Capítulo 20

Garras en la noche

Lo que ahora rezuma rojo fue otrora tan blanco.

Los colmillos bien alimentados no destellan ahora tan brillantes,

aunque no es más gentil ahora su ávida mordedura;

siempre temen a las garra; que acechan en la noche.

Lharanla Tassalan,

dama juglar errante,

de la balada En la noche,

oída por vez primera

en el Año del Libro Mágico

Tenía que marcharse.

Tarde o temprano un mago de guerra se encontraría en la necesidad de usar una cámara blindada por un conjuro y daría con él. Sin embargo, tal vez nunca volvería a encontrar un lugar tan seguro, solitario y tranquilo para pensar.

Y por Mystra, Azuth y el Dragón Púrpura, tenía que pensar.

Cormyr era una trampa mortal para él, y lo sería siempre. Aun en el caso de que Vangerdahast cayera muerto antes del próximo mediodía; y no le sorprendería en lo más mínimo que el mago real resultara uno de esos magos a los que había que matar seis o siete veces antes de que produjera resultados, los magos de guerra no olvidaban.

No era que Onsler Ruldroun hubiera sido uno de esos magos de guerra que producían relámpagos brillantes y arrancaban exclamaciones de admiración. Había conseguido robar unos cuantos pergaminos con conjuros a lo largo de los años y retener un libro de conjuros que debería haber entregado al viejo lanzaconjuros pero, no obstante, tenía fama de «mago competente, nada más». No podía desafiar a nadie que no fuera un charlatán carente de conjuros y tener confianza en sobrevivir.

Entonces, tendría que ser lo que había sido antes de que el oro de Yellander lo hubiera seducido. Muy cuidadoso. Hasta que pudiera fundarse el brillante imperio, otro error significaría la muerte.

Esa era la razón por la cual se había atrevido a usar los portales para llegar hasta allí una vez que Boarblade estuvo seguro. Ahora tendría que desaparecer y permanecer oculto, siguiendo la pista de Boarblade y de los otros cuatro. Mantendría una estrecha vigilancia sobre lo que hacían, pero permaneciendo invisible, usando sus conjuros para ayudarlos sólo cuando pudiera pasar desapercibido.

Los cuatro iban de camino para reunirse con Boarblade. Sólo el segundo hombre al que había susurrado se había negado, y él se las había arreglado para arrojar ese cadáver a las alcantarillas. Si podía conseguirlo, serían los últimos individuos con que se encontraría y tendría tratos como Onsler Ruldroun.

Cuidadoso y cauteloso, así sería. De ahora en adelante sólo trabajaría a través de otros, siempre ocultando su cara verdadera.

Como si hubiera oído sus pensamientos, su hargaunt favorito apareció en lo alto del tapiz detrás del cual se había escondido y se escurrió por la rica tela hacia él.

Se estiró y se curvó, apartándose del tapiz como un gusano para deslizarse por su brazo.

Ruldroun lo abrazó, besó y lamió su calidez pardo-purpúrea y rugosa. Cambió de tonalidad para tomar la de su piel y se refregó contra él, emitiendo un ronroneo que sintió más que oyó.

Su único amigo, tal vez su único amante…

—Madre de mis preciosos hijos, ocultaré mi verdadera cara contigo —le murmuró—. Y cuando el Valle de las Sombras sea nuestro, amor mío, tendrás la recompensa, lo prometo. Podrás elegir entre los mejores humanos para someterlos y conquistarlos: los más fuertes entre los magos de guerra y los agentes zhentarim que merodeen por ahí, los mejores magos Arpistas, puede que incluso un Elegido de Mystra, si apuntamos tan alto. Serán personas de importancia que, cuando vuelvan a los reinos que deseas gobernar, te darán acceso a los gobernantes y a los que eligen a los gobernantes…, y entonces podrá comenzar la auténtica conquista de Faerun, desapercibida para los que proclaman y tocan cuernos de guerra y galopan bajo estandartes.

Tarareaba alegremente para responder a sus ronroneos mientras con ternura acariciaba la masa cambiante, amorosa del hargaunt.

—Un imperio hargaunt, donde los humanos sometidos obtengan abundantes cosechas y eliminen las enfermedades con el fuego y hagan frente unidos a monstruosos enemigos.

Una sonrisa repentina se abrió en el rostro cansado de Onsler Ruldroun, y mirando la silenciosa cámara que lo rodeaba dijo:

—¡Y Telgarth Boarblade se pregunta por qué controlo tanto mi lengua!

Abandonando su mejilla para cruzar su rostro, el hargaunt ronroneó.

Belthonder se jactaba de no pedir perdón jamás…, y de no tener necesidad de hacerlo. Una vez había tenido que decirle a Vangerdahast «todavía no», pero el mago real se había dado cuenta de que tenía razón, y había sonreído y dado su aprobación.

Vangey sabía quiénes eran sus mejores magos de guerra.

Y si bien Marim Belthonder no era ya tan joven ni tan ágil, ni tan devastadoramente guapo como lo había sido antes, era más sabio y más hábil en sus persuasiones, y seguía siendo igualmente alto. Las mujeres de Cormyr todavía le sonreían, incitantes, cuando él las miraba, y eso a veces significaba la mitad del trabajo hecho.

Ahora, por ejemplo. Ese camino llevaba a un claro donde la esposa de cierto noble estaría esperándolo, abrigada con una capa para protegerse contra el frío de la noche, aunque por debajo tal vez sólo llevara unas botas. En cuanto hubiera activado su conjuro de búsqueda, para asegurarse de que había venido sola y de que no la seguía nadie sospechoso, se revestiría de su mejor sonrisa e iría a su encuentro.

Belthonder flexionó los dedos antes de hacer el conjuro, con precisión y elegancia, que era como debían hacerse todos los conjuros, y se apartó del tronco del frondoso copasombra para tener libertad de movimientos.

La Espada Incansable le atravesó la garganta limpiamente y le cortó además varios dedos al pasar. Dio una voltereta en el aire y volvió como una centella para clavarse hasta la empuñadura en el corazón de Belthonder, antes de que el cuerpo hubiera empezado a caer siquiera.

Entonces, hizo una contorsión y voló hacia atrás para desprenderse de la carne y el hueso, reluciente de la mejor sangre de mago de guerra, y volvió a desaparecer en la noche.

Los encantamientos de Armaukran no tenían parangón en algunos aspectos, pero en otros eran simplemente adecuados. Viejo Fantasma estaba casi demasiado lejos para oírlos cuando empezaron los gritos de la mujer noble.

Drathar no tenía intención de hacerse el héroe muerto. Hasta donde sabía, ningún superior de la Hermandad lo estaba escudriñando en ese momento. Cómo llevar a cabo las órdenes que le había transmitido Hardtower era cosa suya. Impedir que los Caballeros llegaran al Valle de las Sombras, matar a cuantos pudiera y, sobre todo, conseguir el Colgante de Ashaba. Todo estaba claro.

Por supuesto, no era necesario tratar de conseguir los tres objetivos en un solo combate. Con eso tal vez conseguiría que lo mataran en el enfrentamiento con una banda de aventureros con cédula real. Matar a uno o dos y herir a otros para retrasar su marcha sería trabajo suficiente por esa noche.

Así pues, podía mantenerse a la espera y usar sus conjuros para observar, o para escabullirse, si se hacía necesario.

Que el dirlagr*** NO HAY *** —«bestia trémula», lo llamaban la mayoría de los magos— se hiciera cargo de los Caballeros de Myth Drannor y muriera en su lugar. El conjuro afilado como una espada que había lanzado sobre sus garras las había alargado hasta hacerlas tan afiladas como cuchillas curvas y tan largas como sables, y el escudo protector con que había protegido a la bestia debería hacer que el primer conjuro que lanzaran sobre el dirlagr*** NO HAY *** repercutiera en el sitio de donde provenía.

Tal vez, sólo tal vez, bastaría con eso. Si no, habría otras noches antes de que incluso Caballeros en veloces corceles pudieran llegar al Valle de las Sombras. Y esos Caballeros iban a pie.

Y cada noche habría otro dirlagr*** NO HAY ***, o algo mucho más interesante, si sus conjuros eran capaces de encontrarlo y conquistarlo.

—¡A por ellos, mi campeón! —Envió ese pensamiento ardiente que salió de su mente. Había dos sacerdotes y un aprendiz de mago sobre aquella repisa.

Ansiosamente, casi sin necesidad de que lo urgiera, el dirlagr*** NO HAY *** se lanzó por la ladera cubierta de cantos rodados que rodaban bajo sus patas y se abalanzó.

A Omgryn le importaba un bledo que los demás se llevaran las palmas. Lo que a él le importaba era saber —junto con Belthonder, Vangerdahast, Laspeera e incluso la reina Filfaeril y su señor esposo, el propio rey Azoun— que él y Belthonder eran los mejores magos de guerra del mago real. Los lanzadores de conjuros a los que recurría Vangey cuando Cormyr tenía necesidad, los dos que podían realizar las tareas más arduas, y hacerlo bien, además.

Esa era la razón por la cual estaba saliendo del pabellón de caza de un noble a esa tenebrosa hora de la noche, entre dos perros guardianes inmovilizados por un conjuro, para abrirse camino sorteando a dos veintenas de guardias que ahora hacían dormidos su recorrido de servicio a cuatro señores diferentes.

Detrás de ellos, esos cuatro señores estaban sentados, desmadejados y silenciosos. Nunca más volverían a tener necesidad de sirvientes ni de guardaespaldas.

Eran el segundo hijo del lord, un comerciante sembiano, un mercader de Zhentil Keep y un envenenador del Culto del Dragón. Todos estaban muertos alrededor de una mesa, detrás de Ornbryn, mientras el fuego que consumiría los venenos que habían estado intercambiando, así como sus cuerpos y el pabellón, iluminaba mágicamente sus rostros invidentes.

Omgryn debía darse prisa. Deltalon y los demás estarían esperando, y era arriesgado mantener abierto un portal durante mucho tiempo en ese país, con ese resplandor palpitante que atraía a las bestias salvajes como ninguna otra cosa. Ellos…

La espada voladora que salió como un rayo de la oscuridad de la noche a punto estuvo de separar la cabeza de Omgryn de sus hombros. La cabeza se balanceó blandamente y saltó sangre en todas direcciones, mientras la mandíbula se abría y se cerraba en un frenesí vano y moribundo que no conseguía articular las palabras que la mente nublada de Omgryn trataba desesperadamente de gritar.

—La Espada incansable —quería gritar—. ¡Cuidado! ¡Es real! ¡Está aquí, en Cormyr! ¡Que todos los magos de guerra tengan cuidado!

Sólo le salió un gorgoteo angustioso, desesperado, hasta que la espada en veloz carrera le cortó lo que quedaba del cuello y su cabeza salió despedida en medio de la noche. El cuerpo se desplomó sobre los quebradizos arbustos, y la cabeza rebotó dos veces antes de salir rodando por entre la maleza.

Casi paró contra las botas de Lorbryn Deltalon, que avanzaba agachado con una varita mágica en la mano y dos magos de guerra más jóvenes detrás de él.

—¿Es…? —dijo uno de ellos con voz entrecortada.

—Lo es —dijo Deltalon, retrocediendo al ver las primeras llamas que lamían las ventanas del pabellón—. Id con Tsantress y volved por el portal. Yo he visto qué ha sido lo que ha hecho esto.

Realizó un conjuro de protección más rápido de lo que los dos jóvenes habían visto hacer jamás a ningún mago.

—¡Moveos! ¿Qué esperáis?

Se dieron la vuelta y salieron corriendo. Mientras corría tras ello, rogando que su defensa pudiera parar a una espada larga y letal que lo venía persiguiendo, Deltalon se preguntó qué podría decirles.

Lo mejor era discutir eso primero con Vangerdahast. La noticia de esas muertes ya se estaba difundiendo entre los magos de guerra, pero se mantenía en el más escrupuloso de los secretos frente al populacho. Sin embargo, los cormyrianos no eran tontos y los rumores ya se estaban extendiendo por todo el reino.

Casi con la misma velocidad de la letal espada.

Deltalon se estremeció al ver aparecer a lo lejos el resplandor del portal y la ansiosa cara de Tsantress a su lado.

—¡Pasadlo a todo correr, muchachos —dijo, jadeando—, a menos que prefiráis una nueva y breve carrera como alfileteros!

Entonces, dio un salto, con la esperanza de poder ser más rápido que la espada.

—¡Maldición! —gritó Semoor, horrorizado, despertándose realmente por primera vez.

Unos relucientes ojos color ámbar lo miraban fijamente, mientras debajo de ellos se abrían unas fauces de enormes colmillos. Era una bestia de color entre azul y negro, con seis patas y dos tentáculos que le salían de los hombros, dos cosas como látigos que revoleaba por encima de la cabeza. Le pareció una especie de pantera famélica, de una gracia sinuosa y…

Se lanzó sobre él.

Semoor apretó los dientes y atacó con su maza, pero un tentáculo brillante salió de la oscuridad e hizo el arma a un lado, con brazo y todo.

Apartándolo del camino de esas fauces, consiguió que chocara contra Islif. Los dos salieron rodando entre las piedras.

Detrás de él estalló un conjuro, y luego se vio un destello. Jhessail lanzó un chillido, Florin maldijo y Pennae gritó:

—¡Nada de conjuros, santurrones!

Semoor se puso a orar frenéticamente mientras trataba todavía más frenéticamente de ponerse de pie para poder darse la vuelta y observar…

… cómo Doust era asaltado por las enormes garras, que destrozaron su pectoral con un chirrido metálico que ahogó el propio grito de terror del tymorano. A continuación, fue lanzado contra el suelo por los dos grandes tentáculos, que lo golpearon una y otra vez.

Florin se adelantó de un salto para cortar los tentáculos, espada en una mano y daga en la otra, y la bestia se volvió hacia él con velocidad aterradora. Dio la impresión de que las hojas del explorador habían alcanzado al monstruo, pero cada vez que golpeaban sólo conseguían atravesar el aire.

—¡Es un dirlagr*** NO HAY ***! —gritó Islif desde un lado. Corrió dejando atrás a Semoor y lanzándose contra la grupa del animal—. ¡Estocadas amplias, Florin! ¡Estocadas amplias!

Un tentáculo la atacó cuando el gran felino se volvió y gruñó. Semoor dejó de mirar y corrió hacia delante. La furia iba creciendo en su interior, ardiente y roja, mientras daba las cuatro buenas zancadas que lo separaban de Islif. El mandoble de Islif hizo que el tentáculo pasara por detrás de ella, permitiéndole dar un salto para atacar la grupa huesuda de la criatura con su daga.

Era un arma pequeña, pero se clavó a fondo. El dirlagr*** NO HAY *** rugió y arqueó el cuerpo, lanzando su aullido a las estrellas, y Florin arremetió contra su gaznate y sus patas delanteras.

El rugido se convirtió en un aullido salvaje mientras la bestia retrocedía rápidamente, apartándose del explorador y meneando un miembro ensangrentado que ya no tenía garra. Mientras tanto, Islif se agarró a su cuello; sacó dagas de todas partes y las hundió una tras otra en un intento de llegar a la cabeza.

La bestia trémula se estremeció y se sacudió bajo su embate con visible dolor; arqueó sus tentáculos hacia arriba para atacarla con todas sus fuerzas.

Además, lanzaba patadas a Florin con las garras tratando de alcanzarlo. El explorador se introdujo debajo del vientre del animal para atacarlo desde abajo. Agachado entre sus patas, casi no podía errar.

Semoor llegó hasta el dirlagr*** NO HAY *** y apartó con su maza la cola, que se parecía a la de una rata. Corriendo hacia la pata trasera que tenía más cerca, afirmó bien los pies, asió la maza con ambas manos y lanzó un golpe.

A mitad del recorrido, la maza golpeó en algo duro, que cedió levemente mientras el dirlagr*** NO HAY *** chillaba y vacilaba, y una de sus patas traseras amenazaba con ceder bajo su peso.

Semoor se encontró de bruces contra las piedras y lanzado hacia un lado por los frenéticos forcejeos de la bestia, que simplemente trataba de escapar. La criatura resbaló y, sacudiéndose, cayó por la pendiente de cantos rodados. Montada en ella iba Islif, que consiguió clavarle una daga en uno de los ambarinos ojos y salió despedida cuando la bestia reculó, enarcó el lomo y se encogió tratando de dar una voltereta.

El dirlagr*** NO HAY *** aterrizó pesadamente, rodó y cayó de pie, aunque de inmediato se desplomó de lado mientras Florin corría a su lado, entre las piedras que saltaban hacia todas partes, y trataba de atravesarle la garganta.

Los movedizos tentáculos, por fin, lo hicieron caer al suelo, pero el dirlagr*** NO HAY *** ya no luchaba.

Se alejaba rápidamente, moribundo y presa del dolor.

Doust y Jhessail habían caído, y Pennae… ¿Dónde estaba Pennae?

Como respondiendo a la pregunta silenciosa de Semoor, un hombre gritó una palabrota en medio de la noche y, a continuación, se oyó la voz de Pennae.

—¿Qué tal eso? ¡La próxima será en el corazón!

Con una daga reluciente en la mano, le sonrió a Semoor, que decidió que era un buen momento para desmayarse. Y eso fue lo que hizo.

Para convertirse en el nuevo lord Yellander, o al menos conseguir de una Corona agradecida una granja, o una casa, o algo que hubiera sido de los Yellander, tenía que ofrecer al rey Azoun, o más bien a Vangerdahast, alguna hazaña grande, una prueba de lealtad.

Eso no iba a ser fácil, y acababa de hacerse más difícil aún. Mucho más difícil.

Por enésima vez, Brorn se pasó los dedos por la mejilla izquierda para tocar el hueso descubierto. Se estaba extendiendo. También la ceja de ese lado había desaparecido, junto con buena parte de su frente. ¡Maldición!

Cuando retiró la mano se dio cuenta de que había empezado a aparecer en sus dedos. También ellos eran de hueso. Por un momento, los frotó enérgicamente contra el áspero borde de piedra de la tapa de la sepultura, donde estaba una de las grietas, pero eso no produjo el menor desgaste, ni le causó dolor alguno, ni salió una sola gota de sangre.

Alzó los dedos para examinarlos con curiosidad. No era que la carne y la piel se estuvieran marchitando, no; era que el hueso estaba creciendo por encima de la piel, revistiendo su carne con una armadura exterior. Podía mover y flexionar el cuerpo, igual que antes, pero sentía una pesadez, y ya tenía una costra sobre el lado izquierdo de la cara y de los extremos de todos los dedos de la mano izquierda. Eso amortiguaba la sensibilidad. Podía notar las cosas que tocaba o sostenía, pero a cierta distancia, como a través de un guantelete.

Era algo que quedaba entre los restos del cadáver. Tenía que ser eso. Mientras se estaba curando, debía de haberse colado encima de él. Y hasta era posible que estuviera hurtando a Brorn Hallomond de sí mismo.

Maldijo en voz alta y largamente, allí solo, en medio del bosque. Luego, se volvió hacia el ataúd y dio las gracias amargamente por los restos de hueso y por el polvo que había dentro.

Tal vez por haberle robado la vida.

Se alejó a grandes zancadas, esperando que su ropa pudiera ocultar sus miembros esqueléticos cuando las cosas llegaran a ese extremo.

Le parecía improbable que los magos de guerra le permitieran ver al mago real o a cualquier otro cuando comprobaran que lo que se les acercaba era un esqueleto andante.

Alaphondar adelantó más el torso por encima de la mesa. El sabio real parecía tan imperturbable como siempre, pero su expresión amable, tranquilizadora, hizo que Rhallogant Caladanter, sentado al otro lado, se estremeciera dentro de los grilletes.

—Tranquilo, lord Caladanter —dijo el sabio—. Hasta el momento me has sido de gran ayuda, y la Corona está complacida. Por el momento. Hoy estás aquí sólo para responder a otra pregunta, si puedes.

Hizo una pausa para dar al joven noble ocasión de apresurarse a llenar el silencio, y el aterrorizado Rhallogant Caladanter así lo hizo.

—¡Y…, yo haré todo lo que sea! ¡Diré lo que haga falta! ¡Lo haré!

—Eso será útil —musitó sarcásticamente Dalonder Ree desde donde estaba, apoyado contra una puerta cerrada fuera de la habitación.

La dama vestida con armadura de cuero a la que todos llamaban Dove o lady Dove estaba apoyada contra la otra puerta cerrada.

—El… caballero en cuya compañía te encontraron tenía ciertos objetivos en la vida, unas cuantas cosas que se proponía realizar. ¿Te habló de ellas en algún momento? Si él, digamos, para quedarnos en el terreno de las suposiciones, huyó de nosotros, ¿adónde crees que habría ido?

—Yo…, yo… Sí, lo hizo, pero no sé —farfulló Rhallogant—. ¡ÉL…, él…, veamos, déjame pensar!

—Considérate nuestro huésped —murmuró Ree—. Siempre hay una primera vez para todo.

Las puntas de sus dedos se encendieron brevemente con un contraconjuro. Drathar soltó la daga, maldiciendo.

¡Oh!, era un cuchillo, un buen cuchillo. Le servía y tenía un equilibrio perfecto para lanzarlo. Además no tenía nada que pudiera identificarlo. No había ni una posibilidad de que pudieran rastrearlo o alcanzarlo por medios mágicos, por supuesto.

Drathar echó la cabeza hacia atrás y siguió maldiciendo, en voz alta y prolongadamente; lanzaba las palabras con rabia más que gritándolas. Por esos bosques había bestias acechando y no quería tener que luchar contra alguna de ellas. Recogió el cuchillo —al menos, sabía que estaba limpio, de modo que no podrían rastrearlo con un conjuro a través de él— y echó a andar por el sendero de caza, para que su tránsito fuera lo más silencioso posible.

Hacía muchísimo frío antes del amanecer, como para pensar en dormir, incluso aunque no hubiera tenido ese dolor en el pecho, justo a la altura de la clavícula.

¿Cómo habría sabido esa zorra de ladrona que él estaba allí? Había estado observando desde su escondite, apenas se había asomado un poco para ver mejor y no había usado ningún conjuro. ¿Cómo lo había sabido?

Bueno, fuera por el motivo que fuera, lo había sabido, y eso cambiaba las cosas. Era preciso acabar con ella, incluso antes que con los lanzaconjuros y el explorador.

—Los guanteletes —dijo hablando a la oscuridad que lo rodeaba con un furioso siseo— están quitados.

Casi esperaba que le respondiera un siseo igualmente furioso, pero no oyó nada.

—Muerta —dijo Pennae con satisfacción—. Me refiero a la bestia trémula, no al hombre a quien obedecía. Él consiguió escapar. Por ahora.

—Entonces —gruñó Semoor, tanteándose las costillas con una mueca de dolor—, ¿somos grandes héroes? ¿O acaso los niños de los Valles acaban con bestias como esa?

—Sin duda, parecía temible —dijo Doust—, y yo no voy a volver a usar esta armadura hasta que la enderecemos a martillazos.

Semoor sonrió.

—Tráela aquí; ahora mismo estoy deseando enderezar algo a golpes.

—Nada de eso —dijeron Islif y Pennae al unísono, con gesto severo.

—¿Es que quieres hacer tanto ruido como para atraer a *** NO HAY *** cosa se encuentre a un día de distancia de nosotros? —añadió la ladrona—. ¿Sabes hasta dónde puede llegar un ruido como ese?

Semoor le dirigió una sonrisa brillante y boba.

—Por supuesto que no. ¿Más lejos que tus maldiciones?

—¿Cómo está Jhess? —preguntó Florin—. Me temo que recibió toda la fuerza del conjuro que le lanzó, fuera del tipo que fuese. Algo hizo que el conjuro retrocediera hacia ella.

—Habrá sido obra del mago que nos estaba observando —le dijo Pennae, poniéndose a su lado y observando junto con él a Jhessail, que yacía desmadejada en el suelo, inconsciente—. Pero no creo que sea un mago de guerra.

—No, no parece su estilo —coincidió Islif—. ¿Qué otros enemigos tenemos, entonces? —Le echó una mirada a Pennae—. ¿Has estado muy ocupada separando a los nobles de sus riquezas?

La ladrona se encogió de hombros.

—No más ocupada de lo que hemos andado todos haciendo que los magos de guerra separaran sus cabezas de sus cuerpos al encontrarlos en flagrante traición una y otra vez. Dudo de que muchos de ellos se preocupen demasiado por nosotros, si es que piensan en ello alguna vez.

—Bueno —suspiró Semoor—, seguro que hay alguien pensando en nosotros, y con gran atención.

—Confiemos en que haya tenido suficiente por una noche —dijo Pennae, mirando las costillas de Doust—. Es probable que esta cornisa y esa pendiente sean el mejor lugar de acampada que podamos encontrar para defendernos en la oscuridad de alguien que no pueda lanzarnos flechas.

Alzó la vista para mirar a Semoor.

—Ve y cura a tu amigo. Seguro que a Tymora no le importará. Es evidente que se arriesgó.

—¿Y qué pasa con Jhess?

—Dejadla descansar en paz por ahora. Es probable que al amanecer tengáis que curarla entre los dos. No reconocí el conjuro que trató de usar, ¿y vosotros?

Ambos sacerdotes negaron con la cabeza.

—Bueno, sentaos una a cada lado de ella y no dejéis de observarla. Si veis que se enfría o que no se despierta, empezad inmediatamente con las curaciones o es posible que nos quedemos sin maga.

—¿Tan mal está? —preguntó Florin, preocupado, y plantó su espada y se arrodilló junto a la pálida Jhessail.

Pennae se encogió de hombros.

—No lo sé. Como no sé el conjuro que utilizó, sólo queda esperar a ver.

—¿Por qué no empezar la curación ahora mismo?

—Porque todavía no es de día, Florin —dijo la ladrona—. No sabemos cuando nos volverán a atacar. Es posible que uno de nosotros acabe necesitándola con más urgencia que la pequeña pelo de fuego.

Florin asintió y se volvió para escrutar las sombras, donde ya podía oír a las bestias en movimiento. Las criaturas se encaminaban hacia donde yacía el cadáver del dirlagr*** NO HAY ***, para alimentarse.

Ya tenía el brazo, la pierna y todo el lado izquierdo del cuerpo cubiertos de hueso, y también la mayor parte de la cara. Se le caía el pelo a grandes mechones.

Al principio, Brorn se había despojado de la mayor parte de su ropa, por temor a que se desintegrara o se corrompiera cuando la transformación le afectara.

Después se la había vuelto a poner. El revestimiento de hueso que lo iba cubriendo sólo afectaba a su piel. Por debajo de él se seguía sintiendo el mismo: fuerte, ágil, vivo, no una cosa frágil, ligera y muerta.

Los ojos no habían quedado cubiertos todavía. Sin embargo, algo les había ocurrido, ya que podía ver nítidamente en la oscuridad de la noche y caminar entre los arboles con tanta seguridad como en un día nublado.

La mitad de él parecía un esqueleto andante.

No se atrevió a salir al camino donde pudiera verlo alguien. Tal vez era mejor no dejarse ver en ese estado, en Cormyr. En los Valles la gente era más simple; sólo granjeros de tierras apartadas. Su aspecto podría aterrorizarlos, pero ellos no eran de Cormyr, de modo que no le importaba lo que pensaran de él siempre y cuando no apareciera algún valiente que tratara de ensartarlo con una horquilla o de dispararle con una ballesta.

¿Qué le sucedería cuando el hueso lo cubriera por completo? ¿Empezaría a extenderse a sus entrañas o a cubrirle los ojos?

¿Estaría condenado?

En realidad, no podía hacer nada para detenerlo.

Eso significaba que podía seguir adelante como si fuera a vivir hasta que los dioses le indicaran lo contrario.

O sea que ya parecía un monstruo y pronto lo sería para la mayor parte de la gente de Faerun. Eso significaba que a lo único que podía aspirar era a llevar la vida de un forajido oculto en los bosques.

Bueno, los Valles septentrionales eran el mejor lugar que se le ocurría para llevar esa vida. Tenía todo el enorme bosque para acechar desde allí, buenas granjas en las que robar las cosechas…

En Cormyr ya no había nada para él, a menos que pudiera apoderarse del Colgante de Ashaba.

Pero el colgante no le serviría de nada en el Valle de las Sombras. Ni el más simple de los granjeros reconocería a un esqueleto andante como su gobernante.

Sin embargo, podía llevarlo de vuelta a Arabel, por ejemplo, y ver allí a la Dama Gobernante; podía negociar con ella y tal vez conseguir que un mago de guerra hiciese desaparecer esa armadura ósea y devolverle su antiguo aspecto.

Claro estaba que para conseguir el colgante tendría que matar a algunos de los Caballeros de Myth Drannor. No sería un gran delito para las autoridades cormyrianas, al menos por lo que había visto y oído. Ese ornrion parecía rabiar por matar él mismo a algún Caballero.

Además, Brorn Hallomond tenía una cuenta que saldar. Debía vengar a lord Yellander.

Algo se modificó en su entrepierna. Cielo santo, también le había cubierto eso. Pues tenía que aceptarlo. Era un monstruo.

¿Podría conseguir trabajo en Sembia, en una sala de fiestas? ¿La presentación del Hombre de Hueso, bailando con las jóvenes de alcurnia?

Bueno, veamos…

No. Intentar un señorío primero. Los nobles de Cormyr eran mucho más ricos que las bailarinas de los clubes, y con dinero, podría comprar a todas las chicas que quisiera para que bailaran con él.

Tenía que conseguir ese colgante.

Los Caballeros de Myth Drannor tenían que morir.

Telgarth Boarblade se inclinó hacia delante sobre la mesa para comunicarse en un susurro con los cuatro conspiradores que Ruldroun le había enviado.

—¿Veis a los cuatro hombres que entran ahora? Cada uno de vosotros debe mirar con atención la cara de uno de ellos. Thorm, a ese de ahí. Darratur, al alto. Glays, al del bigote. Klarn, al de la calva. Yo me ocuparé del de la barba. Id arriba simulando buscar habitaciones si es necesario, o seguidlos a los retretes, pero echadles una buena mirada. No hagáis que sospechen nada, pero fijad bien sus rasgos en vuestra memoria. En cuanto lo hayáis conseguido, salid por delante y nos encontraremos junto al palenque.

—¿Por qué? —preguntó Klarn.

Boarblade decidió en ese mismo momento que Klarn sería el primero de los cuatro en morir si se presentaba la ocasión. ¿Qué necesidad tenía de cuestionar cada palabra que decía?

—Son un emisario de la Corona y sus guardaespaldas. Vamos a esperar a que se vayan a la cama y usaremos nuestros hargaunts para adoptar sus caras, y luego, con decisión y rapidez, utilizaremos nuestras monturas…, es decir, sus caballos. ¡Serán más rápidos, bestias de primera, creedme! Y saldremos de aquí cabalgando.

Cuatro caras lo miraron con atención. Estaban entusiasmados. Mejor así.

—Seguid al trote hasta que perdamos de vista este lugar —añadió—; luego continuad al paso hasta que encontremos un río. Dad un descanso a los caballos, y después, marchad a pie, llevándolos por la rienda, y buscad un lugar fuera del camino donde acampar. Cuando llegue la primera hora de la tarde de mañana, si lo hemos hecho todo bien, podremos ir a galope tendido por el camino.

Se recostó en su asiento y dijo con firmeza:

—Tenemos que dar caza a unos Caballeros. Nos llevan mucha ventaja, y no estoy por la labor de ir andando hasta el Valle de las Sombras. Y hasta allí tendremos que ir si tratamos de alcanzarlos a pie. ¿Alguien va a discutir eso?

Nadie lo hizo.