Si te escondes entre los árboles esta noche
La luna está mortecina, no brilla en todo su esplendor,
de modo que los amantes no salen, las bestias merodean
si te escondes entre los árboles esta noche.
Sé tú el que salta y no el que muere.
Jhennath Laree,
dama juglar de Elturel,
de la balada La luna mortecina,
recitada por vez primera
c. del Año del Copasombra
Brorn se había cansado de examinarse.
Ahora ya era todo él un esqueleto. Su cobertura ósea hacía sus movimientos más lentos, sus miembros más pesados. Sin embargo, sus articulaciones conservaban la flexibilidad y, por fortuna, seguía teniendo ojos y lengua, sus propios órganos y también lo que hacía de el un hombre. Además, se sentía… normal.
¡Ja! Normal.
Meneó la cabeza y volvió a palpar la maraña de cinturones, cartucheras y vainas que era todo lo que llevaba encima. Hacía tiempo ya que se había cansado de la ropa que se le caía a cada paso, de los pantalones que siempre llevaba colgando a la altura de los tobillos y de las botas que, de repente, habían empezado a quedarles grandes a sus pies huesudos, hasta que las había abandonado. Ahora estaba más delgado, como si la carne hubiera desaparecido bajo la capa de hueso.
Podía decirse, pues, que Brorn Hallomond era realmente el Esqueleto Andante. Si de verdad era hueso eso que lo cubría —y eso era lo que parecía—, era como un escudo protector contra el frío. Ya no podía sentir el leve roce de la brisa nocturna.
¿Estaría muerto? Poco importaba.
La noche era oscura y en el cielo flotaban las nubes tapando la mayor parte de las estrellas. Selune no brillaba en lo alto, de modo que había dejado atrás la maraña densa, agotadora, confusa del bosque para caminar por el camino del Mar de la Luna.
Por el momento, iba solo y nadie lo molestaba. Ningún viajante honesto se atrevería a salir en una noche sin luna, y los forajidos probablemente se replegarían ante un esqueleto andante. Además, siempre podía refugiarse entre los árboles si veía que alguien se acercaba.
Seguía, pues, caminando, tratando de cubrir toda la distancia posible sin cansarse. A esas alturas, los Caballeros tenían que andar cerca.
—¿Debería…?
—¿Estar quieto y en silencio? Sí. A todos lo demás, no.
La voz de Laspeera fue más brusca de lo que había pretendido, por eso le dedicó al ornrion una sonrisa antes de seguir hablando con suavidad.
—Mantén los ojos abiertos mientras el conjuro termina. Te verás lanzado a un vacío luminoso, una oquedad de un azul intenso, por la que te parecerá que estás cayendo, y luego sentirás el suelo firme bajo los pies, en algún lugar por la noche y en el bosque… Ese lugar será dondequiera que estén los Caballeros de Myth Drannor. En ese momento, habla, muévete y saca la espada cuando lo consideres necesario, pero no antes, por favor.
Intrépido asintió. Que aquello no lo hacía demasiado feliz era algo que se veía a las claras. Estaba de pie en una marca con forma de diamante hecha en el suelo, en un extremo del oscuro sótano de la corte real, muy por debajo del patio de piedra que daba a los jardines reales propiamente dichos a juzgar por la distancia que habían recorrido. En el otro extremo había otro mago de guerra y otro hombre de pie sobre una marca similar, esperando a ser transportados a través de Cormyr en un abrir y cerrar de ojos.
Los conocía a ambos: Lorbryn Deltalon y el Arpista Dalonder Ree. Los dos lo observaban mientras intercambiaban impresiones en voz baja, esperando, evidentemente, que Laspeera lo trasladara primero a él.
Intrépido imaginó a Deltalon un poco impaciente e iniciando su propio conjuro mientras Laspeera acababa el suyo y que un conjuro de teleportación se superponía al otro y desencadenaban una explosión que los hacía saltar a los cuatro por los aires en un estallido de sangre y vísceras que se esparcía por toda esta cámara de lanzamiento de conjuros justo antes de que las propias piedras se hicieran trizas y salieran despedidas… y que un extremo de la extensa Corte entraba en erupción y ascendía hacia el cielo nocturno derribando torres y lanzando a docenas de cortesanos que chillaban antes de morir.
Con una mueca, sacudió la cabeza, parpadeó y se encontró otra vez ante el rostro comprensivo de Laspeera. Se sintió avergonzado, pero lo invadió una inmensa gratitud al ver el afecto en los ojos de la maga. No era de extrañar que tantos magos de guerra la llamaran madre y sintieran semejante respeto por ella.
—Lo siento —murmuró—. Te ruego que me perdones, lady Laspeera. Silencio. Sí.
La sonrisa que le dedicó iluminó el rostro de la maga como el fuego de un brasero, e Intrépido experimentó una especie de enamoramiento.
—Sí —confirmó ella, y alzó las manos como un mayordomo a punto de dar a sus subalternos la orden de comenzar un festín palaciego.
Iba a hacer el conjuro. La magia que lo iba a lanzar atravesando el Reino del Bosque y más allá, por el camino, a las tierras salvajes, a las proximidades del Desfiladero de Tilver, tierras que a menudo recorrían arduamente los Dragones Púrpura para mantener a los forajidos y a los monstruos fuera de Cormyr. Para ocuparse otra vez de los Caballeros de Myth Drannor y de que atravesaran sanos y salvos Tilverton hasta llegar a los Valles.
Como se decía con tono grave en el servicio de los Dragones Púrpuras, las órdenes habían cambiado.
¿En qué punto del Camino se encontraría en un par de segundos? No lo sabía, pero había un grupito de pequeñas luces relucientes suspendidas en el aire en el centro de la habitación, un poco por encima de la cabeza de Laspeera, que le indicaban a la maga dónde estaban los Caballeros. Cada uno de esos resplandores flotantes que se desplazaban sutilmente representaba a una de las piedras luminosas con un encantamiento rastreador que el mago real Vangerdahast había entregado a los Caballeros de Myth Drannor.
Cierto, las órdenes podían cambiar, pero algunas cosas no cambiaban nunca. Con cada amanecer y puesta de sol, hasta el último habitante de Cormyr danzaba al son de una melodía y, lo supieran o no, el gaitero que la tocaba era el mago Vangerdahast. Las manos de Laspeera acabaron de trazar figuras elaboradas en el aire y su sonrisa se hizo más amplia, y…
La sonriente maga de guerra, la habitación y todo lo demás desaparecieron, y ese ornrion de los Dragones Púrpura se encontró precipitándose en una caída interminable a través del profundo vacío azul.
—¡Florin! —dijo Pennae bruscamente, salvando de un salto el reducido espacio que faltaba para aterrizar afirmándose con los talones entre las piedras sueltas y al lado del explorador. La acompañó el ruido del deslizamiento de los guijarros.
—Lo oigo —dijo Florin—. ¡De vuelta a la cornisa! ¡Todos! Stoop, Clumsum, ¿hay algo que podáis hacer por Jhess?
—¿Rezar? —dijo Semoor.
—¡Maldición! —dijo Florin en tono de irónica exasperación—. ¡Pues salgamos pitando!
—¡Oh brillante Señor de la Mañana, ayúdame a obedecer al estimado y viril Florin Mano de Halcón! —gritó Semoor, trepando a la cornisa—. Que el rosado tinte de tu aprobación bañe…
—¡Por favor, Semoor! —dijeron al unísono y con tono bronco Islif y Florin—. ¡Calla ya!
—… a mis nada devotos compañeros, tan amantes del silencio…
Doust llegó a la cornisa, plantó su maza sobre la piedra con una mano y lanzó el otro brazo hacia arriba, describiendo un arco para recuperar el equilibrio.
Por pura casualidad, la mano que había al final de ese brazo hizo contacto violentamente con la boca de Semoor, y todo lo que fuera a decir quedó silenciado de golpe.
Eso dio a todos cumplida ocasión de oír el rugido ávido que salía de dos gargantas mientras algo que doblaba a Florin en estatura salió en estampida de entre los últimos árboles, quebrando ramas, y cargó contra los Caballeros.
Era un gigante de dos cabezas, enorme, de marcada musculatura y movido por una furia voraz. De los sobresalientes colmillos de sus bocas gemelas caía una lluvia de baba cuando inició su carrera con un bramido ininteligible.
—¡Es un ettin! —gritó Semoor—. ¡Lo he visto en uno de los bestiarios de palacio!
El ettin bramaba y agitaba unos brazos tan largos como el cuerpo de Islif. Llevaba en las manos unos gigantescos manguales de hierro que revoleaba en el aire y golpeaba con ellos los troncos de los árboles.
—¡Vaya, mil gracias, Semoor! —dijo Pennae—. ¡Cuando quiera saber qué es lo que trata de matarme, siempre puedo recurrir a ti para saber su nombre!
La carga del ettin continuaba.
—¡Pennae, por detrás, a por el tendón de la corva, pero sólo si estás segura de poder retroceder deprisa! —gritó Florin—. ¡Santurrones, recoged a Jhess, pero estad preparados para correr por la cornisa como flechas! ¡Islif y yo le haremos frente, pero no podremos empujarlo hacia atrás!
El golpe de un mangual vino a corroborar sus palabras, haciendo saltar chispas de la piedra cuando pasó rozando a Islif gracias a que ella consiguió tirarse cuerpo a tierra por la pendiente abajo en medio de las piedras.
La espada de Florin sonó como una campana y su cuerpo tembló junto con ella cuando el otro mangual lo rozó, describiendo círculos vertiginosos, y empezó a enrollarse sobre su cadena. Maldiciendo, el explorador se agachó y soltó la espada para no resultar irremediablemente herido por su propia arma.
—¿En qué lugar de los malditos Nueve Infiernos habrá encontrado dos manguales de ese tamaño? —preguntó Semoor a la oscuridad de la noche, revoleando su maza para mantener el equilibrio mientras él y Doust luchaban por levantar entre los dos el peso muerto de Jhessail.
—¿En el templo de Tempus, tal vez? —sugirió Doust—. Quizá los arrancó de todas esas armas gigantescas que les gusta colgar encima de las puertas.
—¿Y qué hacían mientras tanto los sacerdotes de guerra? ¿Sentarse y observar? ¿Hacer apuestas?
Doust se encogió de hombros.
—Bueno, si fue un robo en el templo, habrá matado a alguien y los habrá cogido. Algún gigante.
—Santurrones. —La voz de Pennae surgió de la noche, de la oscuridad reinante al pie de la pendiente—. ¿Podrías encontrar otra cosa de que hablar ahora mismo? Por ejemplo, de qué conjuros santos podríais usar contra esa cosa. ¡No quiero que me recordéis de lo que son capaces esos bichos!
—¡Por Tymora! —dijo Doust, tosiendo—. ¡Esta cosa apesta!
—¡No me digas! —gritó Islif, poniéndose de pie con dificultad entre los cantos rodados y lanzando golpes a diestro y siniestro contra una pierna descomunal mientras se afirmaba sobre sus pies.
El ettin rugió y trató de aporrearla con un mangual, destrozando a su paso espinos y reduciendo a astillas árboles pequeños mientras Islif, tratando de esconderse detrás de él, chocó con Pennae.
El encontronazo dejó a las dos sin aliento y las hizo caer al suelo sin remedio. Islif pasó un brazo alrededor de la ladrona y se dejó rodar a la desesperada, arrastrando su espada. Las dos habían estado tratando de cortar los tendones de la corva del ettin, pero…
El ettin gritó; fueron dos chillidos ensordecedores de dolor. Se tambaleó y los manguales golpearon en el suelo. Esa vez le tocó a Florin echarse cuerpo a tierra entre las piedras para salvar la vida.
Así lo hizo, mientras trataba de aferrarse a algo e impulsarse hacia delante.
—¡Heroico, muy heroico! —gritó Semoor desde la repisa.
Florin le respondió con algo que tenía más de profano que de heroico.
No había terminado de hacerlo todavía cuando su espada resonó y cayó sobre las piedras en algún punto muy por detrás de él, *** NO HAY *** la había mandado la cadena del mangual al golpear contra ella.
El ettin rugía de dolor y se levantó cojeando torpemente hacia un lado, atravesando un árbol y tratando de volverse para ver qué era lo que le había hecho tanto daño.
Islif seguía rodando junto con Pennae mientras jadeaba intentando recobrar el aliento y poner muchos árboles de por medio para que el gigante de dos cabezas no pudiera alcanzarlas con sus golpes.
—¡Jhess! —dijo Semoor en la cornisa, sacudiendo el hombro por el que la sostenía y olvidándose de la cabeza que colgaba inerme por encima—. ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Necesitamos que hagas explotar algo!
Florin llegó al final de la pendiente de cantos rodados y fue a dar contra un espino. El ettin se había olvidado de él, empeñado como estaba en golpear furiosamente algo que se encontraba detrás de él con ambos manguales. El explorador se puso de pie y desenvainó su daga sin dejar de pensar en lo inútil que resultaba contra ese enemigo. Su espada estaba tirada en alguna parte fuera de su alcance, y ni siquiera había luna que le arrancara un destello para indicar dónde se hallaba, y…
Justo delante de él, a menos de la distancia que podía abarcar un brazo desde la punta de su daga, un vívido destello de luz azulada quebró la tenebrosa noche.
Laspeera bajó los brazos, miró por encima del hombro a Lorbryn Deltalon y asintió.
Él le respondió con otra inclinación de cabeza y empezó a formular el mismo conjuro. Dalonder Ree estuvo de pie, tan quieto como una estatua, hasta que el destello azul se apoderó de él, dejando vacío el diamante del suelo y a los dos magos de guerra a solas en la cámara.
Se miraron el uno al otro desde ambos extremos. Con el débil resplandor de la protección que Laspeera había establecido en la cámara de conjuros al llegar allí con Intrépido y con Dalonder, pudieron ver que el otro no sonreía.
—Bueno, ya está —dijo Laspeera—. Subamos a donde están las esferas de escudriñamiento para observarlos.
Deltalon negó con la cabeza.
—Tú vas a observarlos. Yo voy con ellos.
La segunda maga de guerra de Cormyr lo miró de forma inexpresiva. Luego, lenta y cuidadosamente, sacó una varita de su cinto.
Deltalon dio un paso atrás y se puso tenso. Si la usaba con él, poco podía hacer para tratar de contrarrestar su magia estando como estaba allí, cogido en su conjuro de protección.
Laspeera atravesó la estancia hacia él sin que su rostro traicionara lo más mínimo lo que sentía.
Deltalon retrocedió otro paso, y luego se afirmó en su posición.
Cuando estuvo lo bastante cerca como para tocarlo, Laspeera se detuvo, giró la varita y se la ofreció por el cabo.
—Esferas de fuerza —dijo casi en un susurro—, para confinar a un enemigo o rodear y proteger a un amigo. Sirve para nueve. Vuelve vivo, si puedes.
Le abrió los brazos, y Deltalon la abrazó con fuerza, superado por la gratitud y el alivio, y reconfortado por el peso de la varita que tenía en la mano.
—Y si no es así —le dijo al oído mientras se mecían en el abrazo compartido—, cuídate de un posible mago de guerra traidor, el hombre al que he visto vinculando a los nobles tocados por el gusano mental bajo su control personal: Vangerdahast, el mago real de Cormyr.
Laspeera suspiró junto a su cuello.
—Gracias, Lorbryn —dijo en un susurro—. Que todos los dioses buenos te protejan.
Le dio un beso en el cuello y se separó con suavidad, dejándole un hormigueo en la piel.
Deltalon tragó saliva, la saludó con la varita, se la metió en el cinto, y luego, con todo cuidado, se teleportó lejos.
Laspeera se quedó mirando largamente el lugar que antes ocupaba, sopesando las cosas. Luego, alzó la cabeza y, por la fuerza de la costumbre, miró en derredor.
La cámara estaba realmente vacía, con el aspecto que le correspondía. Se mordió con suavidad el labio para impedir que asomara a su rostro una sonrisa irónica ante lo que sabía que estaba a punto de descubrir; alzó las manos e hizo el gesto simple que desactivaría el conjuro de protección. El nuevo escudo era de su propia creación, sutilmente diferente del que Vangerdahast le había enseñado a usar.
En lugar de desvanecerse, el escudo crepitó y cayó, comunicándole que había sido atacado por un conjuro de sondeo.
La sonrisa consiguió abrirse paso por fin, aunque fue todo lo irónica que había pensado que sería. Había sido él, sin duda.
De modo que la segunda maga de guerra del Reino del Bosque alzó la cabeza y dijo en voz baja, hablando con el aire:
—Buenas noches, lord Vangerdahast, maestro.
A continuación, se dirigió a la puerta, le echó todos los cerrojos y empezó a subir la escalera hacia el cuarto de las esferas de escudriñamiento.
Sabía que allí la estaría esperando cierto mago real.
—¿Contra qué están luchando?
Al parecer, Klarn era uno de esos hombres que no soportan que no se satisfaga su curiosidad.
—Pronto lo veremos —dijo Boarblade en un tono que pretendía ser una clara y enfática amenaza, como si lo que estuviera diciendo fuera: «¡Silencio, imbécil!».
Pero, al parecer, Klarn era además sordo a los tonos de advertencia.
—¡Parece algo mortalmente grande! ¿Cómo lo han encontrado en medio de todos estos árboles?
—Porque fue esa cosa la que los encontró a ellos.
—¿Eh?
Dejó sin responder el gruñido atónito de Klarn y siguió avanzando, agachado y moviéndose con el mayor sigilo.
Klarn lo siguió, pisando con fuerza sobre las hojas del bosque, como el patán que era. Thorm y Darratur fueron tras él como sombras silenciosas. Boarblade no podía ver a Glays cerrando la marcha, pero tenía absoluta confianza en que estaba allí, moviéndose entre las sombras tan quedamente como un fantasma.
En realidad, ya no parecía necesario. Los árboles caían al suelo con estruendo y violencia, y el ettin gritaba. No había otra cosa capaz de gritar con dos bocas, de esa manera, salvo un gigante mucho más grande y con dos cabezas, y Boarblade no había visto nada que sobresaliera entre los árboles.
Se oían fuertes golpes y a hombres y mujeres gritando. Se acercó más.
A esas alturas ya sonreía abiertamente.
Pero su sonrisa se disipó en un instante cuando vio el destello azul.
De pie, delante de él, había un hombre que no estaba allí un momento antes, un hombre al que conocía. Era un hombre que vestía armadura, trataba de desenvainar su espada y adelantaba su mano cubierta con un guantelete para hacer a un lado la espada de Florin.
El explorador retrocedió sin armar bulla al ver que el ettin miraba hacia ellos y parpadeaba.
No estaba tan mal herido como para no poder volverse instantáneamente cuando fuera necesario, y tenía las dos cabezas inclinadas hacia delante, bajas y amenazadoras, en dirección a donde se había producido el destello.
—¡Intrépido! —dijo Florin—. ¡Cuidado, detrás de ti! Tenemos problemas más gordos que nosotros dos.
—¡Vengo como amigo, no como enemigo! —dijo el ornrion antes de mirar fugazmente por encima del hombro.
Intrépido, Florin y el ettin se volvieron a tiempo para ver el segundo destello.
Drathar frunció el entrecejo. Una especie de llamativo conjuro de teleportación. Y no para llevarse a alguien, sino para traerlo. ¿Quién lo habría hecho?
Seguramente no aquella maga de pelo llameante que marchaba con los Caballeros, a menos que Mystra o Azuth hubieran acudido personalmente a hacer el conjuro por ella.
Entonces, se produjo el segundo destello, y su luz le permitió ver algo al mago zhent que hizo que su preocupación se acrecentara.
Telgarth Boarblade venía hacia él. Hubiera reconocido en cualquier parte ese andar ágil y fluido, aunque su colega zhent —colega y rival, aunque uno de tantos— usaba algún tipo de magia para disfrazarse. Con él había por lo menos un hombre, o tal vez más.
Drathar se ocultó rápidamente detrás de un árbol, se volvió hasta pegar los hombros contra el tronco y formuló un rápido conjuro de invisibilidad.
Escondido de esa guisa, hasta donde era posible esconderse en una noche llena de luminarias mágicas y de ettin rugientes y destrozadores de árboles, se sentó contra el árbol para quedarse allí quieto y observar lo que sucedía.
Con los Caballeros de Myth Drannor, el ettin, Boarblade y sus esbirros, y sólo los Dioses Vigilantes sabían quiénes habían llegado, convergiendo en ese lugar, la cosa prometía.
Al menos, iba a resultar entretenido.
—Lo siento —dijo Islif, jadeante, ayudando a Pennae a ponerse de pie.
—Bueno —dijo la ladrona, sonriendo—, prefiero estar en tus brazos que abrazando a un ettin. ¿Todavía tienes tu espada?
Islif la agitó. Ni una ni otra podían verla en la oscuridad, pero sí oyeron el ruido sordo que hizo al tropezar con un árbol joven.
La sonrisa de Pennae se ensanchó.
—Yo también conseguí retener la mía. Venga, vamos las dos otra vez a cortarle los tendones de la corva. Va a por Florin, ¿lo ves?
—Esos destellos —murmuró Islif—. ¿Semoor, Doust? ¡No puedo creerlo!
—Ni yo —coincidió Pennae—. Parecía…
Se quedó mirando cuando apareció un leve resplandor en una de las caras del ettin.
—Eso sí es la magia de Semoor —añadió, y luego miró con más atención para tratar de ver por delante del monstruo con la luz residual.
Frunció el ceño y lanzó una maldición.
—¿Qué pasa? —preguntó Islif mientras las dos corrían hacia delante.
—¡Ese maldito Intrépido! —dijo Pennae abruptamente—. ¡Alguien, apostaría que ese entrometido mago real, debe estar observándonos y lo ha teleportado hasta aquí! ¡Que los dioses lo confundan!
—¿Intrépido? —preguntó Islif con tono de perplejidad.
El ettin dio un salto adelante con dolor evidente, moviéndose por la base de la pendiente de piedras de izquierda a derecha frente a ellas. Su malestar estaba alimentando una furia creciente, y agitaba el aire con sus manguales en el intento de alcanzar a sus enemigos: ¡el ornrion Intrépido, Florin, y… aquel Arpista del Palacio Perdido! Dalonder Ree era su nombre.
Pennae volvió la vista, y otra vez sonrió.
—¡Es el momento de las corvas! ¡Las dos al mismo tiempo!
Corrió hacia el ettin con tal velocidad que Islif tuvo que bajar la cabeza y correr para alcanzarla.
El sigilo había dejado de ser importante. El ettin estaba maldiciendo a voz en cuello y cortando árboles otra vez…, e Intrépido, por lo menos, había decidido atenerse a la tradición, al menos en lo referente a los gritos de guerra.
—¡Por el Dragón Púrpura! ¡Cormyr por siempre!
Las espadas destellaron y los manguales zumbaron y dieron en el blanco. Intrépido perdió pie y gruñó de dolor cuando la armadura que le recubría las costillas se abolló y algunas de las costillas también.
Dalonder Ree desvió el otro mangual y colocó la espada en el ángulo preciso mientras corría siguiendo el empuje del ettin. El monstruo lanzó un rugido triunfal al ver el cuerpo del ornrion que salía volando, momento que aprovechó Pennae para llegar a la pierna del otro lado, dejando la de ese lado para Islif. Saltó lo más alto que pudo y aplicó toda la fuerza de sus bien torneados brazos a un profundo corte de su daga.
La hoja se clavó en la carne maloliente un momento antes de que la espada del Arpista se hundiera en la ingle del ettin.
El gigante de dos cabezas se quedó tieso, respiró hondo y demostró a toda criatura viviente entre Halfhap y el Desfiladero de Tilver que sabía gritar.
Islif atacó su otra pierna, descargando la espada con todas sus fuerzas.
El ettin volvió a gritar, se tambaleó y cayó, derribando varios árboles en su caída.
Dalonder Ree y Florin se abalanzaron sobre sus caras y sus cuellos, le atravesaron los ojos y le cortaron los gañotes.
El ettin tuvo una violenta convulsión que hizo que los hombres salieran despedidos y fueran a hacer compañía a Intrépido; quedaron tirados como sacos en la grava, gruñendo de dolor. El silencio y la quietud se impusieron.
—¿Lo veis? —comentó Semoor desde la cornisa—. Es obra de Lathander. ¡Alabado sea el Señor de la Mañana!
—¡Que Tempus me ampare! —dijo Islif exasperada, mirando con furia hacia lo alto de la cornisa.
—Me pregunto cuál será la pena por estrangular a un sacerdote con su propia lengua —dijo Pennae a su lado—. ¡Creo que ya he robado lo suficiente para pagarlo, y si no, me dejaría esclavizar con gusto para servir las salas de fiesta de los orcos durante un mes o dos para compensar la diferencia!
—¡Salas de fiesta! ¡Así es como ganaremos dinero suficiente para hacer grandes obras en honor de Lathander! —dijo Semoor alegremente—. ¡Pennae, te daría un beso!
—Sí, tienes tantas posibilidades como de volar —dijo Pennae entre dientes. Luego adoptó un tono más brillante—. Eso si no te llevo yo hasta la cima de ese acantilado para que empieces a aprender ahora mismo.
—¡Vamos! —dijo Boarblade en voz baja y con ferocidad a la cara de Klarn—. ¡Llama a todos los demás! ¡Vamos a atacar ahora, antes de que se rehagan! ¡Desenvainad y matad!
Klarn se lo quedó mirando con la boca abierta; luego dio la vuelta y echó a correr. Se dio de bruces con Darratur y recibió un buen empujón que lo empotró contra un árbol.
En cuanto Boarblade vio la cara de Glays, les hizo señas a todos de que lo acompañaran, se volvió hacia los Caballeros, espada en mano, y corrió.
Pudo oír que los cuatro cargaban detrás de él.
Bien. Que salieran en tromba a enfrentarse con los Caballeros. Él trataría de acabar con el explorador o con la luchadora al pasar, y luego seguiría corriendo dejando atrás la refriega para refugiarse entre los árboles.
Allí permanecería escondido y acechando, hasta que llegase la oportunidad de hacerse con el colgante.
Si los cuatro idiotas con los que lo habían embarcado mataban a buena parte de los Caballeros, bien. Menos trabajo para él.
Claro estaba que no contaba mucho con ello.
Con ayuda de Pennae e Islif, Intrépido se incorporó entre muecas de dolor.
—¿Estás seguro de no haber traído contigo a esta bestia? —gruñó, indicando con una mano al ettin desmadejado y muerto—. ¿O de no haberlo dejado suelto en alguno de vuestros robos?
—Claro que sí —le soltó Pennae—. Tenemos docenas de mascotas como esa, y todavía peores, y en nuestras correrías por Faerun las vamos liberando para que nos acechen entre los árboles y traten de matarnos. Por todos los dioses, sí que pueden ser estúpidos los Dragones Púrpura. Al menos, espero que sepas distinguir un extremo y otro de la espada.
—¡Oh, claro que sí! —Intrépido mostró los dientes en una sonrisa que no tenía nada de agradable—. ¡Eso sí que lo sé…, y también lo sabrá tu bonito trasero muy pronto, descarada!
Pennae lo miró con desdén.
—¿Te gusta mi descaro? ¿Y mi pelo? Puedes anunciarme a la reina.
—Es más probable que identifique tu cabeza cuando se la ofrezca en una bandeja —dijo Intrépido—, junto con todas las demás.
Pennae lanzó un sonoro suspiro y le dio al ornrion un empujón que lo hizo caer otra vez de lado sobre la grava, gruñendo de dolor.
—Pennae —le dijo Islif con tono de reproche.
La ladrona se encogió de hombros.
—Se me fue la mano —comentó—. Suele pasarme muchas veces.
—Ya lo he notado —intervino el ornrion—. Tienes suerte de que mis órdenes hayan cambiado.
—¿Ah, sí? —dijo Pennae—. ¿Te han ordenado que seas justo y razonable? ¿Es esta alguna ocasión especial?
—Cuando pueda volver a ponerme de pie —dijo Intrépido—, sin duda lo será.
Boarblade iba a la carrera, con el corazón desbocado. Realmente no le importaba si los que iban con él eran caballeros falsos —los cuatro de Ruldroun o algunos de ellos disfrazados con sus hargaunts—. O los auténticos. No podía fiarse de ninguno, pero tal vez los verdaderos serían mejores compañeros en un combate.
Bueno, estaba a punto de comprobarlo, ¿verdad?
El tocón era más o menos como él lo recordaba. Un poco húmedo, con hojas muertas adheridas porque había llovido varias veces en ese sector del bosque en los últimos días, pero de todos modos no le importaba nada la suerte que corriera ese vestido andrajoso y sucio.
Se sentó sobre el tocón, de cara al pequeño claro familiar para poder ver de inmediato si llegaba algún mago de guerra. Casi hasta el último mago de guerra conocía ese pequeño y exuberante claro. Era uno de los «altos» o «descansos» favoritos de las excursiones que iban a Tilverton o a los territorios salvajes de la frontera nororiental del reino.
Era de esperar que si aparecía alguno no reconociera con facilidad a Onsler Ruldroun tras esa cara de vieja marcada y arrugada que le había fabricado el hargaunt.
El conjuro de escudriñamiento sería algo más difícil de explicar, pero si le daban ocasión de hablar, Ruldroun conocía algunas de las frases hechas de los Arpistas para hacerse pasar por uno de ellos algunos segundos.
Y unos segundos era todo lo que necesitaría para triunfar, teleportarse o morir.
Así pues se sentó en su tocón, mirando hacia el valle que, casualmente, también miraba hacia donde batallaban los Caballeros, que no estaban tan lejos, bosque a través, y observó la batalla por medio de su ojo escudriñador.
Sólo necesitaba un poco más de paciencia para controlar el nerviosismo que se apoderaba de él una y otra vez. Era la energía arrolladora de los tres hombres que había matado lo que le causaba esa inquietud, lo sabía, pero podía dominarla. Gran parte de la excitación ya había sido superada. Ahora tenía plena conciencia de lo que le sucedía realmente. Cuando se mantenía alejado de sabores y olores estimulantes —de la buena comida— era capaz de librarse de las emociones que lo inundaban y de decirse con tranquilidad: se avecinaba el mejor momento para dar el paso adelante y apoderarse del Colgante de Ashaba. Sí, era el mejor momento.
Si Glays y los demás estaban muertos para entonces…, bueno, siempre habría otros hombres capaces de suplantar a los Caballeros y dispuestos a aceptar una vida apartada en el Valle de las Sombras.
Deltalon llegó a un punto un poco más apartado de las piedras luminosas que el Arpista.
Si uno aparecía justo al lado de los Caballeros, corría el mismo peligro que ellos, y hasta era posible que sufriera el embate de sus propias espadas y conjuros antes de tener tiempo para darse a conocer.
Ese fue precisamente el motivo por el que se encaminó a su alto favorito, en aquel claro del bosque un poco más al norte del camino del Mar de la Luna, conocido como Valle del Halcón. Nadie habitaba allí, y él no sabía de nadie que hubiera logrado identificar un «valle» en medio de un bosque tan cerrado.
El valle, no lejos de Tilverton, servía al mismo fin que su destino escogido. Aparecer en un abrir y cerrar de ojos en medio de una taberna o incluso ante la muralla de Tilverton alertaba a todos sobre el dominio del Arte de uno, independientemente de la maestría para aparentar lo contrario.
Y a pesar de que todos tenían recuerdos de los malos magos de guerra, los buenos siempre hacían gala de la mayor destreza y sutileza.
—Si te escondes entre los árboles esta noche —canturreó en voz baja el mago Ruldroun.
Contemplaba las imágenes relucientes de su escudriñamiento, que danzaban silenciosas en el aire ante sus ojos. Boarblade estaba iniciando su carga.
Entonces, parpadeó. Un hombre había aparecido en el otro extremo del claro. ¡Un mago de guerra al que conocía! Lorbryn Deltalon, uno de los de mayor confianza de Vangerdahast.
Onsler Ruldroun se puso de pie, olvidándose de su escudriñamiento, y susurró el conjuro más potente de cuantos conocía.
Había estado reservando esa gema de fuego desde hacía tiempo, y la había pagado cara, pero ¿qué importaba ese precio si podía salvarle la vida?
La gema destelló y desapareció, y la enorme llamarada que surgió de ella se extendió rugiendo por todo el claro, un fuego capaz de devorar carne y hueso, que se alimentaba del Arte y también de combustible mundano.
Eso significaba que si Deltalon estaba protegido del modo habitual contra el fuego, estaba perdido.
Sí, ese era el lugar. Lozano, húmedo y familiar. Ahora estaba sumido en la profunda oscuridad de la noche, pero había un destello mágico que provenía del otro extremo del claro, y…
Lorbryn Deltalon sólo tuvo tiempo para un último pensamiento cuando Faerun explotó con llamaradas blancas, cegadoras a su alrededor.
De modo que así era como se sentía la muerte.