluso en un aventurero. Preferiblemente en uno menos inepto que los Caballeros de Myth Drannor.
Viejo Fantasma rio por lo bajo y siguió volando a través de la noche.