Capítulo 21

Y solo me enfrenté al dragón

Y ahora reís y dais golpes con los pies,

y profanamente bramáis pidiendo más cerveza,

y os mofáis de mi cojera, de mis quemaduras y de mis cicatrices,

de la debilidad vuestro valor hace mofa…

Pues permitid que os diga, burlones mozalbetes

que de mi falta de ánimo os burláis,

que hubo una época en que fui como vosotros,

osado, tonto, joven y pálido,

y me ponía el mundo por montera,

aunque los sueños perecen contra las garras.

Cayeron mis amigos y todas mis amantes, uno por uno,

quemados, lacerados, destrozados y empalados

destripados y aplastados, hasta que por fin,

yo solo me enfrenté al dragón y viví para contarlo.

Tameldra Anlath,

dama juglar de la Puerta de Baldur,

de la balada Y solo me enfrenté al dragón,

representada por vez primera

c. del Año de la Espada y las Estrellas

Drathar no había tenido magia para lanzar durante todo ese tiempo.

¡Oh!, siempre había sabido por los tintineos cuándo estaba cerca de un conjuro que se estaba formulando, o cuándo caminaba a través de la arrolladora estela dejada por una batalla de conjuros que había tenido contacto con el Arte. Pero había sido un ladrón, y sólo un ladrón, antes de encontrar el Qaethur.

Había sido el Qaethur, una gema desgastada y desconchada con una cara tallada en bajorrelieve que cabía en la palma de su mano, que le había susurrado, abriendo una puerta en su mente a la gloria del Tejido. Sin raciocinio y eterno, el Qaethur decía las mismas cosas a todo el que lo tocaba. Él había sido uno de los pocos afortunados.

Eso tenía que agradecérselo a Varandrar.

El zhent de más jerarquía de Arabel lo había mandado para que asesinara y robara, había sabido que el Qaethur estaba allí para cogerlo, y se lo había mencionado específicamente a Drathar. Varandrar había querido que lo encontrara.

¡Bastardo!

Ahora tenía un poder con el que pocos ladrones podían soñar y las riquezas que el poder le había permitido arrebatar a los demás. Ahora era realmente alguien digno entre los zhentarim; no sólo un lacayo al que se toleraba.

Y ahora sabía tanto como muchos de la Hermandad y conocía algo más; el miedo auténtico.

Sus conjuros eran demasiado irrisorios y recién aprendidos para permitirle luchar contra cualquiera que no fuera un mago bisoño; Arte contra Arte, y con esperanza de seguir vivo. Sin embargo, tenía un talento para los conjuros que atraían y sometían a las bestias a su voluntad.

Por eso, los Caballeros de Myth Drannor se enfrentarían pronto a un desgarrador gris.

—Pronto. —Tan pronto como terminara de desgarrar los tendones del wyvern al que acababa de matar, rompiera las últimas hebras de carne y buscara algo más que devorar para llenar el vacío insaciable de su estómago.

Controlando su mente de la forma más ligera y cuidadosa posible, Drathar sonreía entre dientes, mientras el horrible descuartizamiento de carne y huesos continuaba.

Como solía decirse en el Valle, ni su propia madre lo habría reconocido.

El hargaunt estaba extendido en una delgada capa sobre su rostro, lo suficiente para darle el aspecto de una mujer marcada de viruela y arrugada, que en nada se parecía al antiguo mago de guerra. La mayor parte de su volumen se había dedicado a abultar su tórax mediante unos pechos impresionantes, aunque caídos. El vestido sucio y hecho jirones que había conseguido estrangulando a la vieja a la que ahora trataba de suplantar —disfrazado con el hargaunt del ornrion Intrépido había pretendido sólo robarlo, pero ella no dejaba de gritar mientras intentaba por todos los medios arrancarle los ojos con las uñas y con todo lo que se le ponía a tiro— se enganchaba en las espinas y las ramas, y los dioses sabían en qué otras cosas, mientras se abría camino entre la maleza, pero ¿qué más daba?

Lo roto y lo sucio congeniaban. No quería tener buen aspecto ni belleza que moviera a nadie a considerarlo digno de ser abordado.

Onsler Ruldroun tenía demasiada prisa como para perder el tiempo.

—Auril besa con labios fríos —murmuró Pennae cerca del oído de Florin, apartando suavemente la punta de la espada con que la había amenazado al acercarse. Acurrucada y buscando calor, trató de refugiarse temblorosa bajo el brazo del explorador—. Siempre hace frío antes del amanecer, sí, pero este es el peor que he sentido en mucho tiempo.

—¿Y si un monstruo me ataca de repente? —susurró el explorador—. Entonces, ¿qué?

—Me arrojas encima de él y aprovechas mis gritos para despertar a los demás, o me usas como escudo.

Florin suspiró, la rodeó con el brazo libre y empezó a mecerla suavemente, cambiando el peso del cuerpo de un pie al otro tal como estaba, para restablecer el ritmo que había conseguido antes de que ella lo despertara para pegarse a él.

Realmente hacía frío, y él había empezado a sentirlo.

—Y solo me enfrente al dragón —musitó para sí mismo, en un susurro apenas.

—Y viví para contarlo —respondió ella en el mismo tono, casi como un canturreo—. Y antes de que lo pienses, no te molestes en decirme que vuelva a dormirme. Estoy demasiado helada para conseguirlo. En realidad…

Florin sintió unos dedos ágiles y fuertes que se deslizaban por debajo de la cintura de su pantalón, buscando el calor…

Se apartó, presto.

—No, ahora no.

Pennae volvió a apretarse contra su pecho.

—Flor, no pretendo… lo que tú piensas. Al menos, no ahora. Sólo quería calentarme un poco las puntas de los dedos, y siempre queda espacio apenas suficiente…

—Claro —le dijo Florin al oído con tono de fingida desaprobación.

Luego, la volvió a rodear con el brazo y la atrajo otra vez hacia sí para colocarla en la posición en que se encontraban antes.

—¿Quién supones que viene a por nosotros ahora? —susurró ella, introduciendo los dedos un poco más en su pantalón y parando luego en seco el movimiento.

Florin se encogió de hombros.

—Supongo que la mitad de los malditos Reinos —murmuró—. Y eso por no hablar de los que andan siempre con la misma historia, ni de cualquiera que pueda estar pendiente de lo que nos cae encima en lugar de caernos encima personalmente. Yo…

De repente, se puso tenso y la apartó.

—¿Qué? —preguntó Pennae en un susurro, viendo su expresión y su espada desenvainada.

Florin escrutaba la oscuridad con la mirada fija en algo. Sin embargo, ella no había oído nada.

Mientras trataba de distinguir alguna cosa en el oscuro bosque que tenían enfrente, ella se puso rígida. Era eso.

Tampoco ella podía oír el menor ruido, ni un leve roce de la brisa meciendo las hojas de los árboles.

Absolutamente nada.

Pudo oír leves sonidos del bosque a la derecha y a la izquierda, cuando se agachó y se dio la vuelta.

Sin embargo, de frente no se oía…

Entonces, lo vio. Hubo un movimiento entre los árboles, un avance al que respondió, de manera especular, el movimiento ascendente de la espada de Florin a su lado.

Algo de gran tamaño se acercaba entre la espesura de la noche; algo que iba derribando árboles y pisoteando arbustos para abrirse paso en medio de aquel silencio fantasmagórico.

Era enorme, una masa grande, gris e informe cubierta por una piel que parecía de piedra y músculos marcados; los formidables brazos de apariencia humana estaban rematados por colosales garras negras, tan largas que podían rodear el tronco de un árbol. Se abría camino a empellones entre un espeso bosquete para llegar a la repisa en la que ellos estaban, avanzando pesadamente los imponentes hombros y el huesudo hocico, que parecía salir directamente de las clavículas, sin el menor atisbo de cuello.

Florin maldijo en voz baja.

—Despierta a los demás ahora mismo —le dijo a Pennae—, no sea que su silencio llegue hasta aquí. No a Jhess, pero quédate a su lado, dispuesta a despertarla de un puntapié o a arrastrarla a un lado si es necesario.

La ladrona asintió con la vista fija en los negros colmillos que salían de las terroríficas fauces cuando la bestia alzaba el hocico para mirar mejor hacia donde ellos estaban. En cada uno de los lados de su cabeza huesuda había dos filas de tres pequeños ojos de color amarillo ambarino, y la miraban con expresión maligna y ávida. ¿O era sólo hambre?

Drathar hizo una mueca. El hambre del desgarrador era cada vez más acuciante, y eso hacía que su mente se transformara en un torbellino que amenazaba con arrastrarlo a él. No quería acabar perdido en aquella marea organizada por el hambre.

Tal vez se estaba excediendo en la incitación de la bestia. Era mejor quedarse un poco más replegado. Al menos, lo había intentado para quedarse fuera del alcance de las dagas de la ladrona. El vínculo mental le avisaría cuando el monstruo estuviera comiendo. Habría tiempo suficiente cuando terminara la batalla real para acercarse más y ver cómo estaban las cosas.

Había hecho un conjuro de silencio a la criatura para disimular su avance. Con eso debería bastar. De lo contrario, hubiese tenido que avanzar detrás de ella, llenándose los dedos de sangre en los arboles para presentase como carne apetecible a cualquier bestia que se atreviese a acercarse a un desgarrador gris mientras comía.

Claro estaba que si aparecía algo con semejante atrevimiento, sería una bestia con la que no querría toparse ni en el mejor de los momentos.

—Tempus, Tymora y la condenación —musitó Islif, consiguiendo parecer furiosa y soñolienta al mismo tiempo—. No creo que mi espada tenga muchas posibilidades de atravesar eso. ¿Crees que habrá algunas rocas en lo alto de este acantilado hasta las que puedas llegar para lanzárselas a la cabeza?

Pennae se encogió de hombros.

—Creo haber visto algunas grietas ahí arriba en las que crecía la maleza. Lo que no sé es si podré soltarlas a tiempo. Cogeré la maza de batalla que Semoor lleva encima, pero que no quiere usar, y veré lo que puedo hacer, pero cuidado, las piedras cuando caen no se paran a mirar si lo que hay abajo es un monstruo espantoso o un valiente Caballero de Myth Drannor.

—Pennae —respondió Islif—, estamos demasiado desesperados como para preocuparnos por eso. Empieza a trepar.

La ladrona asintió, se dio la vuelta y comenzó a trepar por la piedra desgastada como si fuera una escala perfectamente iluminada.

Islif se quedó pensando qué haría Pennae si hubiera otros depredadores de los bosques esperándola con los colmillos descubiertos en lo alto del acantilado.

Entonces, se preguntó si la ladrona ya habría robado el colgante y, al llegar a la cima, se limitaría a desaparecer entre los árboles, dejando a los demás abandonados a su suerte.

A continuación, se unió a Florin y a Doust y Semoor, todavía medio dormidos, en el borde de la cornisa y pensó si tendrían tiempo de averiguar siquiera qué era lo que los estaba matando antes de que ocurriera.

Lo que seguramente era un silencio mágico llegó a su punto culminante cuando aquella cosa imponente empezó a subir por la pendiente de canto rodado. Pudo oír leves deslizamientos y repiqueteos cuando las piedras empezaron a rodar pendiente abajo.

Superponiéndose a esos sonidos también oyó otra cosa, un profundo retumbo, como el profundo gruñido de un perro. La bestia era de grandes proporciones. Le llevaba a ella medio cuerpo y tenía los hombros mucho más anchos que los suyos. No tenía pelo y aparentemente tampoco sexo. Caminaba erguida sobre unas patas fuertes y cortas, y tenía un muñón peludo a modo de cola. Seguramente tendría una raja por debajo de la cola para sus necesidades. Ese canal, sus pálidas y húmedas fauces y los ojos —seis— eran los únicos puntos vulnerables que podía ver.

Meneando la cabeza, Islif se preguntó si podría acceder a alguno de ellos y si realmente eran debilidades que su espada pudiera atravesar.

Al menos tenía tiempo para pensar en esas cosas mientras desde arriba caía la grava, lo que indicaba que Pennae seguía trepando. Esa bestia, más que trepar por las piedras que había debajo de la cornisa, abría surcos entre ellas con sus garras para afirmarse.

Sin embargo, tenía que haber roca sólida o tierra endurecida debajo de todas las rocas, cantos rodados y gravillas. Sólo había que cavar a la profundidad adecuada. Sería únicamente cuestión de tiempo.

—¿Crees que podemos tratar de dejarla ciega —preguntó Florin antes de que llegue aquí arriba? ¿Pennae?

—Se ha ido —dijo Islif, sin saber si la cosa podría oír y entender lo que decían—. Arriba. No creas que vas a poder contar con unas dagas hábilmente lanzadas.

—Vosotros dos deberías poder llegarle a los ojos con las espadas si os ponéis uno a cada lado —dijo Semoor en voz baja—. Eso si no se yergue *** NO HAY *** alta es, y si todas las piedras sueltas no os hacen resbalar más allá.

—Era obvio a quién se refería por «vosotros dos».

—Si bajamos hasta esas piedras —murmuró Florin—. ¿Podremos volver a subir?

—¿Tenemos alguna posibilidad de hacerle frente? —inquirió Islif—. No me apetece particularmente andar sorteando piedras por ahí con escasas posibilidades de asestar una cuchillada ni acabar tirada entre ellas, deslizándome sin remedio debajo de sus patas mientras cava y se revuelve, con la posibilidad de que me rompa el cuello o me use como cena, lo que se le antoje.

—Podríamos tratar de tender una cuerda para traeros de vuelta —sugirió Semoor con una ojeada a las fauces de negros colmillos.

Era evidente que la bestia los observaba, ya que volvía la cabeza para mirarlos uno por un uno mientras su gruñido sordo iba subiendo de tono y de volumen. Parecía furiosa.

Islif y Florin negaron con la cabeza.

—Con eso sólo conseguiríamos que os vierais arrastrados al mismo destino que nosotros —dijo Islif.

Florin suspiró y echó una mirada consternada a ambos sacerdotes.

—Supongo que no hay magia sagrada alguna capaz de ayudarnos.

Doust y Semoor se miraron, incómodos, y menearon la cabeza al mismo tiempo. El explorador suspiró, se agachó como si fuera a ponerse de rodillas… y saltó.

Saltó desde la repisa hacia delante con la espada preparada. Esos enormes brazos de negras garras se aprestaron a cogerlo, pero sólo consiguieron rozar la suela de una de sus botas dándole el impulso extra que necesitaba no sólo para aterrizar sobre su lomo, justo detrás de los ojos, sino también para girar en el aire de modo que quedó de frente a la cornisa y a los demás Caballeros.

Florin puso la espada de lado en ángulo con las mandíbulas. Tal como había previsto, el monstruo la mordió con fuerza y la transformó en un mango sólido como una roca por espacio de uno o dos segundos. Eso le dio al explorador tiempo suficiente para sacar con la otra mano una daga del cinto y clavarla hasta la empuñadura en uno de los ojos de la bestia.

La criatura se puso tensa, dio un rugido de dolor y alzó los brazos, irguiéndose apoyada en las patas traseras. Para entonces, Florin había conseguido arrancar con dificultad la daga del ojo y hundir el acero en el siguiente.

El monstruo bramó y levantó un brazo para asirlo y lanzarlo por encima de su cabeza hasta las ávidas fauces… y la espada de Islif le cercenó las garras; las dejó romas y le arrancó un chillido de sorprendido dolor. Sacudió la mano tratando de aliviar el sufrimiento, y eso dio al explorador tiempo suficiente para hundirle la daga en el tercer ojo de ese lado de la cabeza.

Volvió a quedarse rígida, y luego sufrió un espasmo. Florin sintió cómo se sacudía de manera incontrolable debajo de él mientras trataba de mantenerse sobre su lomo e Islif le gritaba a Semoor:

—¡La cazuela grande! ¡Entre las fauces!

El sacerdote la miró perplejo; después abrió su petate y sacó la cazuela. Islif la cogió, y la encajó entre los dientes de la bestia. Luego, lanzó una estocada tan a fondo que su hombro cubierto por la armadura produjo un gong sonoro contra el lado de la cazuela. Eso significaba que su espada se había clavado hasta donde le daba el brazo en la mandíbula de la criatura, pero con un ángulo ascendente que afectó a sus poderosos hombros y a la espina dorsal, atravesando carne y cortando sin piedad.

El monstruo vaciló y alzó los brazos para hacer a un lado a la guerrera, momento que aprovecharon Doust y Semoor para lanzarse desde la cornisa y golpear con todas sus fuerzas las manos de la bestia con sus mazas.

El monstruo reculó, agitando los brazos. Su rugido se había transformado ahora en un gruñido de pura agonía, y Florin se atrevió a meter los dedos en una de las sangrantes cuencas vacías para sujetarse. Soltó la espada y usó esa mano para clavar la daga en uno de los tres ojos del otro lado de la cabeza.

Debajo de él, los enormes hombros se sacudían espasmódicamente, y los brazos se agitaban con desesperación.

—¡Apartaos! —gritó Pennae desde arriba—. ¡Flor, apéate de la bestia!

Florin desgarró otro ojo y se deslizó por el lomo, para retroceder después hacia las sombras de la noche.

La cosa trató de revolverse, de seguirlo, pero se retorcía y sus músculos eran presa de espasmos incontrolables. Sólo había conseguido volverse a medias, e Islif y los dos sacerdotes se habían apartado a duras penas del lugar donde se debatía, cuando una gran losa de piedra en forma de cuña cayó del cielo y la aplastó contra el suelo.

Llena de estupor, lo único que podía hacer era gritar. Y lo hizo, débilmente, antes de callar para siempre mientras la sangre se expandía por debajo de la losa que la cubría.

—Muy bien. —La voz de Pennae llegó desde lo alto, con un tono de calma sorprendente—. ¿Qué os ha parecido? ¿Hay por ahí alguna otra bestia de la que tenga que ocuparme?

—¿Tal vez la que envió a esta? Cuatro monedas a que esta mole fue enviada o traída hasta aquí para acabar con nosotros.

Nadie aceptó su apuesta.

¿Cuál de ellos tenía el colgante? Tal como había supuesto, su conjuro no había encontrado nada, lo cual significaba que tenía que acercarse más, o bien para detectarlo por casualidad —si es que uno de ellos era lo bastante tonto como para lucirlo abiertamente—, o para observar con un conjuro desde más cerca.

Drathar se aproximó más, con una mueca cuando el retumbo de las piedras se intensificó. La noche era oscura y aparentemente los Caballeros no tenían faroles encendidos.

Esa sería su perdición. No podrían…

—¡Jaaa! —Ese grito ronco de triunfo había salido de la noche justo detrás de él.

Drathar saltó hacia delante, atravesando un espino que lo atacó sin clemencia. Por fortuna estaba medio seco, de modo que se quebró con un crujido. ¿Quién…?

El golpe de un mangual estuvo a punto de alcanzarlo; por un momento, destelló con un brillo de rubí al impactar contra su endeble conjuro de protección.

Drathar dio una voltereta al percibir una figura amenazante que se cernía sobre él, un hedor asfixiante a carne mugrienta y dos cabezas con colmillos. Un segundo mangual pasó volando junto a su cabeza y rebotó contra el tronco de un árbol.

Drathar se puso de pie con dificultad y se apartó, procurando poner varios árboles de por medio entre él y ese… ¿ettin?

¡Vaya!, era un gigante de dos cabezas que andaba a zancadas alrededor de los árboles, con todo el aspecto de patán desmañado con que se describía a los ettin en todos los relatos de los bardos. Daba toda la impresión de que acababa de despertarse, tal vez por los gritos del desgarrador gris, y a medida que el sueño lo iba abandonando sus pasos eran más rápidos y firmes.

Eso quería decir que tenía que hacer algo; era ahora o nunca.

Drathar afirmó los pies a pesar de que lo que le pedía el cuerpo era salir corriendo, miró al ettin que se acercaba de forma amenazadora, y con todo cuidado, formuló su último conjuro de coacción. Fuera lo que fuese lo que los Caballeros de Myth Drannor habían hecho al desgarrador gris, tenían que estar heridos y exhaustos.

Eso quería decir que con un ettin no tendrían ni la menor oportunidad.

—¿Qué demonios fue esa magia?

En ese momento, Boarblade no estaba de humor para las preguntas impertinentes de Klarn.

—Algo que me dio el mismo hombre que me puso en contacto con vosotros para que la utilizara cuando estuviéramos juntos, cabalgando por un camino abierto. No conozco su nombre. Ya has visto lo que les hizo a los caballos, y se ha acabado. Déjalos pues, están excesivamente agotados para alejarse demasiado, y el hargaunt puede olfatearlos y guiarnos de vuelta hasta ellos. ¡Vamos!

—¿Vamos? ¿Adónde?

—Al interior del bosque, hacia donde se oyen esos gritos. Antes de que sea demasiado tarde. Tú y yo abriremos la marcha. Glays irá en la retaguardia. Tanto alboroto puede atraer a otras bestias. Thorm y Datratur, mantened las espadas envainadas por ahora. No quiero que tropecemos los unos con el acero de los otros en medio de la oscuridad. Deprisa y en silencio; deprisa y en silencio.

—¿Y qué se supone exactamente que vamos a hacer?

Glays siempre mantenía la calma y era el único al que Boarblade consideraba competente para obedecer órdenes y para no caer en la más absoluta imbecilidad, de modo que le respondió.

—Pues ir y ver si todo esto tiene algo que ver con los Caballeros a los que andamos buscando. Da toda la impresión de que una bestia del bosque podría haber hecho el trabajo por nosotros, y en ese caso, necesitamos llegar a los cadáveres antes de que desfiguren sus rostros demasiado y de que ese colgante desaparezca en el estómago de algún monstruo. Si no es así, pero los Caballeros están malheridos o exhaustos, nos limitamos a observar y elegir el mejor momento para lanzarnos sobre ellos. Tienen una maga y algunos sacerdotes, ¿sabéis? Ningún momento y lugar más oportuno para hacer frente a los conjuros que un bosque espeso en la oscuridad de la noche, cuando no puedan ver contra quién descargan su magia. ¡Eso, siempre y cuando les quede todavía algo de magia!

Eso hizo que Klarn, Thorm y Darratur empezaran a asentir y a reír entre dientes. Boarblade usó la punta de su espada para indicar a Klarn que se adelantara, les dedicó a todos una sonrisa forzada y se dio la vuelta antes de que pudieran ver qué le resbalaba de la cara. ¡Panda de idiotas!

Al llegar a la puerta, el mago real de Cormyr se paró en seco parpadeó.

El sabio real Alaphondar alzó la vista desde su incómoda silla de alto respaldo y suspiró. Había formas más sutiles de hacer notar la sorpresa y la desaprobación que uno sentía al encontrarse a alguien asistiendo a una reunión secreta en la Cámara de Retiro de la reina, pero Vangerdahast nunca había sido amigo de las sutilezas.

El rey Azoun y la reina Filfaeril estaban allí, por supuesto. Se habían quitado las coronas, que descansaban sobre la mesa, y se abrazaban como dos amantes, una señal elocuente de que se había suspendido el protocolo real. Laspeera de los magos de guerra estaba sentada cerca de ellos, en la silla plegable de una doncella.

Los dos cuya presencia parecía desconcertar a Vangey eran el mago de guerra Lorbryn Deltalon y el hombre vestido con ropa de viaje de cuero muy gastada que estaba sentado en silencio junto a él en el sofá. Era el Arpista Dalonder Ree, que se volvió a mirarlo.

—Lamento comunicarte que Dove no puede reunirse con nosotros. Está de viaje. Cosas de los Arpistas —dijo, acompañando sus palabras con una sonrisa cómplice.

—¿Qué clase de cosas de los Arpistas? —inquirió Vangerdahast casi gritando, mientras entraba en la habitación y se dirigía al cómodo sillón que le habían reservado.

Ree se encogió de hombros.

—No se me puede obligar a decir lo que no sé.

—¡Ja! ¿Esperas que me crea eso?

—Por supuesto que sí —dijo el rey Azoun desde donde estaba sentado, con tono tan abrupto y helado que Vangerdahast volvió a parpadear, hizo un alto y se quedó esperando más. Unas palabras que nunca llegaron.

Después de un par de segundos, el mago real siguió el camino hacia su sillón y dijo mirando al techo mientras se volvía para sentarse:

—Me llegaron noticias de que la Reina Dragón tenía necesidad de mi presencia en una reunión, y aquí estoy. ¿Esperamos a alguien más o…?

—No, Vangey. Nadie va a estropear tu entrada espectacular. —El tono de Filfaeril era tan árido como las arenas de un desierto—. Si estás cómodamente sentado, podemos empezar.

—Lo estoy. ¿El propósito de este pequeño cónclave?

—Directo al corazón, directo al corazón —murmuró Dalonder Ree.

El mago real ni siquiera se dignó a mirar hacia donde estaba, pero tanto Laspeera como Filfaeril le dirigieron unas sonrisitas maliciosas.

—Parece ser —dijo el rey de Cormyr con toda la calma— que los Caballeros de Myth Drannor siguen envueltos en ciertas manifestaciones de violencia en los territorios que bordean el camino del Mar de la Luna, más allá de nuestras actuales fronteras pero en territorio que solemos patrullar para mantener la seguridad a fin de que ninguna amenaza pueda cernirse sobre nuestro hermoso reino. La identidad de sus enemigos entra en el campo de las conjeturas y las discusiones. Me gustaría conocer vuestra opinión sincera e informal, la de todos vosotros, sobre lo que debería hacerse al respecto.

—Nada —dijo Vangerdahast cuando Deltalon y el Arpista se disponían a hablar—. Son aventureros y han abandonado el reino. Dejemos que corran aventuras y que se enfrenten al destino que los dioses consideren adecuado para ellos. No podemos estar alargando la mano por todo Faerun para interferir en los asuntos de los demás.

—No, por supuesto que no —dijo Dalonder Ree, mirando hacia el techo—, sólo dos o tres veces por día, cuando nos apetezca si da la casualidad que somos, por ejemplo, magos reales.

Dos resoplidos reales de incredulidad sofocaron la mirada de hielo que Vangerdahast iba a dirigirle. Se contentó con pasar por alto el comentario del Arpista.

—En esta habitación sólo podemos ocupamos de los intereses y las políticas de Cormyr —dijo el mago real—. Puesto que esta es una discusión informal, permitid que os hable sin tapujos: soy de la firme opinión de que no se debe dar ningún tipo de ayuda a los aventureros con cédula real conocidos como los Caballeros de Myth Drannor. Si se establecen en el Valle de las Sombras, como ciertas partes evidentemente pretenden que hagan, les tenderemos luego la mano de la diplomacia…

—Emisarios en la puerta delantera y espías por la trasera —murmuró Ree.

—… como de costumbre —añadió Vangerdahast, dedicando al Arpista una mirada fulminante—. Y hay un motivo: quiero mantener a los magos de guerra fuera de esa zona por otra razón muy distinta.

Sobrevino un pequeño silencio que la reina Filfaeril aprovechó para preguntar en voz baja.

—¿Y ese motivo sería?

Vangerdahast la miró un poco implorante.

—Concierne a la familia real, y preferiría no hablar abiertamente de ello ante los aquí reunidos.

—Eso es difícil, Vangey —dijo el rey Azoun—, porque yo francamente preferiría que lo hicieras.

El mago real ni se molestó en disimular su encogimiento de hombros ni su suspiro.

—Muy bien. Existe un peligro para la princesa Tanalasta debido a un enlace mágico entre su mente y un mago de guerra que se ha convertido en un renegado y fugitivo, y que creo que está actualmente en la misma zona que los Caballeros.

—Ruldroun —murmuró Laspeera.

Vangerdahast la miró con aire censurador.

—Si vamos a descubrir hasta el último secreto del reino sin motivo aparente, que así sea. Ruldroun es el mago al que me refiero. No conozco ninguna conexión entre él y los Caballeros, pero si llenamos esa zona del bosque de magos de guerra y empezamos a lanzar conjuros…, lo que dañe su mente podría dañar a la princesa, a pesar de todas las salvaguardas de que la rodee aquí.

—Yo no tengo magia alguna de la que hablar —dijo el Arpista—, de modo que no veo motivo alguno por el que no pueda acudir en ayuda de los Caballeros; incluso me tomaría la libertad de pedir ayuda a un mago de guerra para que me traslocara a través de la vastedad de Cormyr para llegar a tiempo hasta ellos.

—Yo te la prestaré —dijo Deltalon—, e iré contigo para ayudar y traer un informe fiable de lo que allí sucede.

—No harás nada de eso.

Vangerdahast podía dar a su voz un tono imperativo que resonaba aún con más fuerza y energía que el tono del rey Azoun cuando decía «oíd ahora mi voluntad real».

—Sí que lo hará —dijo la reina Filfaeril con tanta suavidad y calma que pareció un susurro—. Vangey, en esto tu objeción queda desestimada.

El mago real se revolvió en su silla como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.

—Señora…, señora…

—¿Te atreverás? —preguntó con dulzura la reina Filfaeril—. Por supuesto. Y te ruego que pruebes con mi real esposo antes de considerarme una necia o de pensar que estoy sola en esto.

Con lentitud y evidente mala gana, Vangerdahast volvió la cabeza hacia el rey, que sonrió y asintió.

—El Arpista habrá de recibir toda la ayuda que considere necesaria, incluidos los servicios del mago de guerra Deltalon.

—Me ocuparé de ello —dijo Laspeera en voz baja.

Vangerdahast se volvió abruptamente hacia ella, pero no la fulminó con la mirada. Sólo guardó silencio y parpadeó repetidamente, como si estuviera aquejada de algún tic facial.

—¡Muy bien —dijo por fin—, pero oídme! —añadió, y le echó al Arpista una mirada que podría haber fundido un escudo—: No vas a llevar un ejército de Dragones Púrpura.

—¿Por qué habría de hacerlo —empezó a preguntar, y la expresión del Arpista era de absoluta inocencia— cuando todo lo que necesito es un Dragón? Ese al que llaman Intrépido.

En voz baja al principio y luego tan estrepitosamente que acabó ahogándose de risa, el mago real de Cormyr dio rienda suelta a su júbilo.