Y se desatan los nueve infiernos
¡Oh, sí!, te digo que estaré allí
cuando los Nueve Infiernos se desaten,
los magos ardan y los héroes caigan,
y detrás vengan los dioses, tambaleantes.
El personaje de Ornbriar el Viejo Mercader,
en Chanathra Iestryl, dama juglar de Yhaunn,
La vuelta a casa de Kamoth,
representada por vez primera
en el Año del Pájaro de Sangre
Las llamas aullaron, derribando árboles y prendiéndoles fuego.
Recortado contra esa furia brillante estaba lo que quedaba de Lorbryn Deltalon.
Una columna de ceniza gris con forma de mago que había vuelto la cabeza con aire perplejo miraba a Ruldroun con una mano medio alzada.
Entonces, se desplomó y desapareció para siempre en un remolino.
Más allá, el fuego gruñía.
Ruldroun salió corriendo del claro en el otro extremo del incendio, buscando hasta encontrar un árbol con dos troncos y una rama tendida entre uno y otro lo bastante grande como para ponerse de pie encima.
Apoyando la espalda en un tronco y con la vista fija en las llamas que se iban extinguiendo en la distancia, formuló rápidamente un conjuro que a más de un mago de guerra le había resultado útil estando lejos de las ciudades del reino.
Al asentarse, la magia le produjo un cosquilleo en las puntas de los dedos y en las orejas. Desde ahora y casi hasta el amanecer, sería consciente de todas las mentes que se acercaran a él, así como de la dirección de donde venían y de la distancia a que se encontraban.
Podría ser vital para Onsler Ruldroun saber a quien y a qué atraía el fuego.
El incendio estalló a su izquierda, de forma demasiado repentina y violenta como para no ser un conjuro.
Brorn Hallomond sonrió, alzó las manos recubiertas de hueso para ver con más claridad lo esqueléticas que parecían, se quedó un momento admirándolas bajo la danzante luz del fuego y, a continuación, se adentró en el bosque, dirigiéndose hacia donde brillaba el fuego.
—Desde más allá de la tumba, vengo a por ti —pronunció en un murmullo el antiguo dicho, y volvió a flexionar las manos.
Aun cuando diera la casualidad de que los causantes del fuego no fuesen los Caballeros de Myth Drannor, realmente tenía ganas de matar a alguien.
—¿También un desgarrador gris? ¡Vaya si habéis estado ocupados!
La única respuesta que Florin le dio a Dalonder Ree fue un encogimiento de hombros, pero el Arpista no tuvo necesidad de mirar a la cara al explorador para saber que sus palabras no habían dejado muy contento a Mano de Halcón.
Había hecho apenas amago de volverse para echar una mirada en derredor, en busca de cualquier otro depredador que pudiera estar observándolos entre los árboles, cuando una gran llamarada surgió de la nada crepitante en algún lugar del bosque y avanzó hacia ellos con aterradora velocidad.
A la izquierda de Ree, Intrépido, que lo vio, lanzó una maldición, pero ya el Arpista había podido ver que la conflagración era pequeña. Se apagaría mucho antes de llegar a donde ellos estaban.
A pesar de todo, los árboles caían, las chispas saltaban en la oscuridad de la noche y… ¿qué era aquello?
Dalonder giró como un torbellino hacia la izquierda, con la espada preparada, y vio que Florin e Intrépido hacían otro tanto.
Unas figuras siniestras corrían hacia ellos, brotando de la oscuridad, de entre los árboles, con espadas y dagas relucientes en las manos.
—¡Cuidado, todos! —gritó Intrépido con voz ronca—. ¡Nos atacan!
No había terminado de decirlo y ya chocaban las espadas unas contra otras en bloqueos precipitados, los hombres gruñían tratando de colar sus estocadas entre las espadas y la fuerza de los enemigos, y alguien gritó cuando la punta de la espada de Dalonder Ree le atravesó la mano y le hizo soltar la daga, que salió dando volteretas por el aire.
—¡Klarn! —gritó desesperado el herido—. ¡Klarn, ayuda!
Los aceros entrechocaban. Dalonder Ree se agachó hacia un lado, y luego se lanzó en otra dirección. El herido gritó aterrado al ver que su espada no conseguía alcanzar al Arpista. Klarn no acudió, y el herido se desplomó mientras la vida se le escapaba con la sangre por la garganta abierta.
Florin e Intrépido se enfrentaban a tres hombres, supuestamente Klarn entre ellos, y otro había dejado atrás la refriega para llegar corriendo por la base de la pendiente de cantos rodados.
Pennae se lanzó en su persecución, daga en mano. Lo último que necesitaban ahora los Caballeros de Myth Drannor era un enemigo acechando en la noche para caer sobre ellos, uno por uno y por detrás.
Era un hombre, un poco más alto y fuerte que ella, pero más cerca del tipo esbelto que del corpulento. Su cabeza tenía… algo raro, como si alguna cosa se hubiera desplazado o movido en cierto modo desde que le había echado la primera mirada. Tal vez un disfraz que se iba deslizando.
El hombre llegó a una piedra que había en medio de los guijarros y la esquivó, rodeándola. Eso significaba que ella apenas tenía tiempo para…
Pennae lanzó la daga que tenía en la mano de forma directa y con fuerza. El hombre se puso tenso, arqueó el cuerpo hacia atrás y se llevó la mano al hombro; la luz del fuego relució apenas un momento sobre el pequeño puñal que tenía clavado.
Pennae sonrió con aire avieso y lanzó su segunda daga.
El hombre gritó cuando se le clavó por detrás en el brazo izquierdo. Otra vez trató de asirla. En esa ocasión, el arma se desprendió justo antes de que sus dedos pudieran cogerla.
Siguió corriendo, tambaleándose, y Pennae se lanzó a toda carrera y recogió aquella segunda daga, oscura y bañada con su sangre.
Para entonces, él subía desesperadamente por el acantilado, haciendo caer piedras sobre la ladrona en la torpe prisa de su ascenso.
La sonrisa de Pennae se hizo más ancha.
Drathar trató de observar la batalla entre los árboles y meneó la cabeza.
Daba la impresión de que salían figuras oscuras por todas partes y de que la luz del fuego se reflejaba fugazmente en espadas y dagas por doquier. ¡Maldición! ¡No podía distinguir a unos combatientes de otros!
¡No…, un momento…, ahí! Ese era Florin Mano de Halcón, y el hombre que estaba a su lado debía de ser un aliado, ya que habían tenido la ocasión de clavarse el acero el uno al otro y no lo habían hecho. Era alguien a quien había visto antes, alguien…
—¡Demonios! —dijo—. ¡Malditos sean!
¡Al infierno con la invisibilidad, iba a lanzar por lo menos una explosión de enemigo!
¡Así! Hizo el rápido conjuro, abrió los brazos en el movimiento florido que le era habitual y observó cómo la noche estallaba en un repentino fuego verde dorado, un estallido entremezclado con gritos y cuerpos lanzados por los aires.
¡Ja, ja!
Bueno, basta de jolgorio. Drathar se agachó y volvió al refugio de los árboles para mirar desde allí. Con la luz cegadora de su conjuro, mientras el fuego se extinguía en los árboles distantes, se hacía cada vez más difícil ver. No sabía si había matado a Florin o al otro hombre. Su conjuro se había quedado un poco corto y, en vez de despedazarlos, los había lanzado despedidos. A menos que un árbol hubiera hecho el destrozo al chocar contra él…
No podía confiar en ello. Se agachó, hundiéndose otra vez en la incertidumbre. ¿Debía lanzar otra explosión y eliminar a Boarblade y a sus hombres junto con los Caballeros? ¿O debía guardar los conjuros para defenderse y dejar que los hombres de Boarblade hicieran el trabajo por él?
¿Le ayudarían? ¿O acaso estaba cambiando a los Caballeros por enemigos nuevos y más fuertes que se apoderarían del Colgante de Ashaba y estarían tan decididos como los otros a defenderlo?
Drathar volvió a menear la cabeza. Y pensar que había quienes creían que los zhentarim se pasaban todo el día pavoneándose, azotando a los esclavos y lanzando conjuros…
Por el Puño Bendito, ¿cuándo había sido la última vez que había azotado a un esclavo?
Llevado por el miedo que lo incitaba a huir, el hombre al que había herido no había elegido el mejor camino para subir al acantilado. Pennae conocía la cara por la que había subido antes y, además, no estaba herida. Trepaba por las piedras desgastadas sintiendo en la boca el sabor de la sangre de su enemigo mientras sujetaba la daga entre los dientes. Estaba segura de que lo había adelantado mientras subía y que le sobraría algo de tiempo.
Tiempo más que suficiente para plantar la daga en la hierba, levantar dos rocas del tamaño adecuado entre las muchas que había en lo alto del acantilado, colocarlas en el lugar preciso y esperar.
Sigilosa en medio de la noche, se refugió en la oscuridad, donde no llegaba el reflejo del fuego sobre la cara del acantilado. El hombre no tuvo ocasión de verla hasta que recibió la primera piedra en plena cara. La piedra le rompió la mandíbula y lo dejó atontado, colgado de la pared rocosa y tratando de pensar algo.
—B…, boarblade —articuló apenas después de un momento, recordando su propio nombre con cierta dificultad mientras alzaba la vista y contemplaba la sonrisa implacable de la hermosa mujer que estaba en cuclillas para mirarlo.
Entonces, ella lanzó la segunda piedra, que le destrozó la nariz; el hargaunt lacerado lanzó un silbido de dolor y estalló en un líquido aceitoso y maloliente que se le extendió por toda la cara… Telgarth Boarblade cayó al vacío.
Su grito de desesperación fue muy breve. No era un acantilado especialmente alto, pero tampoco era necesario, ya que abajo sólo lo esperaban rocas duras y estaba cayendo de cabeza.
El grito tuvo un final abrupto. Pennae se asomó para ver la figura desmadejada y deshecha con una sonrisa de satisfacción.
La aprensión se apoderó de ella un instante después al ver algo oscuro, amorfo y coriáceo que se deslizaba desde la cara del hombre y fluía por las rocas, formando ondas.
Doust Sulwood apareció de repente, bajando con cierta prisa de la cornisa a la pendiente pedregosa. Recogió aquella cosa extraña y la golpeó entusiasmado con la maza, hasta que dio una sacudida y dejó de moverse.
A continuación, vació sobre ella el combustible de una lámpara y le prendió fuego.
Al ver cómo crepitaba entre las llamas, Pennae recuperó la sonrisa.
—¿Queréis ver a quiénes estáis matando? —gritó Semoor desde lo que parecía ser la seguridad de la cornisa.
Malditos santurrones.
—¡Sí! —llegó la respuesta bronca de Intrépido que estaba mirando a Florin, quien trataba trabajosamente de reunirse con él.
El Arpista procuraba ponerse de pie un poco más allá, con lo cual, en ese momento, sólo quedaba un ornrion de los Dragones Púrpuras, para luchar contra esos hombres misteriosos, cuyos rostros parecían cambiar e incluso disolverse mientras agitaban sus espadas.
Uno de ellos había caído, degollado por el Arpista, y otro estaba librando una batalla tambaleante por ponerse de pie. Había sido cogido en la misma explosión mágica que había arrojado a Florin y al Arpista por los aires.
Pero todavía quedaban dos, dos a los que pudo ver perfectamente cuando el conjuro de Semoor hizo desaparecer las sombras y creó una esfera de brillante luz solar.
Por desgracia, los dos caragelatinosa se colocaban en posiciones opuestas para presentar combate a Intrépido desde los dos extremos al mismo tiempo. Todo relumbraba: sus espadas, sus dagas y sus dientes, y sus sonrisas eran igualmente inclementes.
—¡Uff! —gruñó el Arpista desde algún lugar por detrás de Intrépido—. ¡Esa luz! ¡Es como combatir sobre un escenario en el teatro de alguna ciudad de la Costa de la Espada!
—Ahora mismo…, vamos —dijo Florin, y su voz entrecortada sonó todavía más cerca.
—No os preocupéis —gritó Intrépido por encima del hombro—. Al fin y al cabo, no son más que dos.
Florin pasó a su lado, moviendo la espada para recobrar el equilibrio.
Uno de los caragelatinosa confundió el estado de atontamiento del explorador con torpeza y le lanzó directamente una estocada a sus partes vitales.
El hombre parpadeó porque de repente, y sin saber cómo, Florin ya no estaba al alcance de su espada. Más bien lo había dejado atrás y le tiraba un corte a su indefensa corva mientras seguía su camino para enfrentarse al otro caragelatinosa.
El corte llegó a destino, y el dueño de la pierna cayó al suelo de bruces. Se quedó sin respiración, y todavía trataba de recobrarla cuando el cuchillo más afilado que tenía Intrépido le atravesó esa cosa informe que tenía por cara y que se apartó como una serpiente abandonando precipitadamente sus facciones.
Con la nariz cercenada, el hombre gritó. Lo mismo hizo la cosa informe que estaba en el suelo junto a él. Había sido cortada en dos, y ambas partes estaban llenas de sangre y retrocedían con enérgicas ondulaciones, tratando de apartarse lo más rápidamente posible.
El Arpista se inclinó y hábilmente convirtió a las dos partes en picadillo con su espada.
—Esto debería ser quemado —dijo—. Jamás he visto una cosa así, pero creo saber lo que es. De todos modos no consigo recordar el nombre, pero es algo que cambia de forma.
—¡Ah! —dijo Intrépido mientras degollaba al hombre. En el mismo movimiento se volvió para amenazar al último de los caragelatinosa—. Está bien saberlo. ¿Se pueden convertir en una armadura metálica o las espadas pueden atravesarlos?
Florin estaba descargando una serie de golpes sonoros contra los bloqueos desesperados de ese último hombre, que retrocedía al ver que se había quedado solo. Su compañero, aturdido y tambaleante, acababa de ser rematado por el Arpista, dedicado ahora a destrozar minuciosamente el hargaunt que había sacado de la cara muerta a la que estaba adherido.
—¡Piedad! —gritó, de repente, el último caragelatinosa—. ¡Soy Glays Tarnmantle y puedo ofrecer veinte mil leones de oro del reino por mi vida! Yo…
Aquella especie de máscara que le cubría la cara se agitó con súbita urgencia, chillando dentro de su nariz y su boca.
Glays trató de gritar algo, pero tenía la nariz hinchada, como llena de algo. Su boca estaba distendida y formaba una mueca grotesca, como la boca de una rana, y cuando él echó mano de la cosa informe, la cara se le empezó a poner roja como la púrpura.
Estaba casi negra cuando comenzó a tambalearse, y los ojos amenazaban con salírsele de las órbitas.
Cayó de bruces entre el suelo pisoteado del bosque. La espada se le escapó de la mano y quedó inmóvil. Aquello que lo había ahogado saltó al suelo, oscuro, informe y amenazador.
—¡Uf! —dijo Dalonder Ree, contemplando el cadáver—. Parece ser que algo tenía mucha prisa por cobrar ese oro. Deberíamos quemarlo.
—Cuando hayamos terminado con esto —dijo Florin, señalando.
Un esqueleto de grandes huesos caminaba hacia ellos desde la oscuridad de la noche. Recogió una espada caída, describió con ella un círculo en el aire y siguió camino hacia donde ellos se encontraban.
Intrépido suspiró.
—Algunas noches uno se pregunta qué más puede escupir el bosque para entretenerlo.
Alzando su propia espada, se dispuso a salir al encuentro del esqueleto.
En la cámara de escudriñamiento, todos parecían fantasmas.
Al menos eso era lo que decían los magos de guerra desde hacía años después de su primera experiencia de ver el resplandor de más de dos docenas de esferas de escudriñamiento proyectando desde abajo su luz fantasmagórica sobre las caras.
Tan espectral como cualquiera de ellos, Laspeera alzó los ojos de una de las esferas para dirigir a su superior una mirada bastante sombría.
—Así murió Lorbryn Deltalon —dijo—. Nos quedan muy pocos que sean tan capaces en el Arte y en la diplomacia, y que realmente sean merecedores de nuestra confianza.
—Dime algo que yo ya no sepa, muchacha —dijo Vangerdahast—. Reducidos a enviar a Intrépido con unas cuantas chucherías encantadas en los bolsillos. Así estamos. —Enarcó una ceja al ver las manos atareadas de Laspeera—. ¿Qué estás haciendo?
—Vengar a Deltalon, si puedo. Vale la pena perder unas cuantas esferas de escudriñamiento por destruir a Onsler Ruldroun. Le enseñe tantas cosas. Toda una pérdida…
—Probablemente, ya esté fuera de nuestro alcance —dijo el mago real—. De todos modos, vale la pena intentarlo. Cuando menos, impedirá que use otra vez ese claro. Deja que trate de dormir en un árbol.
Observando y escuchando el conjuro de Laspeera, Vangerdahast inició cuidadosamente uno propio, superponiendo y entrecruzando sus manos con las de la maga con la familiaridad de la costumbre tan arraigada de tejer conjuros juntos.
Cuando terminaron, los dos dieron un paso atrás y lanzaron sus voluntades a las otras esferas flotantes de escudriñamiento, tratando de apartarlas del sector que alumbraban brillantemente y que estaba a punto de explotar.
No fueron lo bastante rápidos para salvarlas a todas.
En el ensordecedor repiqueteo que siguió, los dos magos se apartaron del lugar donde habían acabado, en el suelo y contra una pared. Se miraron. Gracias a haberse protegido con los brazos habían salvado las caras y las gargantas de las mortíferas astillas de cristal, pero sangraban de muchos cortes pequeños, y sus ropas tenían el aspecto de haber sido cortadas por una docena de asesinos con navajas de afeitar.
—Antes de que se te ocurra algo ingenioso que decir sobre mi nueva imagen —dijo Laspeera mientras se ponía de pie trabajosamente y le tendía una mano para ayudarle—, piensa que tú tienes peor aspecto, mucho peor.
—Es por la barriga y el pelo en el cuerpo —dijo Vangerdahast—. Ya sé cuál será de ahora en adelante nuestro entretenimiento vespertino: el valiente Intrépido, pasando penurias en el bosque.
—Mientras se abren los Nueve Infiernos —dijo Laspeera, y murmuró el encantamiento que eliminaría de su pelo los incontables fragmentos de cristal.
Vangerdahast murmuró algo más sustancial y sus manos se llenaron de golpe de túnicas negras. Con un gracioso movimiento le alargó la primera a Laspeera. Ella la cogió con una sonrisa.
—¿No te vas a volver mientras me la pongo? —preguntó.
—No —le respondió Vangerdahast, despojándose de sus harapos—. ¿Por qué?
Siempre le había encantado la forma de reír de Laspeera.
El claro estalló.
Ruldroun ni siquiera tuvo tiempo de saltar del árbol antes de que sus grandes troncos se hicieran pedazos por encima de él y sus ramas se quebraran y salieran despedidas como una lluvia arrastrándolo a él y haciendo que su escudo mágico chocara y se golpeara contra otros árboles, hasta quedar destrozado.
Cayó al suelo en un revoltijo de ramas, astillas, hojas húmedas, barro y mago magullado.
—Una pequeña muestra de la furia del mago real —gruñó.
Sentía un dolor punzante en el costado izquierdo. Posiblemente, costillas rotas. Su escudo había cumplido su misión, pero estaba claro que sólo un completo idiota se quedaría en las proximidades del pequeño valle.
Más le valía ir hasta donde estaban los Caballeros y seguir con ellos. Todavía podía invocar su mejor escudo y también tejer uno menor, y luego combinar los dos…, pero era mejor no hacerlo hasta haber salido del claro y estar del otro lado.
Estaba claro que nada obligaba a los Caballeros a permanecer donde estaban. Ruldroun suspiró, hizo otra mueca de dolor, se volvió para echar una última mirada ala lluvia de astillas que marcaba el lugar donde antes había estado el claro y empezó a correr.
—Creo que esa táctica, en particular, sería lo que yo, en palabras de lord Pergeiron, consideraría «menos que prudente» —dijo una voz de mujer cálida y lírica.
Esa debía de ser Sharanralee.
—Oye, tú, no estoy hablando con prudencia —dijo con voz tonante Mirt el Prestamista—. Estoy exponiendo todas las tácticas que se me ocurren en lugar de escoger sólo las que yo considero mejores o preferibles de antemano. He oído las deliberaciones de muchos señores, o, ya puestos, cónclaves de Arpistas, como para pretender hacer otra cosa.
—Así pues —dijo una voz de hombre maduro con tono divertido—, Mirt, ¿somos tan malos como los Arpistas…, o tan buenos como los Arpistas?
Ese debía de ser el mago Tarthus, que por una vez había dejado de ser la sombra de Pergeiron. El señor proclamado de Aguas Profundas debía de estar muy bien guardado por alguien más en ese momento.
La noche era oscura, el torreón en el que estaban reunidos los tres era considerado inaccesible para criaturas incapaces de volar, y las custodias que lo rodeaban lanzarían una alarma instantánea al aproximarse cualquier criatura alada.
Daba la impresión de que esas custodias consideraban que las espadas mágicas flotantes no eran criaturas, por lo cual, ninguna alarma había saltado y era sumamente improbable que hubiera alguien asomado en lo alto del torreón para comprobar la eficacia de tales custodias.
Además, Viejo Fantasma estaba procurando que Armaukran flotara sin hacer el menor movimiento, vertical, y muy próxima a las contraventanas. La pequeña conferencia era muy interesante.
Esas eran de las personas a las que él quería reunir en la Espada Incansable. Conocer los tejemanejes de los Arpistas o de los Señores de Aguas Profundas, o…
Fue en ese momento cuando un conjuro que Viejo Fantasma había lanzado hacía tiempo se conmovió de repente, enviando su ligera y breve señal de advertencia desde medio Faerun más allá.
Conjuros de batalla habían entrado en erupción en cierto claro usado por los magos de guerra de Cormyr sobre el cual él había lanzado su conjuro, y ahora, instantes después, alguien había lanzado un complejo escudo multiconjuros.
Ese mago debía de ser alguien poderoso y con una cuestión muy importante entre manos.
Asunto, y persona, de los que le interesaba mucho averiguar más cosas.
La espada larga y delgada se retiró silenciosamente de la ventana, dio una voltereta en el aire hasta que su punta quedó señalando al este y salió en esa dirección tan rápida como una flecha disparada por el arco de un poderoso arquero.
Viejo Fantasma había decidido llegar a ese claro sin nombre del bosque a toda la velocidad de que era capaz la Espada Incansable.
Tsantress estaba descalza y en camisa de dormir, sentada en el borde de la cama, en la que hasta hacía apenas un momento daba vueltas sin que pudiera conciliar el sueño.
No era extraño que, teniendo en cuenta la hora y su imposibilidad de dormir, y la propensión inagotable de ciertos mercaderes inescrupulosos de Suzail para dedicarse a actividades ilícitas en cuanto ella volvía la espalda, la llevaran a renunciar a cualquier intento de volver a intentarlo.
Se pasó las manos con aire ausente por el pelo revuelto y miró en su esfera de escudriñamiento.
Relucía levemente, suspendida en el aire delante de su nariz, mostrando una vista de la oficina privada de Albaertus Tranth, que estaba unas cuantas calles más cerca del puerto que ella.
Daba la impresión de que el buen mercader —si era lícito usar el término con tanta liberalidad— estaba también afligido por el insomnio en ese mismo momento. Estaba aprovechando la vigilia para reunirse con alguien cubierto con una capucha, una máscara y guantes, que parecía haber cogido la costumbre de llamar a las puertas traseras de Suzail a altas horas de la noche cargado de sacos llenos de monedas de oro.
La maga de guerra se inclinó para mirar desde más cerca. Tranth estaba abriendo un pesado cofre de metal con una llama que llevaba colgada al cuello, y…
De repente, la esfera de escudriñamiento brilló con un destello blanco que la cegó, le hizo dar un respingo y se desplazó por la habitación.
Por fortuna, chocó contra sus capas y vestidos, haciéndolos caer de sus perchas en su camino hasta un pesado tapiz.
Tsantress rodó por encima de la cama y se echó al suelo del otro lado, donde aterrizó de rodillas sobre el suelo alfombrado. Se tapó los ojos con las manos y trató de llegar a gatas hasta la puerta, apoyándose en los codos. Una conclusión ineludible surgió en su mente como un enemigo oscuro e inexorable: Vangerdahast estaba otra vez haciendo de las suyas.
A quién si no —salvo Laspeera, y ella tenía más sentido común— se le ocurriría lanzar un conjuro de muerte a través de una de sus preciosas esferas de escudriñamiento haciendo que explotara e hiciera estallar cualquier otro escudriñamiento que estuviese teniendo lugar al mismo tiempo. Sin duda, a nadie próximo a la Corte Real ni, por supuesto, a palacio.
Había dos posibilidades, o las salas se llenaban en cuestión de segundos de furiosos magos de guerra de manos ondulantes, o el culpable era el mago real, en cuyo caso todo se mantendría tenso y en silencio hasta la mañana.
Pero esa vez no. Sería capaz de encontrar y ponerse las botas al tacto si sus ojos no dejaban de lagrimear, y probablemente también encontraría la forma de salir del palacio.
Tenía que llegar a la princesa Alusair. Aquel destello cegador había lanzado a su mente una visión, efímera y vívida, y terriblemente alarmante: Caballeros de Myth Drannor, combatiendo a muerte contra enemigos desconocidos en algún lugar de un bosque denso y agreste, con Intrépido —el adalid de Alusair, ese Intrépido—, que estaba de su parte.
Ahora bien, el mago real era…, el mago real. Una ley en sí mismo, que decía y hacía lo que le apetecía y siempre parecía salvarse de las consecuencias que causaban la muerte —no sólo el malestar o el final de la carrera de otros—. Ella, Tsantress, no era el mago real, y por todos los dioses que no iba a comportarse ni remotamente como el maldito mago real.
Ella, cuando daba su palabra, la cumplía. Y le había jurado a la princesa Alusair —una Obarskyr que podría acabar en el Trono del Dragón si algo malo le sucedía a su familia— que la informaría de inmediato si Vangerdahast volvía a dar al ornrion Taltar Dahauntul órdenes capaces de ponerlo en peligro.
Eso quería decir que en cuanto se hubiera puesto las botas y hubiera encontrado y colocado su cinturón de varitas sobre la camisa de dormir, iba a salir corriendo hasta el túnel que conectaba la Corte Real con el palacio lo más rápidamente que pudiera.
Con independencia de que pudiera ver o no, de que reinara la oscuridad real o no, ella iba a llegar hasta la princesa Alusair lo más pronto posible, diciendo la frase que significaba que algo muy gordo amenazaba a Cormyr para que los guardias que protegían sus puertas se asustaran y se dieran prisa en abrirlas.
Porque si Intrépido moría como consecuencia de las órdenes de Vangerdahast, y la princesa Alusair lo descubría, algo muy gordo se abatiría sin duda sobre Cormyr.